El invierno llegó aquel lunes como pudo llegar cualquier otro día de noviembre. Pero llegó precisamente aquel lunes. Y lo hizo sin avisos, manifestándose de repente como una obra ya terminada, con sus temperaturas de saldo climático y una ráfaga de viento ártico que nos obligó a todos los que nos apretábamos en la parada del autobús a subirnos las solapas del pijama. Sé que aquella mañana mis temblores no tuvieron otra causa más elocuente que el frío, por mucho que hoy me guste pensar que se debió al calambre de la premonición, que de alguna manera, con esa intuición propia de los héroes en ciernes, acerté a leer en la atmósfera lo que se avecinaba, el mensaje cifrado en el hecho de que el invierno y la semana comenzaran al unísono, advirtiendo que ya no solo el amor, sino también las revoluciones, deben empezar de la forma más ordenada posible.

Cuando el autobús despuntó en el horizonte, abriéndose paso entre el congestionado tráfico como una bestia mítica, se oyeron algunos murmullos de alivio. Mientras lo veía acercarse, apreté contra el pecho el maletín donde guardaba los utensilios del desayuno. Unos minutos después, se detuvo en nuestra parada con un bufido de cansancio, y de inmediato comenzó la pugna por los preciados asientos libres que habíamos distinguido a través de los cristales. Aunque se trataba de un enorme autobús de dos pisos, apenas cabíamos todos, y eso que desde que los transportes públicos eran autopilotados ya no necesitaban reservar espacio para el conductor. Utilizando los codos a modo de espolón, logré hacerme con un asiento, y nada más sentarme, antes de que arrancase de nuevo, empecé a prepararme el desayuno.

De soslayo pude comprobar que Solera, mi remilgado vecino, también había conseguido asiento. Solera siempre conseguía asiento. Muchas veces le había contemplado prepararse el desayuno desde la comodidad de un asiento mientras yo me veía obligado a los más complejos malabarismos por haber quedado de pie, encajonado entre muchos otros tan desafortunados como yo, condenados a presentarse en el trabajo con el pijama engalanado de lamparones, como cruces a la incompetencia. Solera, a pesar de su complexión de buey, o precisamente por eso mismo, nunca tenía problemas para hacerse con un asiento. Y parecía haber desarrollado una habilidad sobrehumana con los aparejos del desayuno. Se conducía con una concentración inalterable, con una precisión de cirujano que lo volvían extranjero del reino de las manchas y los descuidos. Esa vez intenté no mirarlo. No quería que su destreza volviera a desanimarme. Y tampoco me apetecía sostener su imperturbable mirada de aristócrata en un duelo inútil, que solo servía para acrecentar el odio sordo de mis entrañas, la repulsa que sentía hacia su obediente manera de aceptar las normas de la vida.

Logré prepararme el café sin desperdiciar demasiada azúcar, y alcancé a tomarme más de la mitad antes de que la brusquedad de un frenazo me lo derramase sobre la solapa. Hubo una protesta débil, aburrida, mientras por el suelo del autobús rodaban tazas y rosquillas. Mi aportación se redujo a un suspiro de resignación. Hacía mucho que había dejado de invertir saliva en blasfemias inútiles. Tras media hora caracoleando a través de una intrincada madeja de avenidas, distinguí mi parada al fondo de la calle y me apresuré a guardar mis enseres en el maletín. Bajé del autobús atrapado en una nube de pijamas malhumorados veteados de mantequilla, y antes de verlo partir, tuve tiempo de dedicar la puntual mirada de desprecio a la nuca de Solera, que continuaba la ruta hacia el museo donde trabajaba, saboreando su café a sorbos eruditos, diríase que maternalmente acunado por el cabeceo de chalupa con que el autobús nos torturaba a los demás. Una docena de metros más allá, en la acera de enfrente, distinguí la parada en la que hacía media hora había estado esperando, y una vez más no pude evitar preguntarme por qué, tanto mis compañeros de trayecto como yo, seguíamos cogiendo el autobús en vez de recorrer aquella insignificante distancia a pie.

Uno. Tómese el desayuno en casa.

Realicé la larga caminata que aún me quedaba para llegar a la oficina contemplando con una sonrisa soñadora los cargueros que ascendían por el cielo rumbo a la colonia lunar. Yo nunca había tenido dinero suficiente ni siquiera para un triste billete de tercera en uno de ellos, aunque irónicamente conocía la cantidad exacta de alimentos, piezas de recambio, material médico y demás artículos que se apretaban en sus bodegas mejor que cualquiera de sus pilotos, pues mi trabajo consistía precisamente en calcular la carga que aquellas orugas voladoras podían transportar. Más de una vez, mientras decidía la distribución de los bultos de un arrumaje, había estado tentado de falsear el informe y dejar un hueco, un espacio entre los toneles, contenedores y cajas que dibujara el molde de mi escuchimizado cuerpo, para que, en el caso de que me atreviera a colarme en su bodega antes del despegue, mi masa intrusa no alterase su peso. Pero nunca lo había hecho. Me decía a mí mismo que porque había oído que la vida en la Luna era igual de aburrida que en la Tierra, aunque transcurriese dentro de una cúpula de acero rellena de oxígeno, pero en el fondo sabía que el motivo no era otro que mi escasa disposición para las gestas que, como aquella, exigían un espíritu temerario.

Cuando llegué a la empresa de logística Ródenas & Hijos me dolían los pies. En el amplio vestíbulo me esperaba el mismo ajetreo de todas las mañanas. Los trabajadores se apresuraban de un lado a otro en una coreografía histérica, similar a la que ejecutaban las cucarachas de mi cocina cuando yo encendía la luz a medianoche. Hubo un tiempo, hace mucho, en el que solía dedicar unos segundos al estudio de la escena desde la entrada, antes de ingresar en ella con mi papel bien aprendido. Espiar aquel convulso ir y venir me facilitaba cierto distanciamiento terapéutico. Hacía que cobrara conciencia de los irrisorios horizontes de todas aquellas existencias, entre las que se incluía la mía, por supuesto. Pero últimamente me zambullía sin preámbulos nihilistas en la traqueteante maquinaria de la que formaba parte, porque aquello había acabado por envenenarme el alma con una melancolía demasiado molesta. Me zambullía sin mirar a mi alrededor más de lo necesario para no tropezar. Me zambullía sin hacer preguntas. Y desde hacía dos semanas, me zambullía pensando en Paula. En las horas, en las ensoñaciones, en los informes que debía cumplimentar hasta volver a verla.

Los ascensores repletos, como siempre. La mayoría nos apeábamos en la quinta. Solo algunos afortunados continuaban el ascenso hacia las plantas superiores, para ocupar no sé yo qué cargos allá en las ignotas alturas, donde debía habitar el tal Ródenas de los retratos. Eran para nosotros seres míticos. Con el tiempo uno iba aprendiendo las caras de aquellos hombres y mujeres a los que parecía pastorear un Dios más atento y benévolo que el nuestro, memorizando sus pulcros peinados, el brillo de sus pijamas de seda, los hipnóticos efluvios de sus perfumes, y basándose en eso construía en las alturas un mundo refinadísimo, exento de cualquier vulgaridad, a imagen y semejanza de aquellas criaturas edénicas que habían tomado unos derroteros evolutivos sujetos a motivaciones menos elementales que la supervivencia. Se decía que muchos de ellos viajaban a la colonia lunar varias veces al año por trabajo, lo cual parecía ser verdad, a juzgar por su elegante forma de caminar y moverse, sin duda aprendida en un lugar purgado de la castradora gravedad terrestre. Nada que ver con el universo de la planta quinta, especialmente la sección K, poblada de galeotes taciturnos y malhumorados, con sus míseros dramas y sus tiránicas necesidades biológicas, a los que la gravedad encadenaba sin remisión al despreciable suelo.

El recinto donde se hacinaba nuestra sección era angosto y largo como un desfiladero, estaba provisto de amplias cristaleras, por donde esa mañana se filtraba una luz mugrienta que ensuciaba las cosas, y desaguaba en el despacho de don Crespo, ante cuya puerta se desplegaba en un colorido abanico su harén de secretarias, por cuya última adquisición yo no tendría reparos en dar mi vida.

Alcancé mi puesto con cansancio. Me senté en la mesa y traté de poner un poco de orden entre los papeles que atestaban mi silla, pero sus dimensiones eran tan reducidas que pronto lo dejé por imposible. Tras el fallido intento, repasé los informes que debía ultimar ese día. Tenía que distribuir la carga de tres buques de distintas dimensiones, siendo el más pequeño de ellos el que debía albergar la carga más grande, un acervo de hortalizas, frutas, conservas y carnes en salazón que me obligaría a hacer verdaderos malabarismos si quería remeter todo aquello tras sus compuertas.

Dos largas horas me llevó cuadrar la carga en la diminuta bodega, intentando contentar a todos nuestros clientes y proveedores. Terminé justo cuando los altavoces repartidos por la sala emitieron los primeros carraspeos de don Crespo, que tras aclararse la garganta tan ostentosamente como siempre, empezó a solicitar los informes. Yo agarré los tres que me habían correspondido con manos sudorosas, rezando por que alguno de ellos fuera uno de los boletos agraciados esa mañana, lo que me permitiría pasar junto a mi amada rumbo a su despacho.

Dos. Use el pijama para dormir.

Me había enamorado de ella nada más verla, refulgiendo al fondo de una mañana mortecina, en que la luz lo cubría todo como un sarro. Y todavía hoy me cuesta creer que el amor de los libros eligiese desempolvarme el corazón en una jornada tan desvaída. Pero así fue. Sin pistas, sin fanfarrias. Su aparición imprevista ante el despacho de don Crespo me dejó clavado durante siglos a la moqueta, absorto y lelo, a mí, que nunca he sido de talante enamoradizo, como una planta que para realizar con eficacia su fotosíntesis necesitara exclusivamente la luz de aquellos ojos angelicales que observaban mi pasmo con sorna. Entré en el despacho de don Crespo todavía flotando, y asentí a sus instrucciones mecánicamente, lo mismo estaba aceptando aparearme con su gata. Al salir, la vergüenza me impidió volver a mirarla. Esa noche me enfrasqué en todo tipo de cábalas. Mi orgullo no me permitía aceptar que las causas del ensalmo en que me encontraba atrapado fuesen únicamente estéticas. ¿Respondían mis sentimientos a impulsos tan básicos? No lo creía. Estaba convencido de que debía haber algo más. Podía intuirlo al repasar su imagen, agazapado, inaprensible. Al despuntar el alba, cuando ya no lo buscaba, di con la clave: aquella secretaria estaba sentada en la silla y utilizaba la mesa para rellenar los informes. Era una anomalía tan evidente que no había reparado en ella. Sí, concluí, había sido eso. Había sido aquella valentía para llevarle la contraria a la vida lo que me había cautivado de ella.

A partir de ahí me esforcé en ocultar mis cartas, pero de nada sirvió. Aquella primera reacción mía no dejaba lugar a muchas dudas. Había sido una involuntaria declaración de principios. Tan solo me había faltado arrodillarme, estrangularle el anular con un anillo, pedirle hijos. Así lo habían juzgado sus compañeras, como no tardé en comprobar en mis sucesivas visitas. Era llegar y originar un plancton de primorosos cuchicheos, de risas apenas contenidas. El hombre melancólico de la sección K amaba a la loca que se sentaba en las sillas. Se adivinaba una boda histórica, ella de desafiante blanco en vez de negro, los invitados rociándonos de arroz en vez de harina, cosas así. Pero aunque el ambiente era de lo más festivo, nosotros continuábamos conduciéndonos con una gravedad tan aparatosa como estéril. Nos limitábamos a sostenernos las miradas el uno al otro. Seis o siete segundos de rutina suspendida. Luego como si nada. Nunca hubo más porque no podía haberlo. No allí, no en aquellas condiciones, no entre un hombre tan apocado como yo, en el que ya empezaban a manifestarse los irreversibles efectos de tanto inhalar el grisú de la nostalgia, y una mujer enigmática que se limitaba a estudiarlo divertida. Así que yo no supe lo que ella pensaba de aquello. Ni tampoco si mis miradas le resultaban tan significativas como yo pretendía. ¿Servían de algo todas aquellas horas muertas ante el espejo, perfeccionando una mirada plena de sentido? Yo trataba de que mis ojos le hablasen de mí, que pudiese leer en mis pupilas que me gustaba Shakespeare, que solía perder paraguas con regularidad, que tenía miedo a volar, que aún conservaba el apéndice, que nunca había visto el mar. Lo que a ella le decían, lo supe luego.

Durante un tiempo, confié en la cafetería. Aquel amplio recinto donde al mediodía confluía el personal de todas las plantas se me reveló como el escenario propicio donde liberar el nudo de silencio que nos ataba. Una charla aparentemente casual en la cola de las bandejas, eso era cuanto necesitaba para desatascar la obstruida situación. La conduciría a la silla más íntima, y allí se lo contaría todo: que llevaba años aguardándola, que la imaginaba detrás de cada esquina, que la acariciaba en sueños. Que teníamos como misión amarnos, y dar con nuestro amor sentido al universo. Pero al tercer o cuarto día perdí toda esperanza. No es que Paula se dedicase a escoger siempre mesas que completaban sillas o conociese hábiles argucias para evitar la cola de las bandejas. Paula no llegaba a pisar el comedor. Ni antes ni después. Nunca. Sencillamente. Se diría que Paula no comía. Que se alimentaba del aire, de su propia locura.

Tres. Siéntese en las sillas.

En esas remembranzas consumí la mañana. Mañana en la que don Crespo no solicitó ninguno de mis informes, lo que significaba una nueva jornada sin ver a mi adorada, sin recibir la célica luz de sus ojos. Que la evolución de nuestro romance dependiera de la voluntad de un ser como don Crespo, cuya idea del amor era probablemente la casualidad de coincidir en la cama con la misma mujer que le servía la comida, constituía la mayor evidencia que había podido encontrar de que algo marchaba mal en el universo. Y yo solo podía mostrar mi disconformidad pateando con disimulo el archivador donde tirábamos la basura.

Además, aunque en apariencia no había prisa, aunque parecía disponer de toda la eternidad para enamorarla, yo me había propuesto esclarecer nuestro amor antes de la primavera, que era cuando me correspondía volver a la guerra, de modo que aquella demora me exasperaba. El mes que debíamos acudir al frente suponía siempre un trámite enojoso, tuvieses o no un proyecto de idilio entre manos, pues constituía una suerte de exilio de tu propia vida. Durante treinta largos días debías aplazar cualquier tarea para participar en una contienda cuyo significado, si alguna vez lo había tenido, hacía mucho que todos habíamos olvidado. Se trataba ahora de pasártelo lo mejor posible emborrachándote en las trincheras, corriendo tras el enemigo o huyendo de él, dependiendo de cuál fuera el bando más numeroso, y disparando cuando nos lo ordenaban, intentando siempre que tu bala no tuviese la mala fortuna de dar en el blanco. El año pasado, Pacheco, un compañero de trincheras, había calculado mal el tiro y había herido en un brazo a un ginecólogo gordito del otro bando, por lo que hubo de pasar el resto de su servicio en el calabozo, pagando su descuido. Desde allí le había escrito unas cartas lacrimógenas llenas de disculpas. Por suerte, el ginecólogo le había quitado hierro al asunto, respondiéndole que esas cosas pasaban en la guerra, y rematando sus misivas con divertidas amenazas de muerte por si volvían a verse. Fue precisamente Pacheco quien me enseñó que a la guerra también se le podía encontrar un lado romántico con las hermosas cartas que escribía a su amada por las noches, en la hogareña intimidad de la trinchera, empresa que yo pretendía emular si el destino se prestaba a favorecerme. Lo sentí de verdad cuando me enteré de su muerte. Había tropezado con una raíz saliente en una incursión nocturna a territorio enemigo, y se había roto el cuello. Sí que era mala suerte morir en la guerra. De vez en cuando, movido por una especie de camaradería póstuma, yo iba a visitarlo al cementerio de los caídos, donde estaba enterrado junto a las cuatro o cinco bajas que hasta la fecha se había cobrado aquella enojosa contienda que no tenía visos de terminar nunca.

El timbre del almuerzo volvió a sonarme a burla. Bajé al comedor e ingresé en la cola de las bandejas con el ánimo por los suelos. Ese día el menú consistía en sorbete de limón, batido de chocolate y helado de mora. Resolví que lo mejor sería pasar de puntillas sobre las horas que quedaban, considerar el resto de la tarde como un informe más que debía cumplimentar para finiquitar el día y poder solicitar el siguiente, donde latía de nuevo la posibilidad de ver a mi dulce amor. Dispuesto a ello, eché un vistazo a las sillas que quedaban libres. Una vez me sirvieran la comida, debía elegir cuidadosamente el sitio donde sentarme: quería evitar a toda costa hacerlo junto a algún compañero de otra sección con el que tuviese que confraternizar. Aquello era algo que trataba de eludir desde que, un par de meses antes, me había visto involucrado en una conversación con un tipo de la sección L, la siguiente a la nuestra. Había olvidado su nombre, pero lo que no había podido olvidar por mucho que lo había intentado era su trabajo, consistente en aplicar las Leyes de Carga a los arrumajes de los buques. Según me explicó, la mayoría de los informes que les llegaban de la sección K se excedían en el peso estipulado o se quedaban cortos, por lo que ellos tenían que redistribuir la carga en las proporciones correctas. Era un trabajo complicado, y del todo inútil, reconoció con descarnada sinceridad, porque luego, los de la sección M volvían a redistribuirla para equilibrarla con el peso del combustible del carguero. Cuando se interesó por mi sección, le dije que yo trabajaba en la sección R, pues se me antojó lo suficientemente alejada de sus dominios como para que no supiese qué hacían allí, pero esa noche, en mi apartamento, no pude dormir. No hice más que darle vueltas a la conversación. ¿Acaso no se ahorraría un paso si a los de la sección K se nos informaba de aquellas misteriosas Leyes de Carga para tenerlas en cuenta a la hora de componer los cargamentos? Creía que sí, por no hablar de la ventaja que nos supondría conocer el peso del combustible que podía llevar cada modelo de buque. Todo eso simplificaría nuestro trabajo. Pero fuera como fuese, aquella compleja maquinaria de la que yo no era más que un insignificante engranaje, giraba ajena a su propia complejidad, como siempre había hecho, y yo nada tenía que decir al respecto. Lo único que podía hacer era evitar a los compañeros de las otras secciones, en especial a los de la sección J, pues no tenía ninguna gana de descubrir en qué consistía el trabajo que luego yo debía deshacer.

En esas cábalas andaba cuando, al mirar distraído hacia la entrada, descubrí a Paula. Se encontraba inmóvil en mitad del ajetreo, un arcángel errabundo, una ninfa cosida a navajazos de mermelada de fresa. Y me miraba, me cegaba con la luz de sus benditos ojos. Por un momento, pensé que se trataba de una broma, que el hecho de que ella interpretase ahora mi papel, con lo que se me antojó una gravedad excesiva, era su forma de anunciarme lo patético que le resultaba mi cortejo, lo mucho que la irritaban aquellos solemnes escrutinios con los que yo me empeñaba en articular nuestro romance. Pero rechacé ese pensamiento al contemplarla abandonar la cafetería con una lentitud deliberada y sin dejar de mirarme por encima del hombro, un gesto en el que me pareció adivinar una invitación a que la siguiera. Abandoné la cola de las bandejas y me precipité en la dirección que ella había tomado, para descubrirla guardando turno ante los ascensores. Apresurando el paso, logré ingresar en la misma cabina que Paula, y durante las cinco plantas que nos separaban del vestíbulo, inmovilizados entre otros muchos pijamas, pudimos mirarnos desde una distancia inédita, entregarnos a nuestro ritual en una cercanía íntima y mareante que nos permitía ahogarnos en los ojos del otro, olernos los sueños, bebernos el alma. Era la distancia perfecta para requerirle con voz dulce un juramento de amor, y oírla responder que me lo entregó antes de pedírselo, y que aún quisiera dármelo de nuevo. Las puertas se abrieron antes de lo deseado, ofreciéndonos un largo pasillo obstruido de pijamas entre los que se me hizo difícil no perderla. Seguirnos por las entrañas del edificio resultaba romántico y divertido, pero cuando desembocamos en el vestíbulo y ella enfiló resuelta hacia la salida, experimenté un vértigo semejante a la embriaguez.

Cuatro. No tome el autobús

si puede llegar antes a su destino caminando.

Descubrirá cuánto tiempo ahorra.

El cielo que nos esperaba fuera parecía hecho de alpaca. Seguí a mi amada un par de calles entre el desconcierto y la excitación, con las solapas del pijama bien alzadas contra la rabia del frío, hasta que finalmente ella se detuvo ante un portal. No lo franqueó hasta asegurarse de que yo había ganado la distancia suficiente para no perderle la pista. ¿Y ahora? Dudé entre seguirla o darme la vuelta y regresar al edificio de la empresa, guarecerme en aquel mundo predecible donde no existían portales que condujesen a lo desconocido, hacerle entender que no estaba para aventuras. Pero comprendí que no tenía elección: había sido yo quien había iniciado aquello, y no podía abandonar ahora que Paula había decidido continuarlo. Avancé hacia el portal con paso calmo, preparándome para cualquier cosa. Descubrí que se trataba de una pensión, y no supe si sentir alivio o decepción ante lo prosaico que se adivinaba el desenlace de la cacería. ¿Iba a ser el triste camastro de una fonda el destino de nuestra romántica aventura? ¿Pretendía Paula contentarme con una entrega apresurada en la hora del almuerzo, librarse de mí calmando mi sed de una sola vez? Pero a mí me embargaba una sed milenaria, difícil de aniquilar entre las sábanas, con unas cuantas caricias de compromiso. Yo tenía sed de ella, de toda ella. Una sed que Paula únicamente podría apagar dedicándome el resto de su existencia.

Fue la esperanza de poder enmendar la situación, de poder convertir el encuentro que se avecinaba en algo más que una gestión venérea, lo que me hizo aventurarme en la oscuridad del portal. El diminuto vestíbulo de la pensión se encontraba desierto. Al fondo, una escalera se desvanecía en la penumbra como un traidor. Remonté sus peldaños con unos andares elásticos que se me antojaron tan ridículos como excesivos, y enseguida desemboqué en un corredor pobremente iluminado, cubierto por una alfombra grasienta, donde pisar se volvía un arte, y poblado de puertas que necesitaban tantas manos de pintura como días le quedaban al mundo. Todas se encontraban cerradas, salvo la última. De ella emanaba un olor agradable y familiar al que no lograba dar nombre, pero que por alguna razón me hacía evocar el verano en aquella tarde inverniza.

Enseguida comprobé que el lugar de nuestra cita era un cuarto reducidísimo. Paula se encontraba de espaldas en una de sus esquinas, atareada en lo que parecía un pequeño hornillo. «Siéntate», ordenó sin volverse, iniciando nuestro idilio de una forma excesivamente prosaica. Y aunque yo hubiese preferido que me extirpara el nombre para bautizarme con un «amor mío», me encogí de hombros algo apenado por su destemplanza e intenté obedecerla. Busqué un lugar para sentarme, pero solo vi dos sillas. Tras un momento de duda, me animé a sentarme en una de ellas, ya que nada me costaba seguir su juego. Traté de adaptarme al asiento con la mayor naturalidad, fingiendo una actitud cosmopolita que esperaba fuese valorada como correspondía. Dado que ella continuaba absorta en su tarea, repasé de nuevo la habitación, por si sus mezquinas dimensiones habían crecido en los últimos segundos, pero la estancia seguía obstinada en su angostura de cubil. Aunque al menos contaba con un gran ventanal en una de las paredes, lo que evitaba que la sensación de claustrofobia fuese completa. El inconveniente era que, sobre la línea descabalada de los tejados, la impresionante mole del edificio Ródenas & Hijos parecía vigilarnos. Paula debería haber pensado que tal vez lo que a ella le producía morbo a mí podía cohibirme. Aunque también pudiera ser que yo me hubiese precipitado en mis conclusiones. En una de las esquinas del cuarto se adivinaba una cama plegable, y el hecho de que estuviera allí arrumbada en vez de dispuesta y obsequiosa en el centro de la habitación, desdibujaba los perfiles de nuestro encuentro.

Volví a mirar a Paula con cierta alarma. ¿Cuál sería su siguiente movimiento? ¿Dolería? A juzgar por el perezoso giro de su muñeca, y por el olor que inundaba la estancia, un olor que mi mente seguía asociando al verano, su objetivo se adivinaba estrictamente culinario. Pero ¿me había convocado allí para deslumbrarme con sus dotes de cocinera? Era más lógico pensar que me había traído hasta aquel lugar para envenenarme personalmente.

Esperé con el alma en vilo. Un par de minutos después, ella se volvió, sonrió afectuosamente ante la desmañada postura con que yo me esforzaba en encajar en la silla, y se acercó a mi lado para ocupar la otra. Lo hizo de un modo mucho más natural, a pesar de que portaba una bandeja con dos tazones de caldo humeantes. Tuve que reprimir una mueca piadosa ante la extravagancia. Comida caliente en invierno. ¿Qué sería lo próximo? ¿Emparejar los calcetines para encontrarlos con mayor facilidad? Depositó la bandeja en el suelo con infinito cuidado, tomó uno de los tazones y me lo ofreció con un gesto solemne. Yo lo recibí con la misma ceremonia, y nada más tomarlo, sentí el calor beatífico de la taza propagándose por mis yemas. Me sorprendió descubrir cómo aquella sensación, tan irritante en verano, resultaba ahora enormemente placentera. Mi reacción hizo que la sonrisa de Paula creciera un poco más. Se llevó entonces su taza a los labios, animándome a emularla. Y lo hice sin vacilar, mirándola a los ojos, demostrándole con aquel gesto que estaba dispuesto a secundarla en todo cuanto tuviese a bien proponer con la misma fe ciega. Si después tocaba arrojarse por la ventana, lo haría, siempre que fuese cogido de su mano y guiado por su sonrisa. El primer sorbo de caldo me escaldó la lengua y me apuñaló la garganta, forzándome a componer una mueca de dolor poco viril. Un contratiempo que me hubiese hecho claudicar de no ser por el regocijo con que mi compañera de viaje pareció celebrar aquel escollo de la travesía y por lo que la escena parecía tener de bautismal, de obligado rito de iniciación. Continué por tanto apurando yo también mi cuenco, y no tardé en acostumbrarme a sentir aquel tránsito abrasador por la garganta, incluso empecé a encontrarlo tan reconfortante como parecía antojársele a ella. Los sorbos siguientes, ávidos y expresivos, fueron cartografiando mi garganta, recorriéndola en una caricia lenta y amorosa, y el calor se fue extendiendo por todo mi cuerpo tan minuciosamente que tuve la impresión de que en algún momento el caldo ingerido había despreciado el cauce que lo conducía a mi estómago y descubierto alguna rendija por la que alcanzarme el alma, en cuyos dominios había irrumpido dispuesto a exterminar la memoria del invierno. Fue una ceremonia que pareció durar siglos, y la coartada perfecta para disfrutar en silencio de su belleza, para abismarme en sus ojos mientras el tazón me robaba la expresión de la boca como el pañuelo de un bandido. Cuando acabamos, depositamos los cuencos vacíos en la bandeja, y sin dejar de contemplarme con aquella sonrisa de satisfacción que le había ido germinando en los labios a medida que comprobaba mi devoto servilismo, Paula se decidió al fin a romper el silencio que durante dos semanas habíamos construido con tanto esmero.

Cinco. Tome caldo en invierno.

Hoy me resulta curioso situar en aquella escena tan inofensiva el comienzo de la revolución, aceptar que compartir un caldo nos llevara a intentar cambiar el mundo. Pero no se me ocurre fijar su comienzo en otro momento más que aquel, por mucho que todavía tuviesen que pasar semanas para que la palabra «revolución» se inmiscuyera por primera vez en nuestras conversaciones. Aquella tarde, mi única pretensión era iniciar oficialmente un romance que se me resistía. Y Paula tampoco parecía albergar ambiciones más elevadas que la de hacerme admitir que tomar caldo en invierno resultaba mucho más lógico que en verano.

Tanta insistencia logró aturdirme. Había arrimado su silla más a mí y me contemplaba con extrema gravedad, esperando mi corroboración. Yo acabé por asentir. ¿Y las sillas? ¿No resultaba acaso más cómodo sentarse en las sillas que hacerlo sobre las mesas? Volví a asentir, lo que provocó que se levantara bruscamente y comenzara a dar jubilosas vueltas por el cuarto, exclamando que sabía que yo no podía fallarle, que había vislumbrado en mi mirada el alma de un igual, de un posible aliado. No me agradó demasiado descubrir que me consideraba una persona tan loca como ella, que había confundido el amor de mis pupilas con una especie de reconocimiento, de invitación a la hermandad. Resultaba desolador: tanto ensayo ante el espejo para transmitirle finalmente una casta señal de afinidad. Contemplé su repentina danza sin saber qué pensar. Íbamos a compartir cosas, al parecer, pero no el tipo de cosas que yo deseaba. No íbamos a compartir las incógnitas de nuestros corazones, ni el estrecho somier del catre arrinconado en la esquina. Íbamos a compartir los pequeños placeres de llevarle la contraria a la vida, como sentarnos en sillas y hartarnos de caldo mientras durase el invierno.

Esa tarde no hubo tiempo para más. Un vistazo al reloj la obligó a replegar apresuradamente la carpa de su entusiasmo, y regresamos a la oficina casi a la carrera, intercambiando de tanto en tanto alguna mirada cómplice que otorgaba a nuestra modesta fuga tintes de aventura épica. Arribamos al edificio sin resuello y ocupamos nuestros puestos al filo de la hora, para continuar con lo que pronto se me antojó una burda comedia. Durante el resto de la tarde, la extraña escena del hostal no dejó de darme vueltas en la cabeza, como en una pesada digestión. Aquel episodio tan difícil de asimilar me había permitido entrever una realidad diferente a la que habitaba, una posible alternativa al modo de vida triste y absurdo que había llegado a aceptar como el único posible. Y debió de ser esa constatación la causa del extraño desasosiego que me acompañó durante el resto de la jornada y que tan solo empezó a remitir una vez en casa, cuando el episodio del caldo comenzó a resultarme tan idílico y extravagante que resultaba casi imposible otorgarle alguna continuidad. Mientras me quitaba el pijama y me vestía para dormir, no cesé de rememorar el incidente, intentando descubrir a través de aquel torrente de palabras exaltadas en qué tipo de empresa nos disponíamos a engolfarnos Paula y yo. Tardé años en escoger una corbata que combinase con el traje, y siglos en anudármela al cuello. La lazada de los zapatos fue un tributo a la eternidad. Luego, una vez en la cama, el entreacto del caldo empezó a antojárseme irreal, como si lo hubiese soñado en una cabezada durante la comida.

El día siguiente se me planteó como un absoluto misterio. Por primera vez en mucho tiempo, resultaba difícil adivinar lo que me depararía la jornada. Y mi inquietud cobró tales cotas que durante el trayecto en autobús empecé a sentir una profunda añoranza de los días tediosos pero imaginables que hasta aquella mañana habían modelado mi existencia. Me resultó triste y humillante descubrir que ansiaba como nunca el abrazo de la rutina, el dulce tirón de su sabida corriente, e intenté convencerme de que no me disponía a hacer otra cosa que vivir los sueños que había incubado durante las dos últimas semanas. Y qué clase de soñador era yo, si podía saberse, que se espantaba de que los sueños se le hicieran realidad. Atravesé el vestíbulo de las oficinas dándome ánimos y tratando de imaginar mi posición en la gesta que Paula había tramado. Cuando don Crespo, como no podía ser de otra forma, solicitó uno de mis informes, mi angustia se tradujo en una progresión de calambres en el estómago. Dado que todavía no había resuelto cuál debía ser mi reacción al enfrentarme a Paula bajo las nuevas circunstancias, caminé hacia ella pálido y sudoroso, intentando decidir entre representar mi papel de siempre o irrumpir en el despacho de don Crespo sin dedicarle una sola mirada. ¿Qué esperaba ella de mí? ¿Un significativo alzamiento de cejas o algún otro gesto de complicidad que desconcertara al auditorio? Finalmente, al alcanzar su mesa y observar cómo mis pies encallaban de golpe en la moqueta, comprendí que algunas costumbres son invencibles. Tragué saliva y giré el acalorado rostro hacia mi amada, como llevaba siglos haciendo. Y por primera vez, Paula no levantó la cabeza para mirarme. Siguió con su tarea, ignorándome, ignorándonos, ignorando el confeti de cuchicheos que se fue posando lentamente sobre nuestros hombros. No supe qué hacer más que seguir allí plantado, suplicando una mirada que me desgarrara de la tierra, que me concediera de nuevo el preciado don del movimiento. Y fue una espera larga y vergonzosa, un duelo de voluntades que arrancó suspiros a la platea. Hasta que deshice mi envaramiento y me refugié con un par de veloces zancadas en el despacho de don Crespo, quien ya empezaba a echarme en falta. Luchando por asimilar lo sucedido, asentí mecánicamente a sus indicaciones, que perfilaban un mundo que más que nunca se me reveló ajeno e irritante. Aun así, deseé que aquellas observaciones nunca terminasen, que don Crespo me retuviese allí dentro por siempre, acunándome con su voz de barítono. Pero acabó por despacharme con una palmada fraternal, que aclaraba que a don Crespo le costaba imaginar que sus empleados tuviésemos más preocupaciones que las de consagrarnos a buscar la perfección de aquellos malditos informes, y como no era cosa de continuar allí ante él, observándonos desconcertados en el silencio, tuve que abandonar su santuario y cruzar por entre las secretarias con la cabeza gacha, vencido y espectral. De nuevo en mi mesa, ocupé todas mis neuronas en la tarea de explicar el desabrido comportamiento de Paula, pues de lo contrario dudaba mucho que pudiese seguir viviendo en un mundo tan contradictorio. Fueron dos horas espantosas, pero para cuando sonó el timbre del almuerzo mi ánimo había experimentado una notable mejoría. Había concluido en que Paula y yo teníamos un secreto, que así quería ella distinguir nuestra cita en la pensión, embozando nuestra historia para prestigiarla con el aire excitante de lo clandestino.

Yo seguía, sin embargo, sin saber qué pasos dar. Bajé al comedor y aguardé tontamente en la cola de las bandejas, como esperando una señal. Pero mi ángel no apareció para guiarme. ¿Estaría esperándome en la pensión? Harto de dejar correr el turno como un estúpido, abandoné la cafetería para dirigirme a la calle, un poco cansado ya de los numerosos sobreentendidos de nuestra relación. En la calle, el aire helado me obligó a subirme las solapas del pijama. El vestíbulo de la pensión me resultó enormemente acogedor. Permanecía desierto. ¿Se hallaría Paula arriba? Solo tuve que remontar la escalera para que el aroma del verano respondiese a mi pregunta.

Paula se encontraba en la habitación del fondo, vestida para dormir, con una falda larga bajo la que despuntaban dos tacones generosos. Su pijama de oficina estaba cuidadosamente doblado en una esquina del cuartucho. Tomamos el caldo en el mismo silencio devoto del día anterior. Cuando, al terminar, Paula arrastró el camastro al centro de la habitación, comprendí que mis pobres intentos por ocultar la erección que había conjurado su vestido de cama habían resultado fallidos. Mientras la observaba retirar el embozo, maldije mi falta de previsión por no haberme traído el traje de cama, lo que me obligaba a tomarla envuelto en mi pijama. Paula merecía que la amase con el esmoquin más caro que pudiera conseguir. Entonces, para mi asombro, ella procedió a liberarse de sus ropas. Y la habitación pareció inundarse de carne, estremecerse de piel, desgarrarse de Paula. Contemplé atónito su repentina desnudez. Era la primera vez que veía desnuda a una mujer, y no sabía mirarla. Estudié, entre el pasmo y la gula, los volúmenes, las proporciones, la elástica sabiduría con que aquellas piezas de mujer, entrevistas siempre por separado, adivinadas siempre bajo tela, se fundían ahora en un paisaje mayor. Admiré la soltura plástica de sus senos, el doloroso avasijamiento de la cintura, el plácido remanso de la cadera, la lana nocturna del pubis, los animalitos de los pies. Admiré aquella ecuación de maravillas que se resolvía en Paula, con quien nada era como yo sabía, con quien todo resultaba justo al revés. Se me acercó lenta, ilusoria, flexible, decidida a conducirme por los caminos de cabras de su locura, quisiera yo o no. Sus manos desabotonaron, apartaron, buscaron, me devolvieron a mi estado natural sin que yo pudiera oponer resistencia. El pijama cayó al suelo con estruendo de coraza, y ella abrazó mi desnudez inédita y yo abracé la suya abrazada a la mía abrazada a la suya, y el universo se redujo a Paula, solo a Paula, a su abrazo carnívoro y caliente, a su respiración azul, a su olor más profundo, a su piel diluyéndose en la mía. Aquella comunión de carne me arrastró a una bonanza deliciosa, y quise que el mundo parase ahí, que la vida se detuviese en ese instante, como si hubiese encontrado lo que buscaba. Hundiendo los dedos en su espalda como raíces sedientas, la apreté aún más contra mí, tratando de apurarla sin saber cómo, de absorberla a través de cada poro, Paula en vena, hasta perder mis límites y creer que mi cuerpo continuaba en el suyo, que a su vez proseguía en el mío, que éramos una aleación, un mismo fuego brusco, un laberinto de carne sin principio ni fin donde se perdía el deseo. El camastro nos recibió con un crujido de hojarasca. Sin tela de por medio, fue saberla en un empalago de intimidad, en una borrachera de piel. Y supe que aquello era lo correcto, que para amar no era preciso vestirse, que resultaba mucho más placentero desnudarse, y supe también, mareado y sin aire, que no resistiría tal sobrecarga de dulzura, que algo en mí se rompería, hasta que el alma me rebosó como una marmita que hierve.

No somos más que el resultado de las personas que conocemos, atiné a pensar mientras Paula se ovillaba a mi lado, pues ahora me descubría como un instrumento desafinado que solo ella podría afinar. Tras la ventana se erguía la torre de Ródenas & Hijos, aquel túmulo de acero donde se moría en silencio. En ese momento, el sol destellaba sobre las cristaleras de la planta quinta, pero a medida que transcurrían los minutos empezaba a deslizarse como una caricia lenta por los pisos superiores, donde yo solo me había aventurado con mi imaginación. Para mí, aquella docena de plantas representaban el paraíso, pero para Paula simbolizaban el infierno, a juzgar por cómo se refirió a quienes trabajaban allí. El brillo de sus pijamas de seda, sus pulcros peinados, los hipnóticos efluvios de sus perfumes… Eran mis palabras, pero ahora no las sustentaba mi tono rayano en la devoción. Todo lo contrario: las sustentaba una aversión casi infantil. Paula odiaba a aquellos arcángeles de porcelana que acataban la vida sin siquiera plantearse, aunque solo fuera por un segundo, si esta podía vivirse de otra manera. Aquel odio se me antojó tan caprichoso como el que yo sentía por Solera, y no pudo sino conmoverme, pues me demostraba que Paula era tan humana como cualquiera. Como todos, también mi amada necesitaba alguien a quien odiar tanto como necesitaba alguien a quien querer.

Cuando se durmió, dejé que mi mano errara por su cuerpo, lenta y azarosa, inventando sus caminos, como una gota de lluvia resbalando por la hoja de una palmera. Y mientras la acariciaba, me pregunté ociosamente qué sueños podría componer una mujer como ella, si merecía la pena el esfuerzo de soñarlos, cuando su vigilia ya resultaba un sueño insuperable.

Seis. Desnúdese para amar.

Convertimos el cuartucho de la pensión en nuestro centro de operaciones. Paula parecía empeñada en construir entre aquellas cuatro paredes un mundo propio, un mundo que trataba de corregir el mundo de fuera. Allí fomentábamos la locura con regocijo de niños traviesos: nos sentábamos en sillas, nos hartábamos de caldo, nos vestíamos con trajes por el placer de desnudarnos luego el uno al otro.

Yo llevé mi gastada edición de Romeo y Julieta de Shakespeare, y la leímos juntos, reanudando siempre la lectura donde la habíamos dejado la vez anterior, lugar que señalábamos doblando excitados las esquinas de sus páginas. Así, en tan solo un par de tardes, supimos del trágico final de los enamorados. Pero el hecho de que tanto Romeo como su amada, y el resto de los Capuletos y Montescos se sentaran en sillas y escribieran en las mesas, pareció emocionar a Paula casi más que la desdichada historia de los amantes de Verona. Con expresión de iluminada, utilizó mi querida obra de Shakespeare para avalar su extravagante comportamiento. Sentarse en las sillas era lo correcto, lo lógico. En aquellas páginas tenía la prueba. Así era como se hacía en el pasado. Pero eso no significaba que fuese lo correcto, protesté yo. En el pasado los ricos tenían esclavos, se realizaban sangrías a los enfermos, se prohibía votar a las mujeres… En el pasado se hacían cosas ilógicas. ¡El pasado era absurdo! Paula intentó rebatir mis palabras, pero yo siempre encontraba otro ejemplo que ilustraba mi teoría, y poco a poco se fue abismando en un silencio pesaroso. Solo de tanto en tanto repetía, como para sí: esta no puede ser la forma correcta de hacer las cosas, esta no puede ser… Al verla tan abatida, me arrepentí de mi comportamiento. En el fondo, ¿qué ganaba yo defendiendo nuestra forma de hacer las cosas? Lancé un suspiro y opté por darle la razón. Eso la hizo emerger de su trance y trajo de nuevo una sonrisa a sus labios.

Tan mal me sentía por haberle llevado la contraria, que decidí regalarle un ejemplar de Romeo y Julieta, pero estaba visto que mis intentos románticos no contaban con el apoyo del mundo. En ninguno de los establecimientos que visité vendían libros, y mucho menos de Shakespeare. Encontré, sin embargo, un mapa de la ciudad, y pasamos una tarde inolvidable comprobando si era posible trazar rutas más directas entre las paradas de los autobuses, ella con un rotulador rojo y yo con uno verde, hasta que dejamos el mapa ilegible de tanto perseguirnos a escala. Y encontré también un bloc de dibujo, en cuyas espaciosas páginas comenzamos a anotar con una sonrisa de superioridad todo cuanto podía mejorarse en el mundo de los otros. Las propuestas de Paula se me antojaban disparatadas al principio y después lógicas, y movido por su entusiasmo, yo también comencé a realizar mis pequeñas aportaciones. Inspirado por ella, miraba de frente el mundo en que vivía y descubría erratas en todas partes, errores que subsanar entre risas.

Debo confesar que al principio lo hice porque a ella la hacía feliz verme comulgar de sus creencias, y para mí no era más que un juego divertido, pecaminoso, doblemente excitante porque debíamos realizarlo en el mayor de los secretos. Yo no estaba loco, solo estaba enamorado. Pero a medida que pasaban los días, se me hacía más desagradable el regreso al universo auténtico, a sus raciones de helado, a sus guerras sin bajas, a sus complejos desayunos. En comparación con aquel, nuestro mundo me resultaba cada vez más sensato. Sentado de nuevo en mi mesa, intentando orientarme entre los papeles amontonados en mi silla, me sobrevenía la incómoda certeza de que nos encontrábamos en una realidad, si no falsa, sí errónea. Habíamos corregido los absurdos comportamientos del pasado, pero habíamos construido un presente todavía más absurdo, me dije contemplando aquellos informes que no servían para nada.

Imagino que fue inevitable, que alcanzamos un punto donde todo parecía dispuesto, donde la realidad se escindía en un único sendero. Pero lo cierto es que Paula poseía la materia prima de los sueños, y si algo sabía hacer yo en la vida era manufacturarla. De manera que, tras amarnos, con el sol del mediodía velando nuestros cuerpos exhaustos, nada podía evitar que la voz se me volviera aérea, y que mis palabras flotasen por el cuarto en un delirio de polen, dibujando sobre el aire un mundo nuevo, un mundo donde se durmiese en pijama, donde se desayunase en casa, donde cada establecimiento se encargara de vender un artículo determinado, donde la guerra fuera cuestión de semanas porque todos habíamos acordado dispararnos unos a otros… Con una sonrisa apacible, Paula se apretaba contra mí y se dejaba acunar por mis palabras de trovador camastral, y eran aquellos roces la leña que hacía rugir el fuego en el que ardía mi alma, convirtiéndome inevitablemente en un arriesgado arquitecto de quimeras.

Pero lo cierto es que ninguno de los dos sospechamos nunca que aquellas charlas tontas pudieran constituir el germen de la revolución. Sin embargo, fuimos incapaces de sustraernos al romanticismo que nos envolvía mientras vigilábamos el mundo de fuera a través del ventanal con una expresión de decepción en los labios.

Era tan tentador cambiarlo. Tan romántico intentarlo.

Siete. Si regenta una tienda, coloque en la entrada un cartel.

El lunes elegido para cambiar el mundo amaneció ceniciento y frío, como una advertencia de que cualquier empresa que se llevase a cabo ese día estaba condenada al fracaso. Un viento gélido purificaba las calles desiertas, emitiendo unos silbidos exageradamente siniestros. Con la ciudad todavía dormida, el mundo parecía un escenario sin recoger tras la última función. Y daba la impresión de que todo acto que se realizara bajo aquellas condiciones tendría inevitablemente el regusto de lo clandestino. Así que la sospechosa estampa de un tipo resguardado en el portal de su edificio, con una saca de octavillas a la espalda y el semblante almidonado por la tensión, resultaba casi obligada. Yo esperaba la llegada de Paula para comenzar la revolución. Y su demora me preocupaba. Apenas disponíamos de una hora escasa para hacer el reparto, antes de incorporarnos al trabajo, y cada segundo era precioso. Los buzones de toda la ciudad esperaban la revelación de nuestras palabras. No había tiempo que perder.

Recordé el entusiasmo de Paula mientras trazábamos el plan, cómo se intensificó el brillo de sus ojos a medida que mi ocurrencia dejaba de parecerle un juego y se volvía algo más serio. Ya estaba bien de observarlo con condescendencia, sentenció de golpe. Había llegado el momento de pasar a la acción. Iniciaríamos una revolución. Cambiaríamos el mundo. Era nuestro deber. Puede que no fuésemos los únicos en advertir que había algunas cosas que corregir, pero era evidente que éramos los únicos dispuestos a corregirlas. Y resultaba hermoso imaginarse a nuestros vecinos estudiando nuestra propuesta, asintiendo gradualmente con la cabeza al tiempo que una sonrisa de comprensión florecía en sus labios. ¿Cómo habían estado tan ciegos?

Mientras esperaba, me estudié en la luna del zaguán: el nudo de la corbata impecable, el traje cepillado de arrugas, los zapatos delatando mi insomnio con su excesivo lustre. Resultaba extraño, a la par que divertido, descubrirme con el traje de dormir en un espejo distinto al de mi dormitorio. Pero aquel había sido uno de los requisitos que Paula y yo habíamos acordado, un detalle que venía a reforzar aún más el romanticismo de nuestra cruzada. Consulté el reloj y volví a examinar la calle a través de los vidrios del portal. ¿Dónde estaba Paula?

Extraje una octavilla de la saca y la contemplé con orgullo. Por suerte los de la imprenta no habían preguntado nada. Se habían limitado a consultarme sobre el molde de letra y el color del papel sin ni siquiera detenerse a leer su contenido. Volví a releer el provocador llamamiento de la entradilla, corroborando el tono exaltado y apremiante que Paula y yo habíamos intentado transmitir, y saboreé la lucidez oculta en los nueve puntos siguientes, que esperábamos aumentar en próximos manifiestos. De momento, nueve eran más que suficiente. El naranja chillón de la octavilla había corrido de mi cargo.

¿Qué retrasaría a Paula?, volví a preguntarme mientras jugaba con el panfleto. Mis ojos se posaron entonces en el buzón de Sorela, mi remilgado vecino. Si por alguien debía comenzar el reparto, era sin duda por Sorela, el tipo más integrado en el sistema que conocía. Doblé el folleto y lo eché por la ranura con una sonrisa irónica, imaginando su repulsa al leer aquella extravagancia. Solo por eso merecía desperdiciarse una octavilla.

Fue entonces cuando la puerta del portal se abrió con brusquedad y una Paula jadeante pasó al interior, acompañada de una ráfaga polar que devoró la provisión de calor del vestíbulo. La observé con cierta sorpresa, porque venía en pijama, en vez de vestir el traje de dormir, como habíamos convenido. Ella me dedicó a su vez una mirada extraña, en las pupilas algo parecido a un rastro de angustia. Traía los labios temblones y los ojos enrojecidos, como si le hubiesen removido el alma durante la noche. Resultaba evidente que no había dormido demasiado. Antes de que pudiera preguntar, acercó una mano a mi mejilla y trazó una caricia borrosa. Luego me abrazó con desesperación, y mis brazos se apresuraron también a estrecharla. Y así, sus labios contra mi oreja, vaciándose en susurros, como si se avergonzara de ello, me rogó que no siguiéramos adelante, que nos olvidáramos de todo, que dejásemos las cosas como estaban, que no creía que un mundo donde se durmiese en pijama y solo se comiese helado en verano y la gente muriese en la guerra fuese necesariamente mejor que el que ya teníamos.

Cuando se le agotaron las palabras, solo quedó su respiración, compungida y grana. Se separó de mí con una laxitud de hoja de otoño, y mis brazos la fueron entregando al aire con la impotencia del árbol. No quiso mirarme. Corrió calle abajo, envuelta su huida en el espíritu trágico de aquella amanecida sucia. La contemplé desaparecer con sus palabras calentándome el oído. Y me descubrí entonces rígido y desorientado en el espejo, ridículo con el traje de dormir y aquella saca de panfletos idiotas al hombro. Sí, una cosa era jugar a cambiar el mundo en el cuarto de una pensión, soñar con una vida sin desperfectos, y otra creernos en el derecho de remediarlo en nombre de todos. Salí a la calle y arrojé la saca al contenedor más próximo. Luego subí a mi apartamento, me puse el pijama y bajé a la parada del autobús, donde ya habían empezado a amontonarse otros trabajadores también en pijama.

La mañana transcurrió sin sorpresas hasta que don Crespo solicitó uno de mis informes. Me levanté y caminé lentamente hacia su despacho, intentando decidir cómo actuar al llegar a la mesa de Paula. Habíamos acordado acabar nuestra revolución antes siquiera de empezarla, pero ¿era eso lo único que habíamos decidido terminar? No lo sabía, aunque confiaba en que Paula respondiera a aquella pregunta con alguna mirada que yo pudiera descifrar. Sin embargo, cuando llegué hasta su mesa, la encontré vacía. Alguien se había llevado sus papeles y objetos personales, borrando todo rastro de ella. Era como si nunca hubiese estado allí, como si fuera un producto de mi imaginación. Durante varios minutos, me limité a contemplar la mesa vacía entre el desconcierto y la incredulidad, mientras oía a mis espaldas las risitas de sus compañeras. Finalmente, una de ellas se apiadó de mi desorientación y me informó de que a Paula la habían ascendido. Desde esa mañana trabajaba en la sexta planta. Tras decir aquello, me contempló en silencio, estudiando con regocijo mi reacción, que no fue otra que la de asentir confusamente, romper mi parálisis y regresar a mi mesa dando tumbos, con el informe de don Crespo todavía en la mano.

Esa tarde, en el cuartito de la pensión no encontré a nadie. Me senté en una de las sillas y dejé transcurrir el tiempo del almuerzo contemplando con melancolía la sexta planta del edificio Ródenas & Hijos, en cuyas cristaleras centelleaba el sol. Me preguntaba si Paula seguiría sentándose en las sillas allí dentro, si continuaría llevándole la contraria al mundo, ahora que formaba parte de aquel grupo de personas a las que la vida parecía velar con mayor mimo. Creo que ningún personaje de Shakespeare llegó a sentirse nunca tan desdichado.

Ocho. Reanude la lectura de los libros donde la dejó la vez anterior (para ello puede doblar la esquina de la página).

Pero la revolución que Paula y yo habíamos planeado comenzó al día siguiente, para bien o para mal. Era un martes invernizo y anubarrado, en el que un manojo de lianas de sol colgaba hacia el suelo por entre los rotos de las nubes con un celo simbólico que se me antojó excesivo. Nos encontrábamos arracimados en la parada del autobús como todos los días, con las solapas del pijama bien alzadas contra las mordeduras del frío y dispuestos a batallar por un asiento. Cuando el autobús llegó, tan cansado y jadeante como siempre, empezaron los codazos. Esa vez no logré conseguir asiento, y encajonado entre otros pijamas tan desafortunados como yo, antes de aplicarme a los malabarismos del desayuno, busqué con la mirada a Solera, para confirmar que, como siempre, mi remilgado vecino había conseguido asiento. Le dediqué la tradicional mirada de odio y volví a lo mío, pero con la sensación de que había algo anormal en Solera. Alcé los ojos de nuevo hacia él, intentando descubrir qué era lo que no encajaba. Rodeado de pijamas atareados en desayunar, Solera destacaba como un oasis de calma. Tenía las manos pacíficamente entrelazadas en el regazo, y una ligerísima sonrisa de superioridad en los labios. Parecía como si hubiese desayunado en casa. Fue entonces cuando reparé en el papelito anaranjado que sobresalía del bolsillo del pecho de su pijama.

Nueve. Cuando acuda a la guerra, intente matar a sus enemigos.