IV

Con aquello el brillo del fuego de la cocina adquirió un tono azul, se abrió la puerta y entraron en la casa doce hombres, uno tras otro.

Si Jabez Stone había sentido ya lo que era el miedo, ahora lo cegó un terror nuevo. Allí estaba Walter Butler, el hombre de leyes que tanto fuego y espanto hizo correr por el Valle de Mohawk en los días de la Revolución; y Simon Girty, el renegado que a tantos hombres blancos ató a estacas para quemarlos, con la ayuda de los indios… Tenía los ojos verdes como los de un puma, y la sangre que manchaba su camisa no era precisamente la de un ciervo. Y también estaba allí King Philip, tan violento y orgulloso como siempre lo fuera en vida, mostrando en su cabeza la herida que le causó la muerte; y el cruel gobernador Dale, el que a tantos hombres descuartizó en el potro de tortura. Y allí estaba también Morton, el de Marry Mount, el que a tantas vejaciones sometió a la colonia de Plymouth, con toda su gallardía, bien parecido, con el gesto sempiterno de un dios vengativo. Y Teach, el pirata sanguinario, con la negra barba cayéndole hasta el pecho. Y el reverendo John Smeet, con sus manos de estrangulador y su toga ginebrina, caminando delicadamente, como cuando lo llevaron a la horca. Aún tenía en el cuello la marca de la soga, pero no por eso se había desprendido de su perfumado pañuelo, que llevaba en una mano. Uno tras otro fueron haciendo su entrada en la casa, llevando tras de sí estelas infernales… El extraño había ido anunciando sus nombres a medida que traspasaban el umbral de la puerta, así como las culpas por las que habían sido reos. El extraño había dicho la verdad: todos ellos habían jugado un papel de relevancia en la construcción de América.

―¿Está por fin satisfecho con la composición del jurado, Mr. Webster? ―preguntó el extraño, burlón.

El sudor cubría la frente de Daniel Webster, pero así y todo habló claro y alto.

―Bastante satisfecho ―dijo―. Pero supuse que también vendría el general Arnold, al frente de la compañía.

―No, Benedict Arnold[76] está ocupado con otros asuntos ―dijo el extraño, aún más sarcástico―. Pero, claro está, usted reclama la presencia de un juez, como es lógico ―y apuntando de nuevo con el dedo hacia la puerta, hizo que entrara un hombre con toda la pinta de los más aherrojados puritanos, con la fiera mirada de los fanáticos, y ataviado a la manera de los más soberbios magistrados, que de inmediato buscó un lugar preeminente en el que situarse―. El juez Hathorne ―siguió diciendo el extraño― es un magistrado de gran experiencia y fama, la cual le viene dada por haber presidido cierto tribunal en Salem… Hubo unos cuantos que luego se arrepintieron de aquello, pero él no…

―¿Arrepentirme yo de aquella injusticia, de tanto dolor causado a inocentes? ―intervino entonces el juez―. No, nada de eso… ¡Que cuelguen a todos los que se arrepintieron! ―dijo como si hablara para sí mismo, lo que heló aún más el corazón de Jabez Stone.

El proceso comenzó pronto, y como puede suponerse, con las mayores dificultades para la defensa. Jabez Stone no pudo hacer mucho más, en defensa de sí mismo, que prestar declaración como si fuese un mero testigo. Echar una mirada a Simon Girty bastaba para que se estremeciera de la cabeza a los pies. Y le hacían estar de pie en un rincón, a punto de desvanecerse.

El proceso no se detuvo un instante. Daniel Webster se había tenido que enfrentar en muchas ocasiones a jurados muy duros y a jueces implacables, pero aquella corte ante la que ahora argumentaba, compuesta por hombres de mirada ardiente y cruel, y la voz tranquila y segura del extraño, no le daban tregua. Apenas manifestaba una objeción, oía cómo le era rechazada; y apenas cualquiera de ellos hablaba, el juez aceptaba lo que fuese. Bueno, hubiera sido estúpido pretender fair play en alguien como Mr. Scratch.

Finalmente se le concedió a Daniel Webster el turno de alegaciones, y comenzó a golpear con argumentos que sonaban como hierro en la forja. Al hablar parecía sumir en la mayor confusión al jurado y al juez, pues lo hacía con argumentos legales de gran contundencia, para los que no tenían réplica. Y no le importaba si aquello pudiera desatar las iras de la corte en pleno, o si le haría sufrir represalias. Tampoco pareció preocuparse de la suerte que pudiera correr Jabez Stone, y se expresaba por momentos con más pasión que mesura, aunque pensando bien cada una de las cosas que decía. Al final, curiosamente, y cuanto más pensaba, mientras hablaba, en la necesidad de buscar palabras poco hirientes, más lo eran éstas.

Finalmente, ante la conclusión de sus argumentos, se deslizó por la senda de las conclusiones finales, en un afán de revertir el proceso. Pero antes de dar inicio a sus conclusiones, se quedó mirando unos instantes al juez y al jurado, alternativamente, un efecto dramático que solía aplicar con éxito. Pero se dio cuenta de que, lejos de aplacarse aquel fulgor bestial que tenían todos en la mirada, se incrementaba su furia. Y que parecieron ir a levantarse para echársele encima. Lo miraban como la jauría que ha detectado la presencia del zorro, cual dispuestos a saltar sobre él. Y percibió Daniel que a todos envolvía una infernal neblina azulada. No obstante, aquello lo reafirmó aún más en lo que había pensado hacer, y se quitó con la mano el sudor de la frente, como quien acabase de salvar un pozo en la oscuridad del bosque.

Acababa de darse cuenta de que todos ellos habían ido por él, no sólo por Jabez Stone. Lo vio en aquel fulgor bestial de sus ojos, en la manera en que se repasaban la boca con la mano. Pero no podía luchar con las mismas armas que ellos, pues eso, precisamente, le hubiera hecho sucumbir a sus maléficos poderes. Por supuesto que vio perdido el caso en esos breves instantes en que cruzó su mirada con las del juez y los miembros del jurado. Pero fueron su mirada y su cólera creciente lo que poco a poco apagó el fuego de aquellos ojos que se le clavaban. Eso le dio ánimos; tenía que insistir en su actitud si no quería perder definitivamente el juicio. Así que se los quedó mirando un buen rato en silencio, con sus ojos negros ardientes como la antracita. Y tras esa pausa estudiada comenzó a hablar.

Comenzó expresándose con una voz baja y suave, para que no pudiera malinterpretarse ninguna de sus palabras. Sus vecinos decían que a veces su voz era como la música de un arpa. O como la música sacra. Y lo que dijo se correspondía con aquello más simple que un hombre pueda expresar cuando se ve adornado de razones. No condenó, no rivalizó. Se limitó a hablar de cosas que hacen que un país lo sea de verdad. Y que un hombre sea un hombre.

Habló, pues, para decir esas cosas sencillas que cualquiera puede entender, que a cualquiera pueden llegarle al corazón: de las bondades de una mañana espléndida, y de cuánto se disfrutan esos días cuando se es joven; y del gusto y placer que dan los alimentos cuando se tiene hambre; y de lo impagablemente nuevo que es cada día cuando se es niño… Habló, simplemente, de cosas que llegan al corazón de un hombre. De cosas que son en sí mismas buenas para cualquier hombre. Y les dijo que, sin libertad, los hombres enferman moralmente. Y cuando les habló de la esclavitud, y de las penurias de esa esclavitud, su voz se alzaba como el tañido de una campana. Se expresó después sobre los días primeros de la fundación de América, y de los hombres que protagonizaron dichos días. No fue un discurso vibrante, pero sí conveniente, claro, elocuente. Admitió de igual manera que en aquellos tiempos se cometieron muchos errores e injusticias, pero para demostrar después que tras los errores y las injusticias siempre aparece la corrección de los mismos, lo que hace que impere al cabo la justicia y que se acabe con el sufrimiento y la devastación para dar paso a una nueva era. Una nueva era en la que todo el mundo tiene un lugar, incluso los que fueron traidores.

Luego se volvió a Jabez Stone y habló de él exponiendo lo que realmente era: un hombre común que había tenido mala fortuna, que había luchado lo indecible, y que era merecedor, por ello, de una recompensa. Y añadió que, precisamente por aspirar a esa recompensa de la que era acreedor, se le quería penar por toda una eternidad. Pero Jabez Stone era un hombre bueno, y nunca había hecho daño a nadie. Había cometido errores, como cualquiera, pero precisamente porque era un hombre, y también cometen errores los hombres cuando aspiran a su bien y al de los suyos. Ser hombre a veces es triste, pero también es la de hombre una condición de la que el mundo puede sentirse orgulloso. Dijo Daniel Webster igualmente que, incluso en el infierno, si se es hombre, uno puede seguir aspirando a su orgullo de serlo. Y con una voz que era entonces como música de órgano, aseguró que jamás condenaría en adelante a un hombre, por muy equivocado que estuviese, para exponer a continuación las glorias y fracasos de la humanidad en su largo viaje. Un viaje lleno de accidentes, caídas y sinsabores, pero un gran viaje al fin y al cabo. Un viaje que nunca podría hacer un demonio, por mucho que se apropiara de los hombres.