7

Me despedí de mi mujer a través de la puerta cerrada y fui con los dos religiosos. En la plaza de la Gran Mezquita nos esperaba una furgoneta militar, con un soldado al volante y otro sentado a su lado con un Kalashnikov en el regazo. Salimos de la ciudad por la Puerta de Serrano y rodeamos la muralla, el mismo camino que había hecho tantas veces, pero ahora me sentía como si me condujesen a mi propio fusilamiento. No sabía qué pensar sobre Benazir, tan solo tenía claro que esto no podía acabar bien para ella. No, ya no. Yo seguía manteniendo la idea de que era la víctima inocente en todo aquello, pero eso poco importaba ya. Todo se estaba precipitando en la peor dirección posible. En ese momento, tengo que admitirlo, ya solo rezaba a Dios para que mi familia no resultase perjudicada por mi culpa.

Yusuf Abdalá llamó al campamento y les dijo que estábamos a punto de llegar. Ordenó que preparasen a la mujer para el interrogatorio. Luego me miró a mí.

—Tengo la sensación de que muy pronto se van a aclarar muchas cosas —dijo.

Y esta vez no dudé de que sus palabras contenían una amenaza.

El guardia del campamento nos franqueó el paso y los cinco cruzamos los mismos pasillos que yo conocía tan bien. Llegamos a la celda en la que esa misma mañana había hecho el amor con una mujer que ahora iba a ser interrogada, quizá torturada. Comprendí que era inimaginable que yo soportase presenciar aquello sin mover un dedo.

Benazir estaba de pie al fondo de la celda y un solo médico hacía guardia junto a ella. Estaba cubierta de nuevo con el viejo y polvoriento burka negro que había llevado en la carretera, los brazos caídos a los lados, el cuerpo un poco inclinado hacia delante.

Ahmed sacó las fotografías de la cartera y las dispuso una junto a otra sobre la litera de la celda. Finalmente extrajo la foto del rostro del cadáver y la colocó al lado de las otras.

—Este era el hombre con el que viajabas —dijo Yusuf Abdalá señalando la última imagen—, quiero que me cuentes con todo detalle cómo lo conociste y por qué ibas con él.

Benazir no se movió, parecía mirarlo intensamente a través de la visera del burka.

El mulá esperó durante medio minuto y luego añadió:

—¿Es que no vas a contestarme? Mira, podemos hacer esto por las buenas o por las malas, y yo estoy dispuesto a emplear cualquier método para llegar a la verdad.

Entonces Benazir emitió un murmullo, como un largo gemido inarticulado. Pero esa no era su voz, comprendí. Yusuf Abdalá también supo en ese mismo instante que allí pasaba algo muy extraño. Dio un paso adelante y arrancó la capucha del burka de un tirón seco. En lugar del rostro de la mujer, lo que apareció fue la cara asustada y amordazada del médico que estaba a cargo del campamento, aquel que temía perder su licencia. Una ancha tira de esparadrapo le tapaba la boca y al parecer tenía las manos atadas a la espalda, dentro del burka. Sus ojos estaban muy abiertos por el miedo.

El mulá era un hombre inteligente y lo comprendió todo al instante. Se giró hacia el guardia que estaba detrás de él, con la boca abierta para pronunciar una advertencia:

—¡Cuidado, el…!

Pero era demasiado tarde. El falso médico que había permanecido discretamente apartado junto a la pared de la celda ya estaba sobre el soldado, con una mano atenazando su garganta y la otra sobre la empuñadura de la pistola que el militar llevaba colgando del cinto.

Todo sucedió con una velocidad cegadora.

El arma salió de la funda como un relámpago y sonó un estampido. El otro militar, que estaba levantando su Kalashnikov, recibió la bala en medio de la frente y los sesos salpicaron la pared de atrás. Un instante después, el primer soldado caía al suelo con la tráquea aplastada, y boqueaba y se retorcía como un pez fuera del agua. Benazir estaba de pie sobre él, vestida con una bata médica y con el pelo recogido en un apretado moño para que pareciese que lo llevaba cortado como un hombre. En su mano humeaba la pistola que acababa de disparar, con la que ahora apuntaba al rostro del mulá. Este parecía haber quedado congelado en medio de su grito de advertencia: «¡Cuidado, el…!». Demasiado tarde. Sonó otro estampido ensordecedor y Yusuf Abdalá se derrumbó como una marioneta rota.

El joven Ahmed se había tirado al suelo y lloraba como un niño con las manos sobre la cabeza, como si intentase protegerse con ellas de la lluvia de balas. Pero no había protección posible ni tampoco piedad, Benazir se acercó a él y le disparó en la nuca casi sin mirarlo. Luego levantó el arma y mató al médico amordazado que no quería líos, y que lo seguía mirando todo con los ojos como platos y una expresión de asombro infinito. Creo que murió sin acabar de creerse que aquello estaba sucediendo realmente.

Entonces Benazir se giró y me apuntó a mí.

El lugar estaba empapado del olor a sangre y a pólvora, y me zumbaban los oídos por las detonaciones. Mis ojos se encontraron con los de la mujer, ahora su azul me parecía el del hielo, no había ningún sentimiento en aquella mirada, ni el menor rastro de piedad después de haber matado a cinco hombres en unos pocos segundos. Yo estaba convencido de que iba a morir justo en ese momento y de que lo último que verían mis ojos sería el negro cañón de aquella pistola. Luego un fogonazo y un trozo de plomo atravesaría mi cerebro.

Pero Benazir no disparó de nuevo, solo me advirtió:

—No te muevas de donde estás, Samir.

Se acercó al cadáver del médico y lo despojó del burka. Algunas gotas de sangre habían manchado la pechera pero apenas se distinguían en la negrura de la tela. Benazir se embutió en él, pero aún no se colocó la capucha. Rebuscó en los bolsillos del pantalón del médico, que tal y como había imaginado tenía las manos atadas a la espalda. Lo había inmovilizado ella sola, sin ningún arma, justo antes de que llegásemos. Por Dios, ¿quién era aquella mujer?

Encontró unas llaves de coche y las guardó, luego se puso la capucha del burka y arrancó el Kalashnikov de las manos del soldado muerto.

—Vamos a salir juntos, Samir —me dijo—. No intentes nada y haz todo aquello que te ordene al instante. Te aprecio, pero esto es más importante que tú o que yo, así que si intentas traicionarme no dudaré en dispararte.

No tenía intención de poner a prueba su amenaza, había visto la asombrosa frialdad de aquellos ojos azules.

En el pasillo nos esperaban tres guardias. Nos apuntaron con sus armas y nos exigieron que nos tirásemos al suelo. La voz de Benazir sonó entonces como la de una mujer muy asustada, al borde del histerismo, cuando les dijo que alguien había empezado a disparar, que nos ayudasen. Los soldados repitieron la orden de que nos tirásemos al suelo. Me di cuenta de que estaban más pendientes de mí que de la mujer envuelta en el burka. A fin de cuentas, ¿qué peligro puede haber en una pobre chica histérica?

Benazir escondía el fusil detrás de ella, oculto entre los amplios pliegues de tela negra. Como por arte de magia, apareció y empezó a disparar. Las balas rebotaron por todo el pasillo mientras los soldados se retorcían al ser alcanzados por los proyectiles. Seguimos avanzando y tres cadáveres más quedaron a nuestra espalda. En la garita, el guardia estaba hablando por un telefonillo. Benazir le disparó y luego destrozó el aparato a culatazos.

—Vamos —me dijo, y yo sentí que estaba a punto de desmayarme.

Encontramos el coche del médico después de probar las llaves en un par de vehículos aparcados junto a la valla del campamento. Es un Sonaca Maroc de dos puertas, casi nuevo. Benazir escondió el fusil bajo los asientos traseros y luego se colocó en el asiento del copiloto.

—Conduce hasta la ciudad —me ordenó.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunté mientras arrancaba el coche.

—Cuanto menos sepas sobre eso, mejor. Atiéndeme: cuando lleguemos a la Puerta de Serrano, le dices al guardia que soy tu esposa. No tiene por qué dudar.

—Lo hará si el de la garita tuvo tiempo de avisarles.

—Nos arriesgaremos. Por desgracia, todo se ha precipitado.

—Ya lo tenías planeado así, ¿verdad? El que yo te metiese en la ciudad simulando que eras mi mujer…

—Sí, ese era el plan.

—¿Por eso te acostaste conmigo?

Ella no respondió, se ajustó la capucha del burka y revisó el cargador de la pistola.

—¿Quién eres en realidad, Benazir? ¿Por qué haces todo esto?

—Mi verdadero nombre es Britt y hago esto porque estamos en guerra.

—¿En guerra? Por el amor de Dios, ¿contra quién?

—El Mediterráneo está en guerra contra la Unión del Norte de Europa. Yo nací en Noruega y me entrenaron desde niña para luchar. Siento mucho que te hayas visto implicado en todo esto, eres un buen hombre y te debo la vida. Pero ya te he dicho que esto es más importante que tú o que yo. Más importante que nuestros sentimientos, es mucho lo que está en juego.

—No es posible. Pero ¿qué estás diciendo? ¿En guerra? Nuestra única guerra es contra la enfermedad que ha arrasado nuestro mundo.

Ella me miró a través de la rejilla del burka, podía ver el brillo de sus ojos azules e imaginé en ellos su frialdad de cero absoluto. La persona dulce y asustada que yo había creído conocer, simplemente no existía. Era solo un engaño, el disfraz de una asesina despiadada.

—¿Cómo crees que empezó la Plaga? Como médico seguro que no te habrás creído lo que dicen los mulás sobre que fue un castigo divino.

—Fue una pandemia, eso es todo.

—Relee las noticias de entonces, si es que aún quedan archivos accesibles para un médico. Comprobarás que el inicio de la Plaga no pudo ser accidental. Hubo varios focos simultáneos por todo el Mediterráneo, en España, el sur de Francia, Italia, Grecia…

—¿Qué quieres decir?

—Que fue un ataque planificado y perfectamente coordinado. Cientos de enfermos de ébola llegaron a la vez a varias ciudades costeras del sur de Europa. Esta enfermedad mata tan rápido que en África, donde la distancia entre una población y otra es muy grande, es posible controlarla aislando zonas y dejando morir a los enfermos. Pero en el sur de Europa fue como dejar caer una cerilla en un campo cubierto de hierba seca. El ébola saltó de una ciudad a otra a una velocidad imparable, exterminando a las poblaciones que infectaba. Luego desembarcaron los ejércitos del Islam para tomar posesión de esta tierra arrasada. En el norte pudimos derrotar a la Plaga gracias al clima y a que las distancias entre nuestros núcleos de población son también muy grandes. Y ahora, por fin, estamos contraatacando…

La historia oficial decía que la entonces llamada Unión Europea nos había abandonado, que se habían construido barreras para evitar que la población del sur pudiese emigrar al norte y contagiar la enfermedad, que nos habían dejado solos para que nos muriéramos, y que habían sido las naciones musulmanas las únicas dispuestas a ayudarnos. A estas alturas era imposible saber cuál de las dos versiones de la historia era la real. Imaginé que las dos tendrían algo de verdad y mucho de propaganda bélica. Poco importaba ya, porque era evidente que Benazir, o Britt, o como se llamara realmente aquella asesina, creía firmemente en su versión de los hechos y estaba dispuesta a luchar hasta la muerte por ella.

—Atención —dijo—, llegamos a la Puerta de la ciudad. Prepárate, Samir.

Me mostró cómo ocultaba la pistola debajo de la tela del burka y me hizo un gesto con la cabeza para que estuviera atento al guardia que se acercaba a nosotros.

El hombre uniformado nos saludó militarmente y me pidió la identificación. Frunció el ceño al leer mi nombre. Consultó la carpeta que llevaba en la mano y me dijo que esperase un momento. Por el rabillo del ojo vi cómo la mujer movía el brazo derecho, el que sujetaba la pistola, y oí el clic del percutor del arma al ser amartillado.

El guardia habló durante unos segundos con su compañero de la garita y regresó.

—Es extraño, aquí no dice que usted saliese hoy de la ciudad con su mujer, doctor.

—Salgo cada día —dije—, unas veces me acompaña mi esposa y otras voy solo.

Volvió a mirar la carpeta con gesto concentrado, era solo un muchacho de unos veinte años y yo no tenía ninguna duda de que moriría muy pronto si intentaba retenernos.

—Aquí no lo dice. Tampoco veo que haya salido hoy.

—Pero es evidente que he salido, ¿no?

—Pues sí, pero…

—Hoy he abandonado la ciudad en una furgoneta del ejército. Ha sido el mulá Yusuf Abdalá quien ha firmado la salida.

—Es cierto —dijo con un gesto de alivio—. Aquí está su registro.

Nos dejó pasar sin más preguntas, era evidente que no quería problemas en su turno.

Benazir me indicó que aparcase en un estrecho callejón a la derecha. Detuve el vehículo entre unos contenedores de basura. La mujer se agachó y yo creí que iba a dispararme.

«Aquí acaba mi camino», pensé. «Dios, ten misericordia y acógeme en tu seno».

Pero ella hizo algo muy extraño, se arrancó el tacón de su bota y sacó dos cápsulas de vidrio de un pequeño compartimento oculto. Me las entregó.

—¿Qué es esto?

—Una vacuna contra el ébola. Te preguntabas que por qué no me infecté y esa es la respuesta: los laboratorios de la Unión del Norte dieron con la cura hace ya tiempo. Si inyectas media dosis de esto a cada miembro de tu familia, estaréis a salvo y mantendréis la sangre limpia cuando lleguéis al norte.

—¿Cuando lleguemos al norte?

—No puedes quedarte aquí, Samir. Cuando se sepa lo sucedido en el campamento de acogida, te encarcelarán de inmediato, te torturarán, pero tu mujer y tu familia también lo pagarán.

—¿Qué me has hecho?

—Te he utilizado, esa es la única verdad. La policía nos interceptó en Madrid y si no hubieran enfermado todos ahora sería yo quien estaría encerrada en una sala de interrogatorios. Pero tú me salvaste, me ayudaste, y a cambio yo he destruido tu vida. Es muy ingrato, ya lo sé, pero lo único que puedo hacer ahora por ti es darte estas cápsulas y aconsejarte que te marches de la ciudad. Con ellas no enfermaréis, pero tenéis que dejarlo todo atrás. Coge a tu mujer y a tus hijos y emprende el viaje hacia el norte. Hoy mismo. Ahora. Antes de que salten las alarmas y cierren la ciudad. No tienes tiempo de nada, solo de salir corriendo.

—Pero… ¿qué dices? ¡No puedo hacer eso! Toda mi vida está aquí.

Siguió hablando como si no me hubiera escuchado:

—En el camino encontrarás muchos pueblos abandonados, y vehículos, y surtidores de gasolina. Utiliza solo carreteras secundarias y no tendrás problemas para llegar. Es un viaje largo y difícil hasta el norte, pero ya no te queda ninguna vida aquí, tienes que marcharte o tú y tu familia pereceréis. Y no puedes avisar a nadie, solo vosotros cuatro. En el norte os acogerán, te lo aseguro, pero lo harán con más entusiasmo si les entregas esto…

Benazir me dio un trocito de plástico negro.

—¿Qué es esto?

—Es una tarjeta de memoria, en el sur ya no las usáis pero sirven para guardar información. En esta he grabado un mensaje para mis jefes, también les informo de cómo me ayudaste y salvaste mi vida. Cuando lleguéis os llevarán a una sala de interrogatorio, entrégales esta tarjeta y no tendréis ningún problema.

Yo creía estar viviendo una pesadilla muy oscura. Unas horas antes estaba tumbado en el sofá de mi casa, leyendo De la Tierra a la Luna, confiado en que mi futuro no iba a experimentar grandes cambios. Una vida lenta y aburrida en la que mi experiencia con Benazir sería algo que cada año se iría difuminando en la memoria. Pero de repente todo había cambiado y sin ninguna posibilidad de volver atrás. Sentía palomitas en mi estómago, eran de miedo ante el futuro, pero también de esperanza. ¿Era este el mundo en el que quería que creciesen mis hijos? Quizá no, quizá su futuro estaba en el lejano norte.

—¿Y qué tienes planeado hacer tú? —le pregunté mientras me guardaba las cápsulas y el trozo de plástico negro.

—Sabes que no contestaré esa pregunta, pero sí puedo decirte que durante un tiempo no haré nada. Me fundiré con esta ciudad, me ocultaré como cualquier otra mujer que ahora vive en ella. Ya has visto al guardia de la Puerta, ni siquiera le ha dado importancia al detalle de que en el coche iba una mujer. Es muy fácil esconderse aquí si eres una mujer y tienes un burka.

—¿Planeas realizar un atentado terrorista? ¿Morirá gente inocente? Porque nunca me sentiré bien sabiendo que te he ayudado a entrar en la ciudad.

—Soy un soldado, no un terrorista. O mejor, piensa en mí como una avispa en el Paraíso.

Abrió la portezuela y ocultó el fusil bajo sus ropas negras. Antes de marcharse, añadió:

—Ya no nos veremos más, Samir. Si de verdad quieres proteger a tu familia, no hables con nadie y abandona la ciudad hoy mismo. Te deseo suerte.

No dijo nada más, se dio media vuelta y se escabulló por una callejuela.