1
Era mi primera semana de guardia y no me acostumbraba a estar tanto tiempo sin ver a mi mujer y a mis hijos. Las horas transcurrían lentas mientras caminaba de un lado a otro de la habitación, hacía flexiones, leía un tratado de medicina o repasaba alguna aleya del Corán. No disponía de otras lecturas, pero me prometí que para la próxima ocasión me llevaría alguno de mis libros favoritos oculto en el petate. Una ventana cuadrada, sin batientes ni persianas, me mostraba una vista de Valencia; a esas horas de la madrugada la ciudad dormía tranquila, tan solo se oía el ladrido de algún perro a lo lejos. Nuestro puesto de guardia estaba situado muy cerca de las Torres de Serrano, convertidas ahora en un fortín erizado de ametralladoras. Desde la ventana podía ver cómo la nueva muralla, reconstruida con cemento, acero y alambre de espino, se curvaba hacia lo lejos como un siniestro látigo gris.
Así pasaron los siete días, todos aburridos por igual, pero justo en el último de la semana la puerta se abrió. Asomó el cráneo rapado y la cara de bulldog del sargento de guardia.
—Métase en la funda, doctor —dijo—, que tenemos una incidencia.
Obedecí muy rápido, me habían entrenado para hacerlo. Mi traje estaba en el piso inferior, colgado de un gancho, era de color verde eucalipto. Me ajusté la máscara facial y sellé el cuello, los tobillos y las muñecas con cinta adhesiva. Estaba listo para salir.
En la explanada detrás de la torre nos esperaba una furgoneta, las portezuelas traseras estaban abiertas y el ulema de turno se sentaba en el zócalo. Pasaba las cuentas de un rosario con dificultad por culpa de los guantes. Su traje de protección era blanco y el de los cuatro militares, negro. Cuando llegué, alzó la cabeza y vi su rostro perlado de sudor a través de la placa de plástico transparente. Estaba aterrorizado. Era muy joven, muy pálido y muy delgado, con el pelo de color rubio descolorido y los labios finos. Estaba recién salido de la madraza e, igual que para mí, aquella era su primera semana de guardia. Menuda suerte que justo entonces hubiera una incidencia cuando hacía al menos dos meses que no pasaba nada. También era una prueba de la ineptitud organizativa de nuestros líderes, que habían puesto a dos bisoños en el mismo turno. Pensé que en un mundo como el nuestro, errores como ese podían ser fatales.
—Nos vamos —dijo el sargento mientras se ponía al volante.
Junto a él se sentó un soldado con un Kalashnikov Sniper con mira telescópica y detrás, frente al ulema y yo, los otros dos soldados que iban armados con fusiles estándar.
Las grandes puertas metálicas de la torre se abrieron y la furgoneta salió de la ciudad.
Era una sensación extraña estar al otro lado de la muralla, casi como adentrarse en un país desconocido. Escombros, desolación y polvo, a nuestro alrededor estaban apilados los cascotes de lo que había sido la mayor parte de la ciudad. Después de la Plaga, los edificios exteriores a la muralla habían sido derribados para evitar que fueran refugio de los enfermos.
El ulema miraba a un lado y otro, cada vez más nervioso. Recordé que su nombre era Ahmed, así se había presentado el primer día de la semana.
—¿Vas a llevar el rosario en la mano? —le pregunté señalando.
Él lo miró con un sobresalto, como si fuera algo extraño que de repente se hubiera posado sobre su guante.
—Oh, no, yo… lo olvidé. Gracias, hermano.
Abrió la cremallera del bolsillo de su antebrazo y lo metió allí. Después de volver a cerrarla, la aseguró con varias tiras de cinta adhesiva. Las manos le temblaban.
—Todo irá bien —le dije.
Él me miró y esbozó una sonrisa medrosa.
—Se supone que yo estoy aquí para decir eso, no tú. Pero es la primera vez que salgo de la ciudad y… Perdóname y confiemos en Dios. Alabado sea Él en todas las circunstancias.
La furgoneta se detuvo y bajamos. Estábamos en la periferia del terreno cubierto de escombros, lo que un día había sido el límite oeste de la ciudad. El cielo estaba lleno de estrellas, sin una sola nube y sin luna. Por el este empezaba a teñirse de un leve tono anaranjado. La noche estaba acabando, pero aún faltaba al menos una hora para que el sol asomase.
El tirador apoyó su Sniper en un montículo y ajustó con cuidado la mira telescópica con visor nocturno. Su ojo se iluminó de verde cuando oteó por ella.
—Están justo a las diez —dijo el sargento consultando su GPS.
—Los veo. Son solo dos —respondió el tirador.
El ulema buscó con sus prismáticos de visión nocturna y localizó a los intrusos.
—Parecen… Sí, son un hombre y una mujer —dijo.
Le pedí el aparato y vi las dos figuras acercándose. La que caminaba rezagada llevaba un burka oscuro, quizá negro. El hombre iba bastante adelantado y avanzaba tambaleándose.
—¿Qué opinas, doctor? —dijo el sargento, que también había sacado sus prismáticos con intensificador luminoso—, yo diría que ese tipo va bastante cargado.
—No lo puedo asegurar a esta distancia —repliqué—, podría ser cualquier cosa. Gripe, agotamiento… Tengo que acercarme para hacerle los análisis y…
En ese momento, todos los que estábamos mirando a través de unos prismáticos pudimos ver cómo el hombre caía de rodillas, inclinaba el torso hacia delante, y lanzaba un largo chorro de sangre por la boca. Pude distinguir entonces que también sangraba por los oídos y los ojos. Con el filtro verde de nuestros visores, la sangre parecía negra como la pez.
—¿Crees que eso es por un resfriado? —me preguntó el sargento con sorna.
Le hizo la señal al tirador, apoyando una mano en su hombro, y sonó un estampido seco. La mitad de la cabeza de aquel desdichado desapareció en ese instante.
—Ahora la mujer —dijo el sargento.
—¡Espera, aún no sabemos si también tiene la enfermedad! —protesté.
—Una mujer sola, en mitad de la nada, con un hombre… ¿Qué relación crees que puede haber entre ellos? ¿Qué opinas, ulema?
—Una mujer no debe viajar sin su mahram[1]. Ella lleva un burka negro de casada, así que me inclino a pensar que son marido y mujer. Pero me sorprende que caminen a tanta distancia el uno del otro, eso me ha parecido muy extraño.
—Quizá no se ha contagiado —dije.
—¿Qué clase de mujer vería a su esposo tan enfermo y no lo atendería aun a riesgo de su propia vida? —preguntó el sargento—. Y si en realidad no están casados y ella viaja sola con un desconocido… entonces también merece la muerte. ¿No es así, ulema?
—Estaría en pecado; por lo tanto, sí.
El sargento alargó la mano para apoyarla en el hombro del tirador, pero yo me interpuse entre el fusil y la mujer, que seguía avanzando hacia nosotros.
—¿Qué haces, te has vuelto loco? —me preguntó el militar.
—Estoy aquí para comprobar que los intrusos están infectados y es lo que voy a hacer.
—No seas estúpido, doctor. Esta es tu primera guardia, no te busques problemas.
Sin decir nada más, le di la espalda a la boca del fusil y caminé con grandes zancadas hacia la silueta envuelta en tela negra. Llevaba mi maletín en la mano izquierda, así que cuando estuve lo bastante cerca alcé la derecha en alto y le hice señales para que se detuviera.
—No avances más —grité—. Siéntate en el suelo, te están apuntando con un arma.
La figura se detuvo pero permaneció de pie, el viento hizo flamear los faldones de su burka. Yo levanté el maletín marcado con la media luna roja para mostrarle que era un médico y así tranquilizarla. Pasé junto al cadáver del hombre y seguí acercándome a ella.
—Por favor, siéntate, vengo a ayudarte.
Ella obedeció. Sus movimientos la delataban como una mujer pero no estaba a la vista ni un centímetro cuadrado de su piel, hasta sus ojos estaban cubiertos por una red de tela.
¿Cómo iba a averiguar si estaba infectada o no?
Me detuve a una distancia segura y abrí el maletín. El sargento también se había acercado junto con los soldados. Les ordenó a dos de ellos que registrasen el cadáver, mientras el tirador permanecía junto a él con su Sniper preparado para disparar. Un punto rojo de láser apareció en la cabeza encapuchada de la mujer.
—Eres un necio, doctor, ¡y voy a dar parte de esto!
—Y yo voy a dar parte de que ordenaste asesinar a una mujer antes de permitirme comprobar si estaba infectada o no.
—Muy bien, haz tu trabajo de una puta vez y acabemos. Mi familia me espera en casa.
«También la mía», pensé, pero no dije nada porque no quería seguir provocándolo.
Me acerqué muy lentamente a la figura cubierta de negro, mientras notaba cómo mi corazón se aceleraba. Un miedo casi irracional se estaba apoderando de mí.
Crecemos en el terror puro hacia el ébola, un sentimiento desolador que se podría comparar al de los antiguos pastores por los lobos, o los pescadores de perlas por los tiburones. Un miedo que te seca la boca y puede paralizarte por completo. Sin embargo, a un enfermo de ébola es fácil identificarlo desde lejos, sabes a qué atenerte y puedes tomar precauciones, pero la figura cubierta de tela negra que tenía frente a mí era un misterio. Ni siquiera el traje de plástico que me cubría por completo me daba una seguridad total, pues el ébola en sus fases finales destruye las células del cerebro y provoca la locura. No sería la primera vez que un enfermo enloquecido ataca a un médico y le arranca la máscara facial.
Me detuve a un paso de ella y la iluminé con mi linterna. Creí advertir el brillo de sus ojos mirándome a través de la rejilla de la capucha, pero no podía estar seguro.
—Por favor —dije—, tienes que descubrir uno de tus brazos, necesito tomarte una muestra de sangre.
Ella permaneció inmóvil durante unos segundos, sentada en el suelo, como si no me entendiese. Por fin empezó a retirar la manga derecha de su burka. Su brazo pálido y con un nítido trazado de venitas apareció ante mis ojos en medio de tanta tela negra. Sin ninguna duda era un brazo de mujer, pero ¿estaba infectada?
—¡Eh, sargento! —gritó uno de los soldados que se había quedado atrás para registrar al cadáver—. ¡A este tipo se le cae la piel a tiras! ¡Está a punto de deshacerse!
—¡Pues limítate a hacerle algunas fotos! —le gritó de vuelta el sargento.
Es una enfermedad espantosa, ataca cualquier tejido del cuerpo excepto los huesos y los músculos, y deja las paredes de las venas con una consistencia semejante a la de un espagueti muy cocido. El intentar clavar una aguja en una de esas venas suele provocar que se rasguen soltando un chorro de sangre infectada sobre el practicante. Así es como el ébola se contagia de forma imparable de uno a otro individuo: cada gotita de esa sangre transporta millones de diminutos asesinos que se abalanzan hacia tu interior para devorar los tejidos blandos y provocarte hemorragias con las que infectarás a algún nuevo desdichado.
Se supone que el traje biológico nos protege, pero ser súbitamente rociado de sangre mortífera no es algo agradable. A pesar de todo, sujeté su brazo y me dispuse a clavar la aguja.
—Pero ¿qué haces? —dijo el sargento apartándome a un lado de un empujón—. No la toques sin saber si está infectada o no… Ya está bien de tanta tontería de novato.
Se acercó a la mujer y le arrancó la capucha de un tirón seco. Inmediatamente dio un respingo y retrocedió aterrorizado. Instintivamente se llevó la mano al cinturón para buscar su pistola. El soldado del Kalashnikov levantó su arma.
Era una mujer, sí, pero su aspecto era terrible. Su rostro era una masa amoratada, tenía los labios hinchados y con llagas que supuraban pus. Su pelo, castaño y corto, estaba pegoteado con costrones de sangre seca. Apenas podía abrir los ojos de tan hinchados que estaban, pero hizo un esfuerzo para mirarme. La desesperación y el agotamiento se reflejaron en las pupilas de intenso color azul.
El sargento ya había sacado su pistola, una vez más me interpuse entre él y la mujer. Me miró con tanta rabia a través de la placa facial que leí su deseo de pegarme un tiro también a mí.
—No es ébola —le dije intentando mantener la calma—, la han golpeado salvajemente.
—¿Cómo lo sabes?
«Porque soy médico, mientras que tú eres un histérico sin cerebro al que nadie debería haber dado nunca un arma ni un cargo con una mínima responsabilidad».
—Si fuera ébola, todas esas heridas de su cara estarían escurriendo sangre —dije.
El militar guardó la pistola y se acercó de nuevo a ella.
—¿Era ese tu marido? —le preguntó señalando hacia atrás—. ¡Responde!
—¡Por favor! —dije.
Me puse delante de él, sujeté el brazo de la mujer y le clavé la aguja en la vena. No se rasgó ni saltaron chorros sanguinolentos. Hice la extracción y luego coloqué la muestra en el analizador portátil del maletín. Al cabo de un minuto brilló la luz verde.
—Está limpia —concluí.
—¿Seguro?
Empezaba a hartarme de aquel tipo. Pero claro, él llevaba una pistola y parecía ansioso por usarla. Decidí mantener mi voz calmada y amable:
—Sí, estoy seguro de que esta mujer no está infectada del virus ébola.
—Muy bien —dijo el militar después de pensárselo durante un segundo—, la llevaremos al campamento de acogida.
Le tendí el brazo para ayudarla a levantarse y luego la conduje hacia la furgoneta. Al pasar junto al cadáver del hombre, ella le dirigió una breve mirada. Pude ver cómo la expresión de sus ojos amoratados cambiaba durante un instante.
Fue una mirada de puro odio.
Yo me giré rápidamente, para comprobar si alguien se había dado cuenta, pero afortunadamente nadie estaba pendiente. Todos, incluso Ahmed el ulema, parecían haberse olvidado de ella, ahora volvía a ser solo una pobre mujer y no una amenaza en potencia.
¿Qué significaría su expresión hacia aquel hombre? ¿Realmente había sido su esposo? ¿Sería el responsable de los terribles golpes que ella mostraba en su rostro? Era muy probable, pero sentí que eso no lo explicaba todo. Había algo más en la actitud de esa mujer, algo temible que casi se podía sentir junto con el calor de su cuerpo.
¿Qué le habría pasado a aquella pareja? ¿Desde dónde vendrían andando?
Llegamos al campamento de acogida, un vasto recinto militar de paredes de cemento y techo de uralita que estaba pegado al exterior de la muralla. Dentro de sus naves se alineaban un centenar de celdas de aislamiento, la mayoría estaban entonces vacías. Ayudé a la mujer a bajar de la furgoneta y se la entregué al médico militar que salió a recibirnos.
Ella me miró con desesperación, sus manos no querían soltar mi brazo.
—No te preocupes, aquí estarás bien —le dije para tranquilizarla—. Los médicos del campamento te cuidarán y cuando pasen unos meses podrás entrar en la ciudad.
Ella se acercó un poco más a mí y me preguntó con un susurro:
—¿Cómo te llamas?
—Samir.
—Gracias, Samir…
Y se desvaneció. Tuve que sujetarla para que no se golpease contra el suelo. Dos enfermeros acudieron con una camilla para llevarla al interior. La vi alejarse, inconsciente, y me convencí a mí mismo de que los médicos del campamento la atenderían bien.
«Sí, ellos la curarán…».
Estaba amaneciendo y ya se escuchaban las llamadas al salât que provenían del interior de la ciudad. Nos llegó con claridad la frase: «La oración es mejor que el sueño», y nuestro ulema sacó varias esterillas del interior de la furgoneta y las repartió entre los soldados. A mí me entregó la última. Las colocamos una junto a otra en dirección al este y nos arrodillamos para rezar. Rodeados de escombros y con los trajes protectores aún puestos, formábamos un grupo muy extraño mientras los primeros rayos de sol arrojaban largas sombras a nuestro alrededor.
Más tarde pasamos por Descontaminación, y por fin pude librarme de aquel incómodo atuendo de plástico y volver a mi casa. Mi semana de guardia había terminado.