III

Era muy temprano cuando llegó a Marshfield, pero Daniel ya estaba levantado, bregando con Goliat, hablando sobre la mejor manera de cuidar de la granja, domesticando a un caballo y preparando el próximo discurso con que rebatir a John C. Calhoum[72]. Pero apenas supo que aquel vecino de New Hampshire acudía a verlo, salió a recibirle cordialmente, dejando todas las tareas en que se empleaba, pues así era Daniel Webster. Ofreció a Jabez Stone un buen desayuno, tan abundante que no hubieran podido tomárselo cinco hombres, habló de la historia viviente de los hombres y de las mujeres de Cross Corners, y finalmente preguntó al que acudía a él en qué podría ayudarle.

Jabez Stone le dijo que se trataba de una hipoteca.

―Bueno, hace mucho tiempo que no se me presenta ningún caso de hipotecas, y la verdad es que no suelo llevarlos, salvo si se trata de presentar un recurso de casación ante la Corte Suprema ―dijo Daniel―. Pero, si está en mi mano, te ayudaré.

―Es la primera vez en diez años que se me ocurre pleitear ―dijo Jabez Stone y pasó a ofrecerle los detalles del caso.

Daniel no dejaba de caminar de un lado a otro mientras escuchaba, con las manos a la espalda, preguntando algunos pormenores y pidiendo aclaraciones de vez en cuando, clavando la vista en el suelo como si lo fuera a taladrar con los ojos. Cuando Jabez Stone concluyó su relato, Daniel hizo un gesto la mar de expresivo, hinchando sus mejillas y soplando acto seguido. Luego, con una sonrisa, se volvió a Jabez, a quien esa sonrisa pareció el sol iluminando Monadnock[73].

―Te has vendido al Diablo, vecino Stone, y está muy claro que no va a permitir que levantes ni un momento el azadón de su sembrado ―le dijo Daniel―. Pero acepto encargarme de tu caso.

―¿De veras? ―dijo Jabez Stone como si no diera crédito.

―Sí ―dijo Daniel Webster―. Tengo unos setenta y cinco casos entre manos, ahora mismo, entre otros el de la firma del Tratado con Missouri[74], pero acepto llevar el tuyo. No encargarme de aunque sólo fuesen dos casos de hombres de New Hampshire contra el Diablo, sería como devolverles a los indios nuestro país ―estrechó la mano de Jabez Stone, para sellar el acuerdo, y le dijo―: ¿Has tardado mucho en llegar hasta aquí?

―Me tomó un tiempo ―respondió Jabez Stone.

―Bien, pues ahora iremos a tu casa tan aprisa como nos sea posible ―dijo como si quisiera insuflar a la carreta de su vecino la fuerza de la Constitución unida a la fuerza de las constelaciones, y así pareció suceder, pues las ruedas de la carreta de Jabez echaron chispas por los caminos, corriendo a la par del veloz carruaje tirado por sendos caballos que llevaba Daniel Webster.

Bien, no creo necesario contar cuán feliz y esperanzada se sintió a raíz de aquello la familia Stone al completo; el solo hecho de tener de su lado al gran Daniel Webster, y recibirlo como huésped, los llenaba de felicidad. En el camino de vuelta a casa el viento había arrebatado a Jabez Stone su sombrero, pero no prestó atención a eso. Tras la cena envió a la cama a su familia, para seguir hablando tranquilamente con Daniel. La señora Stone les sugirió que hablasen en el salón principal de la casa, pero a Daniel Webster no le gustaban los salones, prefería conversar en las cocinas. Así que allí fueron a sentarse, quedando ambos a la espera de que apareciese el extraño, con una jarra sobre la mesa y al amparo del buen fuego del fogón, un fuego que hallaba parangón en sus corazones. El extraño, según lo había acordado con su deudor, llegaría hacia la medianoche.

Nadie podría haber gozado, en una circunstancia como aquélla, de mejor compañía que la de Daniel Webster y una buena jarra. Pero a cada hora que daba el reloj Jabez Stone se iba sintiendo más y más triste y acongojado. Miraba de continuo a un lado y otro, y la verdad es que no se sirvió ni un trago de la jarra. Al fin, a las once y media de la noche, sin poder contenerse ya, tomó a Daniel Webster del brazo.

―¡Mr. Webster, Mr. Webster! ―dijo para despertarlo, y su voz denotaba desesperación y pánico―. Por el amor de Dios, Mr. Webster, enganche sus caballos y váyase de aquí antes de que sea demasiado tarde.

―Vecino ―le dijo Daniel con gran calma, sirviéndose un poco más de la jarra―, ¿me has hecho venir hasta tu casa para decirme ahora que no gustas de mi compañía?

―¡Es cierto! ¡Qué miserable soy! ―se arrepintió al instante Jabez Stone―. Pero lo he embarcado a usted en esta historia de manera infame, y ahora me doy cuenta de mi locura… Permita usted que ese maldito se me lleve, si quiere hacerlo… Yo no tengo remedio, después de todo, y he hecho un trato que debo cumplir… Usted, sin embargo, es el orgullo de New Hampshire y uno de los grandes estadistas de la Unión. No puede tratar con ese maldito.

Daniel Webster miraba al atribulado granjero, que aparecía más ceniciento que pálido a la luz del fuego, y le puso una mano en el hombro.

―Vecino Stone, me siento obligado contigo, te he dado mi palabra ―le dijo con gran gentileza―. Pero no puedo irme. Hay una jarra en la mesa y me traigo un caso entre manos. Y nunca dejo una jarra ni un caso a la mitad. Y nunca lo haré, en lo que me reste de vida.

Y justo en ese momento se dejó sentir una llamada en la puerta.

―¡Ah! ―exclamó Daniel Webster, que aparecía completamente fresco―. Me da la impresión de que su reloj va un poco atrasado, vecino Stone ―él mismo se levantó para abrir la puerta―. Adelante, pase ―se le oyó decir.

Entró el extraño ―alto, imponente a la luz del fuego, todo vestido de negro―, con una caja bajo el brazo, una caja japonesa con algunos agujeritos en la tapa. Al vérsela, Jabez Stone no pudo ahogar un grito y retrocedió espantado hasta un rincón.

―Mr. Webster, supongo ―dijo el extraño con gran corrección, pero con los ojos propios de un zorro al acecho en lo más profundo del bosque.

―Sí, el abogado de Jabez Stone ―respondió Daniel Webster, también con los ojos encendidos―. ¿Puedo preguntarle cuál es su nombre?

―Me conocen por muchos nombres ―dijo el extraño, siempre cortés―, pero quizá de noche se me ajuste mejor el nombre de Scratch[75]. Así es como me llaman preferentemente, por lo demás, en estas regiones ―tras decir esto tomó asiento a la mesa y se sirvió de la jarra. El licor estaba frío, pero comenzó a echar humo apenas lo vertió en el vaso―. Ahora ―siguió diciendo el extraño, sin dejar de sonreír, mostrando sus dientes― requiero sus servicios como hombre de leyes, para que me ayude a tomar posesión de lo que me pertenece.

Con aquello se dio inicio a las argumentaciones, que fueron duras e incluso enconadas. Al principio, Jabez Stone albergaba esperanzas, pero cuando vio que Daniel Webster tenía que dar marcha atrás en sus exposiciones, una y otra vez, volvió a estremecerse al punto de recular de nuevo hasta el rincón, sin quitar la vista de encima a la caja japonesa del extraño. No había la menor duda de que había signado el trato con el extraño, y eso era lo más grave del caso. Daniel Webster abría y cerraba la mano sobre la mesa, unas veces para golpearla con la palma y otras con el puño, pero no lograba avanzar un paso en la pugna. Se ofreció como mediador en el trato, pero el extraño no quiso ni oír hablar de componendas. En todo momento hacía valer el hecho de que la granja se había revalorizado y decía que aún podría ser más próspera, apelando de continuo a lo establecido en las leyes. Daniel Webster sería un gran abogado, pero todos sabemos quién es el gran rey de reyes de las leyes, pues nos lo dice la Biblia, y Daniel Webster parecía a punto de perder su primer caso.

Finalmente, el extraño pareció ceder un poco.

―Sus esfuerzos por defender a su cliente le honran, Mr. Webster, pero si no me ofrece mejores argumentos ―dijo―, me veré obligado a no perder más el tiempo.

Jabez Stone se echó a temblar al oír aquello.

Daniel Webster tenía el semblante oscuro como nubes de tormenta.

―Pierda o no el tiempo usted ―replicó―, no consentiré que se lleve a este hombre. Mr. Stone es un ciudadano americano, y ningún ciudadano americano puede ser obligado a servir a cualquier príncipe extranjero. Por eso luchamos contra Inglaterra, y por eso seguiremos luchando cuanto haga falta.

―¿Extranjero? ―dijo el extraño―. ¿Quién me llama extranjero?

―Bueno, nunca he oído hablar de que el Diablo haya pedido la nacionalidad norteamericana…

―¿Y quién tendría mayor derecho a esa nacionalidad? ―dijo el extraño con una de sus temibles sonrisas―. Cuando se cometió la primera brutalidad con el primer indio, allí estaba yo; cuando se hizo cautivo al primer esclavo del Congo, allí estaba yo. ¿Y acaso no aparezco en todos sus libros de historias y de creencias, desde los primeros tiempos de la colonia? ¿Acaso no se habla de mí desde entonces en todas las iglesias de Nueva Inglaterra? ¿Y no es menos cierto que en el norte se dice que soy del sur, y en el sur que soy del norte? Pero, en realidad, no soy ni del norte ni del sur; sólo soy un ciudadano americano honesto, como usted mismo, como los mejores ciudadanos de esta tierra, y vengo además de la mejor descendencia. A decir verdad, Mr. Webster, mi nombre es tan antiguo en esta tierra como el suyo propio.

―¡Ajá! ―exclamó Daniel Webster, marcándosele las venas en la frente―. Bien, pues entonces, y en nombre de la Constitución, pido que el caso de mi cliente sea visto en juicio.

―Es un caso difícil de llevar ante un tribunal al uso ―dijo el extraño parpadeando violentamente―. Además, lo avanzado de la hora en que estamos…

―Se hará en el tribunal que usted elija, siempre y cuando haya un juez y un jurado norteamericanos ―dijo Daniel Webster recrecido en su orgullo de patriota.

―De acuerdo, usted lo ha querido así ―dijo el extraño, y apuntando con su dedo hacia la puerta comenzaron a suceder cosas de pronto, tales como un rugido del viento y el ruido de unos pasos nítidos que avanzaban hacia la casa en mitad de la noche. Pero no eran pasos de seres vivos.

―¡En el nombre de Dios! ―gritó Jabez Stone, presa del pánico―. ¿Quién podría venir hasta aquí a estas horas de la noche?

―Son los miembros del jurado que su abogado, Mr. Webster, ha solicitado ―dijo el extraño soplando un poco en su vaso ardiente―. Disculpen ustedes la apariencia poco conveniente que puedan tener un par de ellos, pero es que vienen de muy lejos.