Tres anillos para las personas que gobiernan al grupo étnico élfico.
Siete para las personas del grupo étnico que tallan la piedra en viviendas también de piedra.
Nueve para las personas humanas con un destino propio.
Uno para el Señor imperialista sobre el trono imperialista.
Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos,
un anillo para atraerlos a todos y atarlos en algún sitio,
en la tierra de Mordor donde ocurren cosas injustas.
Como siempre que Pablo abría la cubierta, en el metapapel apareció el poema con el que empezaba El señor de los anillos. Por alguna razón, el dichoso libro se empeñaba en que leyera aquellos versos una y otra vez. Cuando llegó al último, las letras se borraron y se convirtieron en los párrafos de la página donde se había quedado en la última sesión.
228.
Ya estaba muy cerca del final. ¡Menos mal!
Una vez que terminó con la 228, Pablo levantó la hoja de metapapel y la pasó al otro lado. Al hacerlo, tanto la nueva página par como la impar se imprimieron ante sus ojos. El metapapel que había pasado era fluido y se reciclaba a sí mismo, de modo que el número de páginas que había a la izquierda no aumentaba ni el de páginas que quedaban a la derecha disminuía; en realidad, el libro era prácticamente plano.
Las personas expertas en psicosociopedagogía opinaban que el hecho de pasar páginas, aunque fuesen virtuales, resultaba positivo para la concentración de las personas jóvenes que estudiaban. La disposición mental no era igual que manejando la rolltablet, el móvil o el ebook. Además, añadían: «El ejercicio de mover el apéndice braquial supone un gasto de hasta veintiocho calorías en una hora».
Era viernes, día 359 del año[2]. Estaban en AnimaLec, la clase semanal de Animación a la Lectura, dentro del currículo de Comunicación Humana Articulada. Para el compañerado del propio Pablo era simplemente CHA, mientras que su progenitora femenina solía decirle: «Eso ha sido Lengua Española de toda la vida».
Yoni, la persona docente que impartía la asignatura, paseaba entre las filas de mesas con las manos a la espalda y el ceño levemente fruncido que caracterizaba su gesto cuando se aburría, como si el mero hecho de aburrirse ya supusiera un esfuerzo intelectual para él. Curiosamente, a Yoni no se le ocurría leer un libro jamás. Al parecer, ni a él le convencían demasiado los carteles de enormes letras y vivos colores que se alternaban en la pizarra digital y las pantallas laterales para ilustrar la «AnimaLec».
Leer te hace más respetuos@ con l@s dem@s.
Leyendo mejorarás como persona humana.
Los libros es el mejor aparato de cultura.
La lectura es un espacio de encuentro común en donde se articula y vehiculan las inquietudes colectivas de las personas.
Junto a los eslóganes se veían corros donde personas de ambos géneros y de diferentes grupos étnicos y de edad sonreían agarrándose de las manos. Curiosamente, llevaban a cabo todo tipo de actividades salvo leer.
Al observar que en la pizarra aparecía el cartel que él había dibujado y rotulado, Pablo se distrajo unos segundos.
La lectura, te descubre nuevos mundos.
Sospechaba que no debería haber escrito una coma entre el sujeto y el predicado, pero Yoni se había empeñado. «Claro que ahí va una coma. ¿No ves que esa oración es muy larga? ¡Hay que dejar que el texto respire!», le había dicho.
El libro captó que Pablo estaba apartando las pupilas demasiado a menudo. El texto de la novela desapareció de la página por unos segundos, sustituido por un breve párrafo:
La lectura es una cuestión de concentración. No te distraigas, persona alumna Pablo Colmenero. Te sugerimos que, disfrutes desde la libertad y la responsabilidad de esta apasionante actividad.
¿«Apasionante»? Pablo no habría dicho tanto. Curiosamente, entre los eslóganes que habían redactado para AnimaLec no se encontraba ninguno que afirmara Leer es divertido.
Lógico. Por mucho que se empeñaran las personas docentes, leer no era divertido. Ni en broma. ¡Incluso la tele molaba más! Y eso que, desde que se había aprobado la Ley de Libertad Responsable para la Comunicación (Pablo y su compañerado tenían que memorizar todas esas normas en Transición Gradual para la Ciudadanía y la Vida Activa y Autorrealizativa, tres horas a la semana), las series, los programas y las películas de ahora resultaban mucho más aburridos que durante su infancia.
Cuando el libro detectó que Pablo había vuelto a fijar la mirada en sus páginas, el texto original reapareció. Mientras tanto, su persona compañera de mesa, Omar, resoplaba y se frotaba la cara para no dormirse.
Pablo miró de soslayo el libro de Omar.
—¿Has cambiado de novela? —preguntó.
—Sí —respondió Omar—. Pero esta es todavía más…
Sus labios deletrearon «coñazo», pero no se atrevió a pronunciar la palabra en voz alta. Ya lo había hecho un par de veces ese curso, y todos los móviles en menos de cuatro metros a la redonda habían captado aquella muestra de LEPDE (Lenguaje En Proceso De Erradicación), que para colmo entraba en la categoría de Agresión Sexista. Con dos infracciones más, sus progenitores tendrían que realizar trabajos para la comunidad durante una semana.
—¿Cómo se titula? —preguntó Pablo.
—Harry Potter y el misterio de la persona de procedencia multicultural.
—Yo ya lo he leído. Los hay peores.
—Pablo, Omar, concentración y responsabilidad para con las demás personas —dijo Yoni, pasando a su lado.
Pablo volvió a su lectura. Había escogido El señor de los anillos porque su progenitor masculino, cuando todavía vivía con él y con su progenitora femenina, le había dicho: «Es una obra maestra. Cuando lo leí de niño, me tiré despierto hasta las cuatro de la madrugada para acabarlo. ¡Y eso que tenía clase al día siguiente!».
Pablo no se imaginaba leyendo aquel tostón ni siquiera hasta la doce de la noche. El mapa del principio, que sugería la promesa de un mundo diferente y emocionante, le había hecho concebir ciertas expectativas. Sin embargo, a la hora de la verdad el argumento no tenía nada de especial. Como en cualquier otro libro de lectura aparecían grupos étnicos diversos, pero todos acababan siendo casi iguales y comportándose de idéntico modo.
El primer grupo étnico del que hablaba la persona autora eran las personas hobbits, que se diferenciaban de las humanas porque andaban descalzas y les crecían matojos de pelos en los pies. Eran vegetarianas, abstemias, y vivían en comunidad con la naturaleza haciendo ejercicio saludable todos los días. Pero eso, al fin y al cabo, lo hacían todas las demás, tanto las personas de las casas de piedra (en ningún momento se explicaba en qué se distinguían de las otras), como las humanas o las élficas (estas tenían las orejas puntiagudas y poco más).
Un poder maligno llamado Sauron pretendía esclavizar a todos los grupos étnicos libres de la Tierra Media. Para lograrlo, había corrompido con propaganda imperialista a otro grupo, el de los orcos, que además eran más violentos por su naturaleza de género, ya que se reproducían por una especie de partenogénesis y entre ellos no se encontraban personas femeninas.
La única forma de evitar que Sauron dominara el mundo era destruir el llamado Anillo Único arrojándolo a un volcán. Con tal objetivo se había organizado una compañía de personas heroicas. La hobbit femenina Froda era la encargada de llevar el Anillo junto con su persona amiga masculina Sam (que no era inferior en clase social a Froda; por alguna razón, el libro hacía mucho hincapié en este punto). La compañía la completaban diversas personas más de diversos grupos étnicos y tendencias sexuales, incluyendo una con poderes especiales llamada Gandalf que cada dos por tres decía: «Lo mejor que he hecho en mi vida ha sido dejar de fumar».
«Verás cuando llegues a las minas de Moria y al Balrog, el monstruo de fuego», le había avisado su progenitor masculino. «¡No sé si pasé más miedo leyendo el libro o viendo la película!».
La película ya no la ponían en la tele, y además era antigua, pero al parecer pronto se iba a estrenar un virturemake. Mientras tanto, Pablo no había encontrado en el libro ni minas ni monstruos de ningún tipo, salvo las «entrañables» personas trolls (así las definía la persona responsable de la autoría). Solo bosques y prados, más bosques, más prados, una persona ecologista llamada Tom Bombadil que vivía en total comunidad con la naturaleza formando una unidad familiar de tres personas con Baya y con Oro, y después más bosques y más prados.
Cuando Pablo empezaba a dar cabezadas, el aviso de cambio de hora lo espabiló. Muchas personas del instituto lo llamaban todavía «timbre». En realidad ya no lo era; un estudio había revelado que el sonido del antiguo timbre incrementaba los niveles de estrés en la comunidad escolar. Lo que se escuchó en cambio fue una melodía seguida por una suave voz femenina: «Apreciadas personas miembras de esta comunidad, en este momento se produce un cambio de período docente. Entramos en el segundo período de ocio responsable en libertad».
«El segundo recreo», tradujo mentalmente Pablo.
Aún no había terminado la locución cuando todo el alumnado de la clase había cerrado ya los libros, que quedaron en las mesas para que los recogiera Yoni.
Pablo se acercó a él; aunque no demasiado. Si bien el profesorado tenía dispensa ante la Ley de Tolerancia Cero contra la Pederastia y la Violencia Ejercida contra la Infancia, que prohibía a cualquier persona adulta no familiar en primer grado aproximarse a menos de dos metros de una persona menor, a Pablo no le agradaba demasiado la cercanía física de nadie.
—¿Me puedo llevar el libro, docente?
—¿Quieres seguir leyéndolo en tu domicilio? —dijo Yoni.
Él mismo había explicado al alumnado que no se debía decir «casa», porque algunas personas habitaban en «casas» y otras en «pisos» más pequeños. No había por qué presuponer nada ni crear estrés por insinuación discriminatoria.
—No —respondió Pablo—. Es que tengo que renovarlo en la biblioteca.
—Muy bien, ve.
Incluso antes de terminar la frase, las pupilas de Yoni se encogieron y su mirada se quedó vacía, como si Pablo hubiera desaparecido de su mente antes que de su vista.
En el pasillo lo esperaba Omar.
—¿Vienes a la cafetería?
—¿Vas a pillarte algo? —preguntó Pablo.
—¿Y qué quieres que me pille allí, un zumo de verduras? —respondió Omar, apretando los labios como si hubiera mordido un limón con vinagre—. Voy porque en el patio hace un frío de la os.
(A principios de curso no decía «de la os», sino algo con más letras, pero los avisos lo habían convencido de quitar una sílaba a su expresión).
—Luego voy yo, ¿vale? —dijo Pablo—. Ahora tengo que pasar por la biblio.
Omar se encogió de hombros y salió corriendo. Era la manera habitual de trasladarse de las personas estudiantes de 1.º de ESELYR. Eso suponía chocar constantemente contra otras personas alumnas, que las había hasta de dieciocho y diecinueve años, bastantes más que los doce de Pablo. Además, como no era precisamente de las personas más altas de su clase, para él el instituto seguía siendo un país de gigantes y gigantas donde le propinaban empujones y codazos por cualquier lado.
Como bien comentaba Omar, en el patio hacía mucho frío. Para entrar en calor, Pablo bajó a la carrera las escaleras que llevaban al pabellón de administración y a la biblioteca, un edificio rectangular de ladrillo rojo.
En el interior, las paredes estaban plagadas de carteles que anunciaban todo tipo de talleres, feminarios y miniperformances culturosociales. También había ilustraciones multiculturales en las que se podía ver, entre otras cosas, a personas de la tercera edad y de diversos grupos étnicos dedicándose a actividades físicas tan exigentes como escalar, jugar al baloncesto o saltar desde un trampolín. Pablo no se podía imaginar a ninguno de sus preprogenitores realizando tales esfuerzos, y menos con las sonrisas tan plácidas que mostraban los dibujos. Pero las normas del departamento de Plástica Integradora dejaban bien claro que no se podían dibujar carteles que reflejaran estereotipos: para la tercera edad, nada de golf, pesca, paseos o siestas delante de la tele.
Entre los carteles había algunas estanterías. Los libros se hallaban puestos de frente para que se apreciaran bien las portadas, diseñadas en colores no menos llamativos que las ilustraciones de las paredes. Según alardeaba otro letrero subrayado con una enorme sonrisa fluorescente, la biblioteca del instituto albergaba nada menos que quinientos volúmenes. «¿Será capaz alguien de leer tanto en toda su vida?», se dijo Pablo.
—¿Me lo puedes renovar? —preguntó a la persona docente encargada de la biblioteca en aquel momento.
La persona femenina en cuestión, que acababa de salir de un reservado, emitió una especie de gorjeo que sonó parecido a «¡Ahora no puedo!». Tras añadir algunos detalles innecesarios sobre sus funciones intestinales, abandonó la biblioteca con pasitos rápidos y cortos.
Aunque Pablo no daba clase con ella, la conocía: se llamaba Alicia, impartía Economía de las Personas Emprendedoras y tenía fama de ser una de las docentes con personalidad más disfuncional del instituto. Prisa debía llevar, sin duda, porque se había dejado entornada la puerta del reservado que siempre se cerraba con llave; una llave de las antiguas, por otra parte, no de tarjeta ni palma.
Pablo observó a su alrededor. En otro momento habría encontrado a más alumnado allí, quince o veinte personas estudiando. Pero se acababan de terminar las pruebas evaluativas de rendimiento[3] correspondientes al Solsticio Invernal, de modo que únicamente había dos personas alumnas femeninas sentadas en un rincón, cerca de los radiadores. Eran mayores y estéticamente bastante compensadas; tanto que no se fijarían en la vida en un renacuajo como él.
Por suerte, porque él sí que se había quedado embobado mirándolas. Cuando se dio cuenta de que su conducta podía interpretarse como hostigamiento sexista, apartó los ojos.
Al hacerlo volvió a ver el resquicio abierto tras la puerta del reservado.
«¿Qué habrá al otro lado?», se preguntó, poniendo la mano en el picaporte. El folio pegado con papel celo sobre la puerta verde avisaba tajante: «NO PASAR. Solo profesorado y personal administrativo».
Él no era de natural desobediente, pero aquel reservado lo reclamaba con un embrujo irresistible. Volvió a mirar a las personas femeninas y comprobó que seguían enfrascadas en su conversación. Sin saber muy bien por qué, empujó la puerta con el hombro, se coló rápidamente y la volvió a entornar.
Al otro lado había una sala rectangular de unos cuatro o cinco metros de longitud, sin ventanas. En las paredes se alineaban dos estanterías de metal, y en el centro se alzaba una tercera que dividía la estancia en dos pasillos. El contenido de los anaqueles era poco emocionante: archivadores y más archivadores, algunos de pie y otros tumbados, y también bastantes baldas vacías.
Pablo recorrió el pasillo de la izquierda un tanto decepcionado. ¿Para eso un cartel que prohibía el paso? Sin embargo, al acercarse al fondo descubrió algo que hasta ahora había permanecido oculto tras la estantería central. Había una trampilla en el suelo, ¡y estaba levantada!
Pablo retrocedió y se asomó por el resquicio de la puerta. De momento, la persona encargada no parecía haber solucionado sus dificultades intestinales. «Vamos a explorar», pensó, y volvió a acercarse de puntillas a la trampilla. De ella partían unos peldaños de metal que bajaban a otra sala.
Aquello parecía más interesante que el cuarto donde se encontraba ahora. Pablo emprendió el descenso, conteniendo la respiración y con el corazón acelerado. El subterráneo era otra biblioteca, ocupada por varias filas de estanterías de madera que se perdían a los lados y ocultaban las paredes y el verdadero tamaño de la estancia. Esta no se hallaba iluminada por leds, sino por largos tubos fluorescentes. Más de la mitad estaban apagados, por lo que reinaba una penumbra inquietante. Cuando era pequeño, la oscuridad lo fascinaba y asustaba a partes iguales. Más tarde, en la escuela, habían tratado de extirparle esas sensaciones. «Las asociaciones entre el color negro y los conceptos negativos son pautas forzadas en tiempos caducos por voces masculinas, blancas y occidentales», le habían explicado.
Pese a esas palabras, Pablo seguía sintiendo un temor morboso por la oscuridad.
Al llegar abajo perdió perspectiva, porque las estanterías medían más de dos metros de altura y le obstaculizaban la visión. Hacía frío; tanto, que su aliento se condensaba en nubecillas de humo, y olía a amoníaco y otros productos de limpieza.
Recorrió el primer pasillo, acariciando los anaqueles con los dedos. En contra de lo que habría imaginado, estaban tan limpios que no se le adhirió ni una sola mota de polvo en las yemas. Pero lo que más le llamó la atención fue lo que contenían.
¡Libros de verdad, no de metapapel! Muchos de ellos eran bastante voluminosos, algunos con lomos de más de tres dedos de grosor, e incluso como la palma de la mano. Abrió al azar uno, Los papeles del club Pickwick de un tal Charles Dickens, y comprobó que tenía más de mil páginas. ¡Cualquiera se leía eso! El señor de los anillos era uno de los libros más largos que le habían ofrecido a Pablo para leer, y no llegaba a trescientas.
Se preguntó si tendrían El señor de los anillos en papel. ¿Cómo averiguarlo?
En los bordes de los anaqueles había etiquetas adhesivas. «Literatura general inglesa», rezaba la más cercana. Pablo siguió avanzando mientras miraba a ambos lados del angosto pasillo. «Literatura general francesa», «Literatura general portuguesa»…
«Fantasía y ciencia ficción». ¡Eso prometía!
Recorrió con los dedos los lomos de los libros. Por lo general, en esta sección los colores eran más vivos que los que había visto en literatura general (fuese esto último lo que fuese), y parecía haber muchas series de tres títulos e incluso más. Los guardianes del tiempo, de Poul Anderson. Lyonesse, de Jack Vance. Leyendas de la Dragonlance, La tierra multicolor… Había una saga de tomos muy gruesos titulada Canción de fuego y hielo. Después del sexto volumen quedaba un hueco amplio. ¿Alguien se había llevado un libro de allí o simplemente sobraba sitio?
Por fin encontró lo que buscaba: una versión en papel de El señor de los anillos. ¡Caramba, qué gorda era! Al abrir el libro comprobó que sobrepasaba las mil páginas, impresas con letras que parecían hormigas.
«Qué cosa más primitiva», pensó. ¿De dónde había sacado la persona autora material para rellenar tantas páginas? ¿Había introducido más escenas de prados y bosques hasta destruir el maldito anillo?
Al principio del libro se hallaba el poema. Cuando lo leyó, Pablo se llevó una sorpresa mayúscula.
Tres anillos para los reyes elfos bajo el cielo.
Siete para los señores enanos en palacios de piedra.
Nueve para los hombres mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro sobre el trono oscuro,
en la tierra de Mordor donde se extienden las sombras…
¿Reyes elfos? ¿Cómo podía ser que un grupo étnico se dejara gobernar por un régimen tan retrógrado? Enanos habitando en moradas de piedra… Pero «enano» era un insulto grave, una de esas palabras en Proceso De Erradicación. ¡Menos mal que no le había dado por leer los versos en voz alta, porque su propio móvil lo habría delatado! Y lo de los hombres mortales… ¿Acaso no había mujeres entre ese grupo étnico, o es que la persona autora las había invisibilizado a propósito para cosificarlas?
Pablo pasó páginas, leyó aquí y allá y eso le bastó para descubrir que aquel libro no tenía nada que ver con el que estaba usando en AnimaLec. Sintió un escalofrío. Aquella novela prometía encerrar mucho más; amenazas oscuras (sí, la oscuridad aparecía por todas partes y era chunga), temores inciertos de los que siempre se le había protegido. Por otra parte, en su estremecimiento se mezclaba algo de revulsión. El lenguaje en que estaba escrito el libro contradecía una línea sí y otra también todos los principios que le habían inculcado.
En cualquier caso, aquel tomo tan gordo prometía ser infinitamente más interesante que la versión de AnimaLec. Pablo pensó en llevárselo, pero se había dejado en clase la mochila donde traía el bocadillo para el primer recreo, y el libro era demasiado voluminoso para esconderlo debajo de la ropa.
El bolsillo derecho de Pablo se iluminó. Sacó el móvil y comprobó que había recibido un aviso por la red del instituto:
Persona alumna Pablo Colmenero se ha observado que no estás en la clase correspondiente a tu horario.
Aunque el mensaje proseguía con una enumeración de las normas que se estaba saltando, Pablo no leyó la continuación. Allí abajo no había oído el timbre, pero por la hora que era debía de haber sonado hacía más de cinco minutos. Tendría que encontrarse ahora en clase de Memoria en Libertad. ¡Menos mal! La persona que la impartía, Luisa, era bastante maja. Con un poco de suerte no le impondría una sanción.
Dejó El señor de los anillos en su sitio. Pero se había apoderado de él el gusanillo de lo prohibido, así que miró en derredor buscando algún otro libro que pudiera esconder bajo el impermeable.
Colocado sobre una serie de libros larguísima, La rueda del tiempo, encontró un volumen tan pequeño que abultaba poco más que un móvil. Pablo lo cogió. Era un libro muy viejo, encuadernado en marrón. Las tapas eran flexibles y, cuando Pablo las olió, comprobó que eran de cuero. ¿A quién se le podía ocurrir usar la piel de un pobre animal para eso?
—¿Qué haces tú aquí, amiguete?
Al oír la voz y sentir una mano en su hombro, Pablo dio un respingo. Por puro reflejo se guardó el librito en el bolsillo delantero del vaquero, y solo después se dio la vuelta.
Frente a él se alzaba una persona masculina, alta y de edad tan avanzada que podría haber sido uno de sus preprogenitores. Llevaba una bufanda gris y un abrigo raído; de uno de los bolsillos laterales salía un plumero y del otro, el mismo en el que tenía metida la mano izquierda, un trapo blanco. Estaba tan delgado que su rostro era todo ojos y pómulos, tenía el cráneo calvo y cubierto de manchas marrones y de las sienes le caían guedejas de cabello gris. Por su gesto, Pablo habría jurado que poseía una personalidad disfuncional. Además, se había atrevido a tocarlo y después no había retrocedido a la distancia de seguridad antipederástica de dos metros.
—Vaya, vaya —dijo la persona desconocida—. Lo nunca visto. ¡Un malandrín de estos tiempos estúpidos en una catacumba del antiguo saber! ¿Vas a decirme qué haces aquí o te ha comido la lengua un gato?
—Yo… Quería ir al servicio y me he perdido…
—Desde luego que te has perdido, mi joven padawan.
¿Padawan? ¿Qué palabra era esa? ¿Lenguaje erradicado?
—Ahora yo… me tengo que ir a clase —dijo Pablo, reculando lentamente.
—¿A clase? Harías mucho mejor quedándote aquí en lugar de meterte en esa lavadora de cerebros. —La persona desconocida hizo un gesto con el brazo derecho, como si quisiera abarcar toda la biblioteca subterránea—. Cualquiera de estos libros, elegido al azar, incluso el más vacuo de ellos, puede enseñarte mucho más que toda esa basura con la que os están adoctrinando.
Pablo no acababa de entender las palabras de aquella persona de avanzada edad, pero cada vez se estaba poniendo más nervioso. Cuando juzgó que se hallaba lejos del alcance de sus manos, se dio la vuelta y corrió hacia la escalera. Subió los peldaños de dos en dos tan rápido que al llegar a la sala de arriba casi se tragó la estantería central. La esquivó con un quiebro y siguió corriendo hacia la puerta verde.
¡Cerrada! Pablo agarró el picaporte y trató de bajarlo, pero la encargada debía de haber vuelto y había echado la llave. ¡Estaba atrapado con aquella persona desconocida y disfuncional!
—¿Buscas esto?
Se dio la vuelta, pegando la espalda a la puerta como si lo hubieran acorralado en un callejón y quisiera fundirse con la pared. La persona desconocida lo había seguido más rápido de lo que cabría suponer en alguien de avanzada edad (aunque esa suposición había sido seguramente un prejuicio generacional por su parte).
—¿Qué? —preguntó Pablo, jadeando.
—Esto.
La persona desconocida sacó una llave de su bolsillo derecho. Era de las de antes, de metal dorado y con dientes. La persona desconocida apartó a Pablo con la mano, saltándose de nuevo cualquier norma, e introdujo la llave en la cerradura. Después se dio la vuelta y se dirigió a la trampilla.
—Cierra al salir, rapaz —dijo sin darse la vuelta. En ningún momento había sacado la mano izquierda del bolsillo, lo que hizo a Pablo pensar que debía de tenerla paralizada.
Pablo no tenía costumbre de usar aquel tipo de llave; al girarla se equivocó e introdujo otros dos centímetros de pestillo en el hueco correspondiente. Rectificó rápidamente, consiguió abrir la puerta y asomó la cabeza.
Había otra persona masculina atendiendo la biblioteca en aquel momento, pero se hallaba de espaldas, ordenando libros. (Bueno, ahora que Pablo había visto libros de verdad, ya sabía que lo que aquel docente estaba colocando solo podía recibir el nombre de «falsolibros»). Pablo salió de puntillas, cerró la puerta con mucho cuidado y después, obedeciendo la orden de la persona desconocida, echó el cerrojo.
Sólo entonces comprendió que no podía devolverle la llave; para eso tendría que volver a entrar, salir y dejar la puerta abierta. Perplejo, se quedó mirando aquel objeto dorado que no tenía más remedio que guardar como una carga. Por un instante le pareció que encerraba tanto poder y tanto peligro como el anillo único que buscaba Sauron.
«Bobadas», pensó luego, y se metió la llave en el bolsillo trasero del pantalón.
El patio estaba desierto, salvo por dos personas con capacidades mentales diferentes que barrían las hojas caídas. Pablo subió corriendo la escalinata de piedra y entró en el pabellón 1, donde se encontraba su aula. La conserja que estaba sentada en su habitáculo de aluminio bajo el hueco de las escaleras lo miró con gesto reprobatorio, mientras él consultaba su móvil y comprobaba que ya llegaba más de diez minutos tarde.
—¿Puedo pasar? —preguntó Pablo después de llamar a la puerta.
Luisa, de pie delante de la pizarra digital, se dio la vuelta hacia él y preguntó:
—¿Qué te ha pasado, Pablo?
—Es que… tenía que ir al servicio porque… —Pablo se aturulló y, por el calor que sentía en las mejillas, se dio cuenta de que se estaba poniendo colorado como un tomate. Las personas del compañerado, sobre todo las femeninas, se daban codazos y soltaban risitas por su apuro.
—Da igual. Siéntate, anda —respondió Luisa, con una sonrisa divertida. Tenía ya bastantes años (más de cuarenta, seguro, lo que para una persona adolescente como Pablo equivalía a la antesala de la ancianidad) y las caderas anchas, pero con aquellos ojos tan grandes y oscuros tenía que haber sido guapa de joven, o así le parecía a Pablo.
Al llegar a su silla, Pablo se dio cuenta de que todavía tenía el librito de piel en el bolsillo. Le molestaba para sentarse, así que lo sacó a toda prisa y lo dejó en la mochila, que había dejado al lado de la silla.
—¿Qué llevas ahí? —susurró Omar.
—Nada —respondió Pablo. Pero después no pudo evitarlo y añadió—: Un libro. Un libro de verdad.
—¡Qué rollo! Mira que eres raro.
La pantalla del móvil de Omar se encendió. Como estaba en el centro de la mesa, Pablo pudo leer:
Aviso. Comentario crítico despectivo hacia otra persona de la comunidad educativa. Penalización de un crédito menos en la hoja de convivencia y valores en igualdad y libertad.
Por toda respuesta, Omar le dio la vuelta al teléfono.
El móvil avisó a Luisa de que después de las clases tenía una reunión del CRP, el Consejo Representativo Pedagógico del instituto. Lo suficiente para agriarle más el humor, después de haber tenido que impartir Memoria en Libertad a los alumnos de primero. Hoy le había tocado explicar historia del siglo XX. La Revolución Iraní. Aunque superaba sus fuerzas, no le quedaba más remedio que cumplir el programa, así que había dejado que el propio manual se encargara de la locución. Mientras se veían vídeos de multitudes manifestándose en las calles de Teherán, y después grupos de mujeres con pañuelos en la cabeza, el lector automático iba recitando:
La Revolución Iraní de 1979 significó una gran ganancia para las mujeres, en contra de lo que sostenía el pensamiento único machista y occidental. Creó nuevas oportunidades de trabajo para las personas femeninas, ya que solo ellas podían diseñar y coser ropa femenina, y además solo ellas podían impartir clase en las escuelas femeninas. Gracias a la Revolución, volvieron a adoptar voluntariamente el vestuario tradicional, y pudieron librarse de la imitación impuesta de los estereotipos culturales occidentales que las obligaba a vestirse para las personas masculinas…
Por supuesto, nada de imágenes de ejecuciones públicas, ni de homosexuales ahorcados por el puro hecho de serlo. En nombre de la diversidad cultural había que silenciar todo eso. ¿Quién era alguien como Luisa para juzgar con la típica arrogancia occidental los parámetros de otra cultura? En teoría podría haberlo hecho, pues seguía existiendo la libertad de enseñanza (llamada «de cátedra» en tiempos rancios y clasistas). Pero había tantos párrafos y subpárrafos de excepciones a dicha libertad que Luisa había descubierto hacía tiempo que lo mejor para no meterse en líos era limitarse a seguir el programa presentando el perfil más bajo posible.
Dentro de la sala de profesorado ya estaban los demás miembros del Consejo, la mayoría de ellos coordinadores de departamento[4]. En la cabecera de la larga mesa ovalada se sentaba Imelda, la directora. Coetánea de Luisa, era una de las pocas personas que, como ella, había estudiado en ese mismo instituto.
En teoría, Imelda presidía el Consejo. Pero los dos verdaderos dominadores de las reuniones ocupaban extremos opuestos de la larga mesa ovalada. Frente a la directora, como una especie de antipresidente, se sentaba Eric, coordinador del Departamento de Formación Ciudadana y Personal Integral, o FCPI (antigua «Filosofía»). Siempre tenía en la boca expresiones como «metanarrativa», «narratología», «metaimaginario colectivo» y «deconstruir».
A la derecha de la directora, entre ella y la secretaria que tomaba nota de todo lo que se hablaba para redactar el acta, se encontraba Arantxa, la Técnica de Igualdad. Con treinta años, era la persona más poderosa del centro.
¿Cuál era su currículum? Arantxa había terminado la ESO cuando se llamaba así, antes de que la palabra «obligatoria» de la O sonara demasiado coercitiva y el nombre se sustituyera por ESELYR, «Enseñanza Secundaria en Libertad y Responsabilidad». Después intentó aprobar Bachillerato (que ahora, curiosamente, era la ESO, con O de Optativa). Aquello se le atragantó tanto por Ciencias como por Letras: se le daban igualmente mal las Matemáticas como el Latín y el Griego. Con diecinueve años se había presentado a una prueba de acceso para estudiar Promoción de Igualdad de Género. Tras sacar adelante los dos cursos, voilà!, Arantxa se había convertido en la auténtica dueña del instituto, en la persona que decidía qué podían escribir, enseñar, opinar e incluso pensar todos los demás, por muchas carreras o doctorados que hubiesen estudiado.
Arantxa se dio cuenta de que Luisa la observaba y la miró. Su boca se curvó en una sonrisa que se limitaba a las comisuras, formando el perfil de una sartén. Su rostro ancho y de piel de porcelana podría haber resultado atractivo si mostrara alguna expresión humana. Sin embargo, aparentaba estar más allá del bien y del mal y de cualquier emoción, y sus ojos azules resultaban más gélidos e inquietantes que otra cosa.
Tras la lectura del acta de la sesión anterior, la directora dijo:
—El primer punto, a propuesta del Departamento de Igualdad, es la introducción del nuevo factor corrector en las calificaciones.
Imelda levantó un momento la vista de su rolltablet y su mirada se cruzó con la de Luisa. Esta creyó ver algo de culpabilidad en el gesto de su antigua compañera, que carraspeó antes de proseguir.
—Como medida de acción positiva, las calificaciones de las personas estudiantes femeninas se multiplicarán por un factor corrector de 1,2.
Hubo un instante de silencio mientras todos (y todas) se miraban entre sí. Por fin, quien saltó fue Rufino, coordinador de Matemáticas. Era uno de los pocos departamentos que conservaba su nombre, aunque ya se estaban proponiendo alternativas como Códigos Numéricos, Comunicación y Simbología no Literaria y denominaciones de semejante jaez. Rufino era un hombre alto y corpulento, con una espesa mata de pelo casi blanco que se peinaba hacia atrás y una voz tan ronca y potente que de por sí parecía una ofensiva intrusión sexista.
—¿Por qué? ¡Si las chicas ya sacan notas más altas que los chicos!
—Matemáticas, por favor —dijo Arantxa. Siempre se dirigía a los miembros del Consejo utilizando el nombre del departamento—. Ese lenguaje es inapropiado.
—Está bien. Pues las personas femeninas sacan notas más altas que las masculinas, y podemos comprobarlo con cualquier estadística.
—Eso está fuera de cuestión —respondió Arantxa—. Ellas siguen arrastrando siglos de sumisión que deben ser compensados para alcanzar la verdadera igualdad que una sociedad justa y libre requiere. Además, la Dirección no ha terminado de hablar.
Imelda carraspeó.
—Es cierto. También se propone el mismo factor corrector para todos los miembros de minorías que…
—Por favor, Dirección —intervino de nuevo Arantxa—. Sabes que ese término es desaconsejable.
Luisa torció el gesto y miró su propia rolltablet. El archivo de palabras «desaconsejadas» (o sea, prohibidas) incluía más de tres mil términos entre sustantivos, adjetivos y locuciones, y su número no dejaba de aumentar. Ahora la lista se había abierto al escuchar a la directora, subrayando en letra más gruesa (antes «negrita»):
Minoría: no debe utilizarse por tratarse de una referencia ofensiva a las diferencias culturales. En su lugar se debe usar…
—… miembros de grupos que históricamente no han tenido suficiente representación —recitó Arantxa sin consultar su propia rolltablet. La misma memoria que le fallaba cuando cursaba Bachillerato con Luisa le funcionaba ahora de maravilla para recordar aquella engorrosa y sesquipedálica terminología que crecía como un tumor incontrolable.
—Eso quería decir. Disculpadme, por favor —dijo la directora—. Se propone la introducción de ese coeficiente corrector, como he dicho, para todos esos grupos desfavorecidos.
Luisa no pudo evitar intervenir.
—¿Eso significa que si una persona estudiante femenina es además afroafricana, siente atracción por su propio género y posee capacidades psicomotrices diferentes, su nota se multiplicará por 1,2 hasta cuatro veces?
En el pasado habría pronunciado todos esos términos con sarcasmo, pero de un tiempo a esta parte brotaban de su boca con perfecta normalidad.
—Efectivamente —contestó Arantxa—. La discriminación a la que tu hipotética persona femenina ha sufrido históricamente son de tal nivel que deben ser compensadas para restablecer el equilibrio.
Dejando aparte la inconexa sintaxis de Arantxa, ¿cómo podía hablar de esa «discriminación histórica» cuando se refería a una alumna de trece o catorce años? A Luisa le parecía que esa medida supuestamente positiva era claramente negativa para los perjudicados, personas concretas y reales que vivían en el tiempo presente, pero optó por morderse la lengua.
Quien no lo hizo fue Rufino. Demostrando su agilidad para el cálculo mental, dijo:
—O sea, que si esa hipotética persona saca un 10 en Matemáticas, yo tendré que ponerle un 20,7.
Arantxa frunció el ceño, perpleja.
—No lo había concretizado tanto, pero… —Tras teclear unos segundos en la pantalla de su rolltablet, añadió—: Sí, en esa hipótesis de estudio, estás en lo correcto.
Los miembros del Consejo cruzaron miradas. Era evidente que a todos se les antojaba excesivo. María, del Departamento de Programación Neurolingüística, propuso reducir el coeficiente de forma progresiva, de modo que si una persona pertenecía a cuatro minorías (no, minorías no: «grupos que históricamente bla, bla, bla…») su nota se multiplicaría primero por 1,2, luego por 1,15 y así sucesivamente.
Mientras la sugerencia de María se votaba y aprobaba, Luisa observó el gesto tranquilo de Arantxa, y sus miradas volvieron a entrecruzarse.
«¿Te acuerdas de que en el pasado tú tenías poder sobre mí?», parecía decir la sonrisa autosuficiente de Arantxa. «Ahora yo tengo la sartén por el mango».
¿Una mujer con la sartén por el mango? «No me hagas decir eso de mí misma», la advirtió su Arantxa mental. «Es un estereotipo sexista».
—Muy bien —dijo la directora—. Queda aprobada la propuesta. Pasamos a…
—Pido perdón por interrumpir a la Dirección —dijo Arantxa—. Pero quiero recordaros el apartado 5.2 de la Orden Ministerial para Políticas Educativas de Igualdad.
Aunque todos conocían de memoria aquel apartado, Arantxa se empeñó en recitarlo de nuevo. En resumen, el Departamento de Igualdad (ella) poseía el derecho de veto sobre cualquier decisión que afectara a las políticas de igualdad. De modo que la moción tuvo que aprobarse tal como la había propuesto ella, con un factor corrector de 1,2.
«¿Por qué no lo has dicho antes de la votación y nos habrías ahorrado tiempo, zorra?», pensó Luisa, deleitándose en las reverberaciones de la palabra «zorra» dentro de sus neuronas.
El Consejo siguió tratando otros asuntos. Desde un punto de vista meramente informativo (eso dependía del Comité Económico), la directora comunicó que la semana siguiente cerraría la cafetería.
—¡Es la tercera vez este año! —se quejó Barragán, del Departamento de Cultura de Colectivos de Lengua Inglesa.
—Dicen las personas de la contrata que no ganan bastante dinero para cubrir los gastos —explicó Imelda.
«¿Y qué esperabais?», pensó Luisa. Mucho tiempo atrás había dejado de servirse alcohol en los bares de los centros. Pero después les había llegado el turno al café, a los sobrecillos de azúcar, a la bollería industrial, a las gominolas y otras «chuches», a los bocadillos con contenido alto en colesterol, a los bocadillos de pan amasado con harina refinada, a los bocadillos en general… Ni la Coca-Cola light se había salvado, porque su sabor dulce maleducaba las papilas gustativas de los jóvenes y los convertía en futuras víctimas de la adicción a los carbohidratos. En la cafetería se podía consumir poco más que agua mineral, descafeinados y zumos vegetales con saborizantes amargos para adiestrar las papilas gustativas.
—Ya que hemos introducido ese tema —dijo Arantxa—, aunque no se encuentre en la agenda de hoy, querría plantear otra cuestión que hemos estado meditando y que querría presentar a los miembros y miembras del Consejo para su consideración.
Todos levantaron la mirada hacia ella. El único que no lo hizo fue Rufino, que estaba tecleando algo en su rolltablet.
La pantalla de Luisa se iluminó de pronto, y en su ventana de mensajería apareció un globo de aviso:
Una persona te ha enviado un Formulario de Solicitud de Relación Afectiva, modalidad Transitoria. Deseas abrirlo?
Al levantar la mirada, vio que Rufino la estaba observando con una sonrisilla. Luisa bajó los ojos y enrojeció un poco. En otros tiempos, cuando Rufino era el Macho Alfa del instituto, quizá se habría sentido halagada si él hubiese intentado ligar con ella. Por supuesto, ni la palabra ni el concepto «ligar» se utilizaban ya. Una simple invitación para tomar un café podía considerarse acoso sexual, de modo que se habían creado aquellos formularios que se sellaban con firma electrónica y que estipulaban todo tipo de detalles concretos para evitar equívocos.
Pero Luisa no se hallaba de ánimos para aventuras sexuales ni sentimentales. Ya habían pasado cinco años de su ruptura con Julio. Más que dolida, se sentía desganada; y, en cualquier caso, Rufino no era su tipo.
—… con el alcohol.
Se había distraído por unos minutos. Solo ahora se dio cuenta de lo que proponía Arantxa. Una vez que el consumo de tabaco había sido prácticamente erradicado, los departamentos de Igualdad, de Ciencia Alternativa y de Salud en Libertad proponían que todos los miembros (y miembras, of course) del instituto se sumaran a la campaña estatal de Tolerancia Cero con el Alcohol.
—¡Pero si ya hace tiempo que no se puede uno tomar ni una caña en el instituto! —protestó Rufino—. Ni siquiera se puede beber fuera de él en días de diario. ¿Es que queréis fastidiarnos también los fines de semana?
Desde hacía dos años, en todos los centros educativos el personal de Salud en Libertad podía hacer controles de alcoholemia a los profesores en horario escolar. Cualquier contenido, por mínimo que fuese (los aparatos eran tan sensibles que bastaba con haber tomado un par de copas de vino en la cena para dar positivo), significaba un mes de suspensión de empleo y sueldo por dar clase en estado de intoxicación etílica.
—Con el alcohol, como con la violencia, no hay término medio —respondió Arantxa—. Tolerancia cero con la violencia, tolerancia cero con el alcohol.
«Cómo nos gusta en estos tiempos tan supuestamente tolerantes hablar de “tolerancia cero”», pensó Luisa. No es que se sintiera sorprendida. Culminada la cruzada contra el tabaco, los abanderados de la moral y la salud públicas no podían descansar sin emprender otra.
—Que yo sepa, el alcohol es legal en este país —dijo Rufino—. Cuando se vote una ley seca, ya veremos.
—Todo se andará —intervino Eric—. En su momento.
—Estoy de acuerdo con FCPI —dijo Arantxa—. Por ahora, mientras ese momento llega, este centro educativo quiere dar ejemplo emprendiendo la lucha contra esa lacra social. Las personas docentes son uno de los principales modelos de la juventud, por lo que la conducta que siguen en su vida privada ocasiona repercusiones en el alumnado.
—Vida privada —intervino Rufino—. Tú lo has dicho. ¡Privada!
—La docencia es una actividad integral de la persona, y la responsabilidad libre de un docente se extiende a las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Por eso, desde la responsabilidad, creemos que somos las primeras y los primeros que debemos abrir este nuevo camino.
—¡Ya no nos dejas ni venir en coche al instituto, porque el alumnado no puede conducir y eso le discrimina y atenta contra la igualdad de grupos de edad! —exclamó Rufino—. ¡Tampoco nos permites tomar unas cañas en un día de diario y ahora nos las quieres quitar de los fines de semana!
—Cálmate, Matemáticas —dijo Arantxa sin perder aquella sonrisa de caimán—. No hay por qué alterarse pudiendo discutir desde la responsabilidad.
—¡No me da la gana calmarme! ¿Y qué vas a hacer cuando nos prohíbas beber? ¿Nos vas a convertir a todos en vegetarianos?
—Ese lenguaje es ofensivo y sexista, Rufino —saltó Eric—. Sabemos que eres un residuo del viejo sistema patriarcal, pero no nos lo recuerdes a cada momento.
—¿Qué demonios he dicho que sea sexista?
Luisa lo sabía, pero comprendía que alguien como Rufino no podía tener el chip mental preparado para alternar sistemáticamente masculinos y femeninos cuando no podía recurrir a términos genéricos como «alumnado», «infancia» o «ciudadanía».
—Deberías saberlo —respondió Eric—. Has dicho «todos» y «vegetarianos». Cuando te diriges a un colectivo intergenérico como este exclusivamente con términos masculinos, estás invisibilizando a las personas femeninas presentes, y al invisibilizarlas niegas su existencia, las conviertes en no-personas y por lo tanto, al cosificarlas, te haces cómplice y partícipe de la violencia estructural que permite asesinarlas desde tiempos inmemoriales.
¡Plam!
Todos dieron un respingo en sus asientos. Rufino acababa de golpear la mesa con la palma de su enorme manaza. Poniéndose en pie rojo de ira, señaló a Eric con el dedo.
—¿Quieres oír algo violento y sexista de verdad, mamarracho?
—Dímelo, Rufino —contestó Eric, retrepándose en el asiento—. Estaré encantado de escucharlo.
—¡Eres un…! ¡Un…!
Por fin, Rufino comprendió que cualquier palabra que pudiera proferir solo empeoraría su situación, de modo que recogió su rolltablet y salió de la sala en cuatro zancadas. Arantxa lo siguió con la mirada, y en su rostro de porcelana asomó una sonrisa tenue como una pincelada de acuarela. Luisa se temía lo que significaba aquella sonrisa: Rufino iba a pagar cara la cuenta de aquel estallido.
Sin Rufino, la discusión sobre la lucha contra el alcohol languideció. La directora recordó que simplemente se trataba de una propuesta para considerarla en el futuro y pasó al último punto del orden del día.
Que era el que más preocupaba a Luisa.
—La biblioteca —dijo Imelda—. La propuesta es del Departamento de FCPI. Eric, por favor…
Luisa captó la mirada de complicidad entre Arantxa y Eric. ¿Habrían intercambiado formularios primero y fluidos después? Más de uno lo barruntaba, pero nadie tenía redaños a comentarlo en voz alta. Desde luego, en las reuniones funcionaban en sincronía como una perfecta unidad.
—En sí no se trata de la biblioteca —dijo Eric—, sino de la sala que hay debajo, donde se almacenan los antiguos fondos de libros. Es un espacio desaprovechado.
—Pero si no es más que un sótano, Eric. —Imelda trató de aligerar el tono de la discusión—. ¿Qué podríamos hacer ahí abajo? ¿Poner una bodega para fabricar cerveza? ¡Sin alcohol, por supuesto!
Se oyeron unas cuantas risas nerviosas.
—Lo que más me importa no es tanto el espacio como el gasto —respondió Eric, haciendo caso omiso de la broma de Imelda.
«¿Qué gasto?», se preguntó Luisa. Allí abajo había tan solo un radiador eléctrico. La última vez que entró en aquella especie de catacumba, vio que el pobre Torbado iba abrigado con gabardina y bufanda mientras se dedicaba a limpiar los libros y las estanterías con agua y amoníaco.
Debía de notarse mucho que tenía ganas de replicar a Eric, porque en su rolltablet apareció un mensaje de Imelda:
No digas nada, Luisa. Puede ser peor para él.
Ambas sabían que podían meterse en un buen lío por tener a Torbado trabajando allí abajo. El antiguo profesor de Latín y Griego había perdido su puesto como docente poco después de que las asignaturas que impartía desaparecieran del currículo. Al fin y al cabo, ¿qué interés tenía estudiar la lengua y costumbres de unos machistas como los griegos y unos imperialistas como los romanos? ¿Para qué aprender los fundamentos de la civilización occidental, perpetuadora de modelos de dominación, que había producido los ideales del hombre blanco, «el cáncer de la historia humana»[5]?
Pero a Torbado no lo habían expulsado por eso, sino por pederastia; una acusación tan grave que le había hecho perder de un plumazo todos sus años de antigüedad como funcionario. Llegado a la edad de la jubilación, se había encontrado sin tan siquiera una pensión, subsistiendo únicamente con la renta mínima de inclusión social. Imelda y Luisa, antiguas alumnas suyas, se habían compadecido de él y habían decidido incluirlo en el Programa de Posjubilación Saludable y Activa, un eufemismo para referirse a tantos viejos que se veían obligados a trabajar de nuevo porque sus pensiones habían quedado tan reducidas que debían complementar sus ingresos de alguna otra forma.
Con setenta y ocho años, Torbado, en tiempos escritor de cierto éxito, se dedicaba a limpiar en el instituto a cambio de setecientos euros al mes que la directora colaba dentro de la partida de gastos de mantenimiento. Durante las horas lectivas se quedaba confinado en la biblioteca, que conservaba como una patena, y cuando los alumnos se marchaban del centro se encargaba de fregar los lavabos del pabellón 2.
Un arreglo harto irregular que podía acarrearle más de un dolor de cabeza a la directora. Y también a la propia Luisa por su complicidad.
«¡El pobre hombre es tan feliz en su biblioteca!», pensó. Se lo habían quitado todo: su carrera literaria, su trabajo… ¿Por qué no dejarlo tranquilo en aquel sótano, encerrado con libros que ya nadie leía?
Por razones económicas. Al menos, según Eric.
—He hecho un cálculo basándome en el número de volúmenes de esos fondos caducos —explicó—. Vendiendo ese papel para su reciclaje podríamos obtener cerca de dos mil euros.
—¿Y por qué no los utilizamos mejor para actividades medioambientales propias? —intervino Gonzalo, de Naturaleza Sostenible (fusión de Física y Química con Ciencias Naturales)—. Reciclándolos nosotros mismos en una gran fiesta de la naturaleza concienciaríamos al alumnado y reforzaríamos sus lazos intergrupales.
Luisa torció el gesto. Gonzalo era de los que, en los tiempos en que la Corrección Política parecía poco más que una excentricidad, se reía de lo que consideraba «gilipolleces de tías feas y de maricas». El tipo más machista y retrógrado del claustro, tanto que hacía parecer un feminista a Rufino, se había reconvertido a sí mismo al igual que ahora pretendía reciclar los libros de la biblioteca.
El desprecio que sentía por aquel individuo hizo que Luisa rompiera su política habitual de mantener la boca cerrada.
—Seguro que podemos llevar a cabo otras políticas sin destruir esos libros. ¿Qué daño hacen?
—«Destruir», «destruir»… —dijo Eric—. No seas negativa, Luisa. Nadie quiere destruir nada. Todos esos libros van a pervivir, porque han sido digitalizados, así que tenerlos aquí en soporte físico es redundante.
«Si lo que dicen los libros contradice al Corán, deben quemarse», pensó Luisa. «Y si lo que dicen no contradice al Corán, ya se encuentra en este y son redundantes, así que deben quemarse».
Por supuesto, no se le ocurrió expresar en voz alta un pensamiento tan ofensivo para otra sensibilidad religiosa y cultural. Tampoco dijo que los contenidos de los libros digitalizados podían alterarse, y de hecho estaban siendo alterados, cosa que no se podía hacer con los de papel.
La directora carraspeó y cerró su rolltablet. Era un gesto similar al que en el pasado habría supuesto recoger un manojo de folios y golpearlos contra la mesa para cuadrarlos. Estaba levantando la sesión.
—Es un asunto que habrá que estudiar. Seguro que todas y todos estamos deseando volver a nuestros domicilios a comer, así que…
Luisa vio cómo Eric y Arantxa cruzaban una mirada y asentían en silencio. «Este asunto de la biblioteca todavía no ha terminado», comprendió.
Cuando Pablo salía del instituto entre un mar de codos y cabezas que descollaban por encima de la suya, la policía-tutora que vigilaba ante la puerta del centro le dio el alto extendiendo una mano abierta ante él. Su gesto hizo que Pablo se detuviera en el acto y que las demás personas estudiantes se apartaran a ambos lados.
«Me han pillado», pensó. Su corazón empezó a latir como un tambor. Sin duda la persona mayor desconocida del sótano había denunciado que se llevaba un libro de verdad de la biblioteca.
—¿Sabes por qué te he parado, joven persona? —preguntó la policía-tutora. La infracción de Pablo no debía de ser tan grave, porque estaba sonriendo.
—No, no lo sé.
—Vicio postural. Llevas la mochila colgada solo del hombro derecho. Eso puede producirte a la larga una escoliosis que perjudicará tu aportación al resto de la ciudadanía.
Resoplando de alivio, Pablo se acomodó la mochila en los dos hombros, se despidió de la policía-tutora dándole las gracias por su consejo y atravesó la calle por el paso cebra. Algunos progenitores venían en coche a buscar a las personas estudiantes, pero Pablo vivía cerca y siempre regresaba andando. De camino a su domicilio, observó cómo algún alumnado de segundo se dedicaba a la típica travesura: acercarse a las personas adultas con las que se cruzaban para obligarlas a apartarse, ya que en cuanto se encontraran a menos de dos metros de l@s menores podían meterse en un lío. Pablo había visto a ese alumnado gastar la broma incluso a las personas mayores que se sentaban en los bancos para tomar el sol.
Después pasó por delante del antiguo cine, que todavía conservaba los carteles descoloridos de las últimas películas. Bajo la marquesina, una persona masculina pedía dinero. Salvo alguna que otra persona masculina, nadie se acercaba a él, porque de su cuello colgaba un cartel que indicaba: «Maltratador de Género». Por si el letrero no bastara, el móvil de Pablo empezó a zumbar y en la pantalla apareció un globo de mensaje:
Te encuentras a 12,34 [la cifra iba cambiando conforme Pablo se movía] metros de un Maltratador de Género.
Eso significaba que aquella persona masculina llevaba insertada en la muñeca una de esas pulseras emisoras que advertían al resto de la ciudadanía.
Pablo se acordó de su padre. Por lo que le había contado su madre (volvía a pensar en ellos con los viejos términos en cuanto se distanciaba del instituto), ya debía de haber salido de prisión. Pero la orden de alejamiento dictada por la jueza le impedía visitar tan siquiera la ciudad donde vivían ellos.
En realidad, su padre nunca había pegado a su madre, ni tampoco al propio Pablo. Pero cuatro años antes, su exmujer lo había denunciado. Aunque llevaban ya quince años divorciados, ella había asistido a unas sesiones de psicoterapia colectiva en las que, milagrosamente, recordó que él la había maltratado durante los últimos meses de matrimonio; un recuerdo tan traumático que, al parecer, la exmujer lo había borrado de su memoria durante tres lustros. Su testimonio revivido y el del psicoterapeuta (que, curiosamente, se había casado luego con ella) bastaron para condenar a su padre y declararlo incapaz de convivir con ningún tipo de unidad familiar hasta que los psicólogos dictaminaran que estaba rehabilitado.
Para colmo, su padre había tenido que vender el chalet donde vivían para compensar a la exesposa por los daños sufridos. Por eso ahora Pablo y su madre vivían en un piso más pequeño, un tercero al lado del cine. Lo único positivo era que su madre había dejado el tabaco hacía unos meses: la nueva ley prohibía fumar dentro de viviendas que compartieran paredes con otras, y ella se había aburrido de hacerlo debajo de la campana extractora. «Me habré vuelto paranoica», le explicó a Pablo, «pero me da miedo que algún vecino huela el humo y me denuncie».
Pablo subió las escaleras andando, un hábito saludable que había adquirido a la fuerza desde que la Concejalía de Desarrollo Sostenible clausurara los ascensores de todos los bloques de menos de cuatro pisos, debido a que suponían un gasto de energía innecesario y contra la naturaleza.
La puerta se abrió reconociendo su mano. Pablo se encaminó directo a la cocina y abrió la nevera para sacar un refresco desedulcorado de agua de té sin teína. No estaba muy frío, porque el frigorífico inteligente y respetuoso con el medio ambiente se negaba a bajar la temperatura. Eso le recordó de nuevo a su padre. Cuando vivía con ellos se quejaba de que la cerveza nunca estaba lo bastante fría, así que metía las latas en el congelador. A menudo se le olvidaba que estaban allí, la cerveza se helaba, el cierre reventaba y el cajón se llenaba de hebras de hielo de color amarillo. Pablo las había probado una vez creyendo que era un polo de limón. Su madre había puesto el grito en el cielo. «¿Qué quieres? ¿Dar positivo de alcohol en el colegio y que nos lleven a la cárcel?».
En la pantalla de la cocina encontró un mensaje grabado.
—Me han vuelto a cambiar el turno, Pablo. Volveré esta noche ya tarde. Tienes la comida y la cena en el frigorífico.
Su madre trabajaba en un centro de atención a la tercera edad. «Cada día tenemos más clientes y más horas y nos pagan menos», solía quejarse. Lo cierto era que Pablo cada vez pasaba más tiempo solo.
Mientras calentaba las judías verdes rehogadas con jamón de pavo, Pablo abrió la mochila y sacó el fruto de su robo.
Odisea, de Homero. El nombre le resultaba vagamente familiar. Estaba editado en Madrid, en 1957. ¡Qué antigualla! Pero cuando Pablo consultó en internet, descubrió que aquella obra era muchísimo más antigua: el tal Homero la había compuesto en griego casi setecientos años antes del año Uno. El artículo incluía diversas advertencias contra su lectura por contenidos sexistas, racistas, imperialistas, expresiones inadecuadas, violencia, superstición, estereotipos de edad, género y clase y unas cuantas cosas más.
Todo eso únicamente logró despertar el interés de Pablo. Abriendo el libro al azar se topó con unas líneas escalofriantes.
Después sacaron a Melantio al vestíbulo y al patio, le cortaron con el cruel bronce las narices y las orejas; le arrancaron las partes verendas, para que los perros las despedazaran crudas, y amputáronle las manos y los pies con ánimo irritado.
Pablo buscó en el diccionario de la rolltablet, pero no encontró qué significaba «verendas». Sin embargo, lo intuía, y una búsqueda en la red confirmó sus sospechas.
¡Al tal Melantio le habían cortado el aparato reproductor para dárselo a los perros!
Apretando los muslos con horror, Pablo guardó el libro en la mochila. Lo mejor que podía hacer era devolverlo cuanto antes a la biblioteca, o tirarlo al contenedor del cartón…
… Y, sin embargo, después de cenar ya había llegado prácticamente a la mitad. En su cama, arrebujado bajo la manta (por la noche el termostato de la calefacción no subía de dieciséis grados), leyó con el estómago encogido cómo un gigante con un solo ojo, el cíclope Polifemo, se dedicaba a devorar uno por uno a los compañeros del protagonista Odiseo.
Lo cierto era que se trataba de un libro muy difícil de leer. Los párrafos eran muy largos, y se hallaba plagado de palabras que para Pablo resultaban incomprensibles. Como la mayoría no aparecían en su diccionario y no le apetecía realizar búsquedas complicadas, tuvo que imaginárselas por sí solo. Aquel relato era tan distinto de todo lo que se había encontrado en el colegio y en el instituto, tan primitivo, tan incorrecto, tan… auténtico, que no podía dejar de leerlo.
Volvió por un instante a la primera página.
Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres…
Incluso el principio era raro. Nadie decía ya «anduvo», sino «andó». Una página web que había buscado al principio de su lectura, cuando aún lo consultaba todo, explicaba: «La antigua irregularidad del verbo “andar” era elitista; una dificultad introducida a propósito para establecer diferencias de clase y estructuras de poder señalando con el dedo a las personas supuestamente incultas».
Unos nudillos llamaron a la puerta del dormitorio, que se abrió un momento después. Pablo estaba tan enfrascado que no se había dado cuenta de que su madre había entrado en casa. Apenas le dio tiempo a esconder el libro bajo la sábana y fingir que navegaba con la rolltablet.
—Buenas noches, hijo —dijo ella. Todavía no se había quitado el abrigo ni el uniforme verde.
—Hola, mamá. —Entre hijos y progenitores se permitía todavía esa terminología, aunque había comisiones estudiando alternativas que fueran afectivas y al mismo tiempo eliminaran referencias sexistas y perpetuadoras de modelos anquilosados.
—¿Qué haces con la lámpara tan fuerte? El recibo de la luz no nos lo paga nadie, ¿sabes?
—Perdona, mamá —dijo Pablo, tocando dos veces la base de la lámpara para bajar la intensidad al mínimo.
Ella le dio un beso en la frente y salió. Debía de venir muy cansada, porque unos minutos después había cerrado la puerta de su propia alcoba, sin tan siquiera cenar. No era extraño que estuviese cada vez más delgada.
En cuanto sospechó que su madre se había quedado dormida, Pablo sacó el libro y aumentó la intensidad de la luz. Quería saber cómo iba a librarse Odiseo del cíclope. Porque seguro que a él no se lo iba a comer. ¿O sí?
Luisa tal vez no habría cometido el acto (o los actos) de rebeldía que precipitaron el desastre de no haber sido por las noticias de la mañana del lunes.
Mientras pasaba el fin de semana en el pueblo cuidando de su madre, prácticamente se había desconectado del mundo exterior. Aunque, por supuesto, se había enterado de la gran atrocidad cometida en Egipto, había preferido no abrir los titulares.
Pero el lunes, mientras desayunaba en la cocina, la televisión inteligente le mostró las noticias y comentarios que había seleccionado en los diversos canales atendiendo a los intereses de Luisa.
Evidentemente la primera referencia era para lo de Egipto. La imagen mostraba primero la pirámide de Keops, después una bola de fuego incandescente, un hongo nuclear expandiéndose y escalando hacia un cielo sin nubes y, por último, los restos tras la explosión. Según la comentarista, la carga nuclear táctica no era demasiado potente, pero las personas militares la habían colocado con tanta precisión que apenas habían quedado en su sitio unos cuantos bloques de piedra de la base.
—La persona que preside el país, Abd al-Latif, ha declarado que poco a poco los demás restos del pasado premusulmán van a seguir el mismo destino de la pirámide de Keops —dijo la comentarista.
Después venía un primer plano del presidente Al-Latif, hablando en tono vehemente y agitando un dedo índice amenazador ante un micrófono. Los subtítulos rezaban: «Las pirámides no pertenecen a nuestra verdadera tradición cultural. Nuestra tradición no se basa en el territorio, sino en la Umma, la comunidad de los fieles. Esas pirámides, como los demás monumentos y las momias de los reyes paganos, sirven de símbolo estereotípico para identificar a nuestra moderna nación, y de señuelo para atraer a los turistas occidentales con su corrupción. ¡Pero no son más que un ídolo que debe ser erradicado en nombre de la pureza de la fe!».
El servidor inteligente mostró a continuación una tertulia de la televisión local que trataba el tema. En ella discutían unas cuantas personas, entre las cuales se encontraba Eric, que en la vida cultural de Tarpeya se había convertido en el perejil de todas las salsas.
—¡Han destruido un patrimonio de la humanidad! —exclamaba una tertuliana de unos sesenta años a la que Luisa conocía de vista—. ¡Es una barbaridad!
—¿Te das cuenta de tu prejuicio? —preguntó Eric—. Has utilizado la palabra «patrimonio», lo cual demuestra que tus circuitos neurales siguen encadenados a un modo de pensar patriarcal.
—¡A mí no me digas cómo tengo que pensar!
—Pero es que eso es precisamente lo que estás haciendo tú. Estás imponiendo a personas de otro pueblo y otra cultura cómo tienen que pensar. Estás cayendo en el neocolonialismo.
—¡No estoy cayendo en nada!
—Lo que hay en Egipto pertenece al pueblo egipcio, no a Occidente, que bastantes expolios ha cometido a lo largo de su nefasta historia.
—¡No digas sandeces! —contestó la tertuliana, cada vez más alterada—. No tiene que ver con el colonialismo, sino con defender la historia.
—¿Qué historia? ¿Tu historia o su historia?
—¡La historia de todos! —exclamó la mujer, que añadió un segundo después—: Y de todas.
—Eso no existe —respondió Eric—. No existe la Historia con mayúsculas, sino las historias.
—¿Me vas a decir que no existe el pasado?
—Pues claro que no, no tal como tú lo concibes. El pasado es solo una función del presente y nuestro ser-en-el-presente. El pasado es fluido y dinámico, una serie de narrativas y metarrelatos que…
«Ya tuvo que decir “metarrelatos”», pensó Luisa, y cerró la noticia. Solo entonces se dio cuenta de que lo veía todo a través de un velo de lágrimas. Ella había estado al pie de esa pirámide hacía muchos años, cuando era más joven y cuando el mundo tenía derecho a un pasado. ¡Malditos esos fanáticos, que creían que las pirámides les pertenecían más a ellos que a Luisa solo por haber nacido cerca de ellas en el espacio, cuando todos, todos, estaban igualmente lejos de ellas en el tiempo!
Se enjugó los ojos y se dispuso a apagar la pantalla; pero entonces vio que uno de los topics seleccionados incluía a Rufino, y lo seleccionó.
Se trataba también del canal local. Una encuesta señalaba que el setenta y tres por ciento de la población de Tarpeya apoyaba una política de tolerancia cero contra el consumo de alcohol entre las personas docentes.
Para ilustrar la noticia, se veía a Rufino y a una profesora de otro instituto que acababan de salir de un bar de copas y caminaban por la calle; no hacían eses, pero sí se apartaban de la línea recta en varias ocasiones. Como no eran menores, sus rostros no habían sido pixelados. La grabación, efectuada por un móvil, había sido tomada en la madrugada del viernes a las dos de la mañana.
Después aparecieron declaraciones de otros profesores (varios de ellos compañeros del mismo centro de Rufino y Luisa) que habían contestado a la videollamada del canal local durante el fin de semana. A todos les parecían muy mal las imágenes, y ninguno apoyaba esa actuación condenable y poco ejemplar de sus compañeros.
«Qué hipócritas», pensó Luisa. A muchos de ellos los había visto hartarse a cervezas y copas, porque aquella era una ciudad pequeña donde todo el mundo se conocía. Pero ante el ojo público había que mentir y mostrar una imagen falsa para no enfrentarse con los dogmas agresivos de los moralistas.
Uno de esos moralistas, como era de esperar, no tardó en aparecer: el sempiterno Eric.
—Decir que se trata de un comportamiento privado no es ninguna excusa. —Bajo su rostro se leía: «experto en Formación Integral de la Persona»—. En realidad no hay comportamientos privados, pues en privado el ser humano no existe. La persona solo se realiza, solo es, en cuanto es para las demás personas, en cuanto concreta su potencialidad existencial en la red de interrelaciones.
Si Luisa ya sospechaba que aquello tenía que ver con el estallido de Rufino durante la última reunión del Consejo, la aparición de Eric terminó de corroborárselo.
—Cuánto hijo de puta hay —murmuró entre dientes, sin importarle un rábano que aquella expresión fuera una agresión sexista y discriminatoria.
Como vivía a dos kilómetros del instituto y hacía mucho frío, Luisa cogió el coche. Estaba tan indignada que pensó en dejarlo aparcado delante de la puerta principal para que lo vieran todos los alumnos y comprendieran que no todos eran iguales, que ella tenía carnet de conducir y ellos no. «Cuando seáis padres, comeréis huevos». ¡Toma expresión sexista, patriarcal, autoritaria y de prejuicio basado en la edad!
Sin embargo, al recapacitar se dio cuenta de que así solo conseguiría que Arantxa le tendiera una trampa como a Rufino; no le cabía ninguna duda de que ella era la que estaba detrás del vídeo donde el profesor de Matemáticas aparecía algo más que achispado. Finalmente, aparcó a dos calles de distancia e hizo el resto del camino a pie.
Cuando pasó por el pabellón central, Andrea, una de las conserjes (denominación oficial: «conserjas»), se acercó a ella con gesto conspirativo.
—¿Has visto el vídeo? —preguntó. Era evidente a qué vídeo se refería.
—Sí.
—Pues ya se está montando una buena. Ha venido la inspectora, y se ha encerrado en el despacho de Imelda con ella, con Rufino y con Arantxa.
Pensando que era mejor no asomarse tan siquiera por la sala de profesores, Luisa salió del pabellón de administración y se dirigió a su departamento, situado en el pabellón 1. Sabía que el despacho estaría vacío porque todas sus compañeras (era un departamento integralmente femenino) se encontraban en clase en aquel momento, mientras que ella tenía una hora de coordinación.
Mientras abría la puerta, oyó pisadas a su espalda y se volvió. Su alumno Pablo Colmenero pasaba por detrás de ella con paso furtivo.
—¿Adónde vas, Pablo? ¿Es que no tienes clase?
—Eh… Sí. Le he pedido permiso a la persona docente. —El chico puso cara de dolor y se apretó el vientre—. Tengo que ir al baño. Es que algo no me ha sentado bien.
—Vaya, deberías cuidar tu alimentación. Ya te ocurrió el viernes pasado en mi clase.
—¡Pero ahora es ver…!
El chico se dio cuenta de lo que había estado a punto de decir y enrojeció. Sin añadir más, se dio la vuelta y se marchó, esprintando como solían hacer aquellos diablillos de primero, que parecía que en lugar de dormir por las noches se recargaban en un enchufe en sus casas.
¿Así que lo del viernes, cuando llegó tarde a clase, no era porque hubiese ido al baño?
Luisa recordó que, al sentarse, Pablo se había sacado algo del bolsillo del pantalón, y con un aire tan culpable como ahora. Y, aunque resultara insólito, Luisa tenía la impresión de que ese algo era un libro.
Ya en su despacho, Luisa decidió entrar en el expediente dinámico de Pablo.
«Qué extraño», pensó. El chico había estado consultando en el diccionario del servidor educativo[6]; seguramente ignoraba que su navegación dejaba un historial de búsquedas que cualquiera de sus profesores estaba autorizado a rastrear. Algunas palabras las había encontrado, pero muchas otras no aparecían en ese diccionario, y Luisa no alcanzaba a imaginar de dónde las podía haber sacado Pablo: «postreros», «orto», «hecatombe», «preclaro», «deponer», «ponto»…
Un momento. ¿«Ponto»? ¿No estaría leyendo algo de Homero en versión sin censurar?
Algo así era antipedagógico… considerando cuáles eran los cánones imperantes de la pedagogía. Con una sonrisa maliciosa, Luisa redactó un aviso personal para aquel lector de libros prohibidos:
Ven al departamento de Memoria en Libertad durante el primer período de ocio.
—Pasa —dijo Luisa, sentada tras la mesa. Al ver que Pablo se disponía a cerrar la puerta tras de sí, añadió—: No. Déjala abierta.
Aquella costumbre se había iniciado con los profesores varones, pero después muchas profesoras habían empezado a recibir denuncias de acoso, de modo que a nadie se le ocurría quedarse con un/a alumno/a a solas. Aunque en circunstancias normales, Luisa habría adoptado la precaución de grabar la entrevista en la rolltablet y el móvil, ahora prefirió que no quedaran registros de ella.
—Yo no he hecho nada —dijo Pablo antes de que ella preguntara nada.
—Excusatio non petita, accusatio manifesta.
—¿Qué es eso?
—Latín —respondió Luisa—. Una lengua muerta primero y asesinada después, hablada por una pandilla de imperialistas que nos colonizaron y nos dejaron sin nuestra herencia tribal. A ver, ¿has estado en la biblioteca?
Pablo enrojeció. Como era rubio y tenía la piel muy blanca, cuando se ruborizaba se le dibujaban dos chapetas más delatoras que cualquier polígrafo.
—¿Cómo lo sabes?
—A ver. Enséñame la mochila.
Pablo meneó la cabeza.
—Es parte de mi espacio privado. Es…
—¡Que me la enseñes!
Cuando quería, Luisa sabía proyectar la voz con intensidad. Pablo dio un respingo, sobresaltado, y luego se acercó con la cabeza gacha y le entregó la mochila de nailon rojo.
Al abrirla, Luisa sonrió. Su instinto había acertado: era la Odisea, en una edición de minibolsillo y en la traducción de Luis Segalá, casi tan clásica como el poema en sí.
—¿Y esto?
Pablo se lo explicó, más y más colorado por momentos. Una vez terminó, Luisa trató de reprimir una sonrisa.
—Bueno, ¿te ha gustado la Odisea?
—No sé.
—¿Por qué no sabes?
—Es… Es un libro muy violento. Cuando Odiseo le pone la espada en el cuello a Circe… —El chico meneó la cabeza, con los ojos clavados en el suelo—. Eso no está bien. No puede estar bien. Es maltrato de género.
—¿Sabías que Odiseo era más conocido por Ulises?
Pablo levantó la mirada.
—No, no lo sabía.
—Aún no me has dicho si el libro te ha gustado.
—Eh… Supongo que sí.
—Bueno, al menos ha salido algo bueno de esto.
Pablo volvió a clavar los ojos en el suelo, y con un hilo de voz preguntó:
—¿Me vas a castigar?
—Ya lo creo que sí —dijo Luisa, devolviéndole el libro—. Esta tarde quiero que vengas aquí a las cinco para hacer tareas complementarias. Ahora date prisa, que va a empezar la siguiente clase.
Pablo guardó el libro en la mochila. Era un chico tímido, pero espabilado. Tal vez sospechaba los verdaderos propósitos de Luisa, porque antes de encender sus retrocohetes de adolescente y salir corriendo de nuevo se le escapó una sonrisa.
Por la tarde, Luisa llevó a Pablo a la biblioteca, que estaba vacía y con las luces apagadas. Recién entrado el invierno astronómico, era prácticamente de noche.
—Abre —le dijo, señalando la puerta prohibida.
—¿Cómo voy a abrirla?
—Sé que tienes la llave. Venga.
Pablo sacó la llave dorada de su bolsillo y miró a Luisa con una expresión a medio camino entre el miedo y la esperanza. Ella recordó una antigua película en que un personaje llamado Morfeo le decía al protagonista: «Si tomas la píldora roja, entrarás en el país de las maravillas y descubrirás hasta dónde llega la madriguera del conejo».
Se dio cuenta de hasta qué punto Pablo y todos los demás chicos que estudiaban en el instituto habitaban en una especie de Matrix, una realidad virtual fabricada con eslóganes y carteles de alegres colores en la que aparentemente reinaba la diversidad pero donde, en realidad, todos pensaban igual.
La igualdad de un electroencefalograma plano.
Pablo respiró hondo, y Luisa se conmovió viendo cómo sus estrechos hombros subían y bajaban. Por fin, el chico se decidió y abrió la puerta. Ambos entraron en el archivo, un cuarto que ya apenas se utilizaba. La trampilla del fondo estaba levantada y de ella salía luz.
—Adelante, Pablo. Ya conoces el camino.
Bajaron. Luisa siempre había sentido vértigo al pisar ese tipo de escaleras cuyos peldaños solo tenían huella, la parte horizontal, y carecían de tabica. Aferrando con fuerza la barandilla, intentó no mirar demasiado dónde plantaba los pies.
Al pie de la escalera, entre las estanterías de literatura inglesa y literatura francesa, los aguardaba Torbado. Luisa le había pedido que, en lugar de subir a limpiar cuartos de baño como todas las tardes, se quedara allí abajo esperándolos.
—Bienvenidos a mi morada —les saludó con una de sus truculentas sonrisas—. Entrad libremente, por vuestra propia voluntad, y dejad aquí parte de la felicidad que traéis.
A Luisa se le antojó que estaba menos encorvado que otros días, aunque allí abajo hacía tanto frío que la tentación era encogerse sobre uno mismo. Tenía el brazo izquierdo pegado al costado y el final de la manga desaparecía dentro del bolsillo de donde salía uno de los trapos con los que limpiaba sin cesar las estanterías.
¡Qué flaco estaba! Parecía que los pómulos estuvieran a punto de desgarrar la piel arrugada de las mejillas. Pero sus ojos oscuros seguían mirando con la misma intensidad, clavándose en las pupilas de sus interlocutores como carbones ardientes.
—Pablo, te presento a Enrique Torbado. Antiguo profesor de Latín y Griego de este centro. Y un gran escritor.
—Un antiguo escritor —corrigió Torbado, tendiendo la mano a Pablo.
El muchacho dudó un par de segundos, y por fin se acercó para estrechársela. Después retrocedió un paso.
—¿Tú escribías libros? —le preguntó a Torbado.
Después de tanto tiempo, a Luisa todavía le chirriaban los oídos cuando escuchaba a un chaval de doce años tutear a un hombre de casi ochenta años. La culpa no la tenía Pablo, que no era ningún maleducado. El trato de «usted» había quedado oficialmente abolido años atrás. Como era de suponer, la razón que se adujo fue que promovía desigualdades de todo tipo.
—¿Qué tienes que hacer ahora, Pablo? —preguntó Luisa.
El muchacho carraspeó, se sacó del bolsillo del abrigo el minúsculo ejemplar de la Odisea y se lo entregó a Torbado.
—Siento habérmelo llevado de aquí sin permiso.
—Disculpas aceptadas —dijo Torbado—. ¿Lo has leído?
Pablo asintió.
—¿Y qué te ha parecido?
El muchacho se lo pensó unos segundos.
—Difícil. Tenía muchas palabras que no entendía. Pero me ha gustado.
—¿Por qué?
El chico se encogió de hombros y miró al suelo.
—No sé. Me gustan las aventuras. Y había muchas.
—¿Qué te parece que al final mate a todos los pretendientes que han ocupado su palacio?
—Es muy violento, pero… la verdad es que lo estaba deseando. ¡Se lo merecían!
—Sígueme, joven padawan. Voy a enseñarte dónde se abren mil puertas a otros tantos países desconocidos.
Torbado se dio media vuelta, avanzó por el pasillo y después dobló a la derecha entre dos estanterías. Luisa sonrió; ya sabía adónde conducía a Pablo. Su antiguo profesor de lenguas clásicas era un hombre muy leído en todo tipo de campos, pero siempre había sido un fan confeso de la fantasía y la ciencia ficción.
—Mira estos tres libros —le dijo ahora a Pablo, pasando los dedos por los lomos con el orgullo de un propietario que exhibe su cuadra de purasangres—. Son mis favoritos. La patrulla del tiempo, del gran maestro Poul Anderson.
—¿De qué van? —preguntó Pablo.
—Cuentan las aventuras de Everard, un patrullero que viaja de una época a otra para evitar que quienes conocen la tecnología del viaje en el tiempo puedan utilizarla para alterar la línea temporal y destruir el futuro.
—Parece interesante —dijo Pablo, no demasiado convencido. Su dedo señaló un lomo rosado que Luisa conocía muy bien—. ¿Puedo llevarme ese?
—¿El señor de los anillos? No es mala elección. —Mientras sacaba el grueso tomo de la estantería, sin recurrir en ningún momento a la mano izquierda, Torbado preguntó—: ¿Por qué te ha resultado difícil la Odisea?
—Bueno… Había muchas palabras que no entendía y me costaba encontrarlas.
Tras entregarle a Pablo el libro de Tolkien, Torbado se giró de nuevo con una energía que desmentía sus casi ochenta años y que hizo que el faldón de su vieja gabardina ondeara a su espalda como la capa de un superhéroe. Luisa sonrió. Compartir con alguien los tesoros de su Fortaleza de la Soledad parecía haberlo rejuvenecido.
Ambos lo siguieron, Luisa a cierta distancia y siempre observando. Torbado los guio a la sección de diccionarios y tomó del anaquel un grueso volumen con cubierta negra y blanca.
—Esto es una joya, Pablo —explicó—. Normalmente los diccionarios son obras colectivas, pero este lo redactó una mujer sin ayuda de nadie más. Se llamaba María Moliner. Ahora voy a enseñarte algo. ¿Puedes consultar un momento tu propio diccionario?
—¡Claro! —Pablo parecía complacido de obedecer las órdenes de Torbado, algo que a Luisa le resultó divertido. El muchacho buscó unos segundos en su bolsillo y sacó el móvil.
—Busca «negro».
Pablo torció el gesto, como si aquella palabra le produjera repelús. Pero sus afilados pulgares teclearon las cinco letras.
—¿Ya la has encontrado, Pablo? Léemela.
—«Negro: no debe utilizarse con connotaciones morales despectivas, ni para sugerir maldad. Tampoco para comparaciones que impliquen inferioridad, ni por supuesto para referirse a una raza, ni para…».
—Pero ¿qué significa?
Pablo frunció el ceño, perplejo, mientras se desplazaba por el texto desplegado en la pantalla de su móvil.
—Pues… no lo dice. Solo explica cómo no hay que usarlo.
—¡Exacto! —exclamó Torbado, abriendo mucho aquellos ojos como ascuas—. Antes los diccionarios reflejaban cómo hablaba la gente. Ahora tan solo imparten instrucciones para explicarnos qué podemos decir.
Torbado usó por fin el brazo izquierdo para apoyar el segundo tomo del María Moliner mientras con la mano derecha lo abría y pasaba páginas.
—«Negro: se aplica a las cosas que no tienen color ni luz; como el carbón o la boca de un túnel. Se aplica también a la palabra color considerando esa cualidad de las cosas como un color más». Mmm… ¿Cosas que no tienen luz? ¿La boca de un túnel? Connotaciones negativas. Mejor censurarlo, ¿no crees? ¡Y eso es precisamente lo que hicieron esos mamelucos!
»“Aplicado a la piel, muy bronceada por el sol”. Comentario racista. Con usar el término “bronceado” vale. ¡Fuera!
»“Muy oscuro por la suciedad”. ¡Esto es intolerable! ¡Adiós!
»“Se aplica a la raza humana que tiene la piel de color negro, a sus individuos y a sus cosas: Raza negra. Comercio de negros. Bailes negros”. Ya la palabra “raza” es ofensiva, pero el resto es de juzgado de guardia. Mejor afroamericanos, afroeuropeos, subsaharianos o afroafricanos. ¡Censurado!
»“Persona que hace un trabajo, sobre todo intelectual, por encargo de otra, que presenta dicho trabajo como suyo mientras que el verdadero autor queda en el anonimato”. ¿Qué es esto, una referencia a la esclavitud y a un engaño inmoral? ¡Debe extirparse!
»“Aplicado a cosas, particularmente al humor o estado de ánimo, desgraciado, triste, melancólico o pesimista: Se queja de su negra suerte. Ve muy negro el porvenir. Hoy está de un humor negro”. ¡Todas estas referencias son extremadamente ofensivas y propias de la arrogancia occidental! ¡Que las quiten del diccionario!
Mientras leía, Torbado, que en tiempos había interpretado y dirigido obras teatrales, abría los ojos y gesticulaba con tal dramatismo que Luisa no pudo reprimir una sonrisa. Después, para recalcar sus últimas palabras, cerró el tomo de golpe con tanta fuerza que Pablo dio un respingo y retrocedió.
—Aquí, en este diccionario, no encontrarás lo que las palabras deberían decir, sino todo lo que pueden llegar a decir. —Tendiéndole el volumen a Pablo, añadió—: Ten. Ahora te doy el primer tomo.
—¿Son dos? Pero… ¡no me van a caber en la mochila!
Torbado frunció el ceño e hizo un gesto extraño con los labios, proyectando el inferior de un modo en que no lo hacía cuando a Luisa le daba clase. «Tic de la edad», pensó ella.
—El María Moliner abulta mucho, cierto. Y esas mochilas que lleváis ahora no son las de antes, donde mis alumnos cargaban sus buenos diez kilos. En fin, te prestaré algo más manejable.
Tras devolver el María Moliner a su anaquel, Torbado eligió dos tomos en rústica de color naranja y se los entregó a Pablo, uno primero y otro después, moviéndose de tal manera que el muchacho seguramente no pudo darse cuenta de que bajo la manga izquierda de la gabardina no asomaba mano alguna.
—«Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española» —leyó Pablo, y se guardó los dos libros en la mochila junto con el de Tolkien.
—Ahora solo dejarían «Diccionario de la lengua» —comentó Luisa.
—Cabezahuecas, granujas, ladrones del pasado —refunfuñó Torbado. Después agarró del hombro a Pablo y tiró de él hacia el fondo de la biblioteca—. Bueno, mi joven padawan. Ahora hay que hacer las cosas como Dios manda y no como la última vez. ¡Tenemos que fichar el libro que te llevas!
Cuando salieron del instituto ya era noche cerrada. Soplaba un viento gélido que levantaba en remolinos las hojas amarillas caídas en el suelo y obligaba a los escasos transeúntes a arrebujarse en sus abrigos. Luisa le preguntó a Pablo por su madre. Al enterarse de que trabajaba hasta la medianoche y que el muchacho iba a estar solo en casa, decidió invitarlo a merendar, y él aceptó.
«¡Y pensar que lo que estoy haciendo va contra la ley!», se dijo, mientras caminaba unos metros por delante del muchacho como si fueran un matrimonio en un país islámico, solo que al revés.
En realidad, Luisa no estaba violando ninguna ley claramente redactada, pero sí las normas sobreentendidas de lo políticamente correcto; unas normas que podían cambiar en cualquier momento, pero siempre para convertirse en más restrictivas y, en muchas ocasiones, en más arbitrarias. Una característica propia de esta nueva especie de totalitarismo. Un régimen en el que no dominaba ningún dictador ni partido todopoderoso, pero a cambio imperaban en él la paranoia y la susceptibilidad de una sociedad desquiciada contra sí misma donde todos vigilaban a todos dispuestos a denunciarse al menor pretexto.
—O tempora, o mores! —murmuró para sí.
Ya en su casa, Luisa llevó a Pablo a una habitación que, como no tenía hijos y vivía sola, había acondicionado como una pequeña sala de estar. Allí, sentados a la clásica mesa camilla, le sirvió un colacao y unas galletas.
—No le digas nada a tu docente de Salud Sostenible —dijo Luisa—. Estas galletas tienen grasa y azúcar, como cualquier galleta que se precie.
Pablo, con la boca llena, meneó la cabeza a ambos lados. «Nos hemos convertido en dos conspiradores —comprendió Luisa—. Y con Torbado, tres».
Cuando el muchacho despachó la merienda en poco más de tres minutos, miró en derredor. Su gesto resultaba fácil de interpretar. Para ser un cuarto de estar, allí faltaba algo muy importante.
—No hay tele —dijo.
—Cierto —respondió Luisa—. Aquí no.
Pablo se giró ciento ochenta grados sobre la silla. A su espalda se levantaba una estantería de color cerezo cargada de libros. Pese a las campañas de reciclado tan frecuentes («¿Para qué quieres libros de papel en casa si toda la cultura está digitalizada? ¡Recicla y ayuda a conservar el medio ambiente!»), Luisa todavía conservaba la mayor parte de su biblioteca.
—Ahora tengo que corregir unos trabajos, así que puedes leer un rato si quieres —le dijo a Pablo.
Luisa desplegó la pantalla de grafeno y entró en la carpeta compartida del instituto. Por su parte, Pablo sacó de la mochila los dos tomos del diccionario, los abrió por el centro y después tomó El señor de los anillos y empezó a leer.
Apenas unos minutos después, el chico se había embebido por completo en el libro. Con los huesudos codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos, no levantaba la vista del papel salvo para consultar alguna palabra en el diccionario.
Al verlo sumergido en las páginas de Tolkien, Luisa recordó la magia irrepetible de sus primeras lecturas importantes, cuando ella tenía la edad de Pablo y profesores como Torbado le inculcaron el amor a los libros; cuando ella misma se internó por vez primera en los bosques brumosos de la Tierra Media y escaló sus nevadas montañas, y recorrió otros reinos similares, imaginarios o reales.
Descubrió que se le habían empañado los ojos. «Me estoy volviendo muy sentimental». Ya había llorado esa misma mañana. Mejor no recordar cómo aquellos fanáticos habían destruido la Gran Pirámide.
Levantó la mirada y contempló sus propios libros. ¿Acabarían corriendo el mismo destino que la pirámide de Keops?
«Todavía no estamos en el mundo de Fahrenheit 451», quiso convencerse. Pero tal como progresaban los acontecimientos, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que los nuevos cruzados, que no soportaban que hubiera gente que pensara de forma diferente, posaran sus ojos en los libros, en aquel inmenso mundo poblado por millones de voces discordantes, algunas sublimes, otras perversas, no pocas simplemente vulgares? Voces que podían permanecer años, décadas, incluso siglos calladas en sus pequeños ataúdes de papel, hasta que alguien las liberaba levantando unas tapas de cartón o piel. Y entonces, cuando esas voces resucitaban y empezaban a hablar muy bajito al oído del lector que las había invocado, podían pasar cosas maravillosas, o acaso horribles…
Pero siempre imprevisibles.
Luisa suspiró. Había traído a Pablo a su casa porque quería contarle algo. No sabía muy bien cómo abordarlo, pero tenía que hacerlo.
—Pablo, ¿puedes enseñarme tu móvil y tu tableta?
—¿Por qué? —Las pupilas del chico se contrajeron cuando las apartó de las páginas del libro.
—Porque quiero cerciorarme de que no grabas lo que te voy a decir.
Luisa se sintió un poco mal pidiendo aquello a su «camarada conspirador», pero en los tiempos que vivían nadie podía fiarse demasiado de nadie. Una vez que tuvo ambos aparatos ante ella y comprobó que no había ninguna utilidad abierta, tomó aire de nuevo y dijo:
—Es muy importante que no le hables a nadie de Torbado.
—¿Por qué?
Luisa frunció el ceño. ¿Cómo podía explicárselo sin entrar en detalles escabrosos? Por una parte, Pablo solo tenía doce años. Por otra parte, ya tenía doce años. En este Brave New World que habitaban, quienes tenían autoridad se empeñaban en tratar a los menores, a todos los menores, como si fueran bebés hasta el mismísimo día de su decimoctavo cumpleaños.
Los adalides de la tolerancia cero contra el abuso de menores no eran amigos de hacer sutiles distingos, de suerte que metían a todo el mundo en el mismo saco —un saco lleno de víboras y escorpiones—, en un espectro que abarcaba desde los padres que violaban a bebés de meses hasta las personas que mantenían relaciones consentidas con adolescentes sexualmente maduros a los que les faltaban semanas para la mayoría de edad. En más de una ocasión se producía la situación surrealista de parejas de novios que se veían obligadas a romper porque uno de sus miembros había cumplido dieciocho años y otro no.
«Pederastia». Esa era la palabra maldita.
—Si buscas a Torbado en la red, descubrirás que se le acusó de ser un pederasta.
Pablo hizo ademán de navegar por la rolltablet, pero Luisa lo detuvo con un gesto.
—Prefiero que no lo busques todavía y que me escuches a mí. Es una historia un poco larga.
Torbado, tal como Luisa mencionara antes, había sido escritor, autor de cerca de treinta libros entre novelas, relatos y ensayos. En su momento alcanzó cierto éxito, hasta el punto de que se planteó dejar la docencia. Por suerte no lo había hecho, ya que poco después la gran crisis y la piratería devastaron la industria cultural y arruinaron el futuro económico de la mayoría de los escritores.
Pasados los sesenta años, Torbado escribía mucho menos y prácticamente lo hacía para sí mismo. En otros aspectos, sin embargo, seguía siendo el mismo personaje beligerante y atrabiliario de siempre.
—¿Qué significan esas palabras?
Luisa sonrió.
—Búscalas en el diccionario. Para eso lo tienes.
Pablo abrió el primer volumen del DRAE.
—«Beligerante: combativo». Eso lo entiendo —dijo Pablo—. A ver… «Atrabiliario: de genio destemplado y violento».
—De mal carácter, para entendernos —dijo Luisa—. Viene de «atrabilis», la bilis negra. ¡Hoooonk! —Ella misma imitó una bocina de aviso, y Pablo se rio—. ¡Término racista!
Aquella palabra, «atrabiliario», había tardado más que otras en ser prohibida. Seguramente su etimología no quedaba nada clara para los censores biempensantes, que en general eran gentes cuyo bagaje intelectual cabría en la mochila de Pablo. Precisamente el hecho de haber estudiado unos cuantos minicursos y haber leído apenas cuatro manuales de psicología, sociolingüística o antropología (y no de los mejores) les hacía concebir visiones del mundo que, por mucha palabrería huera que las adornara, no eran más que toscas caricaturas en blanco y negro, historias de buenos y malos que no admitían matices.
—Eso era algo que Torbado no podía soportar —continuó Luisa—. Si tenía un defecto era que no soportaba a los ignorantes atrevidos. Cuando veía a alguien así, se lo demostraba en la cara sin la menor diplomacia.
Antes de Arantxa había llegado al instituto la primera técnica de Igualdad, una mujer llamada Fátima. Cuando trató de imponer en todas las comunicaciones del centro un lenguaje políticamente correcto, Torbado estalló contra ella como un Zeus tonante.
Primero había recurrido a la lingüística, a la evolución del español y a ejemplos del latín y el griego. Lamentablemente, su erudición no le sirvió de nada. Fátima se limitaba a contestar que había que librarse de la tiranía del latín, que este era un auténtico lastre, una lengua muerta y caduca forjada en un tiempo en que se trataba a las mujeres como esclavas y los hombres detentaban todo el poder.
—¿Y era verdad? ¿Trataban a las person… a las mujeres como esclavas?
—A muchas sí. Pero también había muchísimos esclavos varones. Y mujeres que alcanzaban un gran poder, como Livia, la esposa de Augusto. Pero esa no es la cuestión.
Fátima había ido más lejos, acusando a Torbado de agredir a todas las mujeres, porque el lenguaje sexista era una forma más de violencia estructural. Al afirmar algo así, la técnica de Igualdad convertía en violentos a los que hablaran de otro modo distinto al que ella exigía, y al convertirlos en violentos podían, por tanto, ser objeto de represión por la fuerza.
—Eso es lo que ocurre cuando las palabras se retuercen como bayetas al gusto de cada uno. ¿Conoces el personaje de Alicia, de Lewis Carroll? ¿La de Alicia en el país de las maravillas?
—Sí —respondió Pablo.
—¡A saber qué versión habrás visto! Ya tendrás ocasión de leer la novela original. El caso es que en la segunda parte, Alicia a través del espejo, aparece un tipo muy curioso con forma de huevo que se llama Humpty Dumpty. ¿Te suena?
Pablo meneó la cabeza.
—Lo sospechaba. Este Humpty Dumpty es muy amigo de manipular el lenguaje. Por eso le dice a Alicia: «Cuando yo uso una palabra, significa lo que yo quiero que signifique. Ni más ni menos». Alicia le contesta: «La cuestión es si puedes hacer que las palabras signifiquen lo que tú quieres». «No», responde Humpty Dumpty. «La cuestión es quién manda. Eso es todo».
—No lo entiendo muy bien —dijo Pablo.
—Es muy sencillo. Si yo tengo el poder y decido que decir «narices» es una agresión sexista, cuando tú pronuncies esa palabra te señalaré con el dedo. O mejor, alguien lo hará por mí y gritará «¡Agresor!», y te meterás en un buen lío.
Pablo asintió y preguntó:
—¿Qué ocurrió con Torbado?
Luisa prosiguió con su historia. Al ver que recurriendo a la erudición no conseguía nada, Torbado había montado en cólera, desatando un ataque ad feminam contra Fátima. ¿Cómo una persona cuya titulación se reducía a un ciclo de formación profesional se permitía la osadía de explicar a licenciados en todo tipo de disciplinas de humanidades y ciencias cómo debían hablar y escribir?
En aquel momento, Torbado logró imponerse a Fátima y ganó así una pequeña batalla. Ella pidió el traslado y se fue del instituto.
—Pero la guerra solo había empezado. A los tres meses la nombraron consejera de Educación, y dos años después se había convertido en ministra. Se mascaba la tragedia…
Desde ese momento, Fátima se dedicó a demoler todo lo que representaban Torbado y personas como él. Primero arremetió contra lo que él había estudiado y lo que trataba de inculcar, emprendiendo desde el ministerio y con el apoyo de diversas redes sociales y medios de comunicación una campaña contra el latín y el griego. Eran «lenguas muertas», por supuesto; eso todo el mundo lo sabía. Pero constituían asimismo rémoras de las que había que librarse para progresar.
En cuanto a la supuesta cultura que se adquiría merced a ellas, ¡qué espanto si lo que se pretendía con ellas era formar personas ciudadanas que imitaran los modelos de la Antigüedad! La guerra y la esclavización eran las aficiones principales de griegos y romanos, como demostraban los textos que se utilizaban en las clases. ¿Cómo era posible que durante siglos se hubiera traducido La guerra de las Galias, el diario de guerra de un genocida que había matado a más de un millón de galos y galas?
La campaña contra las lenguas clásicas, continuó Luisa, acabó logrando su objetivo, y tanto el latín como el griego desaparecieron de todos los planes de estudios. En realidad, el terreno ya estaba arado, abonado y sembrado. Eran bastantes años ya de cultura fácil, basada en eslóganes, que llevaba a la gente a creer que sabía mucho porque podía arropar y maquillar su ignorancia con frases rimbombantes. La gente que salía de las facultades estaba dispuesta a descubrirlo todo de nuevo, a inventar la rueda en un extendido adanismo intelectual. Toda la ciencia, todo el conocimiento anterior debían ser refundados, porque no eran objetivos. La propia pretensión de objetividad constituía una quimera, y el supuesto método científico no era más que arrogancia intelectual de Occidente, una muestra de represión.
El estudio de la historia también cambió, hasta perder incluso su nombre. En lugar de seguir siendo una disciplina que trataba de esclarecer los hechos del pasado, se convirtió en una serie de narrativas y metanarrativas, en una recolección de memorias a las que se daba la misma validez con independencia de lo cualificados que fueran los testigos y las fuentes.
Por evitar el etnocentrismo, se dictaminó que los estudios antropológicos y de ADN nuclear y mitocondrial, que aseguraban que el Homo sapiens había aparecido en África y desde allí se había extendido por todo el mundo, poseían la misma validez que los mitos fundacionales de los aborígenes de Australia o diversas tribus indias de Norteamérica que aseguraban haber habitado desde siempre en las tierras que ocupaban. Para no herir ninguna sensibilidad, en los manuales se estudiaban ahora hasta cuatro puntos de origen distintos del ser humano. No porque se hubieran descubierto nuevas evidencias materiales, sino porque así lo contaban las tradiciones de otros pueblos.
Una aberración intelectual que no importaba demasiado, ya que la evolución se explicaba simplemente así, como evolución = progreso, en un proceso casi mágico cuyos mecanismos no se detallaban. Los conceptos de «competición por los recursos», «lucha por la vida» o simplemente «herencia genética» se antojaban tan reaccionarios, tan clasistas, tan insensibles socialmente que aunque fueran ciertos había que negarlos. Como diría Platón en su República, era mejor contar una mentira útil que desvelar la verdad. Además, cuando se aceptaban verborreas como las de Eric, se descubría que no existía nada parecido a una verdad objetiva, sino que la verdad era social o no era.
—En fin —se interrumpió Luisa al observar el gesto de perplejidad de Pablo, que estaba asimilando demasiadas cosas de golpe—. Lo que quería contarte es qué ocurrió con Torbado.
—¡Sí! —dijo Pablo, deseoso de detalles concretos—. O sea, que primero le quitaron sus áreas de conocimiento…
—Sus asignaturas, sí. Durante ese curso tuvo que impartir otras y hacer guardias, pero lo peor estaba por llegar.
No fue Fátima la que atacó directamente a Torbado, sino que envió como perros de presa a otras personas. En el seno de una de esas campañas de tolerancia cero que tantas bajas pasiones despertaban en muchas personas (siempre que dichas campañas no apuntaran contra ellas), se emprendió el cerco a la pederastia. Al hacerlo, se llegó a los extremos actuales que Pablo bien conocía. Por la Ley de Tolerancia Cero contra la Pederastia y la Violencia Ejercida contra la Infancia, todos los adultos, en particular los varones, se convirtieron en sospechosos. Se estableció una distancia de seguridad de dos metros entre adultos y menores siempre que no fueran familiares. Incluso entre personas consanguíneas se empezaron a censurar fotos de abuelos con sus nietas en las rodillas, y hasta de padres con sus hijas, porque eran una incitación al «abuso de las personas infantiles» (sic).
La pederastia se había convertido en el peor de los crímenes, hasta tal punto que cualquier persona que fuera sospechosa de ella —podía bastar quedarse un rato mirando cómo jugaban los niños en un parque— se convertía en un paria, en un apestado social que sufría más rechazo que un asesino o un ladrón convictos.
Como ya no existía la argumentación y como la discusión pública tomaba la forma de declaraciones de menos de doscientos caracteres, de eslóganes, de gritos en tertulias televisivas, todo se mezclaba en un totum revolutum. Alguien empezó a hablar del delito de «incitación encubierta a la pederastia»…
… Y fue entonces cuando salió a la luz la novela erótica que había escrito Torbado.
—¿Sabes lo que es una prostituta, Pablo? —preguntó Luisa.
Pablo asintió.
—De todos modos, búscalo en nuestro diccionario oficial.
Pablo leyó:
—«Prostituta: persona femenina cuyo cuerpo es esclavizado y explotado por varones con fines sexuales, de dominación y de humillación».
En esa definición no cabía la idea de que en muchos casos la prostitución pudiera ser voluntaria, ni de que existieran grados en la explotación. ¿Cómo explicar entonces qué era una «cortesana»?
Luisa sabía que lo que estaba diciendo tal vez la iba a meter en un buen lío, ya que hablar de esos temas podía considerarse corrupción de menores. Pero ya estaba desatada.
—La novela de Torbado la protagonizaba una cortesana, una joven llamada Nerea que había sido raptada y esclavizada, pero que con el tiempo había conseguido la libertad y aprendido a explotar su cuerpo en lugar de permitir que lo explotaran otros por ella.
Esos detalles, no obstante, eran matices que no se admitían en una sociedad que no solo había abolido la prostitución, sino también la pornografía, porque esta no constituía sino otra forma de prostitución, ergo de violencia estructural contra la mujer. ¿Qué más daba que muchas mujeres empezaran a consumir pornografía, o a contratar servicios sexuales tanto masculinos como femeninos? Todo se prohibió y criminalizó entre estridentes chillidos mediáticos.
Y esos mismos chillidos proclamaron que Torbado había creado un personaje femenino que se convertía en prostituta, en esclava sexual, con tan solo trece años; y que lo había hecho para excitar sexualmente a los lectores, lo que constituía incitación pública a la pederastia; y que con ese libro había ganado dinero, lo que constituía una forma de proxenetismo aunque la mujer a la que explotaba fuese imaginaria.
De nada les sirvió ni a él ni a sus escasos defensores alegar que en Grecia la madurez sexual se producía antes, que muchas adolescentes se casaban con trece años, que ni siquiera existía el concepto de «menor de edad» como tal. Y, por supuesto, no valía la pena hablar de la libertad de expresión y creación, o de que el libro lo había escrito hacía más de veinte años, ¡o de que se trataba de una obra de ficción!
En aquel momento, Fátima, recordando el viejo proverbio de que «El plato de la venganza es mejor servirlo frío», había saltado a la palestra para declarar públicamente:
—Las obligaciones y los valores de una persona que escribe no son distintos de los de cualquier otro miembro o miembra de la sociedad. El oficio de la literatura no es un eximente para quienes, con sus palabras, por muy hábilmente que estén ordenadas, ofenden, desprecian, se saltan las reglas de convivencia y pisotean peligrosamente valores como la igualdad o la no discriminación.
Eran un calco de las pronunciadas por otra ministra en el pasado; Luisa se había molestado en comprobarlo porque sospechaba que Fátima era incapaz de expresarse así.
La novela de Torbado estaba prácticamente agotada, pero los pocos ejemplares que quedaban fueron requisados y triturados para ser reciclados. Se prohibió la venta en cualquier plataforma digital y se rastreó la red en busca de copias. El propio Torbado sufrió un juicio público en el que salió a la luz cada juerga que se había corrido; cada declaración que atentaba contra lo políticamente correcto, incluidas las conversaciones de barra de bar; cada multa de tráfico; sus problemas con su exmujer… Cualquier elemento de su vida que fuera o que aparentara ser negativo se examinó con lupa, pero siempre fuera de contexto.
—Al final lo expulsaron de la enseñanza —dijo Luisa—. Lo condenaron a una institución de rehabilitación que ya no llamaban «cárcel» porque las cárceles eran muy caras. Resultaba mucho más conveniente que las personas castigadas se ganaran su manutención realizando «actividades de utilidad social» que antes se habrían denominado «trabajos forzados».
»Cuando salió en libertad, Torbado quedó apuntado en el registro de pederastas. Lo obligaron a pasear por todas las calles del barrio con un cartel que explicaba su crimen. Pero además le pusieron una pulsera permanente, insertada en la muñeca con conexiones biológicas imposibles de extraer. Ese tipo de pulseras emiten una señal constante para que los móviles de todas las personas de alrededor informen de que se hallan cerca de un pederasta.
—Conozco esas pulseras —dijo Pablo—. ¡Pero mi móvil no me avisó de nada cuando me acerqué a Torbado!
Luisa tragó saliva. Aunque aquello era horrible, tenía que contárselo.
—¿Le has visto la mano izquierda a Torbado?
El chico se rascó la cabeza, pensativo.
—No. La llevaba todo el rato en el bolsillo y… Bueno, luego la sacó para abrir aquel diccionario tan gordo, pero…
—¿Pero?
—No se la vi.
Luisa asintió con gesto grave.
—Es porque no la tiene.
—¿Cómo que no la tiene?
—No soportaba que aquella pulsera fuera pregonando a los cuatro vientos lo que él no era. Como no podía desprenderla de su brazo…
Pablo se llevó la mano a la boca con gesto de horror.
—¿Él se… él se…?
—Sí, Pablo. Él mismo se la amputó por debajo de la muñeca. La pulsera sigue emitiendo esa señal infame. Pero ahora lo hace desde el congelador donde Torbado tiene guardada su mano.
A Pablo le duró El señor de los anillos diez días; para un chaval de doce años poco acostumbrado a leer textos tan largos y sin expurgar, suponía todo un logro. Después pidió más libros, y Torbado consiguió que leyera La patrulla del tiempo, y también Tau Ceti de Poul Anderson. Por su parte, Luisa le recomendó la serie de Terramar de Ursula K. Le Guin y la maravillosa epopeya protagonizada por los conejos de La colina de Watership. Pablo devoró asimismo la serie completa de Harry Potter; cualquier parecido con las versiones aburridas y edulcoradas que su compañero Omar leía en AnimaLec era pura coincidencia.
Pablo venía a menudo a casa de Luisa a leer. Para evitarse problemas, la profesora decidió hablar con Paula, la madre del chico, y le explicó que estaba haciendo trabajos complementarios con ella para mejorar su rendimiento, ya que era un alumno del percentil alto (esto último quedaba muy técnico y convincente). Para sorpresa de Luisa, a la madre no solo no le pareció mal, sino que se alegró. Se sentía culpable de tener a Pablo tantas horas solo en casa, y sabía que le costaba relacionarse con los demás chicos.
Cuando se conocieron personalmente, Luisa pensó que Paula era una mujer dulce, pero muy triste. Tras hablar de otras cosas y tomar un par de cafés, Paula le contó cómo había perdido a su marido por culpa de las falsas acusaciones de su exmujer. Entonces Luisa comprendió de sobra la razón de su melancolía.
Un día Luisa le enseñó a Pablo las películas de El señor de los anillos. Las tenía en disco, pues era una de las pocas personas que todavía conservaba un lector de DVD. Cuando Pablo empezó a ver la primera, La comunidad del anillo, se entusiasmó tanto que preguntó:
—¿No podemos verla con Torbado?
A Luisa no se le había ocurrido, pero decidió invitar a su antiguo profesor. Para su sorpresa, aquel viejo misántropo accedió, lo que demostraba que incluso alguien como él necesitaba compañía humana. Quedaron un sábado por la mañana, y Pablo y Torbado llegaron con media hora de separación, para que nadie sospechara que en casa de Luisa se estaba tramando nada malo.
Así quedó inaugurado su pequeño club de conspiradores. ¡Qué extraña combinación! Un chaval de doce años, tímido y algo solitario, una profesora que a los cuarenta y tres años había renunciado a pedirle nada a la vida, y un anciano de setenta y ocho años que directamente había sido expulsado de ella.
Se lo pasaron en grande devorando la trilogía en una sesión maratoniana, y luego quedaron otros fines de semana para disfrutar de más películas. Luisa y Torbado consiguieron que Pablo tragara incluso con clásicos mucho más antiguos, como la Odisea protagonizada por Kirk Douglas o las películas con efectos especiales de Ray Harryhausen. El chico se tronchaba de risa contemplando los movimientos bruscos, casi espasmódicos, de las maquetas.
Vieron, asimismo, toda la saga de Star Wars. Así comprendió Pablo a qué se refería Torbado cuando lo llamaba su «padawan» y, sin saber muy bien por qué, se sintió orgulloso de serlo. Cada vez que Torbado llegaba a casa de Luisa con la capucha de la gabardina sobre la cabeza y el muñón de la mano escondido bajo la manga, a Pablo se le antojaba que parecía un jedi, una mezcla de Obi Wan Kenobi y un Luke Skywalker envejecido y amargo.
—En verdad, Torbado es un héroe trágico —le dijo Luisa un día.
—¿Qué es un héroe trágico?
—Ya lo irás comprendiendo.
También hablaban de libros, sobre todo Luisa y Torbado, mientras Pablo leía novelas y de vez en cuando levantaba la cabeza tratando de seguir la conversación. Comían pizzas que preparaba ella (una nueva ordenanza sanitaria las había prohibido a principios de año, así como el resto de la comida basura), y en ocasiones patatas fritas con chuletas (aunque estaba empezando una nueva cruzada contra el «carnismo», ya que comer carne de animales se consideraba el «resultado de la influencia de un sistema opresivo y de una ideología tan violenta como el sexismo o el racismo»).
Torbado y Luisa solían acompañar las comidas con vino. En el caso de ella suponía un desafío a las normas, ya que finalmente se había aprobado un código de conducta para los docentes que incorporaba la tolerancia cero con el alcohol.
Una de las primeras víctimas de aquel código fue Rufino. La «escandalosa borrachera» de aquella noche de viernes, rodada anónimamente por un móvil, había servido para iniciar una caza de brujas contra él. La presión había ido en aumento. Amén de la campaña mediática, piquetes de alumnos y alumnas del grupo Voluntari@s por el Progreso y la Igualdad irrumpían en su aula para impedirle dar clase al grito de «¡Borracho, alcohólico!», y después lo perseguían por los pasillos y lo acosaban hasta la salida del centro. Finalmente, Rufino se había visto obligado a reconocer sus supuestas culpas y a pedir perdón en público («Mi conducta ha sido inadecuada»).
Como era de esperar, aquel arrepentimiento que recordaba a la Revolución Cultural china no había bastado. En los nuevos tiempos el principio de no retroactividad de las normas no existía; tal vez porque la palabra empezaba con el prefijo «retro», o porque simplemente mucha gente no la entendía. A Rufino se le abrió expediente disciplinario desde la Consejería de Educación, y el resultado fue que quedó suspendido de empleo y sueldo hasta el nuevo curso. La última vez que Luisa lo vio, Rufino había perdido más de diez kilos, y en su magnífica cabellera blanca se habían abierto dos entradas amplias como ensenadas.
En una de sus sesiones de películas, libros y alimentos dudosamente saludables, Luisa manifestó su opinión de que se habían convertido en conspiradores casi sin quererlo.
—¿Qué significa «conspirador»? —preguntó Pablo.
—Busca en tu diccionario —contestó Torbado—. Para eso lo tienes en préstamo desde hace un mes.
Pablo leyó en voz alta. «Conspirador» provenía de «conspirar», que a su vez significaba o bien «Unirse contra un superior o soberano» o «Unirse contra un particular para hacerle daño».
—¿A quién queremos hacer daño nosotros?
—Es un uso irónico —dijo Luisa.
También hubo que explicarle a Pablo qué significaba «ironía». En aquellos días se trataba de un término en desuso, pues se consideraba una actitud patronizing, como dirían en inglés: condescendiente hacia otras personas a las que se juzgaba inferiores intelectualmente.
—Cuando es bien sabido —dijo Torbado— que nadie posee menos inteligencia que nadie, que únicamente existen capacidades diferentes.
—¿Eso es ironía? —preguntó Pablo.
—No, mi joven padawan. Eso ha sido un sarcasmo.
Puesto que eran un club, necesitaban un nombre. Luisa propuso bautizarlo «Dumas» por una novela de su juventud, y a Pablo se le ocurrió que podían llamarse «la Comunidad del Anillo».
Pero Torbado impuso los galones de la edad y dijo que debían denominarse «los Centinelas del Tiempo» en homenaje a la saga de ciencia ficción de Poul Anderson.
—¿Por qué? —preguntaron Pablo y Luisa al unísono.
—¿No es evidente? Nuestra misión es conservar la semilla del pasado durante este presente timorato y estúpido para sembrarla de nuevo en algún momento del futuro.
Así pues, aquel improbable trío se convirtió en los Centinelas del Tiempo.
Aquellas reuniones ejercían un efecto rejuvenecedor sobre Torbado. El exprofesor engordó tres kilos, lo que rellenó sus pómulos e hizo que sus rasgos resultaran algo menos inquietantes. Un día le confesó a Luisa que estaba pensando en volver a escribir.
—¿En serio? —A ella se le iluminó el rostro—. Sería una noticia estupenda. ¿Cuándo vas a empezar?
Él se tocó la sien.
—Cuando todo esté bien claro aquí. Con una sola mano no puedo teclear tan rápido como antes, así que debo tener el argumento muy decidido.
A veces, mientras veían una película después de haber comido y bebido unas copas de vino, se quedaba dormido en el sofá. En una de esas ocasiones, Pablo le dijo a Luisa en voz baja:
—Tengo algo que enseñarte.
Ella detuvo el DVD, intrigada.
—Veamos qué es.
Pablo abrió la mochila y sacó algo. Durante unos segundos vaciló, mientras aparecían en su rostro las consabidas chapetas. Era evidente que le daba vergüenza, pero al final le entregó a Luisa aquel objeto.
—¡Qué bonito! —dijo ella.
Era un cuaderno de tamaño de cuartilla, con tapas de color sepia estampadas al agua. A Luisa le extrañó que Pablo tuviera algo así en su poder. Desde que todos los alumnos usaban tabletas para consultar manuales, tomar apuntes o hacer ejercicios de clase, los cuadernos se habían convertido en una reliquia (más) del pasado.
—Lo he comprado en una tienda de segunda mano.
—Ah.
Luisa acarició las tapas con nostalgia. Siempre le habían gustado aquellos cuadernos. Pensar en ello le recordó para qué los utilizaba cuando era una adolescente.
—¿Estás escribiendo un diario? Si es así, preferiría no…
—No, no es un diario.
Luisa levantó la tapa. Las hojas del interior eran cuadriculadas. En la primera, escrito en bolígrafo negro, se leía:
SAGA DE SUNANTRIA
LIBRO I
EL INCREÍBLE POAGÚN
por Pablo Colmenero
—Es una novela —explicó el muchacho, cada vez más ruborizado, y añadió de forma más bien innecesaria—: La primera de una serie.
Luisa la hojeó. La novela estaba escrita a mano con caracteres diminutos, sin dejar espacio entre líneas y con márgenes justificados, pero con una letra de imprenta tan recta y precisa que se leía sin dificultad. Aquí y allá se veían tachaduras, pero estaban trazadas a regla y atravesaban las palabras desechadas con pulcritud de lanceta. Había varios mapas del mundo de Sunantria, con montañas en miniatura que representaban el relieve y con arbolitos para los bosques. Incrustadas en el texto podían verse numerosas ilustraciones coloreadas a lápiz, pequeñas como miniaturas medievales.
Picoteando párrafos y diálogos sueltos, Luisa coligió que la historia trataba de unos exploradores que partían hacia el Ártico. Allí encontraban una isla que no aparecía en los mapas. En ella se abría el túnel de entrada al mundo subterráneo de Sunantria, una gigantesca cúpula blanca enterrada en el manto del planeta. Aunque en pleno siglo XXI resultaba imposible encontrar un solo rincón de la Tierra que no hubiera sido cartografiado e incluso googlemapeado, a Luisa le enterneció aquel esfuerzo de imaginación, que le recordó a Verne, a Rider Haggard o a Burroughs.
Dentro de la cúpula había junglas y desiertos, montañas, ríos y pequeños mares donde convivían especies animales de diversas épocas, como dinosaurios y macairodontes. Aquel mundo se hallaba poblado por habitantes humanos en diversos estados de civilización, organizados en tribus, confederaciones y reinos.
A poco de llegar a Sunantria, los exploradores se veían involucrados en una guerra a gran escala. Las ilustraciones, trazadas de forma meticulosa pero con cierta rigidez —Pablo parecía poseer más talento para escribir que para dibujar—, eran bastante sangrientas. No, se corrigió Luisa. Extremadamente sangrientas. Más de la mitad plasmaban escenas de combate, y estaban sembradas de cabezas, piernas y brazos cortados. Luisa supuso que, a fuerza de colorear hemorragias y charcos de sangre, el lápiz rojo de Pablo debía de medir la mitad que el resto.
Pese a tanta violencia, el estilo del texto resultaba casi candoroso en su inmadurez; como cabía esperar, por otra parte. No obstante, Pablo no cometía apenas faltas de ortografía, y los diálogos y las escenas de acción parecían prometedores.
Luisa sintió los ojos de Pablo clavados en su frente como dos punteros láser. Era obvio que aguardaba un veredicto.
—Observo que casi no dibujas mujeres. —Luisa se arrepintió casi al momento. Había sonado como Arantxa.
Pablo volvió a ruborizarse.
—Es que no se me dan muy bien. Me salen tan estéticamente diferentes que parecen personas mascu… —El muchacho debió de recordar que no se hallaba en el instituto, sino en la sede de los Centinelas del Tiempo, y se apresuró a añadir—: Quería decir que me salen tan feas que parecen hombres.
Luisa soltó una carcajada. ¿Representar a las mujeres feas por falta de pericia se consideraría una agresión sexista? En realidad, a Pablo no solo no se le daba bien dibujar chicas; por lo que Luisa había observado en clase, tampoco sabía cómo tratarlas, y enrojecía y tartamudeaba cuando alguna compañera se dirigía a él.
Tras hojear el libro otro rato, Luisa dijo con sinceridad:
—Creo que está muy bien, Pablo. Veo que llevas ya cien páginas. ¿Cuántas va a tener?
—No sé. Las que salgan.
—¿Todavía no has decidido cuál será el final?
—No. Voy escribiendo lo que se me ocurre sobre la marcha. ¿Eso es malo?
—No necesariamente. Significa que, de momento, eres un escritor de brújula más que de mapa.
Pablo puso cara de desconcierto. En ese momento, Torbado soltó un gruñido en sueños. Luisa volvió la mirada y vio que su antiguo profesor se había encogido un poco en el sofá, como si tuviera frío.
—Perdona un momento, Pablo.
Luisa se levantó, abrió un baúl donde guardaba un par de mantas y tapó a Torbado con la más nueva, cuidando de no dejarle fuera los pies. Al hacerlo, observó que la suela de uno de sus zapatos tenía un agujero por el que sin duda le entraba el agua de los charcos.
«¿Así es como acaban los escritores?», se preguntó con tristeza.
Después se volvió hacia Pablo, que no había dejado de mirarla en ningún momento.
—Sigue con tu novela, Pablo, pero no se la enseñes a nadie. Es posible que algunas personas consideren que los contenidos no son… adecuados.
—Lo sé —respondió él, muy serio—. Por eso la estoy escribiendo a mano.
«Bien previsto», pensó Luisa. Todo el mundo sabía que la privacidad en la red era una quimera.
—Pues sigue con tu saga. Cuando termines el primer libro, te prometo que lo leeré entero. ¡Te advierto que seré sincera en mi crítica!
Él agachó un poco la cabeza, pero sonrió.
—No me importa. Va a ser una buena novela.
¡Caramba! Así que Pablo Colmenero el Supertímido poseía un punto de arrogancia, pensó Luisa. Mejor: para crear mundos de la nada, nunca ha venido mal un ego algo hipertrofiado.
Los días se fueron alargando, al mismo tiempo que Pablo, para su propia sorpresa, daba un estirón. Así lo mostraban las rayas de lápiz en el marco de la puerta, y también los bajos de sus pantalones. Su madre optó por comprarle vaqueros con la pernera un palmo por debajo de los tobillos y recogérselos por fuera para luego irlos desdoblando de forma progresiva. A Pablo no le hacía gracia llevar los pantalones de tal guisa, aunque nadie se metió con él en clase; se hallaban en plena campaña contra el «acoso clasista en base a la vestimenta», y en el instituto amenazaban con imponer uniforme para el curso siguiente.
Por otra parte, aventajar en estatura a parte de su compañerado, tanto personas masculinas como, sobre todo, femeninas, hizo que empezara a sentirse algo más seguro de sí mismo.
Y esa seguridad se convirtió en exceso de confianza.
Cuando llevaba escritas casi doscientas páginas de su novela, se la enseñó a Omar en un pasillo, durante uno de los períodos de ocio.
—¿Qué es eso?
—Un libro. Un libro de verdad. Lo estoy escribiendo yo.
—Tú estás… —dijo Omar, moviendo el dedo índice alrededor de la sien como si desenroscara un tornillo. De momento, la tecnología de los móviles no captaba aquellos gestos, pero ya había proyectos en curso.
Sin embargo, cuando abrió el libro y vio las ilustraciones, Omar empezó a flipar (aquel término todavía no estaba contemplado en la lista de LEPDE).
—¡Cómo mola! ¿Me lo puedes dejar?
Al pronto, Pablo se sorprendió, pero enseguida decidió hacerse el interesante. Resoplando entre dientes, dijo:
—Es que tengo que seguir escribiéndolo, y además, si le pasa algo…
—¿Y si le haces fotos y me pasas el archivo?
—¡Qué buena idea!
No lo era, pero Pablo no lo sospechaba todavía.
De vuelta en su casa, escaneó la novela abriéndola página por página sobre la pantalla desplegada de la rolltablet. Después se envió el archivo al móvil, y al día siguiente lo compartió con Omar por greenfinger.
Era viernes. El lunes siguiente, cuando se encontraron en el patio antes de entrar al pabellón, Omar le agarró por la manga y lo apartó un poco.
—Oye, ¿cómo sigue el libro?
—¿Cómo que cómo sigue? ¿Ya te lo has leído todo?
—¡Sí! ¡Mola un pilón! Es mucho mejor que esa mierda que me estoy leyendo ahora.
Omar estaba leyendo Harry Potter y los objetos importantes, versión expurgada de Harry Potter y las reliquias de la muerte. Al escuchar la comparación, el ego de escritor de Pablo, recién estrenado, se hinchó como un globo de helio. ¡Estaba compitiendo con la persona femenina que había escrito los famosos libros de Harry Potter! Una vocecilla interior le aconsejó que no se lo creyera demasiado, que en realidad competía con la piltrafa que había quedado después de que alguien hubiera metido sus pedagógicas zarpas en las novelas originales. Pero no hizo demasiado caso a aquella objeción, pues no hay engaño más fácil que aquel en que la víctima es uno mismo.
Omar, tras pedirle permiso a Pablo, compartió el archivo con otras dos personas amigas. La novela también les gustó; tanto, de hecho, que le solicitaron más capítulos. Pablo aceleró el ritmo de su producción literaria sin dejar de hacer dibujos, lo que provocó que sus calificaciones se resintieran un poco. Sin saberlo, estaba trabajando a la manera de los folletinistas del XIX, escribiendo a destajo.
Y, también sin saberlo, había caído en el pecado que los antiguos griegos denominaban hýbris: destacar demasiado sobre los demás, cuando la espiga que sobresale siempre es la primera que corta la hoz del segador.
Un par de semanas después, una persona femenina de su clase llamada Sandra se acercó a él en el pasillo durante un cambio de aula y le dijo, casi sin mirarle:
—Pablo, ¿has seguido con tu novela?
Él se sonrojó, asombrado de que Sandra conociera su nombre. Hasta entonces se hallaba convencido de que era invisible para las personas femeninas.
—¿Por qué lo dices?
—Quiero saber qué le pasa a Poagún. Lo dejaste peleándose con los tentáculos de una planta carnívora. ¡Es muy emocionante!
La emoción la sintió él; tanto, que siguió andando al lado de Sandra como un pasmarote sin darse cuenta de que su trayectoria lo llevaba a chocar contra la esquina de los servicios. Aunque se golpeó en la rodilla primero y eso le salvó de romperse la nariz, se sintió torpe y estúpido. Pero a Sandra debió de hacerle gracia, porque sonrió y dijo:
—Eres muy salao, ¿sabes? —Un par de cursos antes las chicas le decían a uno «qué mono eres», pero esa palabra también había entrado en la lista de LEPDE.
Después se alejó hacia el aula de su optativa, con una risita que Pablo no supo cómo interpretar.
Pero en cuanto volvió a casa se olvidó de estudiar para el examen de Matemáticas y se dedicó a escribir frenéticamente más aventuras en Sunantria. Cuando se dio cuenta de que no había cenado eran casi las doce y su madre estaba a punto de llegar. Se calentó el fletán a toda prisa (por el momento no había campaña contra el pescado, aunque Pablo sospechaba que de ahí a unos meses le tocaría alimentarse de filetes de soja) y mientras lo comía fotografió las páginas que acababa de redactar.
A su pequeño club de personas lectoras le entusiasmó el nuevo capítulo. Pero la reacción que de verdad le importaba era la de Sandra.
—¡Me ha encantado! —le dijo ella, de nuevo en el pasillo—. ¿Y lo haces todo a mano?
—Sí —contestó él, hinchándose como un pavo.
—Me gustaría ver el libro de verdad.
—¿El original? ¡Claro!
Ese viernes, Sandra y Pablo se encontraron durante el primer período de ocio en la trasera del instituto, entre el pabellón 2 y la tapia este. Él tenía las pulsaciones tan aceleradas que el pecho le dolía. Si todo iba bien, se dijo, a lo mejor incluso podía proponerle a Sandra que firmaran un Reconocimiento Mutuo de No Acoso[7].
Por suerte, en aquel momento el rincón que habían elegido estaba solitario. Por lo que sabía Pablo, las personas alumnas de los cursos superiores solían esconderse allí, entre los arces, para chipearse. Según le había contado Omar, que se enteraba de todo, habían aparecido en el mercado ilegal unos chips piratas que se podían introducir en el móvil y que, al acercarse el aparato a la cabeza, emitían unas ondas que activaban una cosa llamada «centro de placer del cerebro». Por lo visto, dos segundos de chipeado equivalían a media hora de flipe.
Pablo sacó el libro y lo apoyó en la parte baja de la tapia, que tenía un saliente de piedra. Sandra lo hojeó muy interesada, y no tardó en llegar a las últimas páginas escritas. En homenaje a ella, Pablo había rebajado la sangre de las ilustraciones y se había esforzado en introducir personajes femeninos, copiando los rostros de fotografías reales para que quedaran un poco mejor.
Estaban los dos muy juntos mientras pasaban las hojas. Pablo notó que Sandra se acercaba un poco más, y movió los pies apenas un centímetro para hacer lo propio. Cuando sus mejillas se rozaron sintió un calor líquido que le recorrió todo el cuerpo e hizo que se le aflojaran las rodillas.
Si se giraba solo unos centímetros, sus labios entrarían en contacto con la piel de Sandra. ¿Y si lo hacía? No habían firmado el RMNA, y se podía meter en un lío si ella empezaba a gritar «¡Acoso, acoso!», o incluso si lo denunciaba un día, una semana o un año después. Pero ¿por qué iba a denunciarlo, si parecía estar a gusto con él?
No tuvo tiempo de tomar una decisión.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Al oír aquella voz, ambos dieron un respingo, se apartaron y se dieron la vuelta. Quien los había sorprendido era Yoni, su persona docente de Comunicación Humana Articulada. Estaba allí porque le correspondía el turno de supervisión de convivencia en libertad (antes se llamaba «guardia», pero el término se había suprimido porque sonaba militarista).
—Solo estábamos hablando —dijo Sandra, tan arrebolada como Pablo.
El libro se había caído sobre unas hierbas mojadas por la lluvia de la víspera. Pablo se agachó rápidamente para recogerlo y ocultarlo de la vista. Cuando lo iba a guardar en la mochila, Yoni exclamó:
—¡Quieto! Quiero ver qué tienes ahí.
Evidentemente, a Yoni no se le ocurrió ponerle un dedo encima. Aun así, Pablo se quedó congelado. Incapaz de desobedecer abiertamente, le tendió el libro a la persona docente.
Y allí empezaron sus problemas.
Pablo pasó el fin de semana angustiado, no tanto por lo que pudiera sucederle académicamente como por el destino de su novela, que había quedado en poder de Yoni.
El lunes entró en clase como si no hubiera pasado nada. Una vez sentado en su pupitre, se giró y buscó a Sandra con la mirada, pero su silla estaba vacía. ¿Sufriría una disfunción sanitaria transitoria? ¿O había preferido quedarse en su domicilio para evitar mayores problemas?
Después del primer período de ocio le tocaba clase con Luisa. Durante el fin de semana no la había visto, porque ella había tenido que irse a su población de origen para cuidar a su progenitora femenina, de modo que no le había podido contar lo sucedido con Yoni. «Cuando termine la clase le preguntaré si puedo hablar con ella un momento», pensó. Seguro que Luisa sabría qué hacer.
Sin embargo, al acercarse a la puerta de la clase vio que Horacio, una persona conserje masculina, le estaba esperando.
—¿Tú eres Pablo Colmenero?
—Sí —contestó él, notando que el vientre se le arrugaba como un globo pinchado.
—Acompáñame, por favor.
Pablo siguió a la persona conserje. Cuando vio que no se dirigían al pabellón de administración, donde estaba el despacho de la directora, suspiró de alivio. Subieron al tercer piso, y a mitad del pasillo Horacio llamó a la puerta del despacho de Orientación Psicosociopedagógica. Unos segundos después la abrió, se volvió hacia Pablo y le dijo:
—Pasa.
Pablo obedeció. La puerta se cerró detrás de él con un chirrido que a él se le antojó tan ominoso como el de la reja de un calabozo.
Nunca había estado en aquel despacho. Había una mesa cuadrada. Al otro lado de ella se sentaban la persona masculina coordinadora de Psicopedagogía, Arantxa, la coordinadora de Igualdad, y Martuca, la persona tutora del grupo de Pablo.
—Siéntate —dijo Arantxa.
Pablo la conocía porque les había impartido varias charlas durante el curso. No le caía nada bien. Aparte de que oyéndola se dormían hasta las ovejas, Pablo tenía la impresión de que aquella piel tan lisa no era más que una máscara y que debajo de ella se ocultaba un lagarto o algo peor. ¿Sería tan mala persona como su predecesora Fátima, que tanto daño le había hecho al pobre Torbado?
La silla que habían dejado para él era como las de clase, baja, dura y sin reposabrazos, mientras que las tres personas docentes que lo habían convocado estaban sentadas en cómodos sillones que las situaban a más altura que él. Sintiéndose desvalido y pequeño, Pablo cruzó las manos sobre el regazo.
Sólo entonces descubrió que su novela se hallaba sobre la mesa, abierta por la mitad.
—¿Puedes explicarnos esto? —dijo Arantxa.
—¿Esto? No sé. ¡Yo no he hecho nada! —Esta última frase era la respuesta refleja de las personas alumnas de primero.
—¿Has redactado e ilustrado tú el contenido de este cuaderno?
Negarlo no tenía sentido. Además, Pablo quería recuperar su novela.
—Sí, he sido yo.
A partir de ese momento empezó un interrogatorio en toda regla. En algunas películas antiguas que había visto en casa de Luisa, la policía apuntaba focos de luz al rostro de las personas sospechosas para desconcertarlas y hacerlas sudar. Aunque en este despacho la luz era natural y entraba por la única ventana, él se sintió igual de incómodo.
Recordando esas películas, Pablo se dijo que no debía traicionar ni a Luisa ni a Torbado, sus compañeros de conspiración, y se juró a sí mismo que aunque le clavaran astillas debajo de las uñas no mencionaría para nada a los otros dos Centinelas del Tiempo.
Pero la situación se volvió más peliaguda cuando Arantxa, que llevaba la voz cantante pese a que el despacho le pertenecía a la persona masculina, decidió hacer una videollamada para hablar con su casa. Aunque de lado, Pablo pudo ver el rostro de su madre en la pantalla. Tenía los párpados hinchados, como solía pasarle recién levantada de la cama.
—¿Eres la progenitora femenina de la persona alumna matriculada en este centro Pablo Colmenero?
—Sí. ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo? ¿Le pasa algo a mi hijo?
—Físicamente no. Pero ha surgido una situación.
Arantxa lo expresó así, «situación», a secas. A renglón seguido se extendió en una larga explicación, desplegando el libro delante del móvil para mostrarle a la madre de Pablo las ilustraciones más sangrientas.
—¿Qué clase de educación complementaria recibe esta persona infantil en tu domicilio? —preguntó Arantxa.
—Oye, deja de hablarme en esa estúpida jerga.
«Bien, mamá», aplaudió mentalmente Pablo.
—Tanto los dibujos como el texto demuestran unas tendencias agresivas preocupantes —intervino la persona psicosociopedagoga—. Diría más, pueden resultar incluso peligrosas para el resto de la comunidad escolar.
—Es solo un niño. Los niños hacen esas cosas —repuso su madre, que enseguida añadió—: Al menos, en mi época las hacían.
—Has acertado en el núcleo del asunto —dijo Arantxa—. Esas actitudes son restos de épocas caducas y pretéritas que no queremos repetir.
La discusión prosiguió, subiendo de tono en varias ocasiones. En cierto momento, Arantxa le dijo a la madre de Pablo que bastaba con una llamada de teléfono y un informe para que le retiraran la custodia.
—Es evidencial que esta persona alumna tiene necesidad de una atención especial para extirpar esos contenidos denigrantes e inadecuados de su mente —añadió.
Pablo tragó saliva. Le preocupaba su propio futuro, pero aún más el de su madre. Si le echaban la culpa a su madre y le quitaban la custodia, ¿sería capaz de resistirlo? Después de haber perdido a su marido, el padre de Pablo, ya estaba bastante deprimida como para empeorar su situación.
¿Qué debía hacer? ¿Confesar quién había sido su verdadera influencia? ¿Qué represalias podrían tomar contra Luisa y Torbado?
No tuvo necesidad de responderse a sí mismo. La puerta se abrió de golpe y Luisa irrumpió en el despacho como una tromba.
—¿Es que no sabes llamar? —preguntó Arantxa.
—¿Os parece bonito montarle este tribunal de inquisición a un chico de trece años?
La voz de Luisa temblaba de ira. Pablo jamás la había visto tan enfadada; ni siquiera cuando en clase estaban todos tan inquietos que hablaban, se levantaban y se saltaban las normas de convivencia sin cesar.
—Deberías cuidar ese lenguaje —le aconsejó Arantxa.
—Me importa un pepino mi lenguaje. Pablo se viene conmigo ahora mismo.
Arantxa miró a la persona tutora de Pablo, buscando su ayuda por primera vez en aquella sesión. Martuca, que apenas había abierto la boca, dijo:
—Luisa, tú no tienes autoridad para llevártelo.
—La tengo porque la «persona estudiante» Pablo Colmenero está en mi hora de clase. Mientras así sea se halla bajo mi tutela, así que se viene conmigo. ¡Levanta, Pablo!
Pablo no tenía muy claro quién llevaba razón en aquel conflicto de competencias, pero le pareció que lo mejor era obedecer la orden directa de una persona mayor, sobre todo si esa orden le brindaba un plan de evasión. Cuando se levantó, dispuesto a coger su novela, el brazo de Arantxa saltó como una cobra y lo apartó de su alcance.
—Esto se queda aquí como prueba.
—¡Pero es mío!
—Ahora es material de este centro educativo, al menos hasta que se decida qué hacer con ello.
Cuando salieron del despacho, Luisa le apretó el hombro. Aunque siempre había sido reacio al contacto físico, Pablo descubrió que los dedos de Luisa lo tranquilizaban.
—No te preocupes. Todo va a salir bien.
Pablo quiso creer que sí. Pero no dejaba de pensar en que se habían quedado con su novela. Sentía un hueco por dentro, en algún lugar de su cuerpo. Y ese hueco dolía.
Antes de terminar la última clase de la mañana, Luisa recibió un mensaje de Imelda:
Por favor, ven a verme a las 14.30.
No la sorprendió, como tampoco la sorprendió encontrar a Arantxa en el despacho de la directora.
Por supuesto, Imelda la había convocado para hablar de Pablo y de su libro.
Luisa pensó que solo había una forma de evitar que se abriera un expediente de investigación que involucrara a la madre de Pablo, y esa forma era inculparse a sí misma. Decidida a encubrir a Torbado, no habló en ningún momento de él ni del papel que había desempeñado la biblioteca en aquella historia que a Arantxa se le antojaba tan sórdida («¡Una persona infantil escribiendo relatos con actos de violencia!»).
—La culpa ha sido mía —dijo Luisa—. Al ver que era un… una persona alumna aventajada, decidí que podía mejorar su rendimiento prestándole libros míos.
—Sabes que eso no se debe hacer —la recriminó Arantxa—. Las personas menores y en formación únicamente deben leer y consultar libros específicamente diseñados para ellas por equipos multidisciplinares de personas expertas en psicosociopedagogía juvenil y en igualdad y no discriminación.
Después de aquella retahíla, Arantxa hizo una pausa para respirar. Luisa la miró rechinando los dientes. En los últimos tiempos, cuando escuchaba esa jerga que la técnica de Igualdad empleaba con la velocidad de una locución automática, sentía cada vez más deseos de ponerse a gritar y a pronunciar palabrotas y términos escatológicos como una endemoniada de tiempos bíblicos.
Reprimiéndose, se limitó a contestar en tono neutro:
—Lo hice bajo mi responsabilidad.
—Querrás decir bajo tu i-rresponsabilidad.
—No eres quién para juzgar mi trabajo.
—Pero sí tu impacto negativo sobre la igualdad.
—¿Qué tiene que ver esto con la igualdad?
—Todo tiene que ver con la igualdad —respondió Arantxa con su sonrisa de caimán.
—Esta discusión no nos conduce a ninguna parte —intervino la directora—. Dentro de cuarenta y ocho horas celebraremos una reunión extraordinaria del CRP y trataremos el tema con más calma.
Luisa se marchó del despacho de Imelda pensando que al menos el hilo que conducía hasta la biblioteca y hasta Torbado no había salido a la luz.
Por desgracia, no fue necesario. Dos días después, en la reunión del Consejo Representativo Pedagógico, Eric volvió a sacar a colación el asunto de la biblioteca. Mientras hablaba, el cañón proyectaba en una gran pantalla imágenes ampliadas de los dibujos de Pablo: cabezas y brazos cortados reposando sobre grandes charcos de sangre carmesí, espadas que estoqueaban y tajaban cuerpos humanos, hachazos, puñetazos, pedradas… El repertorio de formas de agresión, había que reconocerlo, era harto imaginativo. Por no faltar, no faltaba ni un empalamiento, con un cadáver al que le salía por la boca la punta de una estaca.
—Puede que la persona alumna Pablo Colmenero haya creado todo este material tan… perturbador por la influencia de los libros que una miembra de nuestro profesorado le prestó, quiero creer que con buena intención —dijo Eric—. No obstante, eso incide en una cuestión que ya planteé con anterioridad. Tener todos esos miles de libros inadecuados en nuestro centro, a tan poca distancia de nuestro alumnado, es un peligro.
—Yo iría más lejos —intervino Arantxa—. Creo que, igual que todas las personas docentes de este instituto hemos aceptado el protocolo de tolerancia cero al alcohol para proteger a las personas menores que educamos, deberíamos comprometernos a no conservar en nuestros domicilios material impreso con contenidos que puedan resultar perjudiciales para la juventud.
«Me arrancarás mis libros de mis dedos fríos y yertos», pensó Luisa, pero no dijo nada.
—Bueno, esa es una posibilidad —dijo Eric sin demasiado entusiasmo—. De momento, la primera prioridad sería liberar el sótano de la biblioteca para que deje de ser un espacio de uso inadecuado y se transforme en un espacio positivo.
—¡Cierto! —intervino Cynthia, de Ciencias Alternativas. Con sus brazaletes, sus collares y sus pañuelos multicolores parecía una pitonisa tan alternativa y tan poco científica como el nombre de su departamento sugería—. Ese sótano antiguo solo transmite energías negativas. ¡Es como respirar aire viciado de segunda mano expulsado por los pulmones de personas fumadoras!
Muchos otros compañeros abatieron la cabeza, avergonzados por lo que se estaba diciendo. Pero después de ver cómo había acabado Rufino, el último miembro del Consejo que había osado oponerse a Arantxa y Eric, nadie quería meterse en líos.
«Ese es nuestro problema —pensó Luisa—. Hemos llegado a esto por no meternos en líos con los que más levantan la voz, con los que se ofenden por todo, con los que se proclaman defensores de los menores o de los ancianos, con los que se autoerigen en representantes de todas las mujeres, de todos los gays, de todos los negros o de todos los musulmanes como si entre las personas de esos grupos no existieran diferencias ni opiniones distintas.
»Hemos llegado a esto por cobardes».
La pantalla de su rolltablet se iluminó. Era un mensaje de advertencia de Imelda:
No te opongas. No serviría de nada. Por suerte, he conseguido que se conformen con reciclar los libros de la biblioteca. Si mantienes un perfil bajo no se te abrirá ningún expediente, y te prometo que me las arreglaré para que Torbado siga trabajando en el centro.
Un perfil bajo. Como siempre.
Llegado el momento de votar, Luisa hundió la cabeza entre los hombros y se abstuvo. Fue la única que no aprobó la «reutilización» de los fondos de la biblioteca.
Cuando levantó la mirada, descubrió que el rostro de Arantxa había adquirido una expresión nueva. Esta vez no solo sonreía con la boca, sino que sus ojos también brillaban de alegría mientras los clavaba desafiante en ella.
Tenía razones para sentirse contenta. Sabía que había vencido.
Entre la cafetería del centro y la tapia sur se extendían la pista deportiva exterior y una parte de patio cuyo suelo nunca se había pavimentado. En aquel espacio se llevó a cabo la operación Triple R, por Renovación y Reciclado Responsable. (El adjetivo debería haber sido «Responsables», puesto que concordaba con dos sustantivos, pero ¿quién iba a discutir esas minucias? ¿Acaso las normas sintácticas no eran una reliquia de tiempos autoritarios y patriarcales?). Corría el día 130 del año, en plena primavera, una época muy adecuada para un supuesto ritual de renovación.
La operación se organizó después del segundo período de ocio responsable. En primer lugar se formó una larga cadena humana que se extendía desde la biblioteca hasta el patio. Por ella pasaron de mano en mano los libros, cientos, miles de ellos en su camino de las catacumbas a la luz de la renovación (así lo expresó Eric). Los fueron amontonando en el suelo en seis pilas y, una vez que las estanterías de la biblioteca quedaron tan desnudas como huesos descarnados, las personas alumnas disolvieron la cadena y se agruparon alrededor de dichas pilas formando seis corros, uno por curso. La mayoría del profesorado se encontraba allí para supervisar la labor y evitar las disfunciones convivenciales que solían producirse cuando se congregaba tanto alumnado junto. También estaba allí Imelda, con la que Luisa había discutido apenas una hora antes.
—¡Parece mentira que tú, la directora, consientas esta ignominia!
—Sabes que tengo las manos atadas, Luisa. He hecho lo que he podido por evitarlo. Si tú no te hubieras extralimitado en tu trabajo, no habríamos llegado a este punto.
—¿Extralimitado? ¿Recuerdas cuando empezamos a dar clase? ¡Entonces enseñar a los alumnos, sugerirles lecturas, fomentar su creatividad y formarlos como personas no se consideraba extralimitarse!
—Sabes perfectamente de qué hablo, Luisa. Vivimos los tiempos que vivimos. Hay que saber adaptarse a ellos.
—¡Porque gente como tú ha aprendido a adaptarse tan bien es por lo que vivimos los tiempos que vivimos!
Ahí había terminado la discusión, la más tensa que habían mantenido desde que se conocían, y eran ya treinta años de amistad. Luisa se sentía mal por haberse desahogado con Imelda como si fuera la única culpable, cuando ella misma, como tanta otra gente, también había permitido por inacción que los biempensantes les segaran poco a poco la hierba bajo los pies.
Mientras recordaba aquella desagradable discusión, los seis corros empezaron su labor «renovadora». A cada alumno le correspondía como promedio reciclar más de veinte libros. A la señal dada por el silbato de Gonzalo, de Naturaleza Sostenible, todos emprendieron la tarea con fervor. Si los libros tenían tapas de piel, separaban estas en un montón aparte; pero como la mayoría estaban encuadernados en cartón, las cubiertas desgajadas acababan en el mismo montón que las páginas.
—¡Cuantos más pequeños sean los trozos en que deshacéis el papel —explicó Gonzalo con un micrófono—, menos trabajo tendrán luego las trituradoras, y todas y todos conjuntamente ahorraremos más energía para el medio ambiente!
Luisa lo observaba todo apartada unos metros, cerca de la puerta de la cafetería. Sus ojos estaban tan secos como bolas de cristal, pero la boca le sabía a bilis mientras veía cómo la información y la sabiduría recopiladas durante siglos se convertían en tinta desordenada sobre papel, en pura entropía. No podía dejar de pensar en hordas de nazis arrojando libros a la hoguera al son de una fanfarria wagneriana.
Pero no, allí no se levantaban rugientes llamas, y todo se hacía entre risas y al compás de un tema que sonaba por megafonía y que estaba muy de moda aquellos días: Renuévame, del cantautor (no, de la persona que cantaba sus propias composiciones) Raúl Páez. Las personas alumnas, muy aplicadas, cumplían a rajatabla la recomendación de Gonzalo y rompían las páginas en tiras lo más finas posible. «¡Pobres Cervantes y Galdós!», pensó Luisa. Y también pobres Ana María Matute, Mary Renault y las hermanas Brontë, y pobre Shakespeare, y Goethe, y García Márquez, y Stephen King, y Sófocles, y Safo, y Flaubert, y…
Era mejor no pensar en ello, tratar de ver todos aquellos volúmenes deshojados y rasgados como simples cosas, objetos sin alma.
Pegados a la tapia aguardaban cuatro grandes contenedores azules proporcionados por el Ayuntamiento. Allí se depositaría el resultado de aquel ritual. Al final se había llegado a un consenso entre la propuesta de Eric, vender el papel al peso, y la de Gonzalo, usarlo en «la gran fiesta intergrupal de la naturaleza». La mitad del material la iba a adquirir una empresa municipal, mientras que el resto quedaría en poder del centro con el fin de llevar a cabo actividades de reciclaje en las aulas de Tecnología Sostenible. Luisa sospechaba que esta última mitad iba a acabar convertida en rollos de papel higiénico para uso del propio instituto. Allí debía de encerrarse alguna metáfora, tal vez incluso una moraleja, pero Luisa se sentía demasiado triste y furiosa para verlas.
Lo más indignante estaba sucediendo en el corro donde los alumnos más jóvenes, los de primero, se dedicaban a rasgar papel con más entusiasmo que ningún otro curso. Flanqueado por Arantxa y por Eric, y con Yoni a su espalda, Pablo sostenía en las manos su propio libro, la primera novela de la saga que con tanta ilusión había escrito.
Arantxa había llegado a un trato con él: si rompía el libro y arrojaba sus páginas a la pila de reciclaje, demostraría que había comprendido que su actitud era errónea, y que era consciente asimismo de que albergaba pensamientos inadecuados, y que debía erradicarlos de su mente y no imaginar nunca más historias violentas y ofensivas para otras personas. Solo si destruía la novela que él mismo había creado podría librarse de una atención psicosociopedagógica personalizada.
Que era tanto como decir un lavado de cerebro o una lobotomía sin bisturí.
De todas las ruindades que había presenciado Luisa, aquella era la peor. Sin embargo, Pablo había accedido. Y no solo por su propio bien. También lo hacía por el de la propia Luisa, pues Arantxa le había dicho:
—Si rompes el libro, será como si simbólicamente rompes con el pasado. No habrá ocurrido nada, y las cosas volverán a su cauce.
Luisa habría querido pedirle a Pablo que no se preocupara por ella y que se negara a aquel chantaje. Pero lo cierto era que tenía miedo, tanto por sí misma como por el chico. No quería que los convirtieran a ambos en parias de la sociedad como habían hecho con Torbado. Además, la alternativa era que alguna otra persona destruyera el libro. La incipiente saga de Sunantria estaba condenada en cualquier caso.
«Qué triste es que el futuro no te dé esperanza, tan solo miedo», pensó. Cuando vio cómo Pablo empezaba a arrancar y rasgar las hojas de su novela, se obligó a sí misma a no apartar la mirada. Esa era su penitencia.
—¡Hijos de puta! ¡Quitad vuestras sucias manos de mis libros!
Luisa se volvió hacia su derecha. Por el camino de baldosas que venía desde la biblioteca se acercaba Torbado, agitando los brazos tan desaforadamente como el gigante Briareo contra el que soñó luchar Don Quijote.
—¡Deteneos, bellacos! ¡Dejad mis libros!
Pese a los años, Torbado conservaba la voz estentórea que sabía usar en sus tiempos de profesor para imponer disciplina. Incluso por encima de la música, Arantxa oyó sus gritos. Olvidándose por un momento de Pablo y su malhadada novela, se apartó del corro y llamó al grupo de Voluntari@s por el Progreso y la Igualdad, el piquete que utilizaba para sus campañas informativas. Entre aquellos matones había tantas chicas como chicos, pero eran estos últimos los que aportaban más kilos de músculos.
Luisa trató de adelantarse a ellos y corrió hacia Torbado. Cuando llegó a su altura, le agarró por las solapas de la gabardina y trató de detenerlo. Un empeño inútil: a sus setenta y ocho años él seguía teniendo más fuerza que ella, o tal vez se la prestaba la furia que lo poseía en aquel momento.
—Te dije que era mejor que no vinieras hoy.
—¡Nadie me dice lo que tengo que hacer! ¡Ni siquiera tú, Luisa!
—¡Vuelve a casa! Ya lo he hablado con la directora. ¡Te mantendremos el puesto de trabajo!
—¡Yo no quiero esa mierda de trabajo! ¡Yo quiero mis libros! ¡Yo quiero mi biblioteca!
Torbado se desembarazó de ella y siguió su camino. Unos metros más allá se topó con un obstáculo más formidable, los VPI, que formaron una barrera entre él y el primer corro de «renovación». No por ello se amilanó el viejo, que empezó a repartir puñetazos como un molino de viento, sin privarse de usar el muñón de su brazo izquierdo. Pero Jaime, un exalumno de Luisa que medía dos metros y pesaba más de ciento veinte kilos, se colocó tras él con una agilidad sorprendente en alguien tan grande, le aferró ambos brazos, le barrió ambas piernas con el pie para derribarlo y lo inmovilizó tumbándolo boca abajo en el suelo.
—¡Dejadle! —exclamó Luisa corriendo hacia ellos—. ¿No veis que es un… que es una persona con muchos años?
Sin aflojar la presión sobre Torbado, Jaime levantó la mirada hacia Luisa.
—Lo siento, Luisa. Pero es que si soltamos a esta persona, persiste en su actitud agresiva. Nos ha dicho Arantxa que la retengamos hasta que todo termine.
La irrupción de Torbado causó cierto revuelo entre el corro de los alumnos de primero, que interrumpieron por un momento su labor y rompieron el corro para acercarse a curiosear. Pero los profesores vinieron tras ellos cual pastores y consiguieron que regresaran al redil y a la tarea.
El único que se quedó junto a la puerta de la cafetería fue Pablo. Traía los brazos pegados al costado y las manos vacías. Su libro ya era historia.
O ni siquiera eso. La historia ya no existía.
—Dios mío, Pablo —dijo Luisa—. Siento mucho que te hayan obligado a hacerlo. De verdad, lo siento tanto…
Él la miró a la cara sin decir nada. Tenía los ojos tan secos como ella. Quizá ya había llorado antes todo lo que tuviera que llorar.
Torbado se había cansado de forcejear. Tumbado en el suelo, boca abajo, sentía contra su pecho el pequeño bulto de la Odisea, aquel librito que había cambiado su vida durante los últimos meses. Suponía todo un símbolo para él, y por ese motivo se había empeñado en rescatarlo antes de que aquellos descerebrados lo destrozaran. Cuando todavía daba clases, solía explicar a sus alumnos:
—Aunque la Odisea sea un poema, al componerla Homero escribió sin darse cuenta la primera novela. Todas las demás novelas de la historia no han sido más que relecturas de la Odisea.
Era una forma de verlo, de tratar de consolarse a sí mismo por la barbarie que estaba contemplando. Pensó que al menos los vándalos que saquearon Roma eran conscientes de la destrucción que sembraban. En cambio, todos aquellos niños y jóvenes que destrozaban libros alegremente creían hacerlo en nombre del bien y de una cultura superior, cuando en realidad por cada página que desgarraban daban otro paso que los internaba en una nueva Edad Oscura.
Para la que tal vez jamás llegaría un Renacimiento.
Cansado de mantener el cuello en tensión, Torbado cerró los ojos y apoyó el rostro en el suelo. Pese a que el sol seguía ascendiendo en un cielo sin nubes, notó las losas frías, muy frías.
Quizá había llegado el momento de rendirse.
Un grave estruendo parecido a un trueno hizo retemblar el suelo. Incluso a través de los párpados cerrados, Torbado captó un resplandor tan intenso que pensó que, de haber tenido los ojos abiertos, probablemente se habría quedado ciego.
Las manos que lo mantenían tumbado boca abajo lo soltaron. Haciendo un esfuerzo, Torbado apoyó los codos en el suelo y empezó a incorporarse al tiempo que abría los ojos.
En el patio, donde unos segundos antes se levantaban los contenedores, se había materializado un óvalo de luz de unos ocho metros de longitud por cuatro de altura. Sus bordes parecían de agua, un agua que oscilaba en el aire y rielaba emitiendo unos destellos verdes y azules tan refulgentes que todo lo que los rodeaba se veía oscuro por comparación, aunque se hallaban en pleno día.
Dentro del óvalo, o mejor, detrás del óvalo se divisaba un paisaje que no tenía nada que ver con el instituto, ni con Tarpeya, ni con ningún lugar del mundo conocido. Al otro lado era de noche y brillaban las estrellas. Bajo la luna, un puente luminoso cruzaba el cielo a modo de gran arco iris blanco, y bajo él se alzaban altísimos edificios de cristal con cúpulas y pináculos plateados.
Todos en el patio se habían quedado callados, estupefactos ante aquel prodigio. Torbado, que ya había logrado incorporarse, sabía muy bien lo que estaba contemplando.
Un portal dimensional.
Y de él estaba saliendo gente. Tres hombres y tres mujeres, vestidos con monos tornasolados que hacían ondular el aire a su alrededor como campos de fuerza. Sus rasgos eran peculiares, como si no pertenecieran a ninguna raza conocida, o más bien como si mezclaran características de todas ellas.
—¡Alto! —exclamó uno de ellos, levantando la mano. Era el único que no iba armado. En su pecho brillaba una especie de joya carmesí, probablemente su insignia de mando—. ¡Detened esta atrocidad!
La técnica de Igualdad, aquella horrible mujer llamada Arantxa, se adelantó y lo desafió con los brazos en jarras.
—¿Atrocidad? —protestó—. ¡Lo que estamos llevando a cabo aquí es un acto de libertad, solidaridad y progreso!
Por toda respuesta, el jefe de los recién llegados hizo una señal. A su lado, una joven musculosa levantó un arma similar a un subfusil y de superficie brillante como un espejo. De su cañón brotó un único pulso de plasma que restalló como un latigazo en el aire.
Torbado parpadeó un instante, deslumbrado. Cuando volvió a mirar, de Arantxa quedaban únicamente dos botas humeantes y una nube de pavesas que remolineaban en el aire cayendo lentamente.
—¡Somos los guardianes del tiempo! —exclamó el jefe. Su voz, amplificada por algún ingenio invisible, resonó como un trueno.
¡Igual que en los relatos de Poul Anderson! «Pues claro», pensó Torbado. Si en el futuro los viajes en el tiempo llegaban a ser posibles, ¿por qué la vida no iba a imitar al arte? ¿No era lógico que los descendientes de la humanidad, tomando el ejemplo de la literatura, crearan una patrulla del tiempo para evitar que personas o grupos desaprensivos alteraran el equilibrio de la línea temporal?
Que era precisamente lo que estaban haciendo aquellos salvajes en el patio y otros similares en todo el mundo: borrar el pasado para redibujar la línea temporal.
Como si le hubiera leído la mente, el jefe de los guardianes del tiempo continuó:
—Lo que estáis haciendo aquí es destruir el pasado. Estáis cometiendo un crimen peor que el asesinato. ¡Estáis matando a los muertos!
«Matando a los muertos». Torbado nunca lo había contemplado de ese modo. Pero era exactamente lo que estaban llevando a cabo al destruir los libros, las verdaderas voces del pasado.
Tras presenciar lo que había ocurrido con Arantxa, nadie se atrevía a moverse en el patio. Decenas de profesores y cientos de alumnos observaban boquiabiertos, casi sin respirar. Detrás de los recién llegados, los bordes de la puerta temporal fluctuaban y palpitaban como un corazón de luz.
—Por vuestros crímenes —anunció el líder—, yo declaro que esta alternativa temporal queda clausurada.
—¿Clausurada? ¿Qué quiere decir? —exclamó uno de los profesores, el llamado Eric.
Por toda respuesta, el líder se volvió hacia uno de sus hombres y ordenó:
—Sindel, activa el ecpirótico.
El aludido se adelantó del grupo. Empuñaba en ambos brazos un arma de gran tamaño, alargada como un lanzagranadas y coronada por una especie de tobera cromada. Cuando pulsó el disparador, la boca del arma se encendió con una luz cegadora. Aquella luz salió del ecpirótico en zarcillos espirales, y estos a su vez se convirtieron en complejas estructuras fluidas que giraban en el aire y, al alejarse del arma, se vaporizaban en forma de una cortina espectral, una aurora boreal que se extendía y lo devoraba todo.
Cuando la luz llegó a Torbado, se dejó absorber. Pese a que sabía que era el final, no sintió miedo ni enojo. Prefería morir sabiendo que existía un futuro distinto en lugar de seguir viviendo en aquel presente de mediocridad y estupidez.
Pero no ocurrió así. Cuando la luz desapareció, todo se había detenido. Era como si el aire mismo se hubiera convertido en un espeso ámbar incoloro. Nadie ni nada se movía en el patio. Las cenizas de Arantxa habían quedado congeladas a media caída, los pájaros clavados en el aire en pleno vuelo, los rostros de los humanos paralizados en diversos gestos de sorpresa y horror. Tan solo los seis guardianes del tiempo se movían…
… y Torbado, para su gran sorpresa.
El jefe de la patrulla se adelantó hacia él y le tendió la mano.
—Ven con nosotros. Este no es tu tiempo ni tu lugar. Tú perteneces al futuro. Acompáñanos antes de que se cierre el portal.
Torbado tomó la mano de aquel hombre. Sus dedos estaban recubiertos por una película transparente y húmeda. A su contacto sintió un suave calambre, como si tocara los bornes de una vieja pila de petaca, y un calor y una energía desconocidos recorrieron sus miembros.
—Es cierto —reconoció—. Ya no pertenezco a este mundo. Os acompañaré.
Los demás guardianes del tiempo les abrieron un corto pasillo y bajaron las barbillas en mudo homenaje. Torbado avanzó hacia la luz, sin mirar atrás. Cuando sus pies sortearon el umbral, sintió que todos sus dolores y el cansancio de los años desaparecían.
—Mira tu brazo —le dijo el jefe de la patrulla del tiempo, soltándole por fin.
Así lo hizo Torbado, y descubrió que su mano izquierda volvía a estar allí, sin ninguna pulsera infamante. Una mano joven, fuerte, limpia, sin arrugas ni manchas hepáticas.
El portal se cerró a su espalda, y Torbado se quedó solo. Bañado por una luz sobrenatural, recordó que uno de los primeros libros que había leído de niño era Peter Pan. Comprendiendo en qué país se adentraba, sonrió y dijo:
—¡Morir será la mayor de las aventuras!
—Está muerto —certificó el médico de la Uvi móvil, incorporándose del suelo.
A sus pies yacía Torbado, con una enigmática sonrisa que lo hacía parecer más joven. Su vieja gabardina estaba abierta a los lados y la camisa desabrochada mostraba el vello ralo y gris del pecho. Seguía en el mismo sitio donde lo habían inmovilizado, junto al poyo de piedra donde solía sentarse a tomar café en los recreos a la sombra del madroño, pues era tan insociable que prefería no juntarse con sus compañeros durante los recreos. Luisa lo recordaba así, casi treinta años más joven, rodeado por el escándalo de la muchachada y leyendo cada día un libro diferente, tan concentrado en sí mismo como si lo rodeara una campana de silencio.
Y ahora era así. Un silencio de plomo había caído sobre el patio.
Al oír que Jaime gritaba: «¡Ayuda! ¡Le está dando un infarto!», Luisa había corrido hacia Torbado. Pero Raixa, una profesora de Educación Física (Saludable y todo eso), se le había adelantado para abrir la ropa de Torbado y proceder a la reanimación cardiopulmonar. Durante más de diez minutos estuvo masajeándole el pecho y practicándole la respiración boca a boca, sin ceder al desaliento. La Uvi móvil había llegado poco después, ya que al otro lado de la calle se encontraba el centro de salud del barrio. Cuando el médico y el enfermero sustituyeron a Raixa, descubrieron que ya era demasiado tarde.
—Lo he intentado —le dijo Raixa a Luisa. Aunque era joven y el triatlón la mantenía en una excelente forma, aún jadeaba por el esfuerzo—. De veras que lo he intentado.
Luisa asintió, sin saber qué decir. Un nudo grueso y duro como una nuez cerraba su garganta, y sin embargo sus ojos seguían secos.
Los técnicos de transporte sanitario colocaron el cuerpo de Torbado en una camilla, lo taparon con una manta y cargaron con él hasta la ambulancia. Lo último que Luisa vio de él fue su zapato agujereado. Después, las portezuelas se cerraron y, con un zumbido eléctrico casi inaudible, el vehículo rodó por el patio hacia la puerta del aparcamiento.
«Tengo que ir con él», pensó Luisa. Dudaba de que hubiera otra persona más cercana a Torbado. A decir verdad, ella era la única con quien se relacionaba, por lo menos en Tarpeya, y alguien tenía que hacerse cargo del funeral y otros detalles.
Pero por el momento se quedó allí, bajo el madroño, contemplando aquella pila de libros rotos y descuajaringados. Ya no se oían cánticos ni se veían sonrisas. Tan solo se escuchaban las voces de los profesores responsables del destrozo, Eric, Gonzalo, Arantxa y alguno más, impartiendo instrucciones para que los alumnos aceleraran la tarea, acabasen cuanto antes y pudiesen despejar el suelo. El ambiente festivo se había evaporado. Ahora la presunta Renovación parecía lo que en realidad era, una prosaica y tediosa tarea de destrucción.
Pablo seguía a su lado, también en silencio. No se movía, ni apenas parpadeaba, como si hubiera caído en un estado catatónico. «Tengo que decirle algo», pensó Luisa. Pero ¿qué?
—Perdona, Luisa.
Ella oyó la voz, pero no reaccionó hasta sentir un dedo insistente que tocaba su hombro como si pulsara un timbre. Al volverse descubrió que era Jaime, el mismo alumno hipermusculado que había derribado a Torbado. Tenía los ojos enrojecidos y saltaba a la vista que se sentía avergonzado.
—Cuando Raixa le abrió la gabardina a esa persona, se cayó esto —dijo, mirando un poco de soslayo hacia atrás. Con aquel corpachón de armario su actitud furtiva llamaba más la atención, como si fuera un camello pasando droga en un callejón.
Pero no era ninguna droga, sino un librito de tapas de cuero arrugado por el tiempo.
La Odisea.
—Yo… siento lo que ha pasado —dijo Jaime con voz casi atiplada—. He pensado que a lo mejor querías quedarte con esto de recuerdo.
Luisa tomó el libro y asintió, sin decir nada y respirando hondo. Tenía la impresión de que en cualquier momento el nudo de su garganta podía disolverse para convertirse en un incontenible chorro de lágrimas, y quería evitarlo. Jaime se dio la vuelta y se alejó, azorado.
Estaba pensando qué hacer con el libro cuando una mano se cerró sobre su muñeca izquierda. Aquellos dedos espatulados con las uñas mordidas casi hasta la raíz eran inconfundibles.
—Ese libro tiene una etiqueta —dijo Arantxa—. Pertenece al centro educativo, así que debe ser renovado como todos los demás.
Luisa sintió que el nudo desaparecía de golpe, sustituido por otra cosa más fluida y caliente. Con la mano derecha apretó la muñeca de Arantxa hasta que consiguió que la soltara, y después la apartó de un empellón. La energía con que lo hizo la sorprendió a ella misma. La fuente de aquella fuerza, sin duda, era la rabia contenida durante tantos años. Girándose sobre los talones, se encaró a la técnica de Igualdad, que medía lo mismo que ella. Nunca había estado tan cerca de aquellos ojos de hielo.
—No vuelvas a ponerme la mano encima, canalla.
—Mide bien tus palabras, Luisa.
—Eso hago. «Canalla» significa persona despreciable, y eso es justo lo que eres tú.
—Te digo que…
—Silencio. Tú y gentuza como tú habéis provocado la muerte de un hombre que valía mucho más que todos vosotros juntos. Así que lárgate. Ya has causado bastante mal por hoy.
Arantxa tragó saliva, y sus pupilas se contrajeron como alfileres. Ni siquiera se atrevió a protestar por que Luisa hubiese utilizado el masculino genérico.
—Está bien. Quédate con eso. Un solo libro no puede hacer nada.
La técnica de Igualdad reculó un par de pasos. Al dar media vuelta para alejarse, tropezó con el borde del poyo de hormigón y casi cayó de bruces sobre él. Rápidamente se enderezó y, con paso nervioso, trató de subir con un mínimo de dignidad la escalera de piedra que ascendía entre el pabellón de la cafetería y uno de los jardines.
Luisa se volvió hacia Pablo y le mostró la Odisea.
—Creo que Torbado habría querido que te lo quedaras tú. Pero de momento me lo voy a guardar yo, para asegurarme de que nadie te lo pueda quitar. ¿Te parece bien?
Él asintió. Seguía con los ojos tan abiertos como un búho, sin apenas pestañear.
—Siento mucho que te hayan obligado a destruir tu propio libro —dijo Luisa—. Es el acto más vil y malvado que he presenciado en mi vida. Pero ya escribirás otro.
Para su sorpresa, una sonrisa curvó poco a poco los labios de Pablo, y sus ojos de ámbar brillaron con una chispa de malicia.
—No. Será el mismo libro.
—¿Te acuerdas de memoria de todo lo que habías escrito?
Pablo sacó el móvil del bolsillo y le enseñó a Luisa la pantalla. En ella aparecía una foto del mapa de Sunantria, su mundo imaginario.
—Lo tengo todo guardado. En cuanto Yoni me quitó el libro, empecé a copiarlo desde la primera página en otro cuaderno igual.
—¡Muy previsor!
—De paso, estoy corrigiendo algunas cosas. Pero esta vez no se lo voy a enseñar a nadie. —Se interrumpió un instante y después, mientras las chapetas teñían de rojo sus mejillas, se apresuró a añadir—: Bueno, a ti sí. Si quieres.
Luisa sonrió por primera vez desde hacía varios días.
—¿Sabes? Arantxa no sabe lo equivocada que está.
—¿Por qué?
—Porque un solo libro puede hacer muchas cosas. Un solo libro puede cambiar el mundo.
Luisa rodeó el hombro de Pablo, lo atrajo hacia sí y le revolvió aquel flequillo tan rubio y tan liso. Él se puso un poco tenso, aunque no rechazó el abrazo.
—¿Quién sabe? —dijo Luisa—. Es posible que ese libro lo escribas tú.
Pablo se apartó un poco y asintió muy serio.
—Lo haré.
Y Luisa lo creyó.