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Mi hogar está situado en la calle Correjería, cerca de la plaza de la Gran Mezquita. Volví a ducharme antes de acercarme siquiera a mi esposa. Aunque en el puesto de guardia había pasado casi una hora bajo los chorros de agua mezclada con productos químicos desinfectantes, aún me sentía sucio.
En la casi completa oscuridad de nuestro dormitorio empezamos a hacer el amor nada más tocarnos, como dos ciegos que se encontrasen en mitad de la noche. Hacía una semana que Aisha y yo no estábamos juntos y ella había planeado cuidadosamente el recibimiento. La habitación estaba aromatizada con una esencia que se quemaba en el pebetero, la música que sonaba de fondo era suave y turbadora, y había perfumado con delicadeza su cuerpo.
Rodamos juntos sobre la cama mientras yo me iba despojando de las ropas limpias que acababa de ponerme. Su boca buscaba la mía con ansia y un punto de desesperación.
—Te amo —susurraba, y yo le respondía que también la amaba, mientras intentaba concentrarme en lo que estaba haciendo.
Lo malo de todo es que tenía la sensación de que estábamos representando un ritual. Algo que hacía referencia a un sentimiento que había sido poderoso en el pasado, pero que ya no existía. Las palabras, los movimientos, parecían perfectos por haber sido ensayados una y otra vez, pero yo notaba que la pasión que estábamos simulando no era real. «¿Y qué más da la pasión?», solía pensar en esos momentos. Yo la amaba con locura, daría mil veces mi vida por ella y eso es algo mucho más fuerte que un acaloramiento juvenil provocado por las hormonas.
Pensar en eso, en la realidad de mi amor por Aisha, solía funcionarme. Pero esta vez no.
—¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó ella, dándose por vencida.
—Lo siento, lo siento… Hace una semana que no te veía y no entiendo por qué…
—No te preocupes, amor, no pasa nada.
Encendí la luz de la mesita de noche. El rostro de mi esposa seguía siendo el más hermoso que había visto nunca. Sus grandes ojos oscuros, su pelo largo y negro, sus labios perfectamente dibujados… Pero su expresión era de inquietud.
—Justo hoy hubo una incidencia —le dije—, poco antes de que terminase el turno.
—Lo sé. Llamé para preguntar por tu retraso y me lo dijeron. ¿Te ha afectado?
—Sí. Tuvimos que salir fuera de la ciudad, los soldados dispararon contra un hombre que estaba infectado… Su mujer…, creemos que es su mujer, la pobre había recibido una paliza brutal, pero no tenía la enfermedad. Fue horrible.
—Amor, lo siento mucho. —Me abrazó con fuerza—. Lo único que quería es estar a tu lado, solo eso. No tenemos que hacer nada más… Te he echado mucho de menos, cariño.
—Y yo también a ti. —Acaricié su pelo sintiendo que la ternura por ella me embriagaba.
Cuando salimos de la habitación, Fátima, la madre de mi esposa, casi había terminado de preparar la comida con la ayuda de nuestra hija de ocho años. La mujer nos dirigió una mirada pícara y yo le respondí con un gesto de agradecimiento por su ayuda mientras yo estaba de guardia. Mi suegro llegó poco después con nuestro pequeño de cinco años al que había ido a recoger a la madraza. Nos sentamos todos alrededor de la mesa.
Fátima había preparado cuscús con verduras y tfaya, y empezó a servirlo. Los extractores funcionaban al máximo para absorber el vapor de la cocina. Vivimos en casas sin ventanas, encerrados en nosotros mismos, con nuestras propias murallas levantadas frente a los vecinos, al igual que la ciudad está cerrada al exterior. Las familias no temen la enfermedad, sino la mirada del prójimo. Aquello que no ven no lo pueden denunciar ante el consejo de mulás, porque la triste realidad es que hay demasiada gente decidida a acusarte de corrupción moral por envidia o por celos. Y según el fiqh, la Ley, a las mujeres no se les permite estar visibles ni siquiera en su propia casa. Se podría dar el caso de que un tipo se subiese a un armario con unos prismáticos para ver a una mujer dentro de su hogar y la culpa sería de la mujer. Por eso es mejor vivir sin ventanas, excepto la de una sola dirección, que es la televisión.
Mi suegro se levantó para encender el aparato.
—Karîm —le dije—, nosotros preferimos comer sin televisión.
—Pero hoy va a hablar el Mahdi, hace tiempo que lo están anunciando…
—Apaga la televisión y siéntate a comer de una vez —le pidió Fátima—. Sabes perfectamente que lo has dejado programado en la grabadora de casa.
Karîm obedeció y me guiñó un ojo:
—Donde hay patrón, no manda marinero.
Pero apenas llegaron los postres, cogió dos barquillos de almendra con miel y fue a sentarse en el sofá. Encendió la televisión, en ella el Mahdi seguía hablando:
«Y los poderosos, las naciones que servían al Gran Satán, los hombres y las mujeres hinchados de orgullo que vivían en lo que ellos llamaban “Primer Mundo”, dándole la espalda a Dios, pensaron que la religión era cosa del pasado. Ellos decían: “Si hemos caminado por la Luna es que somos mejores que Dios, ya no lo necesitaremos nunca más”. ¡Cuánto orgullo y qué equivocados estaban! Pero Dios les enseñó. Sí, les dio una lección que no olvidarían. ¡Una lección de sangre! ¡Ríos de sangre corriendo por las calles de sus engreídas ciudades…!».
Hice levantar a mis hijos de la mesa y les dije que fueran a jugar a su cuarto.
—¿Qué pasa, Samir? —me preguntó mi suegro—. El Mahdi es un hombre santo, ¿es que no quieres que tus hijos escuchen sus palabras?
Yo dudaba que nuestro mahdi fuera también el Mahdi para otras ciudades, pero no quise discutírselo a mi suegro porque tenía mucha fe en él. Aunque estaba retirado, Karîm había sido médico como yo. Era un buen hombre que había trabajado muy duro toda su vida, y ahora necesitaba creer en algo. Lo entendía, pero la educación de mis hijos era cosa mía.
—Ya tendrán tiempo para oír hablar de sangre —le dije.
«Demasiada sangre», pensé. La imagen de aquel hombre desgarrándose ante mis ojos se presentó de nuevo en mi mente. Luego, el rostro amoratado de aquella desdichada cuando le quitaron la capucha del burka… Sí, demasiada sangre había ya en nuestras vidas.
Me senté en el sofá junto a mi suegro, mientras nuestras mujeres retiraban la mesa y lavaban los platos. En la pantalla, el Mahdi seguía hablando de sangre. Era un hombre de rostro duro, temible, de larga barba blanca y cejas pobladas, siempre ceñudo. La expresión de sus ojos de halcón no hablaba de la bondad de Dios, sino de su implacabilidad. Estaba diciendo:
«El Sagrado Corán dice: “Recita en el nombre de tu Señor, que ha creado. ¡Ha creado al hombre de sangre coagulada!”, y muchos creyeron ver en estas palabras una contradicción, pues en otra sura se afirma que Dios creó el hombre de arcilla. Pero no, ¡Dios sabe más! Ha habido otra creación, ¡la nuestra! Nosotros hemos sido creados a partir de la sangre de los infieles que negaron a Dios. Igual que las plagas sometieron al faraón y liberaron a los israelitas, esta nueva plaga ha anegado el mundo entero como un río de sangre y lo ha devuelto al sendero de los hombres de Dios. ¡Nosotros, hermanos, nosotros somos los elegidos!».