El piloto me anuncia que estamos llegando, pero no le hago demasiado caso. Compruebo una última vez mi petate, reviso las armas y la munición y, al alzar la vista, me sorprendo a mí misma mirándome desde un espejo que no debería estar allí. Trato de no hacer caso de las ojeras y, como de costumbre, me siento incómoda ante ese rostro que reconozco como mío pero que, una vez más, siento ajeno. Tomo aire y procuro adoptar un aspecto lo más marcial posible. No me atrevo a mirarme de nuevo, pero sospecho que no he tenido mucho éxito.
Me giro hacia la ventanilla y mi vista se pierde por el interminable y absurdo paisaje que hay bajo nosotros. Interminables campos de transavena en los que miles de diminutas hormiguitas humanas se afanan una y otra vez a lo largo del día; y, en medio, sobresaliendo como desproporcionados mojones, decenas de torres piramidales de reluciente plastividrio, vigías fríos y distantes, hormigueros tecnológicos, faros apagados… Detengo la interminable carrera de metáforas pedestres que insiste en poblar mi mente y contemplo el lugar al que voy. Se alza en medio del campo, arrogante y frío, inmenso, y destaca por encima del resto de las pirámides como si el mundo le perteneciera. Mi destino, el sitio al que a partir de ahora llamaré «casa».
O no.
Es mi última oportunidad. El capitán Tarancón fue muy claro al respecto cuando vino a verme al calabozo.
—Esto no es una discusión —me dijo—. Ni siquiera una conversación. Cágala una vez más y no moveré un dedo por ti. Nadie lo hará. Así que aprovecha esta oportunidad.
Luego dejó el chip con los datos sobre el camastro y se fue sin decir una palabra.
¿Aprovecharla?, me dije entonces. ¿Aprovechar qué? No era la primera vez que el capitán se interponía entre mi destino y yo. Creo que llevaba haciéndolo desde que me alisté, de un modo tan sutil que durante mucho tiempo ni siquiera me di cuenta. Creo que nadie más lo hizo, de hecho.
¿Aprovechar… qué?, me pregunté de nuevo.
Pero tomé el chip, lo introduje en la tableta y leí la descripción del trabajo.
Y acepté, claro, qué otra cosa podría haber hecho. ¿Enfrentar el consejo de guerra?
El piloto me habla otra vez. Me dice que me agarre a algo, que el aterrizaje va a ser un poco movido. En estas alturas el viento es como una garra rabiosa, como el aullido de un animal en celo.
Pero aterrizamos sin problemas. Así que me incorporo, tomo el petate y me miro una última vez en el espejo. Trato de olvidar a la familiar desconocida que acabo de ver en él.
Desciendo sobre una plataforma bruñida e impoluta, como si acabara de ser fabricada. No hay viento, es mantenido a raya por los campos de contención y reducido a un lamento lejano que no tiene poder alguno.
El minirreac despega enseguida y me quedo sola en la plataforma. Esta desemboca en una larga y estrecha pasarela que lleva hasta la enorme pirámide truncada en la que viviré a partir de ahora.
Dudo unos segundos, me encojo de hombros y echo a andar hacia la pasarela. Mientras la recorro, tengo la sensación de que la plataforma se va desvaneciendo poco a poco a mis espaldas, pero no me vuelvo para comprobarlo. Una puerta se abre en la brillante superficie del edificio y no tardo en cruzarla. La oigo cerrarse detrás de mí y, de pronto, me encuentro en medio de una oscuridad interminable. Respiro hondo y me quedo muy quieta.
—Bienvenida —dice una voz a mi izquierda.
—Gracias —respondo, tratando de sonar lo más tranquila posible.
La luz se hace en ese momento y el dueño de la voz se me acerca. Se detiene a un par de pasos de mí y me contempla interesado. Me mantengo impasible mientras soy examinada y trato de que no se note mi asombro ante lo joven que parece. No es más que un niño, me digo; un niño al que acaban de regalarle la mayor tienda de juguetes del mundo.
—Estará cansada —me dice.
No respondo.
—Será mejor que le muestre sus habitaciones. Allí podrá refrescarse un poco y descansar. Cenaremos a las ocho y media. Le avisaré.
Sin esperar respuesta, da media vuelta y abandona la habitación oval en la que estamos. Estoy a punto de preguntarle cómo me las voy a apañar para encontrar mis habitaciones cuando una línea se ilumina en el suelo y me señala un camino.
Me encojo de hombros una vez más y echo a andar.
Mis habitaciones. Como chiste, no está nada mal. Ojalá tuviera fuerzas para reírme.
Veinte familias podrían vivir aquí cómodamente y aún sobraría sitio para que las visitas se quedasen a pasar el verano. Pienso luego en los pisos inferiores y comprendo que, en efecto, varias familias estarán viviendo en un espacio como este ahora mismo. Puede que incluso menor.
Mis habitaciones.
Una cama gigantesca, un vestidor que parece la galería de un centro comercial, una bañera mayor que una piscina.
Mis habitaciones.
Deshago el petate, cuelgo mi uniforme de reserva en el armario y casi siento pena por él. Parece una criatura abandonada en medio de ese espacio inmenso, como el último superviviente de su raza en un mundo vacío.
Luego abro la maleta, dispongo las armas sobre la cama, compruebo su estado y me rasco la cabeza, preguntándome dónde dejarlas.
Alzo la vista al techo y digo:
—Solicitud de información.
—Exponga la naturaleza de la misma —me responde una voz agradable y cálida.
—¿Dónde puedo guardar las armas?
—Hay un espacio al efecto en el vestidor. Tercera puerta a la derecha.
—Gracias.
No hay respuesta. Me dirijo hacia donde me ha indicado, abro la puerta y veo un espacio concebido para el arsenal de toda una compañía. Deposito allí mis armas y la munición y parecen igual de desvalidas y abandonadas que mi uniforme.
Compruebo la hora. Las siete. Voy al lavabo, lleno la bañera con agua casi hirviendo y me sumerjo en ella. Apoyo la nuca en el borde, cierro los ojos y dejo que el agua caliente se lo lleve todo.
Sólo que no lo hace.
Caminan. No hacen otra cosa que caminar. Caminan arrastrando los pies. Derrotados. Vencidos. Su resistencia aniquilada junto a sus casas. Su voluntad desbaratada, quemada como lo ha sido su bosque. Caminan. No es que puedan hacer mucho más.
Los minirreacs y los cópteros sueltan su carga letal. Los árboles crujen, protestan, mueren, la selva amazónica se convierte en un erial, el erial da paso a una pradera y en ella pastan futuras hamburguesas y proyectos de perritos calientes.
Y ellos caminan. No pueden hacer otra cosa.
Caminan hacia un olvido peor que la muerte.
Y yo, en lo alto de todo, sonrío ante un trabajo bien hecho.
Despierto, hago a un lado las últimas imágenes del sueño y salgo de la bañera. El agua se ha entibiado y está casi fría. Compruebo la hora en la pared: las ocho.
Me seco y me pongo el uniforme limpio.
¿Y ahora?
La trivi mural es como una inmensa pizarra negra que solo espera mis órdenes para activarse y llenar mis ojos y oídos de trivialidades, sexo y violencia gratuita. Ja, me digo, casi como en el ejército.
Entro en el dormitorio y, por un instante, estoy a punto de desparramarme en esa cama enorme que parece concebida para una orgía multitudinaria. En lugar de eso, me acerco al ventanal y ordeno con un gesto al cristal que se aclare.
El sol rojizo del atardecer ilumina la ciudad con desgana y crea efectos sorprendentes en el paisaje urbano. Desde donde estoy es como si contemplara un hormiguero que no pudiera escapar de la presión de mi bota. Soy Dios, dueña y señora de cuanto contemplo y, con un solo gesto, puedo borrar el universo entero y reemplazarlo por una creación más a mi gusto.
No, idiota, me digo. No eres más que la criada de Dios. Su guardaespaldas, su sicaria bajo contrato, la mano que hará el trabajo sucio mientras Dios mira hacia otro lado. Su esclava durante los próximos cinco años.
Bueno, hay cosas peores.
Me acerco a la cama, tomo la tableta que dejé en la mesita de noche y de nuevo cargo el contenido del chip con la descripción del trabajo. No sé cuántas veces lo he leído. Demasiadas. No importa una más.
El capitán Tarancón tuvo que haber tirado de muchos hilos para conseguirme algo como eso, especialmente tras lo ocurrido en Brasil. Incluso aunque mi expediente hubiera sido perfecto, este no es un trabajo que le den a una sargento de las fuerzas especiales así como así.
Es una oportunidad por la que muchos matarían. La última, para mí. Y me pregunto de nuevo por qué el capitán me ha ayudado, por qué me ha ayudado todos estos años. Me encojo de hombros. Seguramente no lo sabré nunca y ya no tiene demasiada importancia.
Accedo a los datos sobre mi empleador.
Daniel Avogrado. Hijo del recientemente fallecido Jonás Avogrado quien, durante sus años activos, mantuvo en un puño uno de los principales conglomerados químico-alimentarios del mundo. Durante sus años… «inactivos» la Corporación AdAstra fue el campo de batalla de un montón de facciones, bandos y lobbies que se mataban entre sí en los pasillos, se apuñalaban en los dormitorios y se ponían la zancadilla en las juntas de dirección. Un completo caos que fue aprovechado por sus competidores para medrar, pero que no fue suficiente para derribar al gigante. Pese a todo, la Corporación AdAstra siguió siendo uno de los principales zaibatsus, gracias en buena medida a su control de los campos antárticos y de los bosques de algas del Índico.
¿Qué hago aquí?, me pregunto.
Sobrevivir, respondo.
¿Merece la pena?, vuelvo a preguntarme.
Sí, joder, sí, qué otra cosa puede merecer la pena.
Así que apago la tableta, la dejo en la mesita de noche y compruebo una vez más la hora.
Sí, vamos a cenar.
Cuando entro me doy cuenta de que lleva un rato esperándome. Compruebo la hora. He sido puntual, pero parece que él esperaba otra cosa. No está bien decepcionar a tu jefe nada más conocerlo, me digo, pero sigo caminando hasta donde está él como si nada.
Él finge estar muy ocupado con la coctelera y hace como que no ha reparado en mi presencia. Solo cuando me detengo junto a la barra, alza la vista, esboza una sonrisa que lo hace parecer más joven aún de lo que es y me pregunta:
—¿Un cóctel?
Asiento.
Él me indica un taburete mientras sigue atareado con la coctelera. Me siento en él y observo inexpresiva lo que está haciendo.
Un crío. Un maldito crío. No puede tener más de dieciocho años. Dieciocho blandos años que, sin duda, se ha pasado mimado, consentido y controlado. De pronto ha heredado la jefatura (y el ático que viene con ella) de uno de los principales zaibatsus del mundo. Un niño con juguetes nuevos, tal como pensé al llegar. Y ahora es algo más que una simple metáfora.
Un niño que nunca ha sufrido, que nunca ha tenido que luchar por lo que tiene. Aunque no lo parece. En sus ojos, verdes como los míos, hay un brillo duro e implacable que desmiente cualquier impresión de niñez.
Agita la coctelera una última vez y luego derrama su contenido sobre un par de copas en las que hay un trozo de corteza de limón que forma una espiral.
—Listo —dice—. Espero que sea de su agrado.
Tomo un trago.
—Muy bueno.
Sonríe de nuevo.
—Espléndido —dice—. Creo que vamos a llevarnos bien. Sé que en teoría no es imprescindible para su trabajo. Al fin y al cabo, esto es una relación estrictamente laboral, pero prefiero que haya un cierto toque humano. Sobre todo porque usted va a ser mi… ¿cómo lo diría?
—¿Su brazo ejecutor?
—Hmm. «Ejecutor». Confieso que me gusta cómo suena. —Su voz es agradable. En su tono hay algo pedante y, desde luego, su elección de palabras no parece casual. Un niño, me digo de nuevo, pero quizá no un niño mimado. ¿De qué clase, entonces?—. Sí, es una buena definición. En cierto modo usted va a ser una parte de mí mismo durante los próximos cinco años, la parte que va a hacer todo aquello que, por decirlo sin remilgos, yo no podría hacer. Y, además, tiene que cuidarse de que no me pase nada. No va a ser fácil.
—Lo haré lo mejor posible.
—Oh, no me cabe duda. He leído su expediente y las recomendaciones de su capitán. Ha pasado usted por encima de personas más experimentadas y bien recomendadas. Y, créame, no ha sido por azar.
Estoy a punto de preguntarle por qué ha sido, pero me muerdo el labio y bebo un nuevo trago.
—Ah, prudente y discreta. Mantiene su curiosidad personal a raya cuando es necesario hacerlo. —Asiente, satisfecho consigo mismo—. Creo que su adquisición ha sido todo un acierto. ¿Cenamos?
Me indica el comedor con un gesto y, tal como espera, le precedo hasta la mesa.
—Habrá que renovar su guardarropa, por supuesto. Y su arsenal. Pero podemos ocuparnos de ello mañana. Ahora, limitémonos a disfrutar de la cena.
Una multitud de platos están extendidos sobre la mesa, cada uno más delicioso que el anterior y, durante casi media hora, me limito a saborearlos y a gozar de sus diferentes texturas, aromas y sabores. El vino que riega la cena es suave y fresco y realza cada bocado de un modo sutil y delicioso.
Cuando pasamos a los postres casi no puedo tomar un bocado más, pero me obligo a probar algo que parece una nube y que se deshace en mi boca como si fuera una ilusión.
Durante toda la cena, él se ha limitado a mirarme con una media sonrisa en el rostro y solo ha hablado para recomendarme un plato o sugerirme otro. Es extraño ver esos ojos casi idénticos a los míos observarme con educada curiosidad. Ahora, se limpia con una servilleta y suspira de satisfacción.
—¿Estaba a su gusto? —pregunta.
—Ha sido… increíble —respondo, impresionada a mi pesar.
—Bien. Quería mostrarle esto el primer día. Porque su trabajo no va a ser fácil ni agradable. Pero va a tener recompensas. Mayores de las que puede imaginar, se lo aseguro. Esto solo ha sido una muestra.
—Pues ha sido… increíble —repito, incapaz de encontrar una palabra mejor.
Se incorpora y le imito.
—Ahora… —Parece repentinamente tímido, casi avergonzado—. No sé cómo decir esto delicadamente.
Ahora sí que parece un niño. Y, por primera vez, la diferencia de edad entre los dos es algo casi palpable. Los doce años que nos separan se convierten en un muro que no parece saber cómo traspasar. Decido ponérselo fácil; al fin y al cabo, es el jefe.
—No lo haga —digo—. No soy una persona de delicadezas.
—Aprenderá a serlo —dice—. Estoy seguro. Sin embargo, esto… Es una tradición que ha sido abandonada por muchos. Pero AdAstra es una corporación muy tradicional en ciertos sentidos. Un empleo tan personal como este requiere… —Se detiene.
Comprendo lo que quiere decir. Claro que lo comprendo. Estaba en la descripción del trabajo, al fin y al cabo.
—No se preocupe —digo—. Estoy segura de que será muy agradable. ¿Dónde prefiere hacerlo?
Señala el sofá.
Lo que sigue es torpe, frenético y bastante aparatoso. Él parece quedar satisfecho. Debería estarlo, he activado mi chip de placer en modo sumiso, así que no tendría que haber ninguna queja.
—Buenas noches —se despide, mientras se viste con torpeza—. Hablaremos mañana.
Tarda como una semana en decirme lo que espera realmente de mí.
Durante ese tiempo, establecemos una rutina diaria que me deja demasiado tiempo libre por las mañanas y que, por las tardes, me hace descubrir enseguida la clase de cabrón correoso e implacable que es ese niño de aspecto tímido y habla petulante para el que trabajo.
He servido quince años en las milicias corporativas y, en ese tiempo, he visto de todo. He visto matar a regañadientes, asesinar con frialdad, masacrar con alegría y torturar con la misma pasión con la que otros practican el sexo con la criatura de sus sueños.
Pero creo que nunca he visto una mezcla tan extraña de frialdad, altanería y pasión en la misma persona.
Cuando se sienta al frente de su consejo de administración decide el destino de millones de personas con un gesto de la mano. Algo que, después de todo, no deja de ser un juego. Puede que esté condenando al hambre a cientos de miles o decidiendo el destino de generaciones enteras, pero al fin y al cabo no son más que números en un informe. Desde su alto trono corporativo, no dejan de ser fichas que él mueve a su antojo en un juego de ajedrez que no acaba jamás. No es muy distinto de un general, en realidad, para el que la guerra no es más que un juego de tablero en el que el ganador es el que alcanza el primero las coordenadas deseadas, y las piezas sacrificadas en el proceso son simplemente recursos de los que dispone y que, como mucho, debe cuidar lo suficiente para poder jugar la siguiente etapa.
Daniel disfruta con el juego, por supuesto. Igual que lo hace el resto de su consejo de administración, igual que lo haría un general victorioso. Pero él lo juega de un modo casi ausente, como si fuera un deber tedioso que solo de vez en cuando le ofrece alguna satisfacción personal.
Únicamente cuando se enfrenta a sus directivos, cuando reparte entre ellos castigos y recompensas, veo asomar a su rostro su verdadera personalidad. En ese momento el juego cambia, se vuelve personal y directo, ves el rostro de la persona a la que encumbras o destruyes y sabes exactamente lo que estás haciendo y a quién. Al rostro de Daniel asoman emociones que no consigo comprender del todo y que me hacen preguntarme qué ha estado haciendo durante estos dieciocho años.
Siempre estoy a su lado en esos momentos. A su izquierda, un poco tras él. Vestida de un modo discreto que no llama la atención, con el rostro inexpresivo y tratando de parecer relajada, tal vez un poco aburrida. Por supuesto, todos saben lo que soy, pero fingen ignorarlo y hacen como si yo no estuviera allí. De hecho, algunos se esfuerzan tanto en no ser conscientes de mi presencia que casi resulta divertido.
Casi.
Apenas me ha necesitado durante esa semana. En un caso ha bastado un gesto por mi parte y un ademán seco para que el atacante vacile unos segundos. Lo suficiente para que la seguridad corporativa se ocupe de él y lo saque de la sala. No recuerdo qué le ha dicho Daniel, a qué ignoto ostracismo lo ha condenado por su fracaso en llevar correctamente su gestión, pero cuando los dos seguripas lo han sacado a rastras de la sala de juntas es un guiñapo sollozante que apenas se tiene en pie.
El segundo caso ha sido un poco más peliagudo.
El cabrón era rápido. Mucho. Y creo que sabía de antemano cuál iba a ser su destino. Cuando Daniel ha pronunciado su sentencia se ha limitado a asentir, se ha levantado de su asiento y ha echado a andar dócilmente hacia la salida.
Y, de pronto, a una velocidad endiablada, ha dado media vuelta, ha sacado un objeto de entre sus ropas y se ha lanzado contra Daniel.
He sido más rápida que él, por supuesto. He desenvainado el wakizashi y cortado su cuello antes de que haya podido dar tres zancadas. Pero tendría que haberlo sido más. Tendría que haberme encargado de él al primer ademán amenazador, no debería haberle dado tiempo para que desenvainase el cuchillo de cerámica que había ocultado entre sus ropas. Qué narices, debería haberme dado cuenta de que lo llevaba incluso antes de que pasase todo aquello.
Mientras limpiaba el wakizashi y los seguripas se llevaban el cadáver decapitado, he contenido una maldición. Le he fallado a mi empleador. Quizá él no lo sepa, pero yo sí, y eso es suficiente.
Esa misma noche comprendo lo estúpida que he sido. ¿Que él no lo sabía? Claro que sí, mejor que yo misma.
Me ha tomado esa noche, igual que ha hecho todas las anteriores, y de pronto ha dejado de ser un niño torpe y ansioso por meterla y ha convertido el sexo en una interminable ceremonia de humillación en la que ha dejado bien claro que nada se le escapa y que no volverá a tolerar otro fallo. De nada me ha servido activar el modo de sumisión del chip de placer. Al volver a mi habitación soy un amasijo tembloroso que lucha contra sus propias lágrimas y pierde.
Me he aferrado a mi rabia, como he hecho otras veces, y he conseguido salir adelante. No es el primer hombre que me usa de esa manera. He estado en las milicias quince años, al fin y al cabo, y si algo les gusta a cierto tipo de oficiales es la idea de humillar a una mujer que comete la osadía de parecer tan dura e independiente como un hombre.
Pero ha habido algo distinto en lo que Daniel me ha hecho. Algo… frío y profesional. Lo estaba disfrutando, por supuesto, pero no lo ha hecho por eso. El placer ha sido un extra bienvenido en una tarea necesaria. La humillación no era un fin en sí misma, sino un medio para enseñarme una lección:
«No vuelvas a fallarme».
Aprendo rápido. No volveré a hacerlo.
Aparte de esos dos momentos, la semana ha ido pasando de un modo que casi podríamos describir como plácido. Las mañanas libres, las juntas tras la hora de comer. Las cenas con Daniel y el sexo de después. Podría acostumbrarme a vivir así con facilidad. Incluso, poco a poco, las pesadillas han ido desapareciendo y los recuerdos de lo ocurrido en la selva amazónica se han ido volviendo borrosos, como un dibujo desteñido por la lluvia.
Luego, esta tarde, justo antes de la cena, me ha explicado cuáles son sus verdaderos propósitos.
—¿Qué sabes de mi padre, Alberta? —me pregunta de repente, mientras termina de jugar con la coctelera. Empezó a tutearme al segundo día y no tardó en pedirme a mí que lo hiciera también, cuando estábamos solos.
—Un poco —respondo—. Fue la cabeza de AdAstra durante casi cincuenta años. Tuvo un accidente hace quince y, tras eso, permaneció en coma todo este tiempo. Mientras estuvo así, AdAstra fue como una hidra, un monstruo con demasiadas cabezas.
Él asiente, complacido.
—Sí, y si cortabas una, dos más ocupaban su lugar. No sabía que os daban una educación clásica en las milicias.
—No lo hacen —digo.
—Una mente inquieta en un cuerpo preparado —murmura mientras vacía la coctelera en nuestras copas—. Interesante.
Me encojo de hombros, acerco la copa a los labios y bebo un sorbo. Llevo un vestido negro que se ciñe a mi cuerpo como una segunda piel, me deja los hombros libres y crea un generoso escote que él mira sin el menor disimulo. El código de vestimenta estaba esperándome en mi tableta la primera noche y no ha sido difícil de aprender… ni de seguir. Al día siguiente, mi guardarropa estaba completamente lleno.
—¿Algo más?
Niego con la cabeza.
—Murió hace tres meses y eso te permitió heredarle. Nada más. No he seguido la política corporativa muy de cerca. Estaba ocupada.
—Claro. Uno de nuestros bravos soldados. Civilizando el mundo, lo quiera este o no. Eso tiene que consumir mucho tiempo.
Hace tiempo que ha dejado de parecerme un crío. Sus ademanes conmigo siguen siendo tímidos, pero lo que he visto a lo largo de esta semana ha sido suficiente para borrar esa ilusión.
De pronto posa una mano sobre la mía.
—Quiero… me gustaría hacerlo antes de cenar —dice.
—Claro.
—Déjate el vestido puesto. Ponte tú encima. Eh… —Duda unos instantes, como si lo que fuera a decir no resultase conveniente—. Lleva tú el ritmo.
—Claro —repito.
Se pone de pie y luego toma asiento en el sofá. Me acerco a él. Le quito lentamente los pantalones y lo estimulo con mi boca mientras pongo en modo activo el chip de placer. No tengo que trabajarlo mucho tiempo. Esta noche parece bastante ansioso. Así que me arremango la falda, me deshago de mis bragas y monto sobre él.
—Despacio —me pide.
Obedezco.
—Durante los quince años que el cabrón se pasó en coma —dice de repente, con las manos apretando mis nalgas—, estuvo muy activo, ¿sabes? Bueno, no él personalmente, por supuesto.
Deja de hablar un momento, lo suficiente para lamer mis pezones.
—Un poco más rápido —dice después—. Su accidente puso en marcha un… programa. Sí, un programa. Mi madre y yo fuimos expulsados del ático cuando yo tenía tres años. Se nos hizo vivir cinco pisos más abajo. ¿Tienes idea de lo que es eso?
¿Que si la tengo? Maldito niño rico. Que si la tengo. Nací veinte pisos por debajo del ático de mi edificio. A solo diez del nivel del suelo. Que si la tengo. He tenido que abrirme camino por la vida paso a paso, con garras, dientes y coño, luchando por cada centímetro que ascendía. Que si la tengo. Trato de controlar mi rabia, de no dejar que se note, pero fracaso. A él no parece importarle, de hecho, le excita más.
—A los tres años me despojaron de lo que tenía —sigue diciendo—. No me importó, ¿entiendes? Sabía que tarde o temprano todo esto volvería a ser mío, si me las apañaba para seguir con vida. Y lo hice, aunque hubo momentos en que lo dudé. Mamá me enseñó bien, me protegió cuando lo necesité y me apuntó en la dirección adecuada. Cuando ella murió, seis años más tarde, ya había ascendido un piso y sabía que no tardaría en ascender otro. Y papá no viviría eternamente: su cuerpo se rendiría algún día y entonces el ático sería mío de nuevo. Y todo lo demás.
Se detiene un momento, cuando se da cuenta de que su discurso está a punto de volverse ininteligible.
—Todo… lo… demás… —dice de nuevo—. Más rápido. ¡Más rápido!
No me hago de rogar y en unos minutos la cosa ha acabado y puedo apartarme y desconectar el chip de placer. Ha gritado en el orgasmo, un aullido que era mitad rabia y mitad placer. Nunca ha hecho eso antes.
Mientras se limpia sus partes, tras tenderme una toalla para que yo haga lo mismo, sigue hablando.
—Pero no iba a ser tan fácil. El cabrón. El hijo de la gran puta. Había hecho que tomaran muestras de su ADN. Y en el momento en que cayó en coma, empezaron a clonarlo. Hubo dieciséis clones viables, que fueron implantados en otros tantos úteros. Y durante estos quince años han crecido. Hasta ahora no sabían qué eran. Pero lo han averiguado.
Termino de limpiarme y lo miro, sin comprender.
—Ya, no tenías tiempo para las sutilezas de la política corporativa, es cierto. —Sonríe, como si se acabara de gastar una broma a sí mismo—. En teoría no eran más que un seguro por si él moría sin herederos. En el momento en que yo accedí al ático y tomé el control de AdAstra deberían haber sido… retirados.
—Eliminados.
—Sí, eliminados. Deberían haberlo sido. Hay un plazo para esas cosas, como ya supondrás: a lo largo de las dos semanas siguientes al fallecimiento del donante original, los clones deben ser eliminados si hay un heredero legal vivo y en condiciones de acceder a la herencia. Pero alguien decidió que era una buena broma dejarlos vivir y darles la información necesaria para que supieran lo que eran. Una vez pasado el plazo de eliminación, acabar con ellos ya no fue tan fácil. De hecho, podríamos decir que se volvió imposible: a todos los efectos, eran personas, consumidores legales con los mismos derechos y deberes que un concebido. Matarlos dejó de ser una opción testamentaria y se convirtió en un asesinato. Aún no sé quién ha sido el culpable y tengo hombres que lo están investigando. Darán con él y se encargarán de que el hijo de perra no vuelva a… Pero ese no es el problema.
Toma aire y se pone los pantalones. Se incorpora, echa a andar hacia la barra y coge las dos copas que hemos dejado a medias. Vuelve y me tiende la mía.
—Gracias.
—De nada —dice con aire ausente. Bebe un trago—. El verdadero problema es que ahora hay dieciséis clones viables de mi maldito padre que saben que lo son. Y que son conscientes de que cuando alcancen la mayoría de edad podrán ocupar el lugar de su donante al frente de AdAstra, con todo lo que eso implica. Pueden obligarme a compartir el poder; o pueden tenerlo solo para ellos si consiguen quitarme de en medio. Siempre que estén vivos para reclamar su parte del pastel, claro.
Bebo mi copa de un solo trago y la dejo sobre la mesa de cristal.
—Comprendo —digo.
—Sí, claro que comprendes. Compré tu contrato, ¿no? Eres rápida, y tu mente no lo es menos que tu cuerpo. Claro que comprendes. Y estoy seguro de que comprendes lo que espero de ti. —Me interrumpe antes de que pueda hablar—. No lo digas. No es necesario.
Asiento.
—Tenemos tres años antes de que el primero de ellos alcance los dieciocho. ¿Crees que será suficiente?
Asiento de nuevo.
—Bien. Y ahora, mejor que cenemos, ¿no? Tengo un hambre de lobo.
Demasiado tiempo libre por las mañanas, ¿eh? Estúpida.
Daniel tiene informes detallados de la situación de los clones de su padre. Todos ellos viven en esta misma pirámide, en distintos pisos, parece ser que por voluntad del viejo. De hecho, el clon más maduro (a punto de cumplir los quince) vive en uno de los niveles más bajos. No tardo en darme cuenta de que eso también forma parte del plan. Cuanto más joven es el clon, más alto es el piso en el que vive, como si quisieran darle algún tipo de ventaja que compense la diferencia de edad.
¿Debería empezar por el más viejo? Parece lógico, pero tras pensarlo unos segundos decido que no importa tanto. Al fin y al cabo, aún tardará tres años en ser una amenaza, no hay ningún factor que lo convierta en un objetivo más prioritario que los demás.
Así que me estudio con cuidado los informes, repaso sus vidas al detalle y, poco a poco, voy tomando una decisión.
El clon número siete. Ese será el primero.
Es fácil. Quizá demasiado. Y sé que los demás no van a serlo. El clon número siete casi ha acabado él mismo con su vida y lo único que necesito es rematarlo.
Estoy un poco perpleja. El clon número siete ha sido colocado en un piso de nivel medio; debería haber tenido una vida relativamente cómoda, sin demasiadas dificultades. Pero se las ha apañado para tomar una y otra vez la decisión errónea en cada encrucijada y sospecho que, de no haberlo matado yo, lo habría hecho alguien más.
Como digo, fácil; los demás no creo que lo resulten tanto.
Mientras elijo el siguiente, intento no pensar en los clones número quince y dieciséis. Aún no.
Paso los siguientes tres meses planeando, decidiendo y ejecutando. Tengo a mi disposición todos los recursos que necesito. Al fin y al cabo, soy la ejecutora personal del ocupante del ático. Cuando desciendo a los pisos inferiores nadie que no esté loco se atreve a ponerme una mano encima o a detenerme.
Por supuesto, cuanto más desciendo, más posibilidades hay de encontrarme con algún loco. O, al menos, alguien lo bastante desesperado. No es que haya mucha diferencia.
Pero me las voy arreglando.
Tres meses en los que soy general, estado mayor y ejército en una sola mujer. Sé que podría pedir ayuda, que Daniel podría conseguirme asistencia armada, si la necesitase. Pero sé también que eso me disminuiría a sus ojos y, por alguna razón que no comprendo (y que, si comprendiese, creo que no me gustaría), la idea de no estar a la altura de lo que espera de mí me resulta insoportable.
Así que lo hago sola. Planeo sola, y sola desciendo a los pisos inferiores, rastreo a mi presa, doy con ella y la elimino.
No siempre es fácil.
La primera vez que vuelvo con las ropas cubiertas de sangre, Daniel se queda muy parado, como si no supiera cómo reaccionar. Mi brazo izquierdo es un universo de dolor al que intento no hacer caso y un tajo de aspecto bastante feo cruza mi mejilla derecha. Ha evitado mi ojo por un pelo y doy gracias por ello.
—Tienes un aspecto horrible —consigue decir Daniel por fin.
Asiento torpemente.
—Nada importante —respondo.
Estoy a punto de dar media vuelta y volver a mi cuarto, pero él me detiene con un gesto, me pide que me tienda en el sofá, abre el protocolo de comunicaciones y solicita un médico. Trato de protestar, pero Daniel se limita a negar con la cabeza.
El médico es bueno. Ya puede serlo, porque estoy segura de que sus servicios no van a ser precisamente baratos. Me arregla el brazo en unos minutos, cubre mi cuerpo con neopiel allí donde lo necesita y esparce un espray analgésico por mis heridas. Una inyección de antibióticos y estoy casi lista.
—Deje la cicatriz del rostro, doctor —dice Daniel, de repente.
El médico me mira, duda un instante y luego decide que al fin y al cabo quien paga, manda, así que se limita a un mínimo arreglo cosmético y a asegurarse de que la herida no ha dañado ningún nervio facial y termina su trabajo.
—Espero que no te importe lo de la cicatriz —me dice luego Daniel—. No te hace menos hermosa. Y te hace parecer peligrosa.
Está excitado.
—¿Crees que puedes…?
Como siempre, es extrañamente remilgado al tocar la cuestión del sexo, como si alguien le hubiera metido en la cabeza la idea de que ciertas palabras no son adecuadas.
—Puedo —respondo.
Y, por primera vez desde que nos conocemos, el sexo es algo suave, tranquilo, lleno de una ternura tan inesperada que, al principio, no sé cómo reaccionar. Enseguida me dejo llevar, sin embargo.
Sólo al acabar me doy cuenta de que no he activado el chip de placer.
En los meses siguientes sigo con mi trabajo. Ninguno me vuelve a representar un problema tan grande como el del clon número cuatro y su banda de matones. Algunas noches vuelvo un poco magullada al ático. Pero la sangre que a veces cubre mi ropa nunca es mía.
En ese tiempo, Daniel apenas se reúne con el resto de los directivos, como si quisiera reservarme para la tarea que me ha encargado y no se sintiera seguro de ir a una reunión de la junta sin mí.
No todo es trabajo. Al menos, no todo es el trabajo que Daniel me ha encargado. Mi estancia en el ático me da un acceso a los sistemas que no encontraré en otra parte, así que procuro aprovecharlo.
Investigo. Navego por la red. Escudriño. Busco, un poco a ciegas, sin estar demasiado segura de lo que estoy buscando.
El humor sexual de Daniel es cambiante. En cierto modo, se adapta a mí y a mi estado de ánimo del momento y cada vez lo hace más rápido y mejor, aunque sus ojos verdes siguen siendo duros y brillando de un modo implacable. Me pregunto si también les pasa a los míos. Me miro en el espejo y me digo que no, pero no puedo por menos que pensar que tal vez alguien que no sea yo vea dureza e implacabilidad donde yo veo cansancio y determinación. ¿Son nuestros ojos iguales? ¿Se están adaptando, tal vez a los ojos del otro, igual que nuestros cuerpos se adaptan entre sí a medida que nos conocemos, del mismo modo en que nuestro comportamiento va encajando poco a poco con el del otro mientras los días van transcurriendo?
¿Es Daniel consciente de ello? Espero que no lo sea, espero que nunca lo sea. Porque sospecho que, en el momento en que lo descubra, no va a pasar nada bueno.
Y, mientras tanto, sigo con mi trabajo.
Trece meses. Trece meses de planes y ejecuciones. Trece meses durante los que he recorrido la mayoría de los pisos de la pirámide. Trece meses de sangre y matanza. Trece meses de cenas y sexo. Trece meses.
Sólo quedan tres clones. Los números quince y dieciséis. Y el número uno.
El quince tiene dos años. El dieciséis acaba de cumplir los once meses.
Las pesadillas vuelven entonces. Veo de nuevo la selva convertida en una pradera interminable. Veo de nuevo a las familias caminando derrotadas hacia el olvido.
Y veo…
Veo al teniente Escrache separando a una niña de sus padres. ¿Doce años? ¿Trece? Qué más da. Sé lo que le va a hacer. Y cuando acabe, cuando se canse de ella, tal vez la mate. En ese caso, la niña tendrá suerte. Porque la otra opción es llevarla al burdel del regimiento, implantarle un chip de prostitución y convertirla en un autómata sexual para el resto de su vida.
No hago nada. No me muevo mientras el teniente lleva a la niña tras unos matorrales y sus padres me miran en busca de una piedad que no puedo darles.
No hago nada cuando el padre se sale de la fila e intenta correr tras su hija.
No hago nada cuando uno de mis hombres abre fuego sobre él, duda después unos momentos y dispara a su madre.
No hago nada cuando, de pronto, la fila de familias derrotadas se detiene, lanza un único grito desde cientos de gargantas y carga contra nosotros.
No hago nada mientras los demás abren fuego y convierten a trescientas personas en fertilizante.
No hago nada cuando el humo de la matanza se despeja y la pradera se ha teñido de rojo.
No hago nada cuando el teniente vuelve de los matorrales con la niña sollozante.
Pero lo hago cuando da la orden de que la lleven al regimiento. Sí, lo hago entonces. Amartillo mi pistola, camino hacia la niña y le vuelo la cabeza de un tiro. Sus sesos salpican el uniforme del teniente, que me mira incrédulo.
Cuando da la orden de arrestarme me quedo quieta, totalmente inmóvil. Dejo que me desarmen, que me suban al camión y que me lancen a una celda que huele como una letrina.
Entonces grito. Pero no soy yo quien grita. Son trescientos muertos que están usando mi boca para gritar, porque ellos ya no pueden.
El clon quince tiene dos años. El dieciséis acaba de cumplir los once meses. Debería ser fácil. Viven en los niveles más altos, donde todos respetan la ley y nadie se opone a un agente autorizado del ático. Debería ser sencillo. Volarles la maldita cabeza, aplastarles los sesos contra la pared.
Sencillo. De una facilidad absurda.
Dos años. Once meses. Y ojos verdes.
Esa noche consulto el botiquín y solicito supresores de sueños. Cuando me despierto a la mañana siguiente, no ha habido ninguna pesadilla, ninguna que pueda recordar.
Sin embargo…
Cuando vuelvo aquella noche, no me siento con fuerzas para nada que no sea dejarme caer en el sofá. Daniel se da cuenta de que ha pasado algo, así que deja de trastear con la coctelera y se me acerca.
—¿Qué…? —pregunta.
Toma mi rostro por la barbilla y me mira a los ojos.
—¿Estás llorando?
¿Lo estoy? No, eso es una tontería. Pero en ese momento soy consciente de la calidad húmeda que resbala por mis mejillas. ¿Estoy llorando? ¿Por qué?
Daniel asiente.
—Los niños —dice—. Te has ocupado de los niños. Sí, debería haber supuesto que eso te resultaría más difícil que los demás, después de lo que pasó en Brasil.
¿Lo sabe? Lo miro, perpleja, y él se echa a reír.
—Ah, creías que el incidente había pasado desapercibido, que no había rastro alguno de él. El capitán Tarancón fue muy cuidadoso eliminando cualquier informe sobre lo ocurrido, es cierto. No hay ningún registro oficial de lo que te pasó allí. Pero los registros oficiales… —Se encoge de hombros.
—Y, pese a todo, ¿me contrataste?
—Claro. No baso mis decisiones en un único acto, sino en toda tu biografía. Ay, Alberta, he explorado tu vida con detalle, la conozco tan bien como tú misma. Mejor, en algunos aspectos, créeme. Y sabía que eras la persona adecuada para este trabajo. De hecho, tus escrúpulos son parte de lo que te hace la mejor opción posible.
—No lo entiendo.
—No tienes por qué. Deja que yo me ocupe de entenderlo.
Mira a su alrededor. Contempla la mesa perfectamente dispuesta, como todas las noches.
—Será mejor que descanses. Vete a tus habitaciones. Duerme. Tómate un par de días.
—No necesito…
—Sí, claro que lo necesitas. Hazme caso.
Es el dueño de mi contrato, el dueño de mi persona durante los próximos cuatro años. Claro que le hago caso.
Al menos, lo intento.
Conoce mi vida tan bien como yo misma. Mejor, en algunos aspectos, ha dicho.
La frase, de algún modo, se agarra a mi mente y no me deja descansar esa noche y sigue conmigo a la mañana siguiente cuando me levanto, enciendo la tableta y me pongo a navegar por la red.
Me conoce mejor que yo misma, me digo.
Eso afirma.
¿Y qué sé yo de mí misma?
Accedo a mi ficha, repaso mi biografía. Reconozco todo lo que encuentro en ella y, al mismo tiempo, me parece una farsa, como un mal sainete ensamblado con piezas de otras obras. Pero soy yo. Es mi vida. Si mi vida parece una farsa, me digo, entonces tal vez lo sea.
Luego tropiezo con los espacios vacíos. Los lugares donde alguien con más acceso que yo ha puesto barreras, silencios y agujeros.
Miro por la ventana. Se acerca el mediodía.
¿Por qué?, me digo. ¿Por qué hay espacios restringidos en mi biografía? Y, sobre todo, ¿por qué no recuerdo lo que hay en esos espacios vacíos? Al fin y al cabo, se supone que los he vivido, ¿no?
No tengo respuesta mientras se acerca la hora de comer y me preparo para compartir las viandas con un Daniel que me esperará como siempre, sonriente y tímido.
¿Por qué?
Comemos, y si él nota que estoy más callada de lo habitual, no dice nada. Seguramente lo achaca a las secuelas de mi última misión. No le desengaño.
Por la tarde tenemos una de las escasas reuniones a las que Daniel ha decidido asistir. No hay nada fuera de lo común en ella. Varios millones de personas son despojadas de su trabajo, varios cientos de miles ascienden en el escalafón, algunos miles pasan de simples consumidores a testadores de tendencias, unos pocos cientos consiguen su sueño de ser diseñadores y dictar los nuevos productos que se fabricarán, y algunas docenas ponen el pie por primera vez en el lavabo de ejecutivos.
Esa noche vuelvo a conectarme a la red.
No es mi vida lo que exploro, sin embargo. Es la del padre de Daniel, ese Jonás Avogrado que decidió clonarse a sí mismo dieciséis veces por si su hijo no llegaba a la edad adulta. Y, por primera vez, me pregunto si lo hizo solo por eso, si no habría algo más.
No es mucho lo que obtengo. Su vida pública es fácil de acceder. Sus registros privados están cerrados a cal y canto y se necesita a alguien con un acceso mucho más alto que yo y una habilidad muy superior para conseguir tener siquiera un atisbo de lo que hay más allá.
Sin embargo…
Al menos sus actos públicos me dan un atisbo de su personalidad, de su carácter excéntrico y su exacerbado narcisismo. Le echo un vistazo a algunos holos: reuniones de juntas, ruedas de prensa, cócteles y fiestas. Parece un tipo cordial, con la misma cordialidad que tendría un lobo adorado por las ovejas. Y, como su hijo, como sus clones, tiene unos ojos verdes en los que brilla algo duro e implacable.
En cuanto a los huecos, los agujeros, las partes restringidas… No, no consigo saber lo que ocultan, pero el modo en que están dispuestos me permite especular sobre lo que puede haber en ellos.
De nuevo el amanecer me pilla despierta. No he conseguido nada. Al menos, nada lo suficientemente satisfactorio. Solo un montón de preguntas y varias conjeturas disparatadas en las que no me atrevo a pensar de forma consciente.
Miro por la ventana, mientras el sol de la mañana va tiñendo la ciudad de distintos colores.
Deja de hacer el vago, me digo a mí misma. Se te paga por hacer un trabajo. Hazlo. Tomo aire y miro de nuevo por la ventana. Hazlo.
De acuerdo, me respondo, lo haré.
Así que abro el armario de las armas y las escojo con sumo cuidado. Y, mientras lo hago, las disparatadas conjeturas en las que no me atrevo a pensar se empeñan en bailar a mi alrededor una y otra vez.
El primer clon.
A lo largo de sus dieciséis años de vida ha ascendido dos pisos, ha creado una organización que trapichea con droga para los pisos de abajo y consigue placeres prohibidos para los de arriba. Hace casi año y medio que se enteró de quién era, de qué era, y de lo que podía conseguir.
En ese tiempo ha convertido su organización en un ejército y se ha transformado en el señor de la guerra del piso en el que está. La seguridad pública y la privada están a su servicio y los dueños de los pisos le pagan gustosamente por una protección que no necesitarían si él no existiera.
La aproximación directa no servirá con él. Y no será cosa de un día. Informo a Daniel de que estaré fuera al menos cinco o seis meses. Él asiente en silencio. Si antes elegí mis armas con cuidado, ahora elijo mi ropa con más cuidado aún. Luego, de noche, cuando todos duermen, desciendo a su piso.
En los siguientes dos meses me voy creando una reputación. Uno de los distribuidores menores del clon número uno me contrata como guardaespaldas personal poco después.
El tiempo pasa. Asciendo en la organización, más lentamente de lo que me gustaría, pero sé que, sobre todo al principio, debo tener paciencia.
Por las noches, las pastillas suprimen las pesadillas. Durante el día estoy demasiado ocupada para pensar en nada que no sea el presente inmediato y el futuro cercano.
Pasa un mes y otro más se acerca a su fin antes de que la cúpula de su organización empiece a fiarse en mí.
«Es rápida», dicen. «Es rápida. Es letal. Es fiable. Tiene iniciativa. No la caga».
Otro mes más. Me pregunto qué pensará Daniel, en su ático, viviendo su rutina diaria, decidiendo sobre el destino de millones, ofreciendo recompensas y castigos a sus ejecutivos, reordenando el mundo. Qué pensará. Sé que no me ha olvidado o, al menos, no ha olvidado la misión que tengo pendiente. El clon número uno es el último obstáculo en su camino, al fin y al cabo.
¿Creerá que he fracasado? ¿Estará buscando mi sucesor? ¿Tendrá confianza en mí y esperará a pesar de que el plazo de seis meses que le di casi ha terminado?
Pero no tengo tiempo para perderlo haciéndome preguntas. A medida que voy subiendo en la organización del clon número uno, apenas tengo tiempo para nada que no sea trabajo. Trabajo. Y más trabajo. Y, de vez en cuando, ideas locas y sin sentido que se empeñan en bailar ante mí, conjeturas absurdas, hipótesis descabelladas, suposiciones insensatas, posibilidades imposibles que, una y otra vez, bailan un vals loco y frenético frente a mis ojos sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Las dejo seguir su baile y trato de centrarme en el trabajo.
El sexto mes termina y transcurre una semana del séptimo.
Aún no, me digo.
Podría hacerlo, pero no sin grandes dificultades y sin correr grandes riesgos. Espera un poco más, pienso, solo un poco más. Ojalá Daniel tenga la paciencia necesaria y no estropee todos mis esfuerzos mandando un reemplazo o una ayuda que no necesito.
Pero no puedo pensar en eso ahora. Estoy cerca, muy cerca, demasiado cerca para permitir que nada me desvíe del plan.
Y cuando llega el momento, casi me pilla por sorpresa. Cuando soy invitada al círculo interno, cuando comparto con ellos comida, bebida y planes, apenas me lo creo. Dudo. ¿Espero un poco más?, me digo. ¿Unos días, tal vez, los suficientes para asegurarme de que no es ninguna trampa?
No.
Es como si fuera la voz de Daniel empujándome.
No. Hazlo ya.
Así que lo hago esa misma noche. Conseguir que el clon número uno quiera llevarme a su lecho es sencillo. Agotarlo sexualmente, también. Perforar su arteria carótida mientras duerme es lo más fácil que he hecho en toda mi vida. Y escabullirme esa misma noche hasta el piso superior, donde recupero mis ropas, mi acreditación y mi personalidad oficial, es casi decepcionante. Nadie se ha dado cuenta aún de lo que pasa, nadie me persigue, nadie tiene la menor idea.
Regreso al ático al amanecer y sorprendo a Daniel contemplándolo desde el ventanal del comedor. Se vuelve de repente al oírme y, durante unos instantes, parece un animal acorralado. Luego respira hondo y me pregunta:
—¿Está hecho?
—Está hecho —respondo.
Sonríe y no me pregunta nada más. Se vuelve de nuevo y se pierde otra vez en la contemplación del amanecer. Yo regreso a mis habitaciones y me doy un baño interminable en el que mis pensamientos se van convirtiendo poco a poco en niebla y mi cuerpo deja de existir atrapada por ellos.
Está hecho, pienso. He terminado.
¿Has terminado?
Cierro los ojos.
Veo una pradera. Veo el bosque en llamas. Veo una niña. Veo…
Abro los ojos. Estoy en medio de una niebla espesa y cálida y una voz ronronea a lo lejos que no tengo nada de que preocuparme.
Cierro los ojos otra vez.
La pradera, pero ahora más lejana. El bosque en llamas no es más que un resplandor diminuto en el horizonte. La niña… no hay ninguna niña. Jamás la hubo, me digo.
Tomo aire y me sumerjo completamente en la bañera.
No hubo ninguna niña. Nunca.
El pasado no existe, pienso. El pasado es una sombra, no es más que una ilusión, un juego de espejos y luces, un reflejo irreal de algo que jamás sucedió. El pasado son sombras chinescas contra la pared, son mentiras que nos contamos a nosotros mismos, son juguetes rotos con los que ya no queremos jugar. El pasado no existe.
El pasado no existe, me repito lentamente. El pasado no es más que una mentira.
Me aferro a ese pensamiento y dejo que sus consecuencias me empapen. Y, de pronto, las conjeturas absurdas se vuelven razonables, las hipótesis descabelladas resultan plausibles, las suposiciones insensatas son lógicas y las posibilidades imposibles se convierten en probables.
Salgo del agua lentamente. La primera bocanada de aire es como la caricia de un amante.
El pasado no existe, me repito. Solo el ahora. Tal vez el mañana.
Salgo de la bañera, me seco y me tiendo en la cama. A una orden, las luces se apagan y floto desnuda en la oscuridad, sola, a salvo. De momento, a salvo.
Cuando despierto a la mañana siguiente, tengo una nota de Daniel pidiéndome que desayunemos juntos. Así que me levanto, me lavo, me pongo algo encima y voy hacia el comedor.
Daniel me recibe con una sonrisa y un beso tímido y me pide que me siente con un gesto.
El zumo parece recién exprimido, los bollos aún están calientes y el café es lo más delicioso que he tomado en mi vida: negro, denso, amargo, tan caliente que me quema la garganta.
—Hoy me gustaría mostrarte algo —dice.
No habla de lo ocurrido estos siete meses. No pregunta nada. Le he dicho que el trabajo se había terminado y es suficiente para él.
—Claro —respondo—. Tú mandas.
Veo que eso no le hace gracia y me pregunto por qué. Y luego recuerdo de nuevo el modo en que se adaptaba en el sexo a mi humor del momento, la forma en que mis propios estados de ánimo afectaban al suyo, y me pregunto si se estará… Pero la idea es tan absurda y podría tener unas implicaciones tan ridículas que la abandono enseguida.
No, simplemente le gusta mantener la ficción de una relación entre ambos y no considera adecuado que le recuerde que esta es estrictamente laboral. Tendré cuidado, entonces.
Un par de horas más tarde, un minirreac nos espera en la plataforma y subimos a él. El piloto nos lleva más allá de la ciudad, cruza las montañas y, finalmente, desciende sobre un valle en el que no parece haber ninguna criatura viva.
Descendemos del aparato y Daniel le pide al piloto que venga a buscarnos al día siguiente.
Yo contemplo los alrededores, incrédula. El bosquecillo de hayas, el arroyo que serpentea por él, los campos, las montañas alrededor… Es como si estuviéramos en el Jardín del Edén antes de la caída. Somos, me digo, Adán y Eva, y no hay Dios alguno que venga a hacernos sentir culpables o serpiente que quiera abrirnos los ojos ante el bien y el mal.
El pasado no existe, me digo. Solo el ahora. Tal vez el mañana.
El pasado es una mentira, pienso.
—Sígueme —dice Daniel.
Así lo hago y no tardamos en dar con una cabaña de troncos de cuya chimenea sale un fuego acogedor.
—Veo que lo tiene preparado —murmura—. Bien.
La cabaña es tan hospitalaria por dentro como lo parece por fuera. Pasamos el resto del día holgando, haciendo el vago, charlando de trivialidades, practicando el sexo de un modo tranquilo y suave, como si el tiempo no existiera, como si se hubiera detenido para nosotros.
—De niño vine aquí solo una vez —me dice de noche, tras la cena y el sexo de después—. Solo una. Pero no lo olvidé. Y cuando el viejo cabrón cayó en coma, fue la imagen de este sitio la que me mantuvo en pie, la que me hizo seguir adelante. No el ático, no el lugar en la cumbre. Sino este lugar, ¿comprendes?
Asiento, aunque no estoy segura de adónde quiere ir a parar.
—Así que me pareció apropiado que fuera en este sitio donde… —Duda un instante—. Te he cogido cariño, ¿sabes? Sí, me he encariñado contigo. Y te has dado cuenta, por supuesto, no eres tonta. Así que esto es difícil.
Le miro, fingiendo que no comprendo lo que quiere decir, pero en realidad lo sé, claro que lo sé.
—Pero debo hacerlo. Cuando una mascota ha probado la carne humana debe ser sacrificada, no importa lo mucho que la queramos. Y mi madre me enseñó que hay ciertas cosas que debe hacer uno mismo.
Cierro los ojos. Veo una pradera. Oigo un bosque quemarse a lo lejos. Escucho el llanto de una niña.
El pasado no existe, pienso.
—Lo siento, de verdad —me dice—. Pero no me queda otro remedio. Podría entregarte a las autoridades: has matado a dieciséis clones autorizados de mi padre, al fin y al cabo. Podría poner las pruebas de lo que has hecho a disposición de la policorp con un simple gesto y olvidarme del asunto. Pero es algo que tengo que hacer yo mismo. —Toma aire—. Lo siento —dice de nuevo.
—Yo también.
¿De verdad creyó que podría conmigo? ¿En serio pensó que no notaría el bulto de la pistola bajo el colchón, sus movimientos furtivos hacia ella mientras terminábamos la sesión de sexo? ¿En serio creyó que…?
Sí, claro que sí. El niño arrogante, el dueño del mundo, tan seguro de sí mismo. Cómo iba a creer que su mascota personal se le rebelaría. Supongo que no me conocía tan bien como creía.
Ay, Daniel, debiste haberme entregado a las autoridades. O haberme matado de lejos. O…
Supongo que debo darle las gracias a tu madre, que debo agradecerle que te inculcase firmemente que es uno mismo quien debe encargarse de sacrificar a su mascota.
Así que, de acuerdo, gracias.
Me mira, maniatado y amordazado. No hay miedo en sus ojos, ni siquiera rabia. Siguen siendo duros, implacables. Solo eso.
Le arranco la mordaza de un tirón. No protesta por ello.
—¿Qué soy? —le pregunto.
—¿Ahora mismo? Alguien en un lío enorme.
Niego con la cabeza.
—¿Qué soy?
—Un cadáver, Alberta, eso es lo que eres —dice sin perder la calma.
Niego otra vez.
—¿Qué soy?
—Te lo he dicho.
—No me has dicho nada. No me has dicho por qué me escogiste a mí. No me has dicho por qué el capitán Tarancón cuidó de mí durante todo el tiempo que estuve en el ejército. No me has dicho por qué mi biografía está llena de agujeros a los que no puedo acceder y cuyo contenido no puedo recordar. No me has dicho nada.
Se muerde el labio.
—¿Qué más da? No vas a salir con vida de esto. Puedes matarme y huir. Pero irán a por ti.
Me encojo de hombros.
—Quizá —digo. Tomo aire—. ¿Qué soy? —vuelvo a insistir.
—¿No lo sabes? —pregunta con un ligero deje de burla.
—Me conoces bien, ¿recuerdas? Eso me dijiste. Mejor que yo misma, en algunos aspectos. Así que dime, ¿qué soy?
Ahora es él quien niega con la cabeza, dispuesto a llevarse su secreto a la tumba.
—No me lo pongas difícil, Daniel —digo—. Conoces mi expediente militar. Puedo hacerte hablar, pero preferiría no tener que torturarte para ello.
Se encoge de hombros. Lo cual es toda una proeza, tal como lo he atado.
—Muy bien —digo.
Voy a la cocina. Los instrumentos que encuentro no son los más apropiados, pero servirán.
Empiezo lentamente, con calma, tomándome mi tiempo y asegurándome de que él se da cuenta de ello.
A veces me asalta la imagen de una pradera. De una niña. De un disparo.
Pero me digo a mí misma que el pasado no existe y sigo adelante.
Es duro. Sí, el cabrón es duro. Me cuesta casi seis horas conseguir la combinación de dolor y miedo adecuada para que hable y, aunque él no lo sabe, casi estoy agotada.
Así que me detengo. Miro sus ojos verdes en los que ya no hay nada duro, solo terror y esperanza, la más letal de las combinaciones.
Pregunto una vez más:
—¿Qué soy?
Y me lo dice.
El minirreac vendrá a recoger a Daniel en un par de horas, quizá tres. No me esperará, así que será fácil encargarme del piloto. ¿Y luego?
El pasado no existe, me digo. ¿Existe el mañana? ¿Hay un mañana al que ir?
Pienso en lo que me contó Daniel, en las pruebas que me dio de lo que decía, una vez me hubo facilitado sus códigos de acceso y pude abrir las puertas cerradas y llenar los lugares vacíos.
Pienso en lo que soy.
Agradezco que no haya un espejo cerca. Sospecho que no me gustaría ver mis ojos ahora.
No había dieciséis clones, me dijo Daniel, sino diecisiete.
Diecisiete.
Un clon ilegal, cuyos cromosomas habían sido trampeados para obtener una criatura de sexo femenino. Un clon ilegal creado al mismo tiempo que nacía Daniel, un clon cuya mente se había llenado de recuerdos de una infancia que jamás tuvo mientras se aceleraba su crecimiento. Un clon que, pocos meses después de haber sido decantado, tenía la apariencia física y los recuerdos de una mujer de dieciséis años y que fue soltado en ese momento en el mundo real.
«Real». Pocas veces la palabra ha tenido menos sentido.
Una mujer que vivió los últimos años de su adolescencia sin saber que era observada en todo momento, sin imaginar que su desarrollo estaba siendo controlado en cada paso, que alguien la miraba desde el ático y se relamía, pensando en los futuros placeres con ella, cuando hubiera sido moldeada a gusto de su donante, cuando se hubiera convertido en la amante perfecta, el juguete sexual definitivo para el narcisista obsesivo. Una mujer que entró en el ejército un año antes de que a su donante lo derribara un ataque que lo dejaría en coma durante los siguientes quince años.
Un clon ilegal. Ingeniosamente oculto en el sistema, lleno de recuerdos falsos, con respuestas físicas programadas para encontrar atractivo cierto tipo de hombre. ¿Por qué no? ¿Acaso no era ella misma en otro cuerpo?
El capitán Tarancón protegiéndola durante todo aquel tiempo. El capitán Tarancón esperando en vano durante quince años que su patrón recobrara la consciencia. El capitán Tarancón vendiendo sus secretos al heredero legal de Jonás cuando este murió.
Oigo un ruido proveniente de las montañas. El minirreac se acerca.
Ay, Daniel, ¿qué clase de infancia tuviste, qué rencor retorcido y oscuro te convirtió en el hombre que eras? No te bastó con hacer matar los otros clones de tu padre; lo que, al fin y al cabo, era una simple cuestión de supervivencia. No, necesitabas vengarte del viejo cabrón de un modo más personal, ¿no es cierto? Necesitabas tenerlo contigo, someterlo, hacerlo tuyo.
Y lo conseguiste, aunque el proceso no salió del todo como querías, ¿verdad? Disfrutabas de mí, conmigo. No de la idea de estar jodiendo y sometiendo a tu padre, sino del hecho de estar conmigo y recibir placer de mí. De Alberta. Disfrutabas tanto que tuviste que darme un último día perfecto antes de matarme.
¿Sonrío? Sí, creo que estoy sonriendo.
Me he estado acostando con mi hijo mientras me mataba a mí misma una y otra vez.
El chiste es de una ironía exquisita.
He sido la fantasía sexual de mi hijo y, mientras tanto, me he matado tantas veces, en tantas situaciones distintas… Recuerdo de pronto al clon número uno y casi no puedo contener una carcajada.
Me he acostado conmigo mismo justo antes de matarme. Y luego he repetido la pirueta con mi hijo.
El minirreac casi está aquí. Me oculto entre la yerba más alta y espero a que el piloto descienda.
Así que, en efecto, el pasado no existe. ¿Existe el mañana?
Pienso en el ático. ¿Por qué no? Puedo volver, recoger mis cosas. Recoger suficientes armas, dinero y objetos de trueque para descender unos cuantos pisos y buscarme un nicho, igual que lo hizo el clon número uno.
O puedo quedarme en él. Atrincherarme en él, dejar que vengan a por mí, presentar una defensa heroica y morir en un estallido de gloria.
O, simplemente, puedo reclamar mis derechos de nacimiento. Hacer públicos los registros de mi creación y reclamar mi lugar en la cumbre. Mi nacimiento fue ilegal, es cierto, pero la ley es muy clara al respecto: el infractor fue Jonás, yo solo fui el producto de su crimen. Soy, por tanto, inocente y, como única heredera de mi donante, tengo derecho a toda su herencia.
¿Qué voy a hacer?, me pregunto una y otra vez. ¿Qué voy a hacer?
Cuando llega el minirreac aún estoy tratando de tomar una decisión. Lo veo posarse, veo salir al piloto, inconsciente de la muerte que le espera.
¿Adónde?, me pregunto una vez más, mientras me arrastro hacia el vehículo. ¿Adónde?
No lo sé, me respondo.
Ya lo decidiré, me digo.