EPÍLOGO DE EL DIABLO ENAMORADO

Cuando apareció la primera edición de El Diablo enamorado, a los lectores les pareció demasiado brusco el desenlace. La mayoría hubiera deseado que el héroe cayese en una trampa cubierta con las suficientes flores para poder salvarlo del sinsabor de la caída. Les parecía, en fin, que la imaginación había abandonado al autor al llegar a las tres cuartas partes de su pequeña carrera; entonces la vanidad, que no quiere perder nada, sugirió a éste, para vengarse del reproche de esterilidad y justificar su propio gusto, leer a personas de su conocimiento la novela completa tal como la había concebido en su primera inspiración. En ella, Álvaro era embaucado por su enemigo, y entonces la obra, dividida en dos partes, acababa en la primera con esta enojosa catástrofe, cuyas secuelas desarrollaba la segunda parte; de maníaco que era, Álvaro, convertido en poseso, no era más que un instrumento en manos del Diablo, del que éste se servía para sembrar el desorden por todas partes. El bosquejo de esta segunda parte, que daba mucho vuelo a la imaginación, abría una cantera más amplia a la crítica, al sarcasmo, a la licencia.

Las opiniones se dividieron sobre este relato; unos pretendieron que se debía conducir a Álvaro inclusivamente hasta la caída y detenerse ahí; otros, que no debían suprimirse sus consecuencias.

En esta nueva edición se ha procurado conciliar las ideas de los críticos. Álvaro es embaucado hasta cierto punto, pero sin ser víctima; para engañarle, su adversario se ve obligado a mostrarse honesto y casi mojigato, lo cual destruye los efectos de su propio sistema y vuelve incompleto su éxito. Por último, a su víctima le ocurre lo que podría ocurrirle a un hombre galante seducido por las más honestas apariencias; habría sufrido sin duda ciertas pérdidas, pero salvaría el honor, si las circunstancias de su aventura llegaran a conocerse.

Es fácil adivinar las razones que hicieron suprimir la segunda parte de la obra: si era susceptible de cierto tipo de comicidad fácil, picante, aunque forzada, presentaba ideas funestas, y no deben ofrecerse de esa especie a una nación de la que puede decirse que, si la risa es un carácter distintivo del hombre como animal, en ella es donde más agradablemente se encuentra acentuado. No es menos agraciada en la ternura; pero tanto al divertirla como al interesarla, hay que respetar su buen carácter y ahorrarle las convulsiones.

La obrita que hoy se ofrece reimpresa y aumentada, aunque poco importante, tuvo en un principio motivos razonables, y su origen es lo bastante noble para que no se deba hablar aquí de ella más que con la mayor de las consideraciones. Fue inspirada por la lectura del pasaje de un autor infinitamente respetable, en el que se habla de las artimañas que puede emplear el Demonio cuando quiera agradar y seducir. Las hemos reunido, en la medida que nos ha sido posible, en una alegoría en la que los principios se enfrentan con las pasiones; el alma es el campo de batalla; la curiosidad desencadena la acción, la alegoría es doble, y los lectores se darán cuenta de ello fácilmente.

No llevaremos más lejos la explicación: recordamos que a los veinte años, recorriendo la edición completa de las obras del Tasso, caímos sobre un volumen que sólo contenía la aclaración de las alegorías encerradas en la Jerusalén libertada. Mucho nos guardamos de abrirlo. Estábamos apasionadamente enamorados de Armida, de Herminia, de Clorinda; perdíamos unas quimeras demasiado agradables si aquellas princesas quedaban reducidas a ser únicamente simples emblemas.