IX
LA CASA DE INOCENCIA

Ese día fray Giovanni había salido del convento a la hora matutina en que los pájaros se despiertan cantando. Y se encaminaba a la ciudad. Y pensaba:

―Voy a la ciudad para mendigar en ella mi pan y para dar pan a los que mendigan; y daré lo que haya recibido, y recibiré lo que haya dado. Porque es bueno pedir y recibir por amor de Dios. Y el que recibe es hermano del que da. Y no hay que mirar si es uno u otro de los dos hermanos, pues el don no es nada y todo reside en la caridad.

»El que recibe, si tiene caridad, se iguala con aquel que da. Pero el que vende es enemigo de aquel que compra, y el vendedor obliga al comprador a ser su enemigo. Y ahí está la raíz del mal que envenena las ciudades, lo mismo que el veneno de la serpiente está en su cola. Y es preciso que una dama pise la cola de la serpiente. Esa dama es la Pobreza. Ya ha visitado en su torre al rey Luis de Francia; pero aún no ha entrado en casa de los florentinos, porque es casta y no quiere poner el pie en un lugar malo. La tienda del cambista es un lugar malo. Los banqueros y los cambistas cometen el mayor de los pecados. Las prostitutas pecan en los tugurios, pero su pecado es más pequeño que el de los banqueros y de todo aquel que se enriquece con la banca o con el negocio.

»En verdad que los banqueros y los cambistas no entrarán en el reino de los cielos, ni los panaderos, ni los drogueros, ni los que ejercen el arte de la lana de los que se enorgullece la ciudad de la Flor. Porque dan precio al oro y asignan un valor al cambio, levantan ídolos frente a los hombres. Y cuando dicen: «El oro tiene un valor», mienten. Pues el oro es más vil que las hojas secas que, con el viento de otoño, revolotean y susurran al pie de los terebintos. Sólo es precioso el trabajo del hombre cuando Dios le contempla.

Y mientras meditaba así, fray Giovanni vio que la montaña estaba horadada y que unos hombres sacaban piedras de ella. Y uno de los canteros permanecía echado en el camino, vestido con un jirón de grosera tela; su cuerpo había recibido las agudas mordeduras del frío y del calor. Los huesos de sus hombros y de su pecho estaban como al desnudo sobre su carne extenuada. Y una gran desolación surgía del hueco negro de sus ojos.

Fray Giovanni se acercó a él diciendo:

―¡La paz sea con vos!

Mas el cantero no respondió nada; no volvió la cabeza. Y fray Giovanni, creyendo que no le había oído, dijo de nuevo:

―¡La paz sea con vos!

Y pronunció las mismas palabras una tercera vez. Entonces el cantero le miró furioso y le dijo:

―Sólo alcanzaré la paz con mi muerte. ¡Vete, maldita corneja cuyos deseos me anuncian una felicidad engañosa! ¡Vete a graznar a otros más simples que yo! Sé que la suerte del cantero es totalmente desdichada, y que no hay alivio para su miseria. Arranco piedras desde la mañana hasta la noche, y por precio a mi trabajo recibo un mendrugo de pan negro. Y cuando mis brazos sean menos fuertes que las piedras de la montaña, cuando mi cuerpo se haya debilitado totalmente, me moriré de hambre.

―Hermano mío ―dijo el santo varón Giovanni―, no es justo que arranquéis muchas piedras y sólo recibáis un poco de pan.

El cantero se puso de pie:

―Monje, ¿qué ves en lo alto de la colina?

―Hermano mío, veo las murallas de la ciudad.

―¿Y más arriba?

―Veo los tejados de las casas que dominan las murallas.

―¿Y más arriba?

―Las cimas de los pinos, las cúpulas de las iglesias y los campanarios.

―¿Y más arriba aún?

―Veo una torre que domina a todas las demás. La rematan almenas. Es la torre del podestá.

―Monje, ¿qué ves sobre las almenas de esa torre?

―Hermano mío, sobre las almenas de esa torre sólo veo el cielo.

―Sobre esa torre ―dijo el cantero―, yo veo una figura repugnante y gigantesca que blande una maza, y sobre esa maza veo escrito: INIQUIDAD. Y la Iniquidad se ha elevado por encima de los ciudadanos sobre la torre de los magistrados y de las leyes.

Y fray Giovanni respondió:

―Lo que uno ve, otro no lo ve, y es posible que esa figura que vos decís esté sobre la torre del podestá, en la ciudad de Viterbo. Pero ¿no hay un remedio a los males que sufrís, hermano mío? El buen san Francisco dejó sobre la tierra tal manantial de consuelo que todos los hombres pueden refrescarse en él.

Y el cantero habló así:

―Unos hombres han dicho: «Esa montaña es nuestra». Y esos hombres son mis amos, y para ellos saco yo la piedra. Y ellos gozan el fruto de mi trabajo.

Fray Giovanni suspiró:

―Tienen que estar locos los hombres para creer que poseen una montaña.

El cantero replicó:

―No están locos. Y las leyes de la ciudad les garantizan esa posesión. Los ciudadanos les pagan las piedras que yo he sacado. Y son mármoles de gran precio.

Y fray Giovanni dijo:

―Habría que cambiar las leyes de la ciudad y las costumbres de los ciudadanos. San Francisco, el ángel del Señor, dio ejemplo y mostró el camino. Cuando decidió, por orden de Dios, levantar de nuevo la iglesia en ruinas de San Damián, no fue en busca del amo de la cantera. Y no dijo: «Traedme los mármoles más hermosos y yo os daré oro a cambio». Pues aquel que llamaban el hijo de Bernardone y que era verdadero hijo de Dios, sabía que el hombre que vende es enemigo del hombre que compra, y que el arte del negocio es más dañino, si ello es posible, que el arte de la guerra. Por eso no se dirigió a los maestros albañiles ni a ninguno de los que dan mármol, madera o plomo por dinero. Sino que se fue a la montaña, y allí cogió su carga de madera y piedras y él mismo la llevó al lugar consagrado a la memoria del bienaventurado Damián. Él mismo colocó las piedras con la ayuda del cordel, para formar los muros. E hizo el cemento para unir las piedras entre sí. Fue un recinto humilde y tosco. Fue la obra de un brazo débil. Mas quien la contempla con los ojos del alma reconoce en ella el pensamiento de un ángel. Pues el mortero de esa pared no está amasado con la sangre de los desgraciados; pues esa casa de San Damián no fue construida con los treinta denarios que pagaron la sangre del justo, y que, tirados por el Iscariote, corren desde entonces de mano en mano por el mundo pagando toda injusticia y toda crueldad.

»Porque, de todas, esa casa es la única fundada sobre la inocencia, establecida sobre el amor, asentada sobre la caridad, y la única de todas que es la casa de Dios.

»Y os lo digo en verdad, obrero hermano mío, cuando hacía estas cosas el pobre Jesucristo dio al mundo ejemplo de justicia, y un día su locura parecerá sabiduría. Porque en la tierra todo es de Dios, y nosotros somos los hijos de Dios, y las partes de los hijos deben ser iguales. Es decir, que cada cual debe coger lo que necesita. Y para que los grandes no exijan caldo ni los pequeños beban vino, la parte de cada uno no será igual, pero cada uno tendrá la parte conveniente.

»Y el trabajo será alegre cuando no sea pagado. Porque es el oro inicuo el único que provoca la desigualdad de las particiones. Cuando cada uno vaya a la montaña a buscar su piedra y la lleve sobre sus hombros a la ciudad, la piedra será ligera y será piedra de alegría. Y construiremos la casa alegre. Y construiremos la ciudad nueva. Y no habrá en ella ni pobres ni ricos, sino que todos se llamarán pobres pues querrán llevar un nombre que los honra.

Así habló el dulce fray Giovanni, y el miserable cantero pensó:

―Este hombre vestido con un sayal y que ciñe su cintura con una cuerda ha dicho cosas nuevas. No veré el fin de mis miserias y voy a morir de fatiga y de hambre. Pero moriré feliz, pues antes de apagarse mis ojos habrán visto el alba del día de justicia.