En mitad del desierto de Mongolia, detrás de unas lomas artificiales, aterrizó poco antes del atardecer un helicóptero de última generación; una pareja de naturales españoles, cartaplatinos de Madrid, bajó del vehículo. De inmediato, sus sirvientes les tendieron los abrigos rellenos de plumas que habían mandado confeccionar para sentirse como en pleno siglo XX y empezaron a preparar el refrigerio que los señores tomarían a su regreso.

El frío era intenso, pero el aire era claro y, aunque olía un poco a quemado, no resultaba demasiado desagradable. Era lo que esperaban, de todas formas.

El hombre y la mujer se miraron entusiasmados, remontaron una pequeña colina y, en la cima redondeada, tomaron asiento en un banco acolchado frente a uno de los espectáculos artificiales más impresionantes del planeta.

—¡No me puedo creer que estemos de verdad aquí, después de tanto hablar de ello! —dijo la mujer con un suspiro de satisfacción, mirando a su alrededor.

—Te prometí que conseguiría los permisos como regalo de cumpleaños de nuestro hijo, y aquí estamos, Almudena, aquí estamos.

—Es curioso que hace cien años toda esta extraña belleza fuera algo que nadie apreciaba; que pensaran que era basura y quisieran reciclarlo para vulgarizarlo otra vez.

—Los antiguos pensaban de otro modo. Aunque siempre hubo gente que apreciaba las ruinas; solo que antes eran de mármol.

Él le cogió una mano gorda, adornada con valiosos anillos en varios dedos, y contemplaron, emocionados, la inmensa llanura cubierta de plásticos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El sol ya rojizo que había comenzado su carrera final hacia el horizonte sacaba brillos acuáticos de las superficies, se estrellaba en las aristas de los contenedores de toda clase arrancándoles destellos casi de cristal, creaba una fantasía traslúcida en todo lo que abarcaba la vista.

Una ligera brisa, como un escalofrío, pasó por el campo de plástico haciéndolo vibrar.

—¡Nos han dicho la verdad, Rodrigo! —exclamó ella con una alegría casi infantil—. Al atardecer se levanta el viento. ¡Podremos verlo!

Él sonrió orgulloso, conmovido ante la felicidad de su mujer y satisfecho de tener una esposa tan sensible a la belleza.

La brisa fue subiendo de intensidad mientras el sol bajaba y se iba poniendo cada vez más rojo. Con el viento, centenares de jirones de plástico se levantaron del suelo y empezaron a danzar en círculos, en espirales, como grandes mariposas extrañas atravesadas por los rayos del sol dorados, rojizos, anaranjados, mientras un silbido espectral se adueñaba de la escena; el silbido del viento entre los envases, punteado de crujidos procedentes de otros plásticos cautivos, aprisionados por objetos pesados, que no conseguían liberarse y volar.

—¡Cuánta belleza! —suspiró ella, apoyando la cabeza en el hombro de su marido—. ¡Es tan romántico!

Y él, rebosante de satisfacción, se apoyó la mano libre en la considerable panza que tensaba su anorak, sintiéndose como un viajero del siglo XVIII frente a las ruinas de la Acrópolis.

Aunque se había dado perfecta cuenta de que alguien había abierto la puerta del cuarto, la voz la sobresaltó.

—¿Qué es eso?

Laia había hecho lo posible para girarse hacia la ventana y dejar claro que no tenía interés en hablar con nadie, pero la muchacha que acababa de entrar no parecía haber notado que quería que la dejaran en paz.

—¿Qué es ese trasto? —insistió.

—¿Cómo dices?

—Eso que tienes en las manos.

La recién llegada la miraba con una especie de fascinación asqueada, como si lo que sujetaba entre las manos fuera un reptil reventado por una piedra. La chica, de su edad más o menos, sobre los veinte, tenía el rostro que había estado de moda cinco o seis años atrás: bonito de un modo vacuo y superficial; uno de esos rostros que se olvidan de inmediato porque hay miles casi iguales. Iba vestida con ropa ajustada de un rosa casi ofensivo. Era evidente que se trataba de una soma de la clase más baja.

—Un ebook.

—¡Joder! ¡Qué trasto más antiguo! Si no tiene 3D… si ni siquiera se mueve nada en la pantalla… y es en blanco y negro… ¿Por qué tienes eso?

—Porque me gusta leer.

Si no fuera por la terrible tristeza que la llenaba, se habría echado a reír solo al ver la expresión de su compañera de cuarto.

—¿Leer? ¿Para qué? —preguntó por fin la recién llegada sin dejar de mirarla.

—Sería largo de explicar y además no tengo ganas de cháchara.

Se giró ostentativamente hacia la ventana mientras la otra empezaba a deshacer su enorme maleta, no sin antes haber conectado la pantalla que ocupaba la mitad de la pared de enfrente de su cama. Un programa de moda lleno de música chillona, risitas histéricas y mujeres somatizadas.

—Si vas a ver esa mierda, ponte los cascos. No puedo concentrarme.

La muchacha se encogió de hombros, se puso la diadema y las voces callaron.

—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras colgaba prendas de colores en el armario.

—Laia.

—Yo soy Sole. Soy sevillana. ¿Y tú?

—Yo no.

—Hija, ¡qué barbaridad! Hay peces con más labia… Venga, dime, ¿de dónde vienes?

—Yo no vengo. Me han traído.

—¿Te han traído? ¡Venga ya! Pero si hacen falta tropocientas pruebas para que te acepten en el programa… Es un honor estar aquí. Un privilegio que pocas consiguen.

—Se te ha pegado toda la retórica de la casa, por lo que veo.

Sole miró a Laia con una expresión que le dejó perfectamente claro que no tenía ni idea de lo que significaba «retórica».

—¿Cómo que te han traído? —volvió a insistir.

Al parecer había tenido la desgracia de que le tocara una compañera particularmente dicharachera.

—Me han secuestrado, ¿vale?

—¿Secuestrado?

—¿Eres sorda? Sí. Secuestrado. Cuando volvía del bosque, de coger setas, aparecieron, me amordazaron, me maniataron y me trajeron aquí. Pero los míos me sacarán. Vendrán a buscarme.

—¿Bosque? ¿Setas? ¡Venga ya, tía! ¡Cómo se te va la olla! ¡Ahhh! —La repentina comprensión iluminó el rostro moreno de Sole—. ¿Eres de una ecoaldea?

—Soy ciudadana de una Comunidad Libre de los Pirineos. —Como siempre que tenía ocasión de decirlo, Laia sintió cómo la llenaba el orgullo de pertenecer a una de las pocas comunidades de ciudadanos que quedaban en España.

—Terroristas.

—Ciudadanos libres. Luchadores por la libertad.

—Esa es una mala palabra.

—No lo es, imbécil. Y tú antes has dicho «joder».

—Joder es bueno, es natural, es humano.

—Ya. Y todo lo natural es bueno, ¿no?

—Pues claro.

—Entonces debería gustarte la libertad.

—La… eso… no es natural. Es una mentira que se creían nuestros abuelos y que los llevó a la catástrofe.

Laia se echó a reír. Conocía los argumentos desde su infancia.

—Ya. Y la igualdad también es una mala palabra y una mentira, ¿verdad? Es eso lo que os enseñan de pequeños, ¿no?, en los dos o tres años de escuela que tenéis.

—Tenemos cuatro —contestó Sole, picada.

—Para que aprendáis a leer lo justo, y nociones de cuentas, y las consignas del gobierno, por supuesto, aquello de que estar aquí es un privilegio, y que lo natural es lo mejor, y que cada uno vive en el estamento que le corresponde porque en todo estado se sirve al bien común. Ah, y por supuesto, que nuestro amado Consejo vela por todos nosotros, día y noche, año tras año tras año, sin que los ciudadanos tengan que tomarse la molestia de elegir a sus integrantes.

—No sé por qué lo dices con ese recochineo.

—No es recochineo; es sarcasmo, estúpida.

Sole cerró la maleta con fuerza, como zanjando la discusión.

—Voy a llevarla al trastero. Y luego es casi la hora de cenar. ¿Quieres que vuelva a recogerte y vamos juntas?

—No pienso ir a cenar. Aquí seguro que no dan más que mierda química —dijo Laia con rabia.

Sole cambió su peso de uno a otro pie, esperando. Laia clavaba la mirada en la antigualla con obstinación. Sole pensó que Laia era muy guapa, como una natural; aunque para ser natural estaba demasiado flaca. Tenía los dientes de delante un poco separados, un lunar bajo el ojo derecho y unas cejas espesas, oscuras y arqueadas. ¿Los terroristas se somatizaban también? O a lo mejor no le había mentido. A lo mejor la habían secuestrado de verdad precisamente por ser tan guapa, tan distinta de las demás. Justo lo que buscaban los naturales.

—Entonces ¿no vienes?

—¡Nooo! ¡Déjame en paz, soma!

Sole se marchó, pensando que también era mala pata haber dado precisamente con esa compañera de cuarto cuando había tantas chicas agradables alrededor, orgullosas y encantadas de haber sido elegidas y de estar viviendo el primer día en su nueva casa.

—¿Tienes que marcharte ya mañana?

Alfonso acababa de leer el mensaje con la fecha. Su mujer, Lola, estaba arreglándose para bajar a cenar y, como siempre, sin saber exactamente por qué, se sentía insultada por lo que le parecía una falta de respeto por parte de los clientes.

—Ya podían haberte avisado un poco antes. Como si no tuviéramos otra cosa que hacer…

Se repasó de nuevo la raya con el lápiz, a pesar de que la tenía tatuada en el ojo, y se miró al espejo, satisfecha con los resultados. En ella, la genomización había valido la pena. Cuando pensaba en lo pequeños que tenían los ojos sus padres, se alegraba todavía más de que hubieran podido recuperar para ella la preciosa forma almendrada de los de su bisabuela.

—Es nuestro negocio, Loli. Y si quieren que vaya mañana, es mañana, qué le vamos a hacer.

—Pero mañana es la bienvenida a las nuevas.

—Sí, y tú lo haces mejor que nadie. —La besó en la punta de la nariz—. Todo tiene que estar listo para salir de aquí a las siete. Hay un largo viaje hasta Pekín.

—Descuida. Después de cenar lo arreglo todo. ¿Crees que tendremos problemas con la nueva?

Alfonso miró a su mujer sin comprender.

—La rara. La «libre».

Él se echó a reír.

—No. No hay que preocuparse. Se adaptará pronto. Como todas.

Laia tenía hambre y estaba furiosa. Siguiendo las enseñanzas de sus maestros, se había esforzado por no pensar en lo sucedido, por tachar el pasado cercano para que dejara de hacerle daño.

«El pasado personal no se puede cambiar», le habían dicho. «De modo que es absurdo recordarlo, darle vueltas, pensar cómo habría sido si hubiese sido distinto. Es necesario minimizar el dolor privado para poder luchar por el futuro. El pasado colectivo, sin embargo, hay que recordarlo para que no se repita. Cuando estéis mal por algo que os ha sucedido a vosotros, en vuestra pequeña vida, tachadlo y pensad solamente en lo que a todos nos importa, en mantener los valores por los que se rige nuestra existencia: la libertad, la igualdad, la solidaridad».

Había intentado hacerlo, pero no lo conseguía. Los recuerdos se empeñaban en volver, como aves carroñeras.

Se puso de pie bruscamente y, aprovechando que estaba sola, sacó de la maleta el medallón, lo besó y buscó dónde guardarlo para que estuviera a salvo de la curiosidad de Sole. Luego metió en el armario las poquísimas cosas que había traído de su aldea, se comió las galletas que le quedaban —galletas de harina de trigo integral con mantequilla de leche de vaca— y entró en el baño a darse una ducha.

Le fastidiaba reconocerlo, pero aquello era lo más lujoso que había visto en su vida. Un baño que solo compartía con aquella otra chica; agua caliente a voluntad, un gran espejo, toallas que parecían recién compradas, un albornoz para ella sola, jabón fino, perfumado…

Si no llevaba cuidado, acabaría convirtiéndose en una consumidora.

Después de la cena, Sole volvió a su cuarto como si flotara en un agua tibia y perfumada. No podía creerse lo que le estaba pasando. Como todas las chicas de su edad y de su clase, había soñado con presentarse a las pruebas y ser elegida, pero nunca había llegado a creérselo del todo. No era bastante guapa, ni bastante original, a pesar de que todas sus amigas le habían dicho siempre que tenía algo que la hacía especial.

Por eso, cuando pasó las pruebas físicas —genoma inalterado, salud perfecta— empezó a ponerse realmente nerviosa. Las otras pruebas eran secretas; nadie sabía qué era lo que deseaban y por eso las llamaban popularmente «la lotería» porque, además, las elegidas eran muy pocas y, ahora que las había visto, no daba la sensación de que se parecieran entre ellas en nada. Salvo en el aspecto físico, ya que casi todas ellas, al ser consumidoras de tercer nivel, cartabronces, se habían somatizado muchas veces siguiendo los dictados de la moda y había caras y cuerpos que prácticamente se repetían.

Aún no podía creerse que estuviera dentro, que su vida hubiese quedado resuelta para siempre. Mientras su hermano y sus amigas y amigos tendrían que pasarse años buscando trabajo, cambiando de trabajo, luchando contra jefes genos que les harían la vida imposible, tratando de mantener un mínimo nivel de consumo con unos sueldos que nunca bastaban, ella jamás tendría que pensar en sus necesidades. En adelante, la Casa se lo proporcionaría todo: sanidad, vestido, entretenimiento, belleza, deporte… Absolutamente todo. Porque de su bienestar dependían las ventas. Era maravilloso.

Aunque volaba con bastante frecuencia, Alfonso siempre encontraba excitantes los viajes y los aeropuertos. No era tan viejo como para recordar ciertas cosas personalmente, pero su abuelo, antes de retirarse a la residencia de ancianos, le había contado muchas veces cómo era antes: terminales abarrotadas de personas de todas las clases mezcladas, vestidas de cualquier manera, pasando por controles humillantes, tratadas como ganado por miembros de las capas sociales más bajas que se crecían con el mínimo poder que detentaban al llevar un uniforme de control de seguridad y hablaban a los viajeros sin ningún respeto.

Todo eso había cambiado. Desde la abolición de la igualdad y la libertad y la consiguiente introducción de la nueva sociedad estratificada en las tres grandes capas, prácticamente solo viajaban los genos, profesionales en su mayoría que se desplazaban por necesidades de trabajo, aunque no tanto como a principio de siglo, debido a la carestía de los combustibles. Genos como él, cartaoro, consumidores elegantes y bien vestidos que eran tratados con cortesía e incluso con servilismo por los cartaplata y cartabronce. Genos que en los aeropuertos podían sentirse en la cima del mundo, dado que los cartaplatino —los naturales— usaban otras zonas separadas. Genos que no necesitaban más control que el de poner sus manos en la placa y sus ojos en el analizador.

El control de inmigración y de terrorismo ya tenía lugar muy, muy lejos de los aeropuertos: en las fronteras extremas de los distintos países, que se habían convertido en auténticas fortalezas inexpugnables gracias a las nuevas tecnologías.

Al principio, a los ilegales detenidos se les implantaba una pequeña bomba que explotaba en el caso de que el sospechoso intentara atravesar una frontera, pero resultaba demasiado sucio y violento, y por eso había sido sustituido por otros sistemas.

Lo último era el «bichito», como lo habían bautizado cariñosamente en la prensa: a cualquier persona que hubiera sido detenida tratando de entrar ilegalmente en un país se le inoculaba un virus que le permitía seguir su vida normal fuera de las fronteras de la Unión, pero que se activaba de inmediato en cuanto entraba en contacto con cualquier alimento o bebida del interior. En cuestión de minutos, el delincuente sufría un paro cardíaco. Una muerte limpia, rápida, y poco dolorosa. No existía antídoto.

Alfonso Marcos puso las palmas de las manos sobre la placa, el rayo escaneó sus ojos, y el pitido del móvil que llevaba en la muñeca le indicó que podía pasar. Echó un vistazo a los datos y sonrió: como esperaba, le habían dado el asiento de siempre. El sistema le comunicaba también que, después de acceder a sus datos médicos, le servirían una comida vegetariana, baja en grasas y sin lactosa. También sin alcohol, por desgracia.

Comprobó que su valioso paquete siguiera en perfectas condiciones, lo acomodó a su lado, se instaló en el sillón, se colocó la diadema y se dejó llevar por las peripecias de los personajes de su serie favorita: una recreación histórica de la vida en el último tercio del siglo XX que, vista desde la actualidad, resultaba deliciosamente absurda.

—¿Estás leyendo?

—¿No tienes ojos en la cara?

—¿Qué lees?

—No te importa. No lo entenderías.

—¿Qué has elegido, artificial o natural?

—Artificial.

—Eres un monstruo.

—No —casi gritó, levantándose de golpe de la cama—. El monstruo es este tipo. —Con el brazo levantado le enseñaba la foto que había aparecido en la pantalla del cuarto: un muchacho moreno, de cejas pobladas, ojos muy oscuros, pequeños y muy juntos—. No pienso permitir que me ponga la mano encima. Parece un mono.

—Yo lo encuentro atractivo, tan natural. Mira el que me ha tocado a mí. Si pudiéramos cambiarlos…

—No podemos.

—Ya.

—Lo que quieren es potenciar las características que buscan, ¿no te das cuenta? Por eso a mí, que ya soy muy morena, me han buscado a ese orangután. ¿Cómo eras tú antes de hacerte… todo eso?

—No me acuerdo bien. La primera somatización fue a los diez años. Creo que era más bien rubia y blanquita, un poco sosa, con nariz de patata y unos ojos que no pegaban nada con lo demás. Pero mis padres mandaron mis datos y la foto a la Casa, porque nunca se sabe… ¡Y ya ves!

Laia no dijo nada. Sonó una melodía de campanillas electrónicas.

—Nos llaman. ¡Qué nervios! —Sole se alisó el vestido sobre las caderas—. ¿Estoy bien? —preguntó sin dejar de mirar su imagen en el espejo—. ¡Suerte, Laia!

Laia se mordió los labios para no llorar y no contestó.

—¿Cómo que no se quedan a la niña?

Alfonso estaba perplejo mirando al geno que lo había recibido, una especie de secretario o de mayordomo probablemente, sin acabar de comprender lo que le estaba diciendo.

—Los señores, como acabo de explicarle, han cambiado de opinión debido a ciertas complicaciones de índole privada… familiar… en las que no puedo entrar. Por supuesto se le pagará el precio acordado y los desplazamientos, pero no nos haremos cargo del bebé.

—Pero… pero… esta niña ha sido encargada y producida expresamente para el señor Tin y el señor Chang. No satisfará a nadie más. Es casi imposible encontrar a otra pareja o a otro cartaplatino que desee una niña de las características exactas que los señores han solicitado.

—Esos son los riesgos de su profesión. Siempre puede reciclarla… —sugirió bajando la voz.

—¿Cómo vamos a reciclar a esta preciosidad? ¡Este bebé es una joya valiosísima! ¡Esta niña es lo mejor que se puede ofrecer a una pareja de naturales!

—Pero no es nada hasta que esa pareja la acepta como hija, usted lo sabe bien —dijo con excesiva suavidad el secretario—. Solo entonces pertenece a la clase platino y está por encima de usted y de mí. Hasta entonces, incluso siendo una natural de nacimiento, no es más que carne. Y, hablando de carne, ¿se quedará a comer? Los señores han ordenado que lo dispongan todo en la cocina.

Le habría gustado decir que no, tener la dignidad de decir que se marchaba de inmediato, pero llevaba todo el viaje soñando con aquella comida: lo mejor de lo mejor, todo natural, sin control de ningún tipo por parte de su médico digital. Era la parte que más le gustaba de los viajes: cuando, una vez entregado el producto, los señores, satisfechos, le permitían comer en la cocina la misma comida que iban a comer ellos en el salón. Así había tenido la oportunidad de probar el pollo auténtico, la ensalada, las gambas… incluso en una ocasión los boletus. Se le llenó la boca de saliva.

—Acepto humildemente la generosidad del señor Tin y el señor Chang. Mi agradecimiento.

En el viaje de regreso, echando miradas al paquete que llevaba al lado y dándole vueltas a qué hacer para solucionar aquella situación, recordaba cómo despotricaba el abuelo contra la nueva sociedad que había surgido, paradójicamente, de la Revolución de la Furia, como habían dado en llamarla los historiadores, aunque en la época se la llamaba simplemente la Revolución del 14.

Siempre le había parecido curioso. En cientos de conversaciones que habían mantenido antes de que se retirara al spa de montaña para consumidores ancianos, el abuelo se indignaba ante la existencia oficial de unos estratos sociales que siempre habían existido. No era nada nuevo que la sociedad estuviera claramente dividida entre arriba y abajo, ricos y pobres, poderosos y desposeídos.

—¡No solo son millonarios, los cabrones, y hacen lo que les da la gana con el país —decía el abuelo, rabioso—, sino que ahora pueden hacerlo a cara descubierta, sin ocultar sus manejos turbios porque de un día a otro resulta que son superiores a todos nosotros, que están en su derecho y que lo que hacen está dentro de la ley! Nos han robado a todos, han tergiversado nuestra revolución, han suprimido la democracia, nos están envenenando la comida para que no protestemos y los medios de comunicación para embrutecernos, y además la mayor parte de la gente los admira y quisiera ser como ellos. ¡Y ahora todo eso es legal!

Alfonso solía reírse mucho con los ataques de rabia del abuelo.

—Pues claro que es legal, hombre. Es que ellos son cartaplatino, naturales.

—¡Toma! ¡Y tú, y yo! ¿O es que tú has nacido de una máquina?

—No, de una máquina no, pero mis padres, tu hijo y tu nuera por si no sabes de quiénes te hablo, decidieron tener el mejor hijo posible y fueron a un especialista a genomizarme, ¿no te acuerdas ya? Cuando era pequeño estabas muy orgulloso de que soy más alto, más listo y más guapo que el resto de la familia.

—Para lo que te sirve… Nunca llegarás a nada porque no eres cartaplatino, porque no has nacido en una de las Mil Familias.

—Soy cartaoro. Y director de una de las mejores Casas que existen en el mundo.

—Granjero. Como tu tatarabuelo. Solo que tú, en vez de criar cochinos, crías personas para venderlas por ahí. ¡Vergüenza debería darte!

Alfonso comprendía que su abuelo era ya demasiado viejo para aceptar ciertas cosas, pero siempre le parecía difícil de entender que no se diera cuenta de que en el mundo moderno, en el que cada país estaba especializado en un número muy limitado de industrias y actividades, ser productor de niños naturales era uno de los mejores trabajos a los que se podía aspirar. ¿Por qué tenía que avergonzarse de ello?

Las parejas platino y algunos individuos, tanto homosexuales como heterosexuales, adquirían a sus hijos con todas las garantías de salud y con el aspecto físico aproximado que deseaban, pero sin intervenciones artificiales. Los hijos de los naturales seguían siendo naturales, ni genomizados ni somatizados.

—Ahora no solo tenemos políticos ladrones y aprovechados, como toda la vida, sino que además resulta que ser más tonto, más feo y más incapaz se ha convertido en una muestra de clase y elegancia. Y los descerebrados de los de abajo, en lugar de luchar para reconquistar todo lo que han perdido, admiran a las Mil Familias, que deben de ser bastantes más, y los dejan hacer lo que les da la gana con el patrimonio común.

El abuelo aún usaba palabras que Alfonso solo entendía porque prácticamente se había criado con él mientras sus padres trabajaban.

Alguna vez, durante su adolescencia, estuvo tentado de creer lo que decía el abuelo, pero pronto a lo largo de las clases de historia —él, como geno, había tenido el derecho de presentarse al examen de aptitud para acceder a ocho años de escolaridad con opción a una posterior educación universitaria— se había dado cuenta de que la principal motivación del viejo para hablar como lo hacía era la nostalgia de su juventud. Y, naturalmente, también las ideas erróneas que le habían inculcado en su infancia.

Antes de 1789, de la Revolución francesa, el mundo había estado ordenado básicamente en dos castas, con una casta intermedia surgiendo con dificultades entre ambas. Los de arriba, que tenían el poder y el dinero; los de abajo, que no tenían nada más que la fuerza de sus brazos; y la burguesía o clase media, que empezaba a hacerse cargo de los trabajos para los que eran necesarios esfuerzo e inteligencia, pero que por muchos títulos que comprara, nunca llegaría a equipararse a los verdaderos aristócratas porque ellos eran auténticos naturales y lo llevaban en la sangre.

Después de esa revolución habían triunfado unas ideas que ahora parecían estúpidas pero que habían conseguido imponerse hasta el punto de que durante más de dos siglos la mayor parte de la población occidental estuvo convencida de que los seres humanos nacen iguales y libres, tienen derecho a buscar su felicidad y deben elegir a sus gobernantes democráticamente.

En torno a esas ideas se construyó todo un edificio de errores que llevó a guerras y desastres sin cuento.

Vista desde la actualidad, la simple idea de que los humanos fueran iguales era tan ridícula que no valía la pena ni siquiera intentar rebatirla. Tenía que ser evidente para cualquiera que hay personas que ya desde su nacimiento pertenecen a una casta superior, igual que las hay más inteligentes, más rápidas, más ingeniosas, más fuertes, más creativas… Es lo natural: unas son más, otras menos. ¿Y por qué, entonces, habría que tratarlos a todos igual? ¿Por qué ofrecer la misma formación, pagada por la colectividad, a quien tiene un cerebro capaz de aprovecharla que a quien no lo tiene? ¿Por qué debería ser la ley igual para quien trabaja y aporta algo a la comunidad que para quien no lo hace, para quien es natural, pertenece a las Mil Familias y está arriba, y para quien ha sido modificado de una u otra forma y está abajo? ¿Por qué habría que proporcionar atención médica de la misma calidad a quien se ocupa de hacer funcionar la sociedad que a quien no es más que un pequeño tornillo en la gran máquina?

Antes, cuando la gente creía que todos eran iguales, los que no conseguían llegar a puestos importantes o a ser consumidores de primer nivel vivían frustrados y amargados, protestaban constantemente, creaban caos en la sociedad. Simplemente porque pensaban que tenían el mismo derecho y les parecía injusto no poder gastar y consumir tanto como sus superiores.

Nadie es tan absurdo como para enfurecerse porque no es capaz de volar como una gaviota. Si uno no ha nacido gaviota, no puede volar. Punto. Era así de sencillo. Resultaba curioso que hubieran hecho falta más de doscientos años para aceptar lo evidente.

Y sin embargo… a pesar de todo… había momentos en que a Alfonso Marcos le fastidiaba profundamente el tener que plegarse frente a aquella gente, por muy superior que fuera.

A veces, por un instante, al verlos en imágenes de reuniones políticas o eventos sociales, si apartaba de su mente toda la publicidad que lo llevaba a admirarlos por su estatus, se daba cuenta de que eran feos, gordos, simples, ineptos… por muy bien vestidos que fueran. Y encontraba injusto que precisamente ellos estuvieran en la cima de la pirámide.

En lo más profundo de su ser, aunque jamás lo diría en voz alta, él se encontraba más inteligente, mejor preparado y muchísimo más guapo que todos aquellos naturales que regían el mundo y que no serían capaces de limpiarse el culo si no hubiera algún geno cerca para indicarles dónde estaba.

Aunque solo lo había pensado, lanzó una mirada a su alrededor, como pillado en falta, pero todos los genos que lo rodeaban en el avión estaban inmersos en sus superficies de trabajo.

Comprobó que el paquete siguiera dormido y conectó el ayudante de pensamiento en un intento de solucionar aquella estúpida situación.

—¡Ay!

—¿Qué te pasa?

Laia suspiró con exasperación. En aquella puñetera Casa no se podía leer con tranquilidad. Y leer, que siempre le había gustado, se había convertido ahora en el único medio contra la desesperación, la única posibilidad de olvido.

—He notado algo en la barriga.

—Pues vete al baño y vomita.

—No es eso. No es en el estómago. Es… como unos gases raros en la barriga, ya te digo.

—Eso es que se ha movido.

Sole se quedó mirándola, como transfigurada.

—¿Tú crees?

—Estamos de cinco meses, es normal.

—¡Qué ilusión, Laia! ¡Se ha movido! —Hubo un largo silencio—. ¡Jo, di algo! ¿Por qué no quieres hablar conmigo?

—Porque siempre hablas de lo mismo.

—Pero es que es lo más importante de nuestras vidas.

—De la mía, no.

Sole la miró casi espantada.

—¿Qué puede ser más importante? —preguntó reprimiendo el llanto.

Desde que estaba embarazada lloraba cada vez con más frecuencia por cosas que antes le hubieran parecido estúpidas.

—Leer, por ejemplo, formarse, no perder el cerebro encerrada aquí, convertida en una máquina de parir, no olvidar que eres humana. —Laia empezaba a estar furiosa, como tantas veces—. ¿Por qué narices te parece importante ese niño que llevas dentro? En cuanto nazca te lo quitarán, lo venderán y no volverás a verlo jamás.

—Tú sabes muy bien que más adelante, cuando sea mayor y salga en televisión o en algún magacín, el director nos dirá que es de esta Casa, para que podamos estar orgullosas de nuestro trabajo. —Se sonó la nariz enrojecida.

—Si tú te conformas con eso…

—Y ¿qué quieres hacer tú? ¿Quedártelo? —Sole sonaba francamente escandalizada.

Laia dejó el lector sobre la cama, pareció luchar brevemente consigo misma y acabó por decir:

—Déjame darte un consejo, Sole. Cuando nazca, no digas que quieres verlo, no pidas que te dejen tomarlo en brazos. Aguanta el parto lo mejor que puedas, alégrate de que se haya acabado y olvídate de todo hasta la siguiente vez. Así duele menos.

—¿Tú…? —Sole se acercó, se sentó en la cama de Laia y, sin atreverse a tocarla porque sabía que sus muestras de afecto no serían bien recibidas, empezó a alisar la sábana con la mano—. Tú… ya has pasado por esto, ¿verdad? Para ti no es la primera vez… ¿No quieres contármelo?

Los labios de Laia temblaban, pero seguían cerrados.

—¡Déjame leer en paz! —dijo cuando pudo hablar.

En cuanto hubo salido Sole de la habitación, Laia dio rienda suelta a los sollozos que había estado guardando dentro.

No hacía todavía dos años de aquello. Aún dolía como una quemadura reciente.

Sacó del armario el medallón que había traído de su casa, lo abrió, separó la delgada lámina de oro que cubría una antigua foto sin importancia y debajo apareció el pequeño retrato de Javier que había hecho su hermano a lápiz para que ella pudiera llevarlo siempre consigo. No se permitían ni móviles, ni tabletas ni ningún tipo de superficie que fuera anterior a la entrada en la Casa, lo que significaba que no se podía tener comunicación con el exterior, ni fotos ni cartas que no hubieran sido censuradas, ni nada de lo que había sido tu vida hasta ese momento. Un retrato a lápiz era lo mejor que nunca podría tener.

Dos años atrás ella estaba embarazada de Javier, y todo el mundo en la aldea les daba la enhorabuena. Luego el pequeño, a los cuatro días de nacer, cogió unas fiebres y murió. Ni siquiera pudo asistir a su entierro porque ella también había estado a punto de morir de fiebre. En la aldea había dos médicos, pero apenas podían conseguir medicinas, el equipo que tenían estaba anticuado y no tenían acceso a ningún hospital porque, como argumentaba el gobierno, el Consejo de los Cien, ellos mismos se habían excluido voluntariamente de la sociedad y con eso habían perdido todos sus derechos como consumidores.

Recordaba como una quemadura el suave peso del bebé en sus brazos, su carita arrugada, sus ojos brillantes y curiosos, los brazos de Javier rodeándola.

Ahora, cuando llegara el momento, todo sería diferente. Impersonal. Solitario. Y aunque su hijo viviera… ¿de qué le iba a servir?

Alfonso y Lola habían salido a cenar al centro. Les habían recomendado mucho un restaurante nuevo que habían abierto en la antigua Lonja de la Seda y estaban deseando probarlo porque, aunque era realmente caro, casi un cuarto de sus ingresos mensuales, si la fama no mentía, los productos eran de primera calidad, todo natural. Y después de los problemas de la Casa y el fracaso del último viaje, los dos sentían que se lo habían merecido.

Iban en metro porque una vez más el tráfico privado había sido recortado por la visita de un miembro de las Mil Familias mundiales, un mandatario extranjero con su séquito que, después de unas negociaciones en Madrid, había decidido de pronto acercarse a Valencia para ver lo que quedaba de la Albufera.

Pero el Saler estaba tan cerca que llegaron con más de media hora de adelanto y decidieron dar un paseo por la zona turística de la Catedral. La noche era cálida y estaba muy animada, todas las terrazas llenas de extranjeros, todos los puestecillos de artesanía brillando en la penumbra con sus luces de colores y sus productos invitando a comprar.

—La verdad —comentó Alfonso, sonriente—, es que va a tener razón Laia. Nos hemos convertido en un país de camareros y vendedores.

—Nos hemos especializado en el sector servicios turísticos —corrigió Lola, sin sonreír—. Cada país hace lo que mejor sabe hacer, igual que las personas. España da servicio a los turistas más ricos y produce los mejores bebés naturales. Otros países se dedican a la minería, a la siderurgia, a fabricar coches o al diseño o a la moda… ¿Te parecería mejor que nos dedicáramos a construir barcos, o a negocios de banca o a instituciones sanitarias?

—¡Qué dura eres, Lolita! No era más que un comentario.

—Es que a veces te pareces a tu abuelo, y me fastidia, la verdad. Siempre protestando… siempre pensando en cómo era antes, como si antes la gente hubiera sido más feliz. Antes era mucho, pero mucho peor. ¡Había violencia! Y descontentos… Ahora cada uno sabe cuál es su lugar… ¿no te das cuenta?

—Sí, mujer, sí. A todo esto, ¿no te parece raro que haga tantos meses desde el último mail del abuelo?

—No, ¿por qué? Cuando uno se va, se va. Y allí lo pasan de maravilla… tienen de todo. Más que nosotros. Están en las montañas, en plena naturaleza, en un spa. Comen bien, hacen deporte entre gente de su edad, tienen atención médica, entretenimiento… ya quisiéramos nosotros. ¿No te has fijado en que, cuando se van, ya prácticamente ni escriben ni llaman ni nada?

—A lo mejor no los dejan.

—¡Venga ya!

—Igual que en la Casa tampoco está permitido que los chicos y chicas se relacionen entre sí, aparte de lo necesario para la procreación natural, ni que vuelvan a tener contacto con sus familias.

—Eso es otra cosa. ¡Mira qué bonitos esos pendientes! Son de madera.

—Y cuestan una pasta.

—Pero yo he tenido la idea genial de qué hacer con el bebé inútil, así que me los he ganado.

—No la llames bebé inútil, mujer. Llámala por su nombre, Moira.

Alfonso sonrió. Efectivamente, al final, como casi siempre, era Lola la que había tenido la idea: en lugar de malvenderla a una pareja de genos con aspiraciones, se quedarían a la niña como propiedad de la Casa y en un futuro próximo, en cuanto cumpliera trece o catorce años, la cruzarían con el mejor varón que tuvieran en ese momento y luego venderían al bebé tres veces más caro porque sería producto de un cruce más de lo normal. Incluso se le había pasado por la cabeza quedarse al próximo niño varón que naciera en la Casa precisamente para poderlo cruzar con Moira. Entonces podrían publicitarlo en los foros más elegantes diciendo que aquel bebé era producto de dos generaciones, no de una sola, como era lo habitual. ¡Sería un éxito absoluto! Se lo quitarían de las manos…

Moira… ¡Menudo nombrecito se habían buscado las chicas! Pero les había permitido votar sobre el nombre de la pequeña para ponerlas de buen humor y había salido ese. No se podía esperar mucho más de un puñado de somas.

Con sus pendientes nuevos y su vestido de puro algodón natural, Lola estaba preciosa cuando entraron en el Salón de las Columnas donde habían instalado el restaurante.

Había habido algo de polémica porque un grupo retrógrado, y todos los «libres» de las distintas ecoaldeas habían protestado de que se usara un edificio antiguo, de gran valor histórico, y patrimonio de la Humanidad, para un fin comercial. Pero al final se había solucionado el problema ya que los turistas podían acceder igual, pero en lugar de pagar una entrada por visitar la Lonja, podían tomarse un agua de Valencia allí, si no estaban dispuestos a gastarse lo que costaba el menú, y disfrutar del edificio igual, o mejor.

Al fin y al cabo era lo que se estaba haciendo también con la mayor parte de las iglesias y monumentos, tanto en España como en otros países.

Mucho más revuelo se había montado cuando el Nuevo Vaticano había decidido reconvertir la basílica de San Pedro en una inmensa discoteca para VIPs y utilizar los ingresos obtenidos para financiar diversos proyectos contra el hambre en países del tercer mundo. De eso habían pasado diez años y nadie se escandalizaba ya. Aparte de que, al fin y al cabo, era lo que debía hacer una institución especializada en el amor al prójimo. La especialización lleva a la optimación, como les habían enseñado en el colegio.

Alfonso llevaba toda la mañana distraído, sin poder concentrarse en las cosas más básicas. La noticia de la muerte de su abuelo le había afectado más de lo que él mismo hubiera creído, a pesar de que, a su edad, no era ninguna sorpresa. Había llegado a los ochenta y dos años, no estaba nada mal. Sin embargo, le seguía pareciendo que era demasiado pronto porque el abuelo siempre había sido un hombre sano, vital, lleno de energía y de proyectos.

Como su pensión había expirado a los diez años de su jubilación, él y Lola lo habían tenido a su cargo todo el tiempo que la ley les permitía, aunque Lola protestaba de vez en cuando, pero una vez cumplidos los ochenta no había habido más remedio que permitir que el Ministerio de Bien Social lo trasladara al spa de los Pirineos donde había pasado los casi dos años de que había podido disfrutar hasta su muerte.

En los pocos mensajes suyos que había recibido parecía que estaba a gusto. No solo no se quejaba —y eso era raro en el abuelo, pensó con una sonrisa— sino que parecía tenerle aprecio a lo que le rodeaba en su nueva vida.

Sintiéndose vagamente culpable por estar perdiendo tiempo de trabajo, buscó en su archivo alguno de los mails del abuelo, en un intento inconsciente de volver a oír su voz.

Hola, hijo:

por aquí todo bien. Tenemos una estupenda piscina cubierta que uso con frecuencia y una exterior que está helada. La comida está rica. La gente es agradable y jugamos mucho a las cartas.

Un abrazo y besos a la familia,

El abuelo

Alfonso se quedó mirando la pantalla, apoyado en el codo izquierdo, releyendo una y otra vez aquellas líneas. Él las había buscado para poder sentirse de nuevo cerca de su abuelo y ahora se daba cuenta de que aquello no le decía nada. Cuando lo recibió tuvo que haberlo leído durante el trabajo, deprisa y sin fijarse en la formulación. El abuelo estaba bien, eso era lo único que importaba.

Pero ahora, con calma y mucho después de haberlo recibido, se daba cuenta de que aquellas líneas no podían ser de su abuelo, un hombre que había sido periodista, que escribía con la misma naturalidad con la que respiraba… que nunca había jugado a las cartas. Y lo de «la comida está rica»… El abuelo era de Murcia. Lola, que era madrileña, sí que decía que las cosas estaban ricas, pero no el abuelo. El abuelo habría podido decir que la comida era bastante decente, o que estaba de puta madre, o que era una mierda, pero nunca que estaba «rica». A menos que —comprobó la fecha— en menos de dos meses se le hubieran pegado las formas de hablar de sus compañeros.

Sí, claro, y que de repente hubiera descubierto su amor por la natación y por los juegos de cartas.

Y no le decía nada de las preciosas enfermeras somas que los cuidaban, con lo que al abuelo le habían gustado siempre las mujeres.

Ni una mínima pulla política.

Quizá sí era verdad que no les permitían comunicarse con sus familias y el spa enviaba mails automáticos de vez en cuando para que se quedaran tranquilas. ¿Cómo se iban a quedar tranquilas con eso, cómo se lo iban a creer?, pensó, e instantáneamente se corrigió a sí mismo. Él había sido tan idiota como para creérselo y quedarse tranquilo.

Repasó los otros tres mensajes con el mismo resultado. No eran iguales pero eran igual de impersonales. Seguramente los había escrito la misma persona. En el último decía incluso «ahora por fin puedo dedicarme a jugar al golf todas las horas que me permite la salud».

El abuelo siempre había dicho que el golf era el juego en el que más claro se veía que los de arriba eran unos cretinos: pagar una fortuna y hartarse a andar para meter una bola en un agujero una y otra vez, decía. ¡Había que ser imbécil!

Y lo de «besos a la familia». ¿A qué familia? Sus padres habían muerto años atrás, su padre de infarto y su madre de cáncer de útero. Lola y él no tenían hijos.

¿Estaba el abuelo ya senil?

Al fijarse en el membrete se dio cuenta de que aquel spa para «alces», «ancianos consumidores libres de cargas», como era la definición oficial de anciano, debía de estar muy cerca de la ecoaldea de la que venía Laia. Tendría que hablar con ella y así podría matar dos pájaros de un tiro: por un lado, podría quizá conseguir algo de información y, por otro, animaría a la chica de la ecoaldea, que era prácticamente la única que no había conseguido adaptarse a su nueva vida.

Sentados en un banco en el jardín, frente al mar, mirando la boca firmemente cerrada de la muchacha, lo de hablar con ella ya no parecía tan buena idea.

—¿Conoces la residencia para alces Suum Cuique, Laia? —No tenía sentido dar rodeos; mejor preguntar directamente y acabar lo antes posible. Ella tardó unos segundos en contestar.

—Sí —dijo por fin—. ¿Por qué?

A pesar de su posición social, Alfonso creía firmemente que, para recibir algo, primero era necesario dar; por eso decidió abrirse un poco en lugar de tratarla de arriba abajo como le correspondía.

—Porque mi abuelo estaba allí. Acaba de morir.

Ella levantó la cabeza de golpe.

—Lo siento.

Alfonso se pasó la mano por la frente, por el pelo.

—Sí. Yo también. Estábamos muy unidos. Prácticamente me crio él; ahora eso ya no es normal entre los genos. Los únicos que aún tienen algo de vida familiar son los somas.

Aunque los casos de violencia y malos tratos entre miembros de una familia son cada vez más frecuentes, pensó para sus adentros.

—Y nosotros, los ciudadanos libres.

Estuvo a punto de reírse y soltarle alguna pulla que le escociera, pero sabía que no le convenía y prefirió callar.

—Por eso lo siento —continuó ella—. Porque entiendo lo que significa perder a un ser querido. ¿Qué quería saber?

—¿Tú has estado allí, en Suum Cuique?

Ella negó con la cabeza.

—No nos dejan entrar, pero yo iba muchas veces al campo de golf y al parque que tienen. Ahí es fácil colarse; es enorme, y se pueden coger setas y poner trampas para pájaros. Además, una tía mía estuvo trabajando allí de limpiadora.

—¡Ah! ¡Vaya! Yo pensaba que los ciudadanos libres no os rebajabais a trabajar para los consumidores… —se le escapó sin haberlo decidido. Ella se mordió los labios.

—Tuvimos tres malos inviernos seguidos. Nos estábamos muriendo de hambre gracias a su gobierno. Hay que sobrevivir, director.

—Sí, Laia, perdona, lo comprendo. A veces la supervivencia del grupo exige muchos sacrificios, ¿no es cierto? —Sabía que eso le dolería, pero quería dejarle claro cuál era su lugar.

Ella asintió mientras dos lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Alfonso sacó su móvil y le enseñó una foto.

—Mira, este es mi abuelo. No te sonará haberlo visto por allí, ¿verdad?

Laia echó un vistazo a la foto y sonrió mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Claro que lo conozco. Es Alberto.

—¿Lo conoces? Quiero decir… ¿lo conocías?

—Éramos amigos. Él se escapaba siempre que podía cuando los dejaban salir al parque, y venía a nuestro escondrijo a darme clase.

—¿Clase de qué?

—De todo. Me hablaba de literatura, de historia, de geografía, de política… Me contaba cómo eran antes las cosas, cuando él era pequeño, antes de la revuelta ciudadana del 14. Me explicaba la Revolución y cómo los que mandan la pervirtieron para instaurar su gobierno, y por qué tenemos esta mierda de mundo que tenemos ahora, y me decía qué podríamos hacer para recuperar el de antes… Pero ahora ya no hay esperanza: yo estoy metida en esta Casa y a él lo acaban de matar.

—¿Qué dices? —Alfonso estuvo a punto de soltarle una bofetada. Laia se encogió sin darse cuenta.

—Nada. Perdone. Ya no voy a decir nada más. Al fin y al cabo, ¿yo qué gano contestando a sus preguntas? Hago lo que tengo que hacer y punto. Nada más. —Sus ojos negros se habían vuelto duros, piedras de río bajo un agua transparente—. Ni tanto así más… —Con la uña del pulgar delimitaba una porción mínima del índice. Se puso en pie para marcharse. Su vientre estaba hinchado como un bombo y se tambaleaba ligeramente al andar.

—Siéntate, Laia, cálmate. Necesito saber más.

—¿A cambio de qué?

Se cruzaron sus miradas, desafiantes.

—¿Qué quieres? —preguntó Alfonso.

—¿Qué puedo querer? ¿Qué podría pedir, con posibilidades de que me lo concediera? ¿Me dejaría salir de aquí de vez en cuando? ¿Me dejaría videohablar con alguien de mi aldea? ¿Escribirles? —La cabeza del director se movía rítmicamente en una negativa tras otra.

—Sabes que todo eso no es posible. No he hecho yo las leyes, Laia, no me mires así. —Ambos quedaron en silencio—. Pero puedo ofrecerte algo que quizá te guste.

—Lo dudo, director.

A Alfonso acababa de ocurrírsele una idea digna de su asistente de pensamiento. Alguien tendría que ocuparse de Moira; su mujer ya estaba desesperada de atender al bebé y no tenían personal especializado, salvo para los cuidados de las dos o tres primeras semanas antes de entregarlos en destino.

—¿Qué me dirías de cuidar a un bebé? Una niña recién nacida que por circunstancias que no hacen al caso, se va a criar aquí en la Casa hasta que sea mayor. Yo sé que en las ecoaldeas tenéis costumbre de cuidar niños. ¿Te gustaría ocuparte de ella?

Los ojos de Laia perdieron de pronto la dureza y empezaron a brillar. No podía creerse la suerte que eso representaría.

—¿Moira?

El director asintió.

—¿Y qué pasa con su madre?

—La muchacha que la ha dado a luz ha sido trasladada a otra Casa.

—Ocuparme de Moira… ¿Quiere decir… como ser su madre?

—Bueno… dicho así… no sé… ya sabes que aquí no aceptamos esas palabras… En fin, sí, más o menos. A cambio quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre mi abuelo.

Laia sonrió, una sonrisa misteriosa y lejana, como si estuviera viendo algo que solo existiera para ella.

—¿Eso es que sí? —insistió Alfonso.

—Trato hecho, director.

—Laia…

Estaban despiertas en la oscuridad, tratando de coger el sueño, lo que resultaba cada vez más difícil porque el vientre ya no les permitía mucha libertad de movimientos y las piernas habían empezado a hinchárseles.

Pero, por una vez, a Laia no le molestaba; había empezado a hacer planes para cuando se librara del niño que llevaba dentro y pudiera empezar a educar a Moira, a quererla, a ganarse su amor, a enseñarle todo lo que debería saber para convertirse en una ciudadana libre, en una revolucionaria que, con el tiempo, lucharía contra el orden establecido y les devolvería a todos la libertad, la igualdad, la solidaridad.

—Laia… —insistió el susurro desde la otra cama—. No te hagas la dormida; sé que me oyes.

—¿Qué te pasa ahora?

—Cuando nos conocimos… ¿te acuerdas? —Laia se limitó a contestar con un gruñido—, me dijiste que te habían secuestrado y que los tuyos vendrían a buscarte y te sacarían de aquí… —Otro gruñido—. Luego te lo he oído decir otras veces, a las otras chicas. ¿Es verdad? ¿Van a venir a buscarte?

—¿A ti qué te importa eso, Sole?

—Es que… como hace ya tantos meses…

—Claro —dijo, ya casi furiosa—, es que aquello está muy lejos, y somos pocos, y hacen falta armas y planificación. Pero vendrán. Yo sé que vendrán. Y me sacarán de aquí.

—¿Puedo ir con vosotros?

—¿Qué? —La pregunta la pilló tan desprevenida que encendió la lámpara de la mesita para ver si se estaba burlando de ella. Sole estaba tumbada de espaldas, con las manos sobre el vientre y la cara llena de lágrimas silenciosas.

—¿Me llevarían, aunque estuviera embarazada? ¿Os gustan los niños en tu aldea?

—Claro que nos gustan los niños. Los niños son riqueza, son el futuro. Por eso procuramos tener, a pesar de lo difícil que es evitar comer productos de la sociedad consumista.

—¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

—¡Mira que eres tonta, Sole! Lo que comen los de tu clase, y hasta lo que comen la mayor parte de los genos, todo, pero todo todo, salvo lo que comemos nosotras en esta Casa, está lleno de química de todas clases: anticonceptiva, para mantener baja la población, además de las cosas que le ponen para que la gente esté contenta y no se preocupe de nada. Así le deja el campo libre al Consejo y ellos hacen lo que quieren.

—Nosotros seguimos teniendo hijos. Eso que tú dices no puede ser.

—Pues es. ¿Por qué te crees que los somas suelen tener solo un hijo y como mucho dos? ¿Por qué crees que los genos son siempre hijos únicos? Porque les cuesta mucho esfuerzo y mucho tratamiento médico que sus mujeres se queden embarazadas y, ya que lo intentan, como saben que solo va a ser uno, eligen todas las mejoras genéticas posibles, porque se lo pueden pagar con los sueldos que cobran, no como vosotros. —Hubo un silencio mientras Laia esperaba a que Sole digiriera la información—. Por eso nosotros, en la aldea, procuramos mantenernos con lo que cultivamos, y aun así es difícil porque casi todas las especies vegetales están manipuladas genéticamente y las tenemos que comprar cada temporada. Las que nos venden no dan simiente y no se pueden reproducir. Y los animales, incluso los salvajes, beben de los ríos contaminados, comen otros animales contaminados y nos contaminan a los humanos. Nos están matando, Sole, pero los que estáis dentro no lo notáis, porque hay mucha moda y muchos concursos y series en la tele, y música y videojuegos y películas de acción. Así parece que la vida es muy divertida.

—¿Y es así en todo el mundo? —preguntó Sole con un hilo de voz.

—No sé. Fernando, uno de nuestros médicos, piensa que no, que hay sitios en África o en Asia donde aún se puede llevar una vida natural.

—Una vida natural… Quieres decir… todo el mundo… no solo los naturales, los platinos.

—Sí. Todo el mundo: los somas, los genos… nosotras…, los huesos, aunque ellos seguramente no tienen esas divisiones. Eso es lo que nosotros llamamos igualdad, el no tener divisiones. No somos tontos, no pensamos que eso signifique que todos los seres humanos somos iguales, sino que todos tenemos derecho a las mismas cosas: a comer sanamente, a aprender y formarnos, a decidir cuántos hijos queremos tener, a elegir el trabajo que queremos hacer, a que nos castiguen igual por los mismos delitos… —Laia vio la expresión angustiada de Sole y terminó—: ¡Aj! Déjalo, vamos a dejarnos de arengas; da lo mismo. A todo esto, ¿por qué me has preguntado si podrías venir? ¿Ya no te gusta la Casa? —Había un punto de crueldad en la pregunta, pero Sole no lo notó. Se limitó a sonarse la nariz con fuerza, haciendo un ruido como el barrito de un elefante.

—Me da pena perder a mi hijo después de haber pasado tanto —dijo por fin.

—A eso has venido. No hace ni un año estabas muy orgullosa y hace un par de meses lo encontrabas muy natural.

—Ya.

—Anda, duerme.

—Es que no tengo sueño.

—Pues déjame dormir a mí.

—No te duermas, Laia, anda, háblame, cuéntame algo.

—No sé qué contarte, Sole. Mira, cuéntame tú a mí lo que quieras, hasta que te entre sueño. Cuéntame lo que hacías antes, cómo era tu familia… lo que se te ocurra.

Sole se sentó en la cama, se restregó los ojos enérgicamente y, de pronto, sonrió.

—Mi padre es sous-chef de cocina en un buen hotel.

—El chef es geno, claro —interrumpió Laia con una mueca amarga—. Y el dueño de la cadena de hoteles es platino, ¿verdad? Natural, miembro de una de las Mil Familias —continuó, con rabia. Sole asintió enérgicamente sin perder la sonrisa.

—Claro, mujer, es lo normal. Mi madre es masajista; hace unos masajes tailandeses que te pasas. Tengo un hermano mayor que es guía de turismo y lleva dos años estudiando para intentar que lo dejen entrar en la universidad. Si lo consiguiera, podría tener un trabajo mejor y quizá ascender a cartaplata, pero es muy difícil, ya sabes, porque él no está genomizado; es un soma de lo más normal y los genos no quieren que nadie les haga sombra. Espera, te lo enseño, mira qué guapísimo es.

—¿Te han dejado traerte su foto?

—Sí. Solo se mosquean y te la quitan si es tu novio, porque no quieren líos amorosos en la Casa. Por eso tienen a los chicos… a los inseminadores… en otra parte. Pero con las fotos de hermanos o padres no suele haber problema. ¿Tú no tienes ninguna?

—No. ¡A ver, enséñamela!

Laia echó una mirada a la foto que Sole le mostraba. Era efectivamente un chico guapo de la manera convencional que se había puesto de moda un par de años atrás; parecía un modelo de ropa interior de principios de siglo: alto, musculoso, facciones angulosas, labios sensuales. Había miles así.

—Quizá debería ser un poco menos guapo para tener éxito en los estudios. Si quiere que lo admitan en la universidad debería tener más pinta de geno.

—Tiene toda la pinta de geno, creo yo.

—Se nota mucho que todo eso es de quirófano y de gimnasio, no de nacimiento. Pero es verdad que es muy guapo. —Sole volvió a sonreír—. ¿Cómo se llama?

—Diego. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Es muy buen hermano… y no volveré a verlo.

—Anda, Sole, duérmete. No lo pienses más. —Laia apagó la luz.

—¿Te vienes a mi cama? Por favor… hace mucho que no me abraza nadie.

Estuvo a punto de mandarla a hacer puñetas pero de repente pensó que a ella también hacía mucho que nadie la abrazaba; y pronto tendría que hacerse cargo de Moira. Le vendría bien tener una amiga, tener a Sole. Se levantó gruñendo por lo bajo.

—¡Qué flojita eres, hija! Quita, déjame un poco de sitio; aquí no cabemos las dos con nuestras barrigas.

Se sentó en la cama, apoyada en el cabezal y le pasó a Sole el brazo por los hombros; ella apoyó la cabeza en el pecho de Laia y suspiró de felicidad.

—Gracias, Laia, eres una amiga.

—Anda, tonta, duérmete ya.

—Dime cómo es tu aldea, dime cómo será cuando vengan a buscarnos.

Suspiró y estuvo a punto de negarse, pero hacía tanto que no le hablaba a nadie de su hogar que pensó que unas palabras le harían bien, mientras la luz estuviera apagada y la cabeza de Sole fuera un peso dulce en su hombro.

—Es todo muy sencillo… apenas unas cuantas cabañas de troncos en un claro del bosque… pero tenemos generadores para la luz, y agua que viene de un manantial de montaña. También usamos plástico, pero la mayor parte de las cosas están hechas por nosotros, de materiales naturales. Hacemos nuestro pan y cosemos nuestra ropa. No compramos nada si podemos evitarlo porque no queremos hacerle el juego a los consumidores. Elegimos a nuestros jefes por votación democrática, por un período de tres años. Tenemos armas y las usamos cuando hace falta, pero no somos terroristas. Estamos orgullosos de ser libres, de ser iguales, de ayudarnos los unos a los otros, de no traicionarnos. —Se le hizo un nudo en la garganta y dejó de hablar.

—¿Y cuándo crees tú que vendrán?

Pasó tanto tiempo sin contestar que Sole creyó que se había dormido.

—No lo sé.

—Pero vendrán, ¿verdad? No pueden permitir que te secuestren. Vendrán a por ti.

Laia le acarició el pelo, como si fuera una niña.

—Sí, Sole. Vendrán.

—No me parece buena idea que salgáis mañana de compras, Lola. Está todo lleno de antidisturbios para contener la manifestación de los huesos.

—No es una manifestación, Alfonso; es un ataque a la legalidad por parte de unos seres que no tienen derecho a existir. Pero los tienen reducidos en la periferia. Nosotras vamos al Séptimo Cielo, en pleno centro.

—Sigue sin parecerme bien.

—Todos los bebés han nacido sanos y fuertes; las chicas han cumplido y, como consumidoras, tienen derecho a salir de compras de vez en cuando. No se puede tener a una persona siempre encerrada sin darle ocasión de comprar en directo, por mucha compra online y mucho entretenimiento que les proporcionemos.

—Pero llevad mucho cuidado, por favor. No volváis tarde y no permitas que se te despisten. ¿O quieres que os acompañe?

—No, querido. Es un día para mujeres. Verás qué bien les sienta, antes de volver a quedarse embarazadas.

Apenas se hubieron marchado las muchachas, vestidas con la mejor ropa que tenían, Alfonso se dirigió a la habitación de Laia, que había preferido quedarse en la Casa.

Empujó la puerta suavemente, sin llamar, y se quedó un momento contemplando la escena que tenía algo de estampa antigua. La chica estaba sentada en la cama, con la pequeña en su regazo. Con la mano derecha sujetaba a la altura de los ojos del bebé un medallón dorado que refulgía al sol; Moira reía y estiraba las manitas tratando de alcanzarlo. Laia también sonreía y su sonrisa, por lo poco frecuente, era algo que calentaba el corazón. Era realmente guapa, con la enorme melena oscura y los ojos profundos.

—¿Ha venido a cobrarse su parte del trato, director? —preguntó la chica sin apartar la mirada del bebé. Con un ágil movimiento de muñeca hizo desaparecer el medallón de la vista del hombre.

—He pensado que ahora era buen momento; con la Casa tranquila.

—De acuerdo. —Se levantó, puso a Moira en su capazo y la dejó jugueteando con unos animales de colores que colgaban sobre ella—. ¿Qué quiere saber?

—No se me va de la cabeza lo que dijiste de que habían matado a mi abuelo. No es posible que hablaras en serio.

—Siento tener que defraudar su confianza en la benevolencia del Consejo, director; pero sí, hablaba totalmente en serio. Siéntese y escuche: usted sabe que las leyes estipulan que las pensiones de ancianidad caduquen a los diez años, de manera que si una persona se jubila a los sesenta y ocho, por ejemplo, si a los setenta y ocho aún sigue viva, deja de cobrar. Entonces el Estado le ofrece retirarse a un hogar, una residencia o un spa, según esté de salud y si se puede valer por sí mismo o no. Algunas familias tienen a sus ancianos en casa cuando dejan de cobrar, pero cuando cumplen los ochenta es obligatorio retirarse a una institución estatal. Una vez allí… ¿conoce usted a alguien que haya pasado de los ochenta y dos años?

Alfonso sacudió la cabeza lentamente sin tener muy claro adónde quería ir a parar Laia y tratando de hacer memoria repasando los padres y abuelos de conocidos y amigos. No se le ocurría ninguno.

—El Estado tiene muy claro que los viejos son improductivos y cuestan mucho dinero, de manera que primero los aleja de sus familias y, una vez que se han acostumbrado a la ausencia del padre o la madre o la tía, es más fácil recibir la noticia de su muerte. ¿Sabe que la mayoría de los parientes ni siquiera se desplazan ya para el funeral? ¿Usted ha ido? —Alfonso siguió en silencio y Laia continuó como si no hubiera esperado otra cosa—: Los primeros seis u ocho meses los viejos no tienen nada que temer, pero en algún momento del segundo año de estancia, misteriosamente, se enferman o sufren un accidente, o caen en coma… usted ya me entiende…, y todo resulta muy comprensible, muy normal; como ya son muy mayores, no le sorprende a nadie.

—¿Me estás diciendo que los matan?

Laia afirmó muy seria con la cabeza.

—Yo creo que todo el mundo lo sabe… o que se lo imagina, pero nadie quiere saberlo, y al fin y al cabo parece que les da igual. Los pobres… ya nunca se van a poner bien, no dan más que gastos, no sirven de nada y además ellos ya no disfrutan de la vida… Esas suelen ser las excusas que la gente se da para sentirse mejor. ¿No es eso lo que usted mismo ha pensado ahora que su abuelo ha muerto… que es mejor así, morir cuando aún estaba medianamente bien en lugar de ir deteriorándose lentamente?

Alfonso dejó caer la cabeza sobre el pecho. Era posible que aquella niña tuviera razón, y sin embargo… era difícil de creer, de aceptar… ¿Y si se lo estaba inventando todo para hacerle daño, en venganza por tener que estar allí, en la Casa, en lugar de andar libre por los bosques?

—Como sé que, a pesar de todo, no me cree, tengo algo para convencerlo. —Fue al armario y sacó un sobre—. Una carta de Alberto. Me pidió que intentara hacérsela llegar, pero usted sabe que los ciudadanos libres, igual que los indigentes… los «huesos», como los llaman ustedes…, no tenemos acceso al servicio de Correos. Pensaba intentarlo desde aquí y luego resultó que usted mismo era el destinatario. Pura suerte. Ah, a lo mejor le sirve de algo saber que la carta es tan corta porque en el spa no los dejan escribir y solo pudo hacerlo una de las veces que nos encontramos en el bosque. Lógicamente, no sé lo que le dice, pero supongo que le contará más o menos lo que ya sabe por mí.

Alfonso se puso en pie y, con un vago gesto de agradecimiento, salió del cuarto para encerrarse en su despacho a leer.

—¡Eran monstruos, Laia! ¡Ha sido horrible! ¡Eran monstruos espantosos, te lo juro! —En la cama, Sole se agarraba como una lapa a Laia, que intentaba tranquilizarla—. Y en cuanto cierro los ojos, los veo delante de mí y me da terror.

—Vamos, vamos, calma. Sabes muy bien que no eran monstruos, que eran personas como tú y como yo. Solo eran indigentes.

—¡Nooo! —casi gritó Sole—. No eran como nosotras; eran horribles… —Su voz se quebró entre hipidos. Le habría gustado contarle a Laia lo que había visto, pero no conseguía ponerlo en palabras. No era capaz de hablar del terror que había sentido cuando de un momento a otro en aquel maravilloso centro comercial adonde las había llevado Lola, todo limpio y brillante, y decorado para la Fiesta de la Primavera, había aparecido como una marea aquella masa de… de monstruos vestidos de harapos, con miradas hambrientas, o vacías o estúpidas o crueles…, seres lentos, sin propósito, que se limitaban a mirarlas como si ellas fueran animales exóticos en un zoológico. Y avanzaban, avanzaban, mirándolo todo como si no lo comprendieran, acercándose más y más, tocando con sus manos grises las paredes, las barandillas, los dispensadores de bebidas…, trayendo con ellos un olor de basura, de cuerpos sin lavar, de sudor antiguo, de cosas muertas y podridas.

Ellas estaban amontonadas en un pasillo al lado de una tienda, con la espalda pegada a la pared mientras los huesos pasaban por delante como un río de cieno, y de pronto, uno de ellos había alargado la mano hacia ella, queriendo tocarla; había agarrado su falda nueva de seda naranja y la había mirado con desesperación a través de unas gafas gruesas y sucias pegadas con celo, mientras balbuceaba algo que ella no había podido comprender. Luego le había sonreído y ella… había estado a punto de vomitar… Solo tenía dos dientes en unas encías negras que parecían un sumidero, un agujero oscuro en una cara del color del queso podrido. No podía decirle todo eso a Laia, no sabía cómo, pero aquellas visiones no la dejaban dormir.

La policía había acudido enseguida y los había dispersado a culatazos, a golpes de porra, patadas y calambrazos… y cuando ellas estaban ya a salvo en la galería superior, habían lanzado unos botes metálicos que soltaban un humo espeso y asfixiante. De lejos se oían los gemidos de la masa de monstruos que intentaba ganar las salidas para llegar al aire libre, y los estertores de los moribundos.

—Vamos, tonta —la estaba animando Laia—, te has llevado un susto porque nunca los habías visto de cerca, pero no es para tanto. Mi gente, en la ecoaldea, no es mucho más guapa en cuanto pasa de los treinta años… —Se echó a reír de algo que solo comprendía ella—. ¿Verdad que tenían pocos dientes? ¿Es eso lo que te ha asustado tanto? Es lo que pasa cuando te caes por las rendijas del sistema, o cuando te sales voluntariamente. Ya no hay dentistas que te arreglen la boca. Y cuando pierdes vista, no te queda más salida que unas gafas, si puedes conseguirlas; y los pobres están flacos porque no hay mucho de comer, por eso los llaman «huesos», y pálidos porque su alimentación no es sana; y si son feos es porque no tienen trabajo, por tanto no pueden comprar nada, no son consumidores, y no pueden pagarse arreglos físicos, ni moda, ni nada de lo que para ti es normal. Y son lentos y estúpidos por lo que les ponen en la comida, para que no puedan rebelarse.

Poco a poco, Sole iba tranquilizándose al escuchar a Laia.

—Pero… ¿por qué están así?

—Porque el sistema los ha ido marginando. Hace tiempo perdieron sus trabajos, luego sus casas, luego, poco a poco, su educación; los pocos hijos que tienen ya no han podido formarse; solo algunos consiguen entrar a base de mucho esfuerzo en los cartabronce y trabajar en la limpieza o en los puestos más duros. Los demás no existen; el Consejo no los reconoce como ciudadanos («consumidores», como se llaman ahora) porque no tienen poder adquisitivo. Malviven peor que animales en la periferia de las ciudades y hoy, como lo dicen siempre en los informativos, «han decidido hacer una visita al centro», pero no hacen nada. Solo asustan porque son muchos y porque parecen muertos, aunque sigan vivos. ¿Han sido violentos?

Sole negó con la cabeza.

—Ya te he dicho que los alimentos llevan sedantes y anticonceptivos. No podrían rebelarse aunque quisieran; y además ya se han olvidado de cómo podría ser la sociedad si fuera de otra forma. Han perdido la dignidad, el orgullo de ser humanos. Se lo han quitado, ¿entiendes? Les han quitado su humanidad. —Laia siguió acariciándole la cabeza—. No tienes que tenerles miedo, Sole, sino pena, compasión, porque fueron personas y los han convertido en basura, porque no supieron reaccionar a tiempo cuando veían cómo la sociedad del bienestar que habían creado se iba destruyendo; cómo los políticos corruptos y los banqueros acaparadores iban quedándose con todo y ellos, que eran los que, con su trabajo y sus impuestos, generaban la riqueza, lo iban perdiendo. Solo nosotros, los ciudadanos libres de las ecoaldeas, conservamos los recuerdos y el conocimiento, y los deseos de luchar para que todo cambie. Y ahora —añadió bajando la voz y acercándose al oído de su amiga— enseñaré a Moira para que se convierta en lo que debe ser: la líder del movimiento revolucionario; la que nos salvará a todos, Sole. La educaremos en secreto, con firmeza, para que defienda los principios de la igualdad, la libertad, la solidaridad, la democracia… Para que empiece la lucha que nos libere a todos. Ella será nuestra luz en este tiempo de tinieblas. ¡Sole! ¡Maldita sea! ¿Te has dormido?

Por cuarta vez, Alfonso miraba sin ver el papel que le había entregado Laia, odiándose por su incultura. Aquella carta estaba escrita a mano y, por tanto, igual podía haber estado escrita en chino; él era incapaz de leerla, a pesar que, de pequeño, su abuelo le había enseñado a leer manuscritos. Pero hacía demasiados años de eso y nunca le había parecido un conocimiento importante.

Ahora tendría que ir de nuevo a buscar a la muchacha y rebajarse a pedirle que se la leyera, con lo cual ella también se enteraría de las intimidades que su abuelo hubiera querido contarle. O bien, podría inventarse el texto que le diera la gana; él no iba a poder comprobar que decía la verdad.

También podía ir a la Universidad a que alguien especializado en cultura prerrevolucionaria se la transcribiera; pero eso tenía el inconveniente de que, si la carta había sido escrita contraviniendo las normas de la institución y además hablaba de cosas como las que ya le había contado Laia, el que se la transcribiera se enteraría de que él, cartaoro director de una Casa, tenía relaciones con un disidente. Y eso no le convenía en absoluto.

Se lo pediría a Laia al día siguiente, antes del desayuno.

—Laia, ¿tienes un momento?

La muchacha se apartó del grupo y acompañó al director a su despacho, seguida por las miradas curiosas de las que pasaban en dirección contraria, hacia el comedor.

—Yo… verás… no tengo ya mucha práctica en leer manuscritos y… tú sabes, ¿verdad?

—Sí, director; nosotros aún aprendemos esas cosas. Escuche:

Querido Alfonso:

Si no has venido hasta ahora, está claro que ya no vas a venir, así que esta será la última vez que recibas noticias mías.

Aquí nos dan unos cuantos textos prefabricados para que podamos elegir cuál queremos mandar a nuestras familias; de ese modo se aseguran de que no escribamos nada que pueda causarles problemas y se ahorran la censura. Yo he elegido siempre los textos que más evidentemente no podían ser míos, pensando que el nieto que yo crie, tan genomizado, tan listo, se daría cuenta enseguida de que algo andaba mal. Me equivoqué. O te has vuelto tonto al mejorar de clase o es que ya no te importo lo suficiente. Pero tú a mí sí, ¡qué le vamos a hacer! En mi época se decía que el amor verdadero nunca muere y tú eres lo único que me queda en el mundo.

Estoy en un lugar que se llama Suum Cuique; mira en internet o en lo que miréis ahora qué otra institución se llamó así hace unos ciento cincuenta años en un lugar de la antigua Alemania llamado Buchenwald y me ahorraré explicaciones. Sé que no me queda mucho tiempo y solo quería despedirme de ti, decirte que comprendo que te hayas resignado a vivir en el mundo que te ha tocado, aunque me dé mucha pena, y pedirte que, si tienes ocasión de ayudar a las ecoaldeas, o al menos evitar que se les haga daño, lo hagas así. Son nuestra única esperanza.

Se me encoge el corazón al ver qué clase de sociedad, qué clase de mundo os hemos dejado en herencia, dominado por los más inútiles, envenenado de plásticos y desechos venenosos y zonas radiactivas. Me da vergüenza pensar que no supimos hacerlo mejor y ahora, a esa catástrofe a todos los niveles, la llamáis evolución, progreso, desarrollo natural… arte, incluso. Como representante de mi generación, te pido perdón, hijo mío.

Voy a morir en 2084, ¡qué ironía que todo haya salido así, después de tantas advertencias!

Si esta carta te la entregara en mano una niña llamada Laia, de la ecoaldea, haz lo que puedas por ella, hijo mío. Para mí es casi como una nieta y me ha hecho no solo llevaderos sino a veces hasta felices mis últimos días.

No te sientas culpable de lo que me pase, hijo. Estoy seguro de que no lo habrías podido evitar. Al menos las chicas que me atienden son jóvenes y da gusto mirarlas. Podría ser peor.

Saludos a tu mujer (¿sigue igual de pinchosa?, ahora al menos estará contenta: se ha librado de mí) y un enorme abrazo de tu abuelo que te quiere por encima de todo.

ALBERTO

Hubo un largo silencio cuando Laia terminó de leer. Al cabo de un minuto, levantó la vista y se encontró con los ojos de Alfonso, inundados de lágrimas.

—No supe verlo —murmuró.

—Alberto dice que no tiene que sentirse culpable, director. Él lo ha perdonado.

—¿Qué quiere decir con eso de que es irónico morir en 2084?

—Se refiere a una novela que le encantaba: 1984, de un inglés, George Orwell. Habla de un mundo terrible que él imaginaba y nunca llegó a existir. Ahora, cien años más tarde, vivimos en un mundo terrible, pero no lo parece porque todo es muy bonito y está lleno de colores. Eso enmascara el dolor, la crueldad, la injusticia. Es lo que él decía.

—Anda, ve a desayunar. Ahora iré yo. Y… Laia…, gracias.

Almudena miró a su alrededor, satisfecha: la fiesta estaba saliendo muy bien. Ahora ya podía relajarse, permitirse por fin una copa de vino e incluso sacar a bailar a uno o dos de los invitados más importantes.

Rodrigo había conseguido atraer a algunos de los empresarios estrella de las últimas temporadas; ella había aportado un toque frívolo con la presencia de unos cuantos artistas de diferentes ramas y, como simpática nota condescendiente, habían invitado incluso a un par de miembros del Consejo, a pesar de que se consideraba de dudoso gusto combinar políticos, que no eran más que funcionarios genos con aspiraciones, al fin y al cabo personal de servicio, con miembros de las Mil Familias; pero Rodrigo y ella eran la pareja de moda, tenían una especie de facilidad natural para hacer que sus fiestas fueran algo diferente, algo un poco más atrevido de lo normal, sin franquear nunca las fronteras de lo aceptable para sus iguales, los platino.

Cecilia, la nodriza de Íñigo, le lanzó una mirada interrogativa desde la puerta que daba a la zona de la servidumbre y ella asintió con la cabeza. Unos segundos después, Cecilia entró llevando al niño en brazos, vestido ya para la cama, con un delicioso pijamita de batista blanca bordado en azul.

Como esperaba, todos los invitados, tanto hombres como mujeres, se arremolinaron junto a ella dedicando cumplidos al pequeño que, con sus rizos morenos, sus mofletes y sus brillantes ojos negros bajo unas cejas espesas y arqueadas, parecía un pequeño príncipe, un simpático diablillo de iglesia antigua.

—¡Qué encanto de niño! ¿Cuánto tiempo tiene? —preguntó la nueva esposa de Brian Lewis, el armador, mientras los demás lo admiraban entre cucamonas.

—Cumplió dos años el jueves pasado —contestó Almudena tomando al niño en brazos, aunque ya empezaba a pesar bastante—. Lo celebramos en Mongolia —añadió bajando la voz significativamente.

—¿En los campos de plástico? —La mujer se cubrió la boca con la mano mientras desorbitaba los ojos—. ¡Qué suerte! Siempre he querido ir, pero Brian no tiene sensibilidad histórica ni artística. Dice, imagínate, que aquello no es más que basura. Pero estoy tratando de convencerlo para que vayamos a Fukushima; acaban de levantar la prohibición absoluta.

Almudena cabeceó, sonriente.

—¿No está un poquito flaco? —preguntó Carina, la última descendiente de una familia aristocrática que había conseguido salvarse de la ruina general de su clase casándose con un empresario ruso.

Almudena estuvo a punto de contestarle agresivamente, pero se contuvo a tiempo.

—Va engordando poco a poco. No te preocupes, querida; a nuestra edad estará como nosotros —dijo lanzando una mirada apreciativa a su alrededor. Todos cabecearon, satisfechos, tocándose inconscientemente barrigas, caderas, papadas… como para asegurarse de la existencia de las reservas de grasa que los señalaban como cartaplatinos.

—¿Es cierto que ayer hubo una revuelta de huesos? —preguntó con fuerte acento francés un tal Marc que Almudena solo había invitado porque acababa de hacerse cargo de la colección de alta costura de Xi-Fang-Lu para Europa y quería impresionar con él a sus amigas.

—¡Qué tontería! —contestó Rodrigo, quitándole importancia con el gesto—. ¿Cómo van a armar una revuelta esos desgraciados? Aunque, eso sí, hay que actuar con contundencia para que aprendan, ¿no es cierto, Álvaro?

Álvaro Díaz del Manzano era concejal de Seguridad para los Consumidores de la villa de Madrid.

—Más de mil hemos incinerado hoy, después de la redada de ayer. Ahora se quedarán tranquilos un par de años. —Sonrió después de apurar su whisky. Le estaba enormemente agradecido a Rodrigo por haberlo invitado a aquella increíble fiesta platino.

—¿Y no hay peligro de ataques terroristas por parte de la gente de las ecoaldeas? —Marc, sin ningún tipo de tacto, insistía en tocar temas que se consideraban tabú en cualquier fiesta elegante—. Es que, como voy a instalarme aquí en Madrid para la próxima temporada, tengo que asegurarme de que no es peligroso. —Pronunciaba «peliggoo» y «peliggosoo».

—Las ecoaldeas están controladas, querido Marc. —Rodrigo lo tomó del codo y lo dirigió hacia la barra—. Y deja de hablar de esas cosas tan desagradables; de eso se ocupan nuestros técnicos, pero si te tranquiliza, ayer mismo el ejército atacó una de las más activas, en los Pirineos, y les dio un buen escarmiento. Tardarán años en recuperarse. ¿Qué te apetece, un excelente champán francés o algo más fuerte?

En el comedor, cuando todas las muchachas hubieron terminado de desayunar, Lola Gutiérrez, la vicedirectora de la Casa, se puso en pie y les comunicó que, excepcionalmente, el director y ella habían decidido permitir que vieran las noticias nacionales para que pudieran entender lo que habían vivido el día antes en el centro comercial y se tranquilizaran.

Ninguna de ellas había sido aficionada a ver las noticias ni a leer los diarios en su vida anterior, pero ahora estaban entusiasmadas con la idea, por lo que representaba de novedad y por la simple curiosidad de ver por la tele lo que les había sucedido veinticuatro horas atrás.

La enorme pantalla mostraba imágenes del Séptimo Cielo en su estado natural: varios pisos de tiendas, bares, cines 3D, restaurantes de todas las nacionalidades, franquicias de todo tipo, cafeterías, teterías, agüerías, zumerías, estudios de tatuaje, miniclínicas para intervenciones rápidas, gimnasios, bingosexo, salones de masaje, de decoración de uñas, de implantes biológicos de corta vida (rabos, cuernos, antenas, alas), salones de maquillaje, centros de adivinación y futurología, minicasinos, lounges de sexo y relajación de alto nivel, consultorías genéticas… Todo limpio, brillante, lleno de luz y de color, poblado por enjambres de cartaplatas y cartabronces, con algún cartaoro ocasional rodeado de su personal de servicio. Un emporio de belleza, perfumes, sabores refinados, moda de última actualidad.

Y de pronto las imágenes habían cambiado: ya no eran del centro comercial sino de las calles adyacentes, llenas como por ensalmo de una masa silenciosa que avanzaba despacio, imparable, inalterable, como una espuma sucia que va a romperse en la playa, lenta, inexorablemente.

Se oyeron exclamaciones ahogadas en la sala, crujidos de sillas al moverse, suspiros… los «huesos»… «Mirad cómo entran en el centro comercial». «¿Qué quieren, a qué van?». «Qué asco, señor, qué asco».

Los policías, inquietos, se miraban unos a otros como para asegurarse de la presencia de sus compañeros, y dirigían constantes ojeadas a sus superiores, esperando la señal de cargar. Se notaba en su manera de mover la cabeza. Los ojos no se veían; estaban cubiertos por el casco integral impenetrablemente negro, pero se podía notar su nerviosismo en cómo aferraban sus bastones eléctricos, sus porras, sus látigos, sus láseres…, cómo se estrechaban contra el cuerpo sus escudos transparentes.

Luego empezaron a pasar imágenes de rostros mientras el moderador, en un tono neutro con un punto de diversión, como si estuviera refiriendo alguna travesura infantil, comentaba que «daba la sensación de que los indigentes se habían cansado de estar tumbados en sus chabolas y habían decidido acercarse al centro a dar una vuelta y a ver todo lo que se estaban perdiendo por no formar parte de la sociedad de consumidores».

Laia no daba crédito a sus oídos. Era la primera vez en casi un año que había tenido acceso a la información actual y no conseguía creerse ni el tono ni el mensaje que estaban dando; esa falta de respeto, de compasión. Podía haber comprendido que los insultara, o que los llamara disidentes o terroristas o delincuentes, como llamaba el Estado a los ciudadanos libres, pero le revolvía el estómago esa manera condescendiente de tratar a aquellas pobres personas que ya no eran nada ni tenían nada que perder.

Con un primer plano de una mujer muy anciana, que probablemente no tendría ni cuarenta años, de pelo blanco y ojos velados en una cara llena de arrugas, terminó el espectáculo. Lola apagó la televisión.

—Pues ya habéis visto, chicas. No ha pasado nada. Los huesos han vuelto a sus chabolas y vosotras habéis vivido una aventura. ¿No es maravilloso?

—Y ¿cuántos indigentes no han podido volver a sus chabolas porque la policía los ha asesinado? —preguntó Laia, alzando la voz para que todas la pudieran oír.

Lola se volvió hacia ella, escandalizada. En ese instante se abrió la puerta del comedor; Alfonso entró y ocupó discretamente su lugar junto a ella.

—¡Qué tonterías dices! —Lola tenía la cara deformada por una furia que intentaba controlar sin mucho éxito.

—Siempre es así, Lola, no te hagas la loca. Sus vidas no valen nada. Son demasiados y el Estado necesita tener excusas para diezmarlos de vez en cuando. ¿No pensarás que esos pobres desgraciados a los que apenas si les queda cerebro han decidido ellos solos «irse a dar una vuelta por el centro», como decía el gilipollas del presentador?

—Aquí no usamos malas palabras. Y no entiendo lo que quieres decir. Nadie te entiende.

—Si no me entiendes es que eres más tonta de lo que yo pensaba, Lola. Yo creo que me entiendes muy bien pero no te conviene hacerlo.

Las chicas miraban a una y a otra como si estuvieran viendo un concurso por televisión, encantadas con la novedad y algo perplejas porque no acababan de saber qué estaba pasando. Alfonso las miraba también, pero era evidente que estaba pensando en otra cosa.

—Te conviene callarte, Laia —escupió Lola.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Qué más me vais a hacer? Me tenéis aquí encerrada y me obligáis a parir como un animal para luego vender a mis hijos a los cartaplatinos que están ya tan contaminados que no se atreven a tenerlos ellos mismos. ¡La cosa no deja de tener su gracia! Esos hijos de puta de arriba, los putos naturales como ellos mismos se llaman, os explotan a vosotros, los genos, y a los somas —hizo un gesto general en dirección a sus compañeras—, y se sienten por encima de todos y se quedan con lo mejor, y resulta que… ¿de dónde salen ellos? ¡De nosotras! De montones de somas tontas del culo repartidas por cientos de Casas, que son inseminadas por otros somas descerebrados. Y luego los niños que salen de esas uniones, lo más estúpido que es capaz de producir nuestra sociedad, se convierten en los famosos naturales cartaplatinos que nos gobiernan a todos. ¡Qué bien supieron montárselo! Y todos les hacéis el juego.

Alfonso estaba mudo escuchándola. Le parecía estar oyendo a su abuelo, con la misma vehemencia pero con más sensatez, con más garra. Aquella niña estaba poniendo en palabras muchas de las cosas que él casi no se atrevía a pensar. Tenía razón aquella mocosa. Los genos, más inteligentes, más guapos, mejor formados, no eran más que pequeños ayudantes de los naturales, cuando eran los que de verdad llevaban adelante la sociedad, el mundo entero.

—¿Y vosotros no? ¿Vosotros… los ciudadanos «libres» —Lola escupió la palabra casi con odio— no les hacéis el juego?

—Nosotros tratamos de luchar contra el sistema. Nosotros queremos cambiarlo.

—Por eso vendrán a buscarnos —interrumpió de golpe Sole—, para sacarnos de aquí y llevarnos a su aldea.

Lola se echó a reír.

—¿Eso crees, estúpida? ¿Qué tonterías te ha metido en la cabeza esa loca? ¿De verdad crees que la hemos secuestrado?

—¡Cállate, zorra! —gritó Laia, echando a correr hacia la vicedirectora para saltarle encima.

—¡Socorro! ¡Quiere atacarme!

Las camareras se lanzaron a sujetar a Laia.

—Su gente es pura e idealista, ¿verdad? —dijo Lola con todo el sarcasmo de que era capaz dirigiéndose a Sole—. ¿No te ha llamado la atención que, si es verdad que la secuestraron para traerla aquí, tenga su maleta con sus cosas en la habitación? ¡Qué secuestradores tan amables, que le dieron tiempo a recoger sus trastos!

—¿Qué quiere decir, Laia? No la entiendo…

—Eso no se lo has contado, ¿verdad que no? —La sonrisa de Lola era puro veneno.

Laia se sacudía para liberarse, pero la tenían sujeta entre varias y no conseguía soltarse.

—Para que lo sepáis todas…

—Lola, déjalo, no es necesario… —intervino el director.

—¡Sí lo es! ¡Las cosas claras! Estoy harta de esta imbécil que se cree superior porque viene de una piojosa ecoaldea de pirados y terroristas. Ya te advertí que nos traería problemas. —Se encaró con Laia, que seguía sujeta de brazos y piernas—. ¿O vas a negar ahora que los tuyos te vendieron a esta Casa? Ellos te vendieron a nosotros. Por dinero. Te traicionaron. Y tú lo sabes muy bien, ¿no es así?

Laia apartó la cabeza para no encontrarse con la mirada herida de Sole, que parecía pedirle una respuesta.

—¿No es así? —gritó la vicedirectora.

—Nos estábamos muriendo de hambre —terminó por decir Laia con un hilo de voz—. Me lo explicaron los míos cuando ya me habían encerrado en el furgón para traerme aquí. ¡Necesitábamos tantas cosas! Pagaron mucho dinero por mí —añadió, levantando la cabeza con orgullo.

—Eso es cierto —dijo el director.

—A veces hay que hacer sacrificios por la gente que uno ama, para que ellos puedan vivir. —Le resbalaban las lágrimas por las mejillas, pero no sollozaba—. No me han traicionado; es que no había otra solución.

—Y ¿por qué habéis pagado por ella cuando hay tantas que queríamos venir aquí, que hemos tenido que pasar tantas pruebas para que nos aceptaran? —Sole miraba solamente al director, como si Lola no existiera. Él cambió su peso de un pie a otro, echó una mirada a su mujer y, encogiéndose de hombros, decidió contestar:

—Porque ella ya había tenido un hijo y sabíamos que era un producto excelente.

—¿Quéeee? —Laia tenía los ojos desorbitados—. ¿Qué está diciendo? ¿Qué sabe usted de mi hijo? Mi hijo murió al poco de nacer.

—No, Laia.

—¿Quién es ahora la tonta, eh? —Lola la miraba con un desprecio infinito—. Te dijeron que había muerto y te lo creíste, imbécil. Lo vendieron. Nos lo vendieron ya con la idea de venderte a ti después. El niño fue la muestra de lo que podías producir. Excelente calidad. Lo colocamos enseguida a una pareja de Madrid de la alta sociedad, de la más alta, platinos purísimos. Puedes estar orgullosa. Pero ya puedes dejar de hacerte ilusiones con los tuyos. Tantos ideales y tantas grandes palabras y al final lo único que cuenta es el dinero, como es natural. ¿Me oyes?

Laia tenía los ojos cerrados y había dejado de debatirse. Las camareras la dejaron en el suelo, suponiendo que se había desmayado. Sole se acuclilló junto a ella y le acomodó la cabeza en el regazo mientras las demás salían del comedor echándoles miradas inquietas.

—No te preocupes, Laia —empezó a decirle suavemente al oído mientras le acariciaba el pelo—. Todo son mentiras. Ya verás como vendrán a buscarnos. Y mientras tanto educaremos a Moira. Moira nos salvará.

http://www.youtube.com/watch?v=x1-opl61sUg

Dystopia 2084, BERNARDO PROIETTI