XVI
EL PRÍNCIPE DEL MUNDO
Y la mañana del día señalado para su suplicio, el santo varón Giovanni dormía profundamente. Y tras abrir la puerta del calabozo, el doctor Sutil tiró al durmiente de la manga y exclamó:
―¡Oh, hijo de mujer, despierta! Ya abre el día sus pupilas grises. Canta la alondra, y los vapores de la mañana acarician el flanco de los montes. Por las laderas se ven deslizarse las nubes ágiles y blancas de reflejos de rosa, que son los flancos, los vientres y los muslos de las ninfas inmortales, hijas divinas de las aguas y del cielo, ondulante rebaño de las vírgenes matinales que el viejo Océano conduce por las montañas y que reciben en sus frescos brazos, sobre un lecho de jacintos y de anémonas, a los dioses dueños del mundo, y a los pastorcillos amados por las diosas. Pues hay pastorcillos a quienes sus madres hicieron bellos y dignos del lecho de las ninfas, habitantes de las aguas y de las florestas.
»Y hasta yo mismo, que he estudiado mucho las curiosidades naturales, al ver hace un rato esas nubes deslizándose voluptuosamente por el vientre de la ladera, he concebido deseos, de los que nada sé, salvo que nacen por mis lomos, y que, como Hércules niño, mostraban su fuerza desde la cuna. Y esos deseos no eran más que vapores rosados y nubes ligeras: me recordaban precisamente a una joven llamada Mona Libetta, a la que conocí camino de Castro, en una posada donde ella servía y complacía a muleros y soldados.
»Y la imagen que me hacía yo de Mona Libetta esta mañana, cuando caminaba por las rampas de la colina, estaba maravillosamente hermoseada por la dulzura del recuerdo y el pesar de la ausencia, y se adornaba con todas las ilusiones que, naciendo en ese lugar de los lomos que te he dicho, derraman enseguida su fuego perfumado por todo el alma del cuerpo y la penetran de lánguidos ardores y de deliciosos sufrimientos.
»Pues es preciso que sepas, oh Giovanni, que, viéndola tranquilamente y con mirada fría, esa muchacha no era muy distinta de todas las que, en las campiñas de la Umbría y de las Romañas, van al prado a ordeñar las vacas. Tenía unos ojos negros, lentos y feroces, el rostro moreno, la boca grande, el pecho abultado, el vientre amarillo y la parte delantera de las piernas, a partir de la rodilla, erizada de pelos. Solía reírse con carcajadas estrepitosas; pero en el placer su rostro se ensombrecía, como asombrado por la presencia de un dios. Eso era lo que me había unido a ella, y luego medité mucho sobre la naturaleza de ese afecto, pues soy doctor y diestro en buscar las razones de las cosas.
»Y he descubierto que la fuerza que me atraía hacia esa Mona Libetta, criada de mesón en Castro, era la misma que gobierna los astros en el cielo, y que sólo hay una fuerza en el mundo, que es el amor, que también es el odio, como explica el ejemplo de esa Mona Libetta, que fue tan jodida como apaleada.
»Y recuerdo que un palafrenero del papa, que era su mejor amigo, la pegó tan fuerte una noche, en el granero donde se acostaba con ella, que la dejó allí por muerta. Y se fue gritando por las calles que unos vampiros habían estrangulado a la muchacha. Son temas estos que hay que meditar si uno quiere hacerse alguna idea de la buena física y de la filosofía natural.
Así habló el doctor Sutil. Y el santo varón Giovanni, incorporándose en su yacija de estiércol, respondió:
―Doctor, ¿son ésas las palabras que conviene decir a un hombre que va a ser colgado dentro de un rato? Escuchándote dudo si tus palabras son propias de un hombre de bien y de un insigne teólogo, o si no proceden más bien de un sueño enviado por el ángel de las tinieblas.
Y el doctor Sutil respondió:
―¿Quién te habla de ser ahorcado? Has de saber, Giovanni, que he venido aquí, desde el amanecer, para liberarte y ayudarte a huir. Mira: me he puesto las vestiduras de un carcelero; la puerta de la prisión está abierta. Vamos, ¡date prisa!
Y el santo varón, tras levantarse, respondió:
―Doctor, tened cuidado con lo que decís. Yo he hecho el sacrificio de mi vida. Y confieso que me costó mucho. Si, creyendo vuestra palabra de verme devuelto a la vida, me llevan otra vez ante los jueces, tendré que hacer un segundo sacrificio más doloroso que el primero, y sufrir dos muertes. Y os confieso que mis deseos de martirio se han ido, y que me ha venido el de respirar el día bajo los pinos de la montaña.
El doctor Sutil replicó:
―Resulta que mi propósito era llevarte bajo los pinos que, al viento, resuenan como la dulzura triste de la flauta. Desayunaremos en la ladera llena de musgo que mira a la ciudad. Vamos. ¿Por qué tardas?
Y el santo varón dijo:
―Antes de irme con vos, quisiera saber quién sois. Mi primera constancia me ha decepcionado. Mi valor no es más que una brizna de paja en la era devastada de mi virtud. Pero me queda la fe en el hijo de Dios, y, por salvar mi cuerpo, no quisiera perder mi alma.
―¿De verdad crees que deseo tu alma? ―dijo el doctor Sutil―. ¿Es tan hermosa doncella y tan gentil dama que tienes miedo de que te la robe? Consérvala, amigo mío, no me serviría de nada.
Al santo varón no le tranquilizaron estas palabras que no exhalaban un piadoso aroma. Pero como tenía grandes deseos de ser libre, no se lo pensó dos veces, siguió al doctor y franqueó con él el portillo de la cárcel.
Y sólo cuando estuvo fuera preguntó:
―¿Quién eres, tú que envías sueños a los hombres y pones en libertad a los prisioneros? Tienes la belleza de una mujer y la fuerza de un hombre, y te admiro, pero no puedo amarte.
Y el doctor Sutil respondió:
―Me amarás en cuanto te haya hecho daño. Los hombres sólo pueden amar a quienes les hacen sufrir. Y no hay amor más que en el dolor.
Y, hablando así, salieron de la ciudad y tomaron los senderos de la montaña. Y después de caminar mucho tiempo, vieron en la linde del bosque una casa cubierta de tejas rojas. Delante de la casa, del lado de la llanura se extendía una terraza plantada de árboles frutales y bordeada de viñedos.
Se sentaron en el patio bajo una parra de hojas doradas por el otoño y del que pendían racimos de uva. Y allí una muchacha les sirvió leche, miel y tortas de maíz.
Entonces, alargando el brazo, el doctor Sutil cogió una manzana bermeja, la mordió y se la ofreció al santo varón. Y Giovanni comió y bebió; y su barba estaba toda blanca de leche y sus ojos reían mirando el cielo, que los llenaba de azul y de alegría. Y la muchacha sonrió.
Y el doctor Sutil dijo:
―Mira esta niña; es mucho más bonita que Mona Libetta.
Y el santo varón, ebrio de leche y de miel, lleno de gozo en la luz del día, cantó canciones que su madre cantaba cuando lo llevaba en sus brazos. Eran canciones de pastores y pastoras, y en ellas se hablaba de amor. Y como la muchacha escuchaba en el umbral de la puerta, el santo varón se levantó, corrió tambaleándose hacia ella, la cogió en sus brazos y le dio en las mejillas unos besos llenos de leche, de risa y de alegría.
Y después de que el doctor Sutil hubiera pagado el gasto, los dos viajeros se dirigieron hacia la llanura.
Cuando caminaban a lo largo de los sauces plateados que bordean el río, el santo varón dijo:
―Sentémonos. Porque estoy cansado.
Y se sentaron al pie de un sauce, y veían los lirios inclinar sus hojas hacia la orilla y a las moscas brillantes volar sobre las aguas. Pero Giovanni ya no se reía, y su rostro estaba triste.
Y el doctor Sutil le preguntó:
―¿Por qué estás preocupado?
Y Giovanni le respondió:
―Gracias a ti he sentido la caricia de las cosas que viven, y siento turbado mi corazón. He saboreado la leche y la miel. He visto la criada en el umbral de la casa y he sabido que era bella. Y la inquietud está en mi alma y en mi carne.
»¡Cuánto he caminado desde el momento en que te conocí! ¿Te acuerdas del bosque de encinas donde te vi por primera vez? Porque te reconozco.
»Eres tú el que me visitó en mi ermita y el que se me apareció con ojos de mujer que brillaban bajo un velo ligero, mientras tu deliciosa boca me enseñaba las dificultades del Bien. Eres tú también el que te mostraste a mí en la pradera bajo tu capa de oro, como un Ambrosio o un Agustín. Yo no conocía entonces el mal de pensar. Y tú me diste el pensamiento. Y pusiste la soberbia como un carbón encendido sobre mis labios. Y medité. Mas, en la rígida novedad del espíritu y en la juventud todavía ruda de la inteligencia, yo no dudaba. Y volviste a venir a mí y me diste la incertidumbre y me hiciste beber la duda como un vino. Y hoy saboreo por ti la deliciosa ilusión de las cosas, y el alma de los bosques y de los ríos, del cielo y de la tierra y de las formas animadas entra en mi pecho.
»¡Y soy desgraciado porque te he seguido, Príncipe de los hombres!
Y Giovanni contempló a su compañero, bello como el día y la noche. Y le dijo:
―Por ti sufro, y te amo. Te amo porque tú eres mi miseria y mi orgullo, mi alegría y mi dolor, el esplendor y la crueldad de las cosas, porque tú eres el deseo y el pensamiento, y porque me has hecho semejante a ti. Porque tu promesa en el Jardín, en el alba de los días, no era vana, y he saboreado el fruto de la ciencia, ¡oh Satán!
Giovanni siguió diciendo:
―Sé, veo, siento, quiero, sufro. Y te amo por todo el mal que me has hecho. Te amo porque me has perdido.
E, inclinándose sobre el hombro del ángel, el hombre lloró.