El extranjero del Kurdistán
«¿Sostiene usted que el culto al Demonio concluyó con el final de
la Edad Media, y que sus adoradores se extinguieron? Pero es que yo no
hablo de los yezidis del Kurdistán, los que proclamaban que el Diablo es
merecedor del mismo culto que Dios, en tanto que, y en virtud de la
dualidad consustancial a todas las cosas, la bondad jamás pueda darse sin
su antítesis, que es lo demoníaco. Me refiero, más bien, a los adoradores
del Demonio en nuestros días, en nuestro mundo civilizado, en nuestra
cristiana Europa del siglo XX; hablo de esos que se ocultan, pero que no
por ello dejan de ser reales; esos que se dan a una adoración basada en la
perversión más sacrílega de los ritos de la Iglesia… ¿Que cómo sé de
ellos? Eso no tiene nada que ver con el asunto en sí mismo; baste decir
que lo sé, sin más».
Tan alta era la torre de Semaxii que parecía acariciar las estrellas; tan profundamente arraigados estaban sus cimientos que se hundían en la tierra tanto como la torre llegaba al cielo. La luz de la luna bañaba su cúspide mientras su base quedaba envuelta por siete velos de oscuridad. Antigua como las pirámides era esta gran pilastra de granito que tomó su nombre de una ciudad en ruinas tan vieja como la propia torre, ruinas que se expandían alrededor de su base.
Una forma oscura se acercaba, avanzando ligera entre las ruinas; una oscuridad aherrojada de sombras; una presencia fantasmagórica que se movía con siniestra certeza.
Aquella sombra se detuvo de repente y su inmovilidad pasó a formar parte de la oscuridad circundante. Otras formas más leves de la oscuridad pasaron a su lado para dirigirse silenciosas a la entrada cavernosa de Semaxii, donde se esfumaban los senderos oscuros. Nada ni nadie, sin embargo, poseía consciencia de la presencia de aquella forma fantasmagórica que todo lo observaba desde su inmovilidad, desde su posición privilegiada.
Se abrió una nube. Un rayo de luz de luna cayó sobre la oscura forma sintiente, disolviéndolo todo salvo su oscuridad; y esa oscuridad de la forma, empero, se reveló como la de un hombre cubierto por una capa negra y tocado con un alto sombrero igualmente negro y forrado en seda.
Se hizo otra resquebrajadura en las nubes; hubo así más luz de luna y fue más perceptible la silueta de aquel hombre, de aquel extranjero, pero menos que todo lo que le rodeaba. El extranjero tenía la nariz afilada como un ave de cetrería; sus ojos eran fríos y despiadados como los de un ídolo azteca, y sus finos labios mostraban una sonrisa cínica; era un hombre implacable aun en su derrota.
«Los más tontos se han reunido en asamblea para pagar su tributo a su tontería; setenta y siete de ellos adorarán esta noche a su Señor y Maestro… ¿Bajo qué ritual? Hace tanto tiempo que presencié algo semejante…».
Hizo una pausa en sus reflexiones para contar las campanadas que se oían a lo largo y ancho de aquella tierra baldía.
«Pocas cosas quedan ya de mi última noche; no obstante, he de perder el tiempo ahora».
Y tras decirse eso se embozó en la capa para dirigirse a buen paso hacia la entrada de la torre.
―¡Alto! ―se dejó sentir una voz desde la entrada.
El rayo de luz de una linterna eléctrica rompió la oscuridad para estrellarse de lleno contra la cara del extranjero.
―¡Alto! ¡Contraseña!
―¿Soy yo quien da, o tú quien recibe? ―dijo el extranjero recitando la contraseña como quien invoca una fórmula.
―¡Entra!
Y avanzó el extranjero entre la guardia exterior de aquel santuario demonolátrico, el santuario de todos los santuarios en los que Satán recibe las ofrendas de sus vasallos. Aún le quedaba un gran trecho, más allá de la guardia exterior, para acceder al lugar donde se haría la celebración de la misa negra, donde el Señor del Mundo sería honrado por sus fieles con ritos blasfemos.
Cien escalones de granito helado, serpenteantes como colas de gusanos de tierra, conducían a los cimientos de la torre. A intervalos le eran pedidas al extranjero nuevas contraseñas; y quienes las recibían no podían sino bajar los ojos ante la dura mirada de aquel hombre.
Por fin se halló ante una puerta guardada por dos hombres enmascarados y cubiertos con capas de color bermellón. De nuevo le pidieron contraseñas, y al recibirlas de él aquellos dos hombres enmascarados le hicieron una reverencia y abrieron la puerta para que entrase en aquel santuario abovedado donde aquella noche se iba a invocar al Demonio.
El extranjero se destocó al entrar, y con su alto sombrero en la mano hizo una cortés inclinación de cabeza para saludar a quienes allí estaban reunidos, y avanzó para tomar asiento en uno de los taburetes situados en líneas a semejanza de los bancos de una capilla. Una vez hubo tomado asiento, miró a su alrededor para ver rápidamente cuanto le rodeaba.
Apenas reparó en el altar negro que tenía frente a sí, con la cruz en la que había una caricatura de Cristo; tampoco reparó especialmente en los muros y el techo abovedado de la cripta, cubiertos por motivos obscenos perceptibles a pesar del ambiente acre y cargado de humo. El acólito que encendía en aquel momento las velas negras del altar no pareció llamarle especialmente la atención, ni que el piso de la cripta estuviese cubierto por polvo de cinnabar[102]. En realidad estudiaba a la congregación en sí misma, en su grupo compacto, observando con el mayor interés a los viejos y a los jóvenes, a los hombres y a las mujeres; en suma, a los setenta y siete allí reunidos en asamblea para adorar a Satán, su Señor y Maestro.
Aquellos setenta y siete eran, en su mayor parte, gente de buena posición, muy distinguida; gentes que, habiendo disfrutado de todo cuanto el humano de buena posición puede disfrutar, buscaban nuevas sensaciones en los ritos medievales y propios de la adoración del Demonio; un apetito de sensaciones que culminaba extraordinariamente en la orgía que seguía a la celebración de la misa negra. Entre ellos se encontraban también algunos ateos que, habiendo considerado que su ateísmo no era una forma de rebelión adecuada, en tanto resultaba pasiva, buscaban la satisfacción de sus anhelos de iconoclastia en los rituales sacrílegos.
Los acólitos iban y venían entre la congregación, llevando bandejas en las que ofrecían vasos de vino y pastillas de color ambarino que los fieles disolvían en el vino o se tomaban de golpe.
El extranjero se volvió hacia el iniciado que tenía al lado.
―Dime, hermano… ¿Qué rito vamos a celebrar esta noche?
El iniciado lo miró sorprendido mientras tomaba unos tragos de su vaso.
―¿A qué te refieres?
―Verás ―dijo el extranjero―, es que no soy de aquí, y supongo que el ritual que celebráis es muy distinto del que hacemos en mi tierra. Debo confesar que estoy algo confuso de ver un altar con un crucifijo en este santuario de adoradores del Demonio.
El iniciado se lo quedó mirando con ojos comprensivos.
―Pues te resultará muy interesante nuestro rito ―dijo―; has de saber que tenemos un sacerdote que celebra la misa, y después…
―¿Un sacerdote? ―lo interrumpió el extranjero, como no dando crédito―. ¿La misa? Pero…
―Claro ―siguió el iniciado―; si no hay sacerdote, si no hay misa, ¿cómo se encarna nuestro archienemigo en el pan con que nosotros, los adoradores de Satán, profanamos el ritual, para así rendir el mayor tributo a nuestro Señor y Maestro? Seguro que vienes de alguna región remota, por lo que desconoces que sólo un sacerdote de verdad, un sacerdote de la Iglesia, puede oficiar el rito milagroso de la transustanciación… Pero, cuéntame, ¿quién eres?
―Te asombrarías si te lo dijese ―contestó el extranjero sonriendo enigmáticamente.
Entonces, antes de que el iniciado pudiera seguir haciéndole preguntas, se dejó sentir un gong agudo y afilado, casi más como el silbido de una serpiente que como el tañido del bronce. Se abrió lentamente un panel que había en una de las paredes de la cripta y apareció la gruesa silueta del sacerdote oficiante, vestido en bermellón y con un incensario del que salía un humo de incienso muy denso, muy pesado. Le seguían nueve acólitos, y mientras se dirigían solemnes al altar elevaban sus voces en un cántico agudo como un chillido. Los setenta y siete que formaban la congregación se arrodillaron entonces, bajando la cabeza.
El sacerdote oficiante del rito se inclinó solemne ante el altar, y con las frases y gestos acostumbrados, todo lo que es propio de la misa, sus acólitos, de rodillas, le daban sus responsos en latín. Luego bajó los peldaños que llevaban al altar y dio inicio a sus invocaciones al Demonio.
―¡Oriflama de iniquidad, tú que guías nuestros pasos y aportas la fuerza para que seamos más duros y resistentes, recibe nuestras súplicas y acepta nuestras oraciones! ¡Señor del Mundo, oye pues las oraciones de tus vasallos! ¡Padre del orgullo, defiéndenos contra la hipocresía y los favores de Dios! ¡Maestro, tus fervorosos vasallos imploramos de ti la bendición de todas nuestras iniquidades con las que destruir las almas y la conciencia de los moradores del mundo! ¡Te ofrendamos, Señor nuestro, gloria y riqueza para tu goce, Padre de los desheredados! ¡Nosotros, tus hijos, nos batiremos en combate por ti, Señor, nuestro Padre inexorable, y allegaremos a tu gloria cuanto más te complazca, oh, tú, Maestro de las decepciones, Beneficiario del crimen, Señor de la lujuria, los vicios y los pecados monumentales! ¡Oh, tú, Satán, al que adoramos como Dios de la mayor lógica del mundo!
Se puso de nuevo de pie el sacerdote, de cara al altar y al crucificado, una hiriente caricatura de Cristo, para continuar profiriendo sus blasfemias:
―¡Y a ti, yo, oficiante de este rito, te conmino, te llamo a descender de esa cruz y a encarnarte en este trozo de pan, a ti, Jesús, ladrón de homenajes que no mereces, ratero de afectos! ¡Escucha! Desde aquel día en que la Virgen te trajo al mundo no has hecho más que incumplir tus promesas; han pasado las edades de tu espera, falso y fugitivo dios. Prometiste redimir a la humanidad y has fallado; prometiste al hombre la gloria y no has hecho más que dormir en la noche de los tiempos; prometiste interceder por nosotros ante el Padre, y tu misión ha sido decepcionante. ¡Te lo reprocharemos eternamente! Te has olvidado siempre de los pobres que te ensalzaron, que esperaron la salvación a través de tu palabra. ¡Por eso te condenamos a llevar clavos en las manos y una corona de espinas en la cabeza, a derramar tu sangre hasta que hayan quedado secas tus heridas! Y eso haremos, violando continuamente el reposo de tu cuerpo mortal, profanándolo con vicios magníficos. A ti, nazareno convicto de los mayores pecados a que pueda conducir la glotonería del amor infame. ¡A ti, rey idolátrico, dios indolente!
―¡Amén! ―respondió al unísono la congregación de los setenta y siete fieles, cargando aún más con su rugido el ambiente denso de incienso y humo.
El sacerdote, subiendo otra vez los pocos peldaños que conducían hasta el altar, se volvió entonces a los fieles adoradores de Satán y los bendijo con la mano izquierda. Acto seguido, encarándose con el crucificado, en tono tan solemne como burlesco, proclamó:
―Hoc est enim corpus deum[103].
Al oír esas palabras, los setenta y siete, definitivamente enloquecidos por el mucho vino libado y por las pastillas de color ambarino, así como por la locura sacrílega inherente a la ceremonia toda, rodaron por el suelo gruñendo y chillando y riendo salvajemente, como poseídos por una furia demoníaca. El sacerdote partió el pan que antes consagrara de manera tan blasfema, y se dispuso a ofrecerlo a los adoradores de Satán, que se apelotonaban ya para recibir aquella burla de la comunión.
Ya iba a tomar aquella forma infamante de la hostia el primero de los fieles satánicos, cuando se dejó sentir una voz tronante.
―¡Imbéciles! ¡Cesad en esta parodia estúpida!
Era la voz del extranjero, una voz que tronó en la capilla abovedada como una trompeta que llamase a la destrucción. Aquella voz obró el silencio inmediato entre los adoradores de Satán. No se oía un suspiro. Los acólitos parecían demudados. El sacerdote a duras penas mantenía el control de sí mismo, avergonzado y temeroso de la fiera mirada de aquel extraño.
―¿Quién eres? ―logró preguntarle al fin el sacerdote―. ¿De qué autoridad te crees investido para interrumpirnos?
Los setenta y siete fieles adoradores de Satán, al oír a su sacerdote, fueron recuperándose lentamente de la completa paralización en que los dejara sumidos la voz de aquel hombre. Observaron así que el extranjero avanzaba unos pasos para encararse con el sacerdote, que seguía al pie del altar. Y escucharon de nuevo su voz, fuerte, rica en inflexiones, majestuosa e imponente:
―¿Y tú, que te dices sacerdote de Satán, me preguntas quién soy? ¡Soy Ahriman[104], al que los persas temen! ¡Soy Malik Taus, el pavo real blanco, al que adoran los hombres de los más recónditos lugares del Kurdistán! ¡Soy Lucifer, la estrella de la mañana! ¡Soy ese Satán al que pretendéis invocar! ¡Y he aquí que he vuelto en mi forma mortal para ver de frente a mis verdaderos enemigos y derrotarlos! ―señaló entonces al crucificado, y siguió diciendo―: ¡Y he aquí a mi más noble y respetable adversario! No creáis que esa estúpida caricatura es el Cristo al que pretendo vencer. ¡Cuán imbéciles sois! Bestias, malnacidos., ¿suponéis acaso que puedo mofarme de quien me ha sostenido a lo largo de las edades? ¿De veras creéis que me adoráis mediante estas tontas mascaradas? ¡Al celebrar esta parodia de la misa no hacéis más que reconocer la divinidad del crucificado, en tanto pretendéis burlarla; al tomar el pan no hacéis más que aceptarlo en cuerpo y espíritu, por mucho que supongáis destruirle! ¿Y así es como me servís, vosotros que me tenéis por vuestro Señor y Maestro?
―¡Impostor! ―gritó el sacerdote violentamente, con el rostro congestionado por la ira―. ¡Impostor que proclamas ser Satán!
Los gritos del sacerdote sacaron de su inercia paralizante a los setenta y siete fieles allí congregados, y despertaron su furia. Aullando y soltando escupitajos, comenzaron a moverse sobre sus pies para rodear al extranjero, amenazantes.
Pero al instante un fuego elemental, rojo, alimentado por milenios de sol, rodeó protector la forma humana de Satán, y éste, con la misma voz altiva y fría e imponente de antes, les dijo:
―¡Idiotas! ¡Mentecatos! ¡Os castigaré severamente!
De nuevo ante las ruinas que se expandían por los alrededores de la torre de Semaxii, el extranjero entre las sombras, Satán, según él mismo se había revelado, aparecía solo, rodeado de oscuridad. Y hablaba como si alguien lo escuchase:
―Nazareno ―dijo―, desde aquel día en que te lancé mi reto, dándote a escoger además las armas con las que combatirnos a lo largo y ancho de la tierra, no he hecho más que tonterías… ¡Qué poco supe del estúpido alcance de mis palabras! ―hizo una pausa, alzó los ojos al cielo por un momento, como si buscara un alivio, un descanso a su duro mirar, y prosiguió―: A ti te crucificaron; a mí me destrozan de continuo, incluso los que me tienen por su Señor y Maestro. Tanto tú como yo somos negados una y otra vez, incluso por quienes se dicen nuestros adoradores. Me pregunto quién fue más estúpido de los dos, si tú por pretender redimir a la humanidad, o yo por pretender depravarla.
Y diciendo estas palabras Satán echó a caminar con la cabeza gacha, perdiéndose entre las ruinas.