6
Llegué a casa envuelto por negros pensamientos y un temor que era como un núcleo punzante en la boca del estómago. No quería enfrentarme a la mirada de mi esposa en ese momento, sabía que en mi expresión iba a leer todo lo que había pasado. Me descubriría apenas me viera, lo sabía. Por más que me había lavado antes de salir del campamento, aún sentía el olor de Benazir empapando mi piel. Con el tiempo quizá mi mente encontrase una forma de asimilarlo, de ocultar lo que había sucedido en algún rincón de mi memoria, pero no ahora.
Estaba tan perdido en mis pensamientos que no vi al ulema esperándome frente a la puerta de mi casa y casi choqué contra él.
—Samir —me dijo sobresaltándome—, ¿te encuentras bien? Pareces perdido.
—Ahmed, ¿qué haces aquí?
Durante un momento pensé que nuestra semana de guardia se había adelantado y sentí casi alivio. Al menos tendría tiempo para organizar mi mente. Pero entonces vi a un mulá vestido de negro, con la barba entrecana, que acompañaba a Ahmed. ¿Qué hacía allí un juez?
—La paz sea contigo, hermano —me saludó el mulá, acercándose—. Mi nombre es Yusuf Abdalá y espero que no te importe responder unas pocas preguntas.
—La paz sea contigo, Samir —dijo también Ahmed; llevaba un maletín de cuero negro y tuvo que cambiárselo de mano para saludarme—. Siento haberte sorprendido, pero hay mujeres en tu casa y por eso te hemos esperado frente a la puerta.
Los vecinos estarían sacando ya todo tipo de conclusiones. Pero ¿qué me importaba ahora lo que pensasen los vecinos? Al parecer estaba en problemas serios, un juez no se desplaza hasta el domicilio de un simple ciudadano por nada.
—¿Debo avisar a un abogado? —pregunté con voz insegura.
—Por favor, hermano —me dijo el mulá con una sonrisa asomando por debajo de su barba—, me parece que te hemos dado una idea equivocada. Conoces a Ahmed, ¿verdad? Por favor, habla con él y que te explique que no hay nada por lo que preocuparse.
Yusuf Abdalá se retiró discretamente unos pasos y el joven ulema rubio se acercó a mí.
—Samir, no pasa nada, ni tú ni tu familia estáis bajo sospecha de ningún tipo —me aseguró—. El mulá está investigando un asunto y quiere hacerte algunas preguntas, nada más.
Nada más, pero yo no tenía mi conciencia tranquila.
—De acuerdo. —Me volví hacia el mulá—. Por favor, acepta la hospitalidad de mi casa.
—Con mucho gusto, hermano. Ve tú primero y avisa a tu mujer.
Así lo hice. Ni siquiera la vi, la llamé desde la puerta y le dije que subía con dos hombres y que se metiese en la habitación de los niños con nuestra hija. Esperé hasta que las oí encerrarse con llave y entonces franqueé el paso a los dos religiosos.
Yusuf Abdalá y el joven ulema entraron en mi casa y pasearon por el comedor. Ahmed parecía cohibido, pero el mulá lo miraba todo con descarada curiosidad. Me fijé en que le echaba un vistazo rápido al marcador del audímetro de la televisión, luego se acercó a la estantería donde guardaba mis libros y que cubría toda la pared del fondo.
—¡Cuántos libros tienes aquí, hermano! —exclamó.
—Todos son libros de medicina —me apresuré a decir, no me había gustado su tono de voz—, lecturas que exige mi profesión.
Aquello era una mentira, allí tenía también las novelas de aventuras a las que yo era tan aficionado: Julio Verne, Stevenson, Salgari… Solo que convenientemente retapadas para eludir la prohibición del fiqh. El corazón me dio un vuelco cuando el mulá cogió una de estas y empezó a hojearla.
—Este ejemplar está impreso en la lengua de los infieles —observó.
—Sí, hay textos que solo se pueden conseguir en inglés.
—¿Textos médicos? —preguntó con una sonrisa maliciosa. O al menos eso me pareció.
Asentí y el religioso dejó el libro sobre la repisa de la librería.
—Imagino —añadió— que sabes lo que dijo el califa Omar ibn al-Jattab antes de ordenar destruir la biblioteca de Alejandría…
—«Los libros aquí reunidos o bien contradicen el Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces son redundantes».
—Exacto. Pero yo no estoy de acuerdo con una postura tan intransigente… Por cierto —dijo señalando el libro que acababa de dejar—, tiene una cubierta que no le corresponde, pero La isla misteriosa también es una de mis novelas favoritas. Uno no puede sino admirar la determinación de ese capitán Nemo contra la desviada sociedad occidental.
Enrojecí y noté la mirada asombrada de Ahmed, que permanecía de pie a mi lado.
—Mulá, yo… —empecé a disculparme, pero Yusuf Abdalá alzó una mano para interrumpirme.
—Es difícil ocultar las cosas. Sabemos, por ejemplo, que desde hace dos semanas atiendes cada mañana a la mujer que llegó por el camino del oeste —dijo—. El personal del campamento nos ha informado cumplidamente de tu actividad. Por favor, admítelo.
Me quedé sin habla, golpeado por aquella acusación que podía costarme mi licencia médica y que el mulá había pronunciado con calma, sin cambiar el tono de voz. Pero yo sentí en ese momento que todo mi mundo se desmoronaba a mi alrededor.
—Yo…
¿De verdad confié en que la gente del campamento se apiadase de aquella desdichada, por la que no habían movido un dedo, y no me denunciara? Había sido un ingenuo.
—Te repito que no soy tan intransigente —siguió diciendo el mulá. Su sonrisa era como una serpiente asomando entre el follaje de su barba—. Sin un poco de manga ancha nuestra sociedad no podría funcionar. Y yo, personalmente, me alegro de que alguien cuidase de esa pobre mujer, aunque fuera infringiendo el fiqh. Nuestras leyes son duras, así que entiendo los actos humanitarios puntuales como el que tú has realizado. Además, lo has hecho fuera de la jurisdicción de la ciudad, por eso miramos hacia otro lado y te dejamos hacer. Por favor, hermano, relájate, porque como te he dicho al principio no tienes nada por lo que preocuparte.
—Entonces ¿qué quieres de mí, mulá?
Le hizo una señal a Ahmed. El joven religioso abrió su maletín y sacó varias fotos que fue depositando encima de mi mesa, una junto a otra, con el mismo cuidado exagerado con el que lo hacía todo, como si siempre tuviese miedo de equivocarse. Eran los rostros de cinco hombres que yo no conocía de nada. Después de echarles un vistazo me volví de nuevo hacia el mulá y me encogí levemente de hombros.
—Estos hombres son policías de la brigada antiterrorista —me explicó—. No te suena ninguno de ellos, ¿verdad? Pero mira otra vez y fíjate en ese último, en el de la derecha.
Así lo hice: un tipo con los ojos hundidos, una barba corta y el tabique de la nariz un poco desviado. Ante mi mirada de extrañeza, pues seguía sin reconocer a aquel sujeto, Ahmed sacó otra fotografía que también colocó sobre la mesa. En esta ocasión era el rostro horriblemente hinchado y sanguinolento del hombre que había acompañado a Benazir, era la foto que habían tomado los militares de su cadáver mientras yo intentaba extraerle una muestra de sangre a la mujer. Sobre la imagen, varios números señalaban diferentes rasgos de aquel rostro tan deformado. Me fijé en la nariz desviada y comprendí que se trataba del mismo tipo.
—Es increíble lo que le hace esa enfermedad a una cara humana —dijo Yusuf Abdalá—, los del laboratorio han tardado todo este tiempo en identificar al cadáver como uno de los policías desaparecidos.
Policías que cazan terroristas. Las noticias tampoco suelen hablar de esas cosas, pero había oído rumores sobre atentados en Madrid y Barcelona. Murmuraciones, pero si alguien se tomó la molestia de crear una brigada antiterrorista es que se trataba de algo más que un mito.
—¿Desaparecidos?
—Estaban en una misión en Madrid y hace más de dos meses que perdimos contacto con ellos. Y este es el motivo por el que hemos venido hasta tu casa. Samir, la mujer a la que has estado atendiendo llegó en compañía de uno de nuestros agentes desaparecidos. Policías antiterroristas, así que antes de ir a interrogarla queríamos saber por ti cualquier dato que te haya contado y que pudiera sernos de utilidad. ¿De qué habéis hablado durante este tiempo?
Me había quedado mudo; miraba las fotos y luego volvía a mirar a los dos religiosos y de nuevo contemplaba las fotos de aquellos policías. Cinco, exactamente el número de hombres que Benazir me dijo que los habían atacado a ella y a su marido.
—Esa mujer tenía señales de haber sido golpeada —dijo Ahmed—, creo que todos pensamos que el muerto era su marido y que le había dado una paliza, pero ahora es evidente que ese hombre no era su esposo.
—Me contó que cinco hombres los asaltaron a ella y a su verdadero esposo —me oí decir sin pensarlo más—. A él lo asesinaron y a ella la torturaron.
—Esos hombres eran reputados policías y estaban buscando terroristas —dijo Yusuf Abdalá—, por lo tanto debemos pensar que ella sabía algo. Es posible que sea una colaboradora.
—No lo creo, ella…
—Ella… ¿qué?
—No puede estar metida en algo así.
—Pareces muy seguro. ¿Por qué no diste parte de que su esposo fue asesinado?
—Lo supe hoy mismo, después de…
—Después ¿de qué?
Cerré la boca firmemente y me tomé un momento para pensar mi respuesta:
—Después de hacerle su cura.
El mulá asintió lentamente.
—Vamos a interrogarla ahora mismo y quiero que nos acompañes, Samir —dijo—. Estoy viendo algunos puntos oscuros en todo este asunto y me gustaría aclararlos contigo delante. No te importa, ¿verdad?
Pero su tono y su mirada me estaban diciendo más bien: «Que no se te ocurra negarte».