XIV
EL SUEÑO

Por eso, cuando se quedó solo en la mazmorra, rogó al Señor diciendo:

―Señor mío, vuestra bondad conmigo es infinita y manifiesta vuestra predilección, puesto que quisisteis que me acostase sobre un montón de estiércol, como Job y Lázaro, a los que tanto amasteis. Y me disteis a conocer que la paja inmunda es dulce almohada para el justo. Oh vos, querido hijo de Dios, que descendisteis a los infiernos, bendecid el reposo de vuestro servidor acostado en la oscura fosa. Y, ya que los hombres me han privado de aire y de luz porque confesaba la verdad, dignaos iluminarme con los resplandores del alba eterna y alimentarme con las llamas de vuestro amor, ¡oh viviente Verdad, Señor, Dios mío!

Así rezaban los labios del santo varón Giovanni. Pero a su corazón volvían las palabras del Contradictor. Y se sentía turbado hasta el fondo del alma. Y en la turbación y la angustia se durmió.

Y, como el pensamiento del Contradictor pesaba sobre su sueño, no se durmió como el niño de pecho acostado sobre el seno de su madre. Y su dormir no fue de risa y de leche. Y tuvo un sueño. Y en sueños vio una rueda inmensa que brillaba con vivos colores.

Y se parecía a esas rosas de luz que florecen en el pórtico de las iglesias, gracias al arte de los obreros tudescos, y que muestra en el cristal límpido la historia de la Virgen María y la gloria de los profetas. Pero el toscano ignora el artificio de esas rosas.

Y aquella rueda era mil veces más grande, luminosa y clara que la mejor trabajada de todas esas rosas que fueron divididas a compás y pintadas a pincel en tierra alemana. Y el emperador Carlos no vio una semejante el día de su coronación.

Sólo contempló con sus ojos mortales una rueda más espléndida quien, conducido por una dama, entró vestido de carne en el Santo Paraíso. Y aquella rosa parecía hecha de luz y estaba viva. Mirándola bien, se percibía que estaba formada por una multitud de figuras animadas, y que hombres de toda edad y condición, en compacta muchedumbre, formaban su centro, sus brazos y su circunferencia. Como aquellos hombres iban vestidos según su condición, resultaba fácil reconocer al papa, al emperador, a reyes y reinas, a los obispos, barones, caballeros, damas, escuderos, clérigos, burgueses, comerciantes, procuradores, boticarios, labradores, depravados, moros y judíos. Y como todos los habitantes de la tierra parecía que se encontraban en aquella rueda, en ella se veían los sátiros y los cíclopes, los pigmeos y los centauros que el África alimenta en sus ardientes arenas, y los hombres que encontró Marco Polo el viajero, que nacen sin cabeza, con una cara debajo del ombligo.

Y de los labios de cada uno de estos hombres salía una banderola que llevaba una divisa. Y cada divisa era de un color que no se parecía a ningún otro, y, en el número incalculable de divisas, no se habrían encontrado dos de la misma apariencia. Pero unas habían sido rociadas de púrpura, otras teñidas con los resplandores del cielo y del mar, o con la claridad de los astros. Las había verdeantes como la hierba. Muchas eran muy pálidas, muchas otras muy sombrías. De suerte que la mirada encontraba en aquellas divisas todos los colores con que está pintado el universo.

El santo varón Giovanni empezó a leerlas.

Y por este medio conoció los diversos pensamientos de los hombres. Y tras haber leído bastantes, se dio cuenta de que aquellas divisas eran tan distintas unas de otras por el sentido de las palabras como por el color de las letras, y que las sentencias se oponían entre sí de tal modo que no había una sola que no contradijese a todas las demás.

Mas también vio que esa contrariedad, que existía en la cabeza y el cuerpo de las máximas, no se mantenía en la cola, y que todas concordaban en la parte inferior con mucha exactitud, y que terminaban de la misma manera, porque cada una acababa con estas palabras: TAL ES LA VERDAD.

Y se dijo para sus adentros:

―Estas divisas son semejantes a las flores que los jóvenes y las mozas recogen en las praderas del Arno para hacer ramos. Pues esas flores se parecen fácilmente por las colas, mientras las cabezas se apartan y rivalizan en esplendor Y lo mismo sucede con las opiniones de estas gentes de la tierra.

Y el santo varón encontró en las divisas una multitud de contradicciones sobre el origen de la soberanía, las fuentes del conocimiento, los placeres y las penas, las cosas permitidas y las que no lo están. Y descubrió también grandes dificultades relativas a la figura de la Tierra y a la divinidad de N. S. a causa de los heréticos, los árabes, los judíos, los monstruos del África y los epicúreos, que, en la rueda resplandeciente, parecían una banderola en los labios.

Y cada sentencia concluía con estas palabras: TAL ES LA VERDAD. Y el santo varón Giovanni se maravilló al contemplar tantas verdades diversamente coloreadas. Las veía rojas, azules, verdes, amarillas, y no veía ninguna blanca. Ni siquiera la que proclamaba el papa, a saber: «La Piedra entregó a Pedro las coronas de la tierra». Pues esta divisa estaba totalmente empurpurada y como ensangrentada.

Y el santo varón suspiró:

―Así pues, no encontraré en la rueda universal la Verdad blanca y pura, la alba y cándida Verdad que busco.

Y llamó a la Verdad, diciendo entre lágrimas:

―Verdad por quien muero, ¡muéstrate a las miradas de tu mártir!

Y cuando así gemía, la rueda viva empezó a girar, y las divisas, al mezclarse, dejaron de diferenciarse unas de otras, y sobre el gran disco se formaron círculos de todos los colores, y esos círculos eran mayores a medida que se alejaban del centro.

Y a medida que el movimiento se hizo más rápido, aquellos círculos fueron borrándose unos tras otros; los mayores fueron los primeros en desaparecer, por efecto de la velocidad que era más fuerte hacia la circunferencia. Pero cuando la rueda se volvió tan ágil en sus vueltas que el ojo no podía percibir su movimiento y la consideraba inerte, los círculos menores se desvanecieron como la estrella de la mañana cuando el sol hace palidecer las colinas de Asís.

Entonces la rueda se mostró totalmente blanca. Y superaba en resplandor al límpido astro en que el florentino vio a Beatriz con el rocío.

Y se hubiera dicho que un ángel, tras secar la perla eterna para quitarle las manchas, la había depositado sobre la tierra, mientras la rueda se parecía a la luna que, en lo más alto del cielo, brilla algo velada por la gasa de las ligeras nubes. Pues entonces ninguna figura de hombre con haces al hombro ni signo alguno se marca en su cara de ópalo. Y tampoco había ninguna mancha sobre la luminosa rueda.

Y el santo varón Giovanni oyó una voz que le decía:

―Contempla la Verdad blanca que deseabas conocer. Y sabe que está hecha de todas las verdades contrarias, de la misma forma que el blanco está formado por todos los colores. Y eso los chiquillos de Viterbo lo saben, por haber hecho girar en el aire del mercado sus trompos de colores. Mas los doctores de Bolonia no han adivinado las razones de esa apariencia. Pues en cada una de esas divisas había una parte de la Verdad, y de todas se forma la divisa verdadera.

―¡Ay! ―respondió el santo varón―, ¿cómo podría leerla? Mis ojos están deslumbrados.

Y la voz prosiguió:

―Cierto es que sólo se ve fuego en ella. Esa divisa nunca será expresada por ningún carácter latino, árabe o griego, por ningún signo mágico, y no hay mano que pueda trazarla en signos de llamas sobre los muros de los palacios.

»Amigo, no te obstines en leer lo que no está escrito. Has de saber únicamente que todo lo que un hombre ha pensado o creído en su breve vida es una parcela de esa infinita Verdad; y que, así como hay mucha podredumbre en lo que se llama mundo, es decir, arreglo, orden, limpieza, así las máximas de los malvados y los locos, que son el común de los hombres, participan en algo de la universal Verdad, que es absoluta, permanente y divina. Lo cual me hace temer que no existe.

Y, tras haber lanzado una gran carcajada, la voz se calló.

Y el santo varón vio alargarse un pie con calzas rojas que, a través del calzado, parecía hendido y en forma de pata de macho cabrío, pero mucho mayor. Y esa pata golpeó la rueda luminosa en el borde de la circunferencia con tal fuerza que brotaron chispas como de un hierro batido por el martillo del herrero y la máquina saltó para volver a caer lejos deshecha. Al mismo tiempo el aire se llenaba de una risa tan aguda que el santo varón se despertó.

Y en la sombra lívida de la prisión reflexionó tristemente:

―Ya no espero conocer la Verdad si, como acaba de manifestárseme, sólo se muestra en las contradicciones y en las contrariedades, ¿y cómo me atrevería yo a ser, mediante mi muerte, testigo y mártir de lo que hay que creer después de que el espectáculo de la rueda universal me ha demostrado que toda mentira es una partícula de la Verdad perfecta e incognoscible? ¿Por qué, Dios mío, habéis permitido que viese estas cosas, y que me fuera revelado antes de mi último sueño que la Verdad está en todas partes y que no está en ninguna?

Y, con la cabeza entre las manos, el santo varón lloró.