XI
LA DULCE REBELDÍA

El santo varón Giovanni fue atado con cadenas a un grueso pilar en medio de las mazmorras sobre las que pasaba el río.

Dos hombres estaban sumidos con él en las viscosas tinieblas. Los dos habían conocido y proclamado la injusticia de las leyes. Uno quería derribar la República por la fuerza. Había cometido crímenes a modo de ejemplo, y meditaba purificar la ciudad por el hierro y el fuego. El otro esperaba cambiar los corazones: había dicho palabras persuasivas. Inventor de sabias leyes, contaba con la belleza de su genio y con la inocencia de sus costumbres para imponerlas a sus conciudadanos. Y los dos habían sido condenados al mismo castigo.

Cuando supieron que el santo varón estaba encadenado con ellos por haber hablado contra las leyes de la ciudad, le felicitaron. Y el que había inventado leyes sabias le dijo:

―Hermano, si alguna vez recobramos la libertad, ya que piensas como yo, me ayudarás a persuadir a los ciudadanos de que deben establecer por encima de ellos el imperio de unas leyes justas.

Peto el santo varón Giovanni le respondió:

―¿Qué importa que la justicia esté en las leyes si no está en los corazones? Y si los corazones son injuriosos, ¿de qué servirá que la equidad reine en la ley?

»No digáis: «Nosotros estableceremos leyes justas, y devolveremos a cada uno lo que le es debido». Porque nadie es justo, y no sabemos lo que conviene a los hombres. Asimismo ignoramos lo que es bueno y lo que es malo para ellos. Y cada vez que los príncipes del pueblo y los jefes de la República han amado la justicia, han hecho perecer a muchos hombres.

»No entreguéis el compás ni el nivel al mal agrimensor. Pues, con instrumentos justos, hará repartos injustos. Y dirá: «Ved, llevo conmigo el nivel, la regla y la escuadra, y soy un buen agrimensor». Mientras los hombres sigan siendo avaros y crueles, harán crueles las leyes más dulces y despojarán a sus hermanos con palabras de amor. Por eso es inútil revelarles las palabras de amor y las leyes de dulzura.

»No opongáis unas leyes a otras, ni levantéis mesas de mármol o de bronce frente a los hombres. Pues todo lo que está escrito en las tablas de la ley está escrito con letras de sangre.

Así habló el santo varón. Y el prisionero que había cometido asesinatos ejemplares y preparado la ruina saludable de la ciudad mostró su aprobación y dijo:

―Compañero, has hablado bien. Has de saber que yo no opondré una ley a otra, la regla derecha a la regla torcida, sino que quiero destruir la ley mediante la violencia y obligar a los ciudadanos a vivir luego en una bienaventurada libertad. Y has de saber además que maté a jueces y a gente de armas, y que cometí crímenes por el bien.

Tras oír estas palabras, el hombre del Señor se puso de pie, extendió sus brazos cargados de cadenas en la sombra maligna y exclamó:

―¡Malditos sean los violentos! Porque la violencia engendra violencia. El que obra como tú siembra la tierra de odios y de cóleras, y sus hijos se desgarrarán los pies en las zarzas del camino, y las serpientes les morderán en los talones.

»¡Ay de ti!, porque derramaste la sangre del juez inicuo y del soldado brutal, y te has vuelto semejante al soldado y al juez. Y como ellos llevas en las manos la mancha indeleble.

»Insensato el que dice: «Haremos a nuestra vez el mal y nuestro corazón se verá aliviado. Seremos injustos, y eso será el comienzo de la justicia». El mal está en el deseo. No deseéis nada y no tendréis mal. La injusticia sólo es mala para los injustos. Nunca la sufriré si soy justo. La iniquidad es una espada cuya empuñadura desgarra la mano del que la sostiene. Su punta no hiere el corazón del hombre simple y bueno.

»Amáis la vida, y ese afecto está en el corazón de todo hombre. Amad pues el sufrimiento. Porque vivir es sufrir. No envidiéis a vuestros crueles amos. Tened compasión de los publicanos y de los jueces. Los más orgullosos entre ellos han conocido el aguijón del dolor y las ansias de la muerte. Sed más felices, ya que sois inocentes. Que para vosotros el dolor pierda su aguijón y la muerte sus ansias.

»Sed en Dios, y decíos: «Todo es bien en él». Guardaos incluso de querer la felicidad pública con excesiva fuerza y aspereza, no vaya a ser que en vuestro deseo se deslice alguna crueldad. Sino que vuestro deseo de caridad universal tenga el fervor de una oración y la dulzura de una esperanza.

»Será bella la mesa donde todo el mundo reciba su parte equitativa y donde los comensales se laven los pies los unos a los otros. Mas no digáis: «Yo prepararé esa mesa por la fuerza en las calles de la ciudad y en las plazas públicas». Pues no es con el cuchillo en la mano como debéis invitar a vuestros hermanos al banquete de la justicia y de la mansedumbre. Es preciso que la mesa se prepare por sí misma en el Campo de Marte mediante la virtud de la gracia y la buena voluntad.

»Y será un milagro. Mas sabed que los milagros sólo se realizan por la fe y el amor. Si desobedecéis a vuestros amos, que sea por amor. No les carguéis de cadenas ni los matéis. Sino decidles: «Yo no mataré a mis hermanos ni los encadenaré». Soportad, sufrid, aceptad, quered lo que Dios quiere, y vuestra voluntad se hará en la tierra como en el cielo. Lo que parece malo es malo, y lo que parece bueno es bueno. El verdadero mal está en el esfuerzo y en el descontento. No nos esforcemos en absoluto y estemos contentos; no golpeemos a los malvados, para no parecernos a ellos.

»Si tenemos la dicha de ser pobres de hecho, no nos hagamos ricos por el espíritu ni apeguemos nuestro corazón a los bienes que vuelven injustos y desgraciados. Suframos pacientemente la persecución y seamos esos vasos de amor que cambian en bálsamo la hiel que en ellos se vierte.