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Al día siguiente salí de casa temprano para llevar a mi hijo a la madraza. Mi deseo y el de mi esposa hubiera sido que nuestra hija también pudiera estudiar, pero el fiqh era muy claro en ese aspecto: los derechos de las mujeres estaban limitados al seno del hogar, si querían educación, sus hermanos y padres podían dársela. Esa era la Ley.
La brisa soplaba de levante y las calles de la ciudad se habían llenado de gente. En los alrededores de la plaza Redonda el bullicio era asombroso, los ciudadanos deambulaban por las calles estrechas y entoldadas que desembocaban en el Zoco, como hormigas por un laberinto. Los hombres iban vestidos de muy distinta forma pero todas las mujeres estaban cubiertas por un burka de diferente color dependiendo de su condición, la mayoría iban acompañadas por un hombre. Los vendedores ambulantes anunciaban a gritos sus mercancías, tiendas de especias que deslumbraban con su colorido y su aroma, malabaristas y artistas de todo tipo intentaban atraer a su público. Desde los puestos de comida, el olor de las brochetas de carne asada al carbón y de los caracoles hervidos inundaba el aire. Todo parecía palpitante y vivo, muy diferente al aspecto de aquellas mismas calles cuando el aire soplaba de poniente, entonces muy pocos se aventuraban a salir a la calle sin una máscara de protección. De nada servía el que las autoridades anunciasen que el ébola no se transmitía por el aire. Nadie les creía.
Pero una mala sensación se fue extendiendo como una enfermedad por ese ambiente plácido. Los hombres hablaban en corros, luego se separaban y formaban otros corros, y con cada contacto las expresiones cambiaban en los rostros y se volvían taciturnas.
Cuando un mercader pasó junto a mí, lo sujeté por el brazo y le pregunté:
—¿Qué está pasando?
—La televisión aún no ha dicho nada, pero una cadena de radio está anunciando que la enfermedad ha entrado en Madrid.
—¡Dios misericordioso! —musité.
—Sí, eso mismo —dijo el hombre, y se alejó para seguir difundiendo la noticia.
Me sentí descorazonado. Si Madrid había caído, ¿qué esperanza nos quedaba a nosotros? En la antigua capital estaba el único aeropuerto de la Península que aún seguía en activo. Sin eso estábamos aislados del resto del mundo. La enfermedad acabaría por entrar también en Valencia. Quizá no éramos los elegidos, como aseguraba nuestro mahdi.
Tomé una decisión, había estado pensando en la mujer del rostro golpeado desde que la dejé inconsciente en la camilla, pero ahora tenía la excusa perfecta para ir a visitarla. Ella y el hombre que la acompañaba venían del oeste, quizá sabía algo de lo de Madrid.
Alquilé un coche y salí de la ciudad. En la garita de la Puerta estaba un soldado al que había conocido durante mi semana de guardia y no me puso ningún problema. Rodeé la muralla por el camino que discurría junto a ella y llegué al campamento de acogida.
Un recluta de aspecto aburrido me indicó dónde estaba la mujer, pero cuando llegué junto a ella no me lo podía creer. La habían dejado abandonada en el interior de una estrecha celda de aislamiento que tenía la puerta abierta. Aún estaba sobre la misma camilla en la que se la llevaron, con la ropa puesta, ni siquiera se tomaron la molestia de quitarle las botas del camino. La habían llevado allí y la habían abandonado a su suerte. Me acerqué y comprobé que aún vivía. Tenía algo de fiebre, respiraba con dificultad y gemía débilmente. Sentí que la ira burbujeaba en mi interior mientras le aflojaba la ropa y le quitaba las botas. Le di a beber un poco de agua, encontré una manta y se la eché por encima. Necesitaba medicinas y allí no había ninguna. Regresaba al coche en busca de mi maletín cuando me encontré con el médico.
—¿Está usted de guardia? —le pregunté encarándome a él.
—Sí, ¿qué se le ofrece?
—¿Que qué se me ofrece? —Sentía arder mi cara—. Ayer trajimos a una mujer malherida a estas dependencias y la confiamos a su cuidado, y hoy descubro que no la han atendido en absoluto. ¡No han hecho nada por ella! ¡Está tal y como la dejamos ayer!
—¿Y qué quiere que haga yo?
—¿Hacer? Pues mire, quiero que haga lo que se supone que tiene que hacer un profesional que lleva esta placa. —Apoyé un dedo sobre la insignia de médico que colgaba de su pecho—. Aquí dice que es usted doctor, ¿no es así? ¿Y me pregunta que qué quiero que haga?
—No me toque. Oiga, yo no puedo hacer nada, es una mujer.
—Usted ha hecho un juramento como médico y ella necesitaba sus cuidados.
—Según el fiqh, no puedo tocar a una mujer o perdería mi licencia.
Apreté los puños por la frustración y las ganas de darle un puñetazo a aquel imbécil, y seguí caminando hacia el coche sin decirle nada más. Pero él gritó a mi espalda:
—Antes que médico soy hombre y padre de familia. Y si me quitan la licencia… ¿de qué vivirán mis hijos? Y todo por una desdichada que ya está más muerta que viva.
Mientras caminaba de regreso a la celda, cargado con mi maletín, iba pensando en la cruel trampa en la que nuestra sociedad había caído. El fiqh no permite que las mujeres estudien o trabajen y, a la vez, no permite que ningún hombre, excepto un mahram, toque a una mujer, ni la vea siquiera. Esto priva de atención médica a toda nuestra población femenina. No hay mujeres médicos y nuestras mujeres mueren encerradas en sus casas por las complicaciones de un simple resfriado. O son asistidas en un parto por un familiar con poca experiencia. Ellas no necesitan del ébola para que su número vaya disminuyendo de un año a otro. Y, como es evidente, eso al final resultará fatal para toda nuestra sociedad.
Lo cierto es que cada vez veía menos claro que fuéramos los elegidos.
Mi familia tiene suerte, con mi suegro y yo doctorados en medicina. Y aquella chica también la tenía de que yo no le diera tanta importancia al fiqh. Empecé a desnudarla.
Primero lavé su cuerpo con agua y jabón, no tenía forma de calentar el agua, así que intenté escurrir el paño lo más posible antes de pasarlo por su piel. Ella se estremecía con cada contacto, pero insistí hasta que las heridas y abrasiones quedaron al descubierto. En la cabeza, en los brazos, en las piernas… Muchos golpes se concentraban en la cara, alrededor de los ojos que estaban hinchados y congestionados, y tenía una herida abierta encima de la ceja izquierda por la que había manado la mayor parte de la sangre que la cubría. Presentaba marcas oscuras en el cuello, por lo que busqué signos de crepitación del hueso hioides, pero estaba bien.
Tenía unos grandes hematomas en los brazos y en los hombros, marcas de dedos que la habían sujetado con fuerza. Su color era verdoso. A medida que la hemoglobina del hematoma se va descomponiendo, el color va cambiando del rojo oscuro o el azul al violeta, luego al verde, amarillo oscuro, amarillo claro y después desaparece. Es muy difícil determinar la fecha precisa de una contusión, pero calculé que hacía más de una semana que había recibido aquellos golpes, lo cual era esperanzador pues si había sobrevivido todo ese tiempo era muy probable que no tuviera heridas internas de gravedad.
Palpé con cuidado su tórax y abdomen en busca de zonas dolorosas o sensibles que pudieran ser reflejo de lesiones subyacentes de la musculatura, los huesos o los órganos internos. No parecía tener ninguna costilla rota, pero en el lado derecho y sobre el ombligo presentaba un gran hematoma intramuscular, consecuencia de un puñetazo o una patada. Me pregunté si el hígado estaría afectado, pero esto es algo que no podía saber sin una ultrasonografía, algo que de momento estaba fuera de mi alcance.
Entonces levanté una de sus manos y observé sus uñas con atención. Cuando se quema la matriz de la uña, por ejemplo con una astilla, luego crece fina y deformada, partida a veces en segmentos longitudinales. Las de sus dedos índice y medio tenían ese aspecto. Eso no parecía producto de una paliza casual. Qué extraño. Me quedé mirando su rostro, ¿quién era aquella chica y qué le había pasado realmente?
Su cuerpo… Por debajo de todas aquellas contusiones y hematomas su cuerpo era delgado y fibroso, había estado en excelente forma antes de recibir aquella paliza, quizá eso le había salvado la vida. Escuché unas risitas a mi espalda y me giré; varios enfermeros y reclutas me habían estado espiando desde detrás de la puerta abierta. Cubrí a la mujer con la manta y me dirigí hacia ellos. Retrocedieron y algunos empezaron a alejarse por el pasillo, pero los llamé.
—Escuchadme bien —les dije mostrándoles mi licencia de médico—, habéis ignorado a esta desdichada desde que la traje ayer y vais a seguir haciéndolo. Yo voy a volver todos los días hasta que se restablezca de sus heridas, y si descubro que ha sido sometida a algún tipo de vejación, encontraré al culpable. ¿Me he explicado bien?
—Por supuesto, doctor —dijo uno de los enfermeros—, pero lo que usted hace es…
—Es asunto mío. Y tú… Necesito que me traigas algo fácil de comer. Gachas o papilla de cereales, o algo así… Vamos, apresúrate.
—Ahora mismo, doctor.
El enfermero y los demás mirones se marcharon y yo regresé junto a la chica. Le puse un parche de buprenorfina para el dolor y le inyecté un antibiótico de alto espectro. Luego apliqué crema antibiótica en sus heridas y le di unos puntos a la de la frente. En algún momento ella se despertó y me miró. El analgésico ya había hecho su efecto y parecía calmada.
—Samir —me dijo—. Sigues cuidándome.
Pasé una mano por su frente, la fiebre parecía haber descendido un poco.
—¿Cómo te llamas?
—Britt…
—¿Cómo has dicho?
—Benazir.
—Quiero que descanses, Benazir. El sueño te curará mejor que las medicinas, pero mañana regresaré, te lo prometo.
Llegó entonces el enfermero con una papilla con olor a vainilla, e hice que Benazir se la tomara antes de dejarla dormir.
—¿Tienes la llave de esta celda? —le pregunté al enfermero.
Él sacó un manojo y me entregó la que correspondía a aquel cubículo. Cerré y abandoné el campamento de acogida para regresar a la ciudad. Durante todo el camino no podía apartar de mi mente la imagen de sus uñas torturadas. Recordé la mirada de odio que le dirigió el hombre muerto. ¿Qué había sucedido entre ellos en el camino? ¿Cómo habían llegado los dos al estado en el que los encontramos?
Pasé la tarde encerrado en casa con mi mujer y mis hijos, leyendo un libro pero con la televisión encendida para que el audímetro registrase que seguíamos los programas religiosos.
La televisión seguía sin dar ninguna noticia de lo sucedido en Madrid, y yo preferí no darle de momento la noticia a mi esposa. Tampoco le hablé de cómo había pasado la mañana, aunque no podía quitarme a Benazir de la cabeza. Saqué la llave de su celda y la apreté en mi puño mientras me preguntaba si estaría bien. Tuve que usar de toda mi fuerza de voluntad para no ir a visitarla otra vez esa misma tarde.
—Pareces preocupado —me dijo Aisha sentándose a mi lado. Yo guardé de nuevo la llave en mi bolsillo.
—Estoy bien. Me gusta estar aquí contigo. No aprecias de verdad estos momentos tranquilos hasta que te faltan.
—¿Cuándo tendrás la próxima guardia en la Puerta?
—En cuatro semanas, mientras tanto iré por el hospital, como esta mañana —mentí.
—¿Estuviste hoy en el hospital?
En la ciudad había un exceso de médicos y el fiqh les daba preferencia a los más viejos. Y no todos eran tan sensatos como mi suegro y dejaban paso a los jóvenes. Karîm había renunciado para cederme a mí su plaza, pero las cosas iban lentas en la administración del hospital. Éramos conscientes de que tardarían en asignarme una plaza fija, pero mientras tanto solía ir de vez en cuando como voluntario. Y ahora también tenía las guardias, claro.
—Sí, todo está bastante calmado por allí. De cualquier forma, mañana volveré.
Era mejor que, de momento, ella no supiera nada.