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Tal había sido el principio de la Revelación. A partir de entonces, el Fundador de los Reacios había empezado a analizar cómo se relacionaba la gente con los móviles, procurando abandonar los prejuicios que hasta entonces le había hecho considerarlos tan beneficiosos.

Todavía no tenía hijos, pero sus sobrinos, unos niños entonces, le sirvieron para descubrir que estaban entregados a aquella continua comunicación formada por infinitos y vacuos mensajes, y que eran víctimas de frecuente angustia cuando por alguna razón su mensaje no era inmediatamente respondido por muchos otros, dentro del efervescente y caótico mundo de comunicación que aquella incesante actividad fomentaba.

También descubrió que ciertos mitos que, gracias a la influencia de sus padres y abuelos, habían alimentado su propia imaginación infantil y que él había leído en libros, o en tebeos, en su infancia y adolescencia todavía existentes, aunque raros, y visto en unidades audiovisuales —El Viaje de la Búsqueda del Tesoro, El Caballero y su Ayudante en la Guerra Interplanetaria, El Rescate del Amor Perdido, El Regreso a casa entre Todas las Amenazas, El Acecho Invisible de los Monstruos, El Náufrago Creador en la Isla Solitaria…— habían sido sustituidos por juegos muy excitantes, pero en los que se repetían inveteradamente parecidas fórmulas, solo fragmentos de la historia completa, sin que en cada uno de ellos se cumpliesen nunca todos los matices necesarios para redondearla de verdad.

La entusiasmada entrega de Bruno Ibáñez al mundo de los semiconductores le había ocultado algunos aspectos de la realidad y de repente se preguntaba si los móviles, producto de la imaginación humana, genial invención cargada cada vez de más funciones útiles, podían, contradictoriamente, estar separando al ser humano de la imaginación.

«Reflexioné durante mucho tiempo sobre esta cuestión: ¿no sería el caso de que la imaginación, plasmada en tantos mitos y arquetipos, que había sido el patrimonio fundamental de la humanidad, eso que se llamaba “pensamiento simbólico”, debía ser superada mediante la adquisición de otras formas de conocimiento y desarrollo mental?

»Mas después de darle muchas vueltas al interrogante, llegué a la conclusión de que sin imaginación no habría nuevos hallazgos sustantivos en ningún campo, empezando por el de los semiconductores, que a mí tanto me interesaba. Y que para alimentar la imaginación, la elaboración y el mantenimiento de ficciones a partir de aquellos mitos y arquetipos que habían regocijado mi infancia al margen del móvil y el ordenador y que habían despertado en mí tantos estímulos —porque acaso mi atracción por los semiconductores tenía algo del espíritu del Náufrago Creador o de la Búsqueda del Tesoro— eran imprescindibles, no tenían posible sustituto.

»El tema de la imaginación cada vez más depauperada ya se había suscitado como debate, aunque en ámbitos colectivos muy reducidos, y había quien denunciaba como gravísimo el progresivo empobrecimiento del lenguaje y los indicios de su descomposición, aunque también había quien defendía los escuetos mensajes, asegurando que los jóvenes escribían mucho más que nunca y que incluso se estaban acuñando estilos inéditos, que se basaban precisamente en la escasez del vocabulario. Y era evidente que gracias al acceso a la red cibernética desde aquellos minúsculos receptores, la gente tenía una posibilidad de enriquecer sus conocimientos de una manera muy fácil, inédita en la historia humana, aunque lo cierto era que la inmensa mayoría no la aprovechaba, conformándose con utilizar sin pausa las funciones más elementales o lúdicas del móvil.

»También los defensores del nuevo aparato de comunicación —que imperó pronto sobre el clásico ordenador— defendían su calidad de inmediato foro de libertad de expresión: allí se vertían sin restricción alguna todas las opiniones, allí se enfrentaban, pero lo cierto es que la ebullición de los debates era pasajera, efímera, se desvanecía en su propio estallido, y tanta libertad no se materializaba en acuerdos colectivos capaces de mejorar unos sistemas sociales cada vez más dominados por políticos que, tras la mera formalidad de unas elecciones, actuaban en gran medida sin sujetarse a otra norma que su libérrima voluntad.

»Al margen de lo que otros denunciaban como contaminación electromagnética, yo advertía que la mayoría de mis conciudadanos estaban entrando en una continua estupefacción comunitaria, muy lucrativa para los grupos económicos que controlaban los recursos del planeta y para la irresponsabilidad de los gobernantes, pero que no auguraba nada bueno ni para la sociedad ni para la especie.

»Además, la adicción de los niños a los juegos que aquellos aparatos proponían, el tenerlos entretenidos durante tantas horas sin hacer ejercicio físico, estaba propiciando entre la infancia una obesidad cada vez más extendida».