La primera impresión que la chica les causó cuando entró en la casa no fue demasiado buena. Su niñera habitual llevaba unos días indispuesta, y aquella muchacha era demasiado joven, había llegado con retraso y mascaba chicle como si su forma de gesticular fuese una declaración de principios, como quien pretende poner de manifiesto una actitud frente al mundo. La niñera de la familia era mucho mayor, una mujer de mediana edad, con un acento cargado de tonos melódicos, que se adivinaba había crecido en el seno de una familia numerosa y había sido capaz de criar una prole no menos abundante. Una mujer que transmitía serenidad y, por descontado, mucha más confianza. Además, era la primera vez que dejaban en casa al pequeño. Tenía apenas once meses.
Le dijeron que los niños estaban durmiendo arriba, en una única habitación; habían colocado la cuna del pequeño junto a la cama de su hermana. Ocupando toda la pantalla del salón le habían dejado una larga nota con instrucciones, que incluía sus dos números directos. Aun así, la madre casi forzó a la chica a que los memorizara allí mismo.
—Llámanos con cualquier cosa —había insistido ella—. Dejaré lo que esté haciendo para atenderte.
Él, en cambio, no dijo nada. Se limitó a mirar a la canguro de arriba abajo una y otra vez. Pensó que si conseguía intimidarla, aunque fuese un poco, aquella adolescente se comportaría con algo más de prudencia que si se hubieran mostrado como unos padres cordiales y despreocupados. No había nada extraño en su aspecto, pero desde luego tampoco era tranquilizador. Un flequillo recto enmarcaba su cara de niña con acné, mucho más niña de lo que esperaban, y un eyeliner púrpura instalaba una amenaza felina en sus ojos, antes de acabar extendiéndose hacia las sienes. Durante la breve entrevista, ni por un instante dejó de torcer una sonrisa insolente en su presencia, mostrando la bola de chicle bailar alrededor del piercing de su lengua y —habría podido jurarlo— manteniendo en todo momento la mirada fija en su bragueta.
Luego tuvieron que marcharse.
En cuanto salieron de la casa, la joven dejó caer al suelo el bolso minúsculo que llevaba colgado a la espalda; miró la pantalla, cerró la larga lista que habían elaborado los padres y comenzó a cambiar los canales de televisión. Escogió un programa ruidoso, en el que varias personas se insultaban a gritos. Lo dejó sonando en el salón y comenzó a inspeccionar las habitaciones de la planta baja.
En la cocina, abrió las dos puertas metalizadas del frigorífico y recorrió las baldas con la mirada, tarareando. Agarró un envase de salmón noruego, lo abrió y comenzó a comérselo a tiras con la pinza de los dedos. Entonces vio un tarro de bombones, dejó a un lado el salmón, se limpió los dedos untuosos en la superficie de la nevera y empezó a meterse uno tras otro en la boca. El panel exterior del electrodoméstico emitió una suave serie de pitidos. Estaba enviando mensajes, al menos, al supermercado responsable de reponer los productos en el próximo reparto y a las compañías encargadas de los estudios de mercado. Y, probablemente, a estas alturas también los dueños de la casa estarían al corriente de sus movimientos.
No pareció importarle. Cerró los ojos, repasó los álbumes de sus grupos musicales favoritos y seleccionó la misma frenética canción que, de forma invariable, terminaba escuchando una vez tras otra desde que acabó el verano. Empezó a seguir el ritmo. Agitaba los brazos en el aire y hacía girar las caderas en medio de la cocina, aunque allí no sonara nada en absoluto, aparte de las voces que llegaban desde el salón. Y así, saltando y estremeciéndose como una posesa, subió las escaleras.
Primero entró en el dormitorio del matrimonio y comenzó a abrir los armarios. De uno de los cajones extrajo una prenda interior, comprobó que era masculina y la dejó donde estaba. Continuó revolviéndolo todo hasta que encontró el compartimento con la ropa íntima de ella. Alzó entre sus manos un tanga de encaje de color granate. Lo observó por delante y por detrás. Se lo llevó a la nariz y aspiró profundamente. Fue justo al sonreír cuando algo pareció enturbiarle la mirada. Farfulló en voz alta unos sonidos incomprensibles y echó a correr en dirección al dormitorio de los niños.
A pesar de la violencia con la que abrió la puerta, las dos respiraciones todavía continuaron sonando acompasadas unos instantes más. Encendió la luz; tenía la mandíbula desencajada, como si se le hubiera descolgado. La niña abrió unos ojos muy grandes, grandísimos, y se encogió en su cama sin dejar de mirarla. El bebé comenzó a llorar.
La cena estaba resultando un pequeño desastre. Desde luego, no estaba compensando todos los esfuerzos que habían invertido en poder estar allí, y si lo hubieran sabido, probablemente habrían puesto cualquier excusa para anularla. Se habían sentado a la mesa bastante nerviosos, en parte, fuera de contexto por haber llegado tarde, y en parte, por acabar de mantener una discusión en el coche. Ninguno de los dos había querido reconocerlo, pero no les había resultado nada fácil separarse del bebé. No obstante, a pesar de que sus estados de ánimo no eran los idóneos, ellos no eran responsables de todo lo que estaba ocurriendo allí arriba. Es más, no solo no tenían la culpa sino que, ahora que se paraba a pensarlo, todo parecía estar confabulándose en su contra.
Volvió a frotarse la mancha de la camisa, se echó también agua en la cara y permaneció mirándose al espejo, con las gotas resbalándole por la frente y las mejillas. Aquel incompetente camarero le había derramado encima buena parte del contenido humeante de una sopera, y ahora, una vez calmado el escozor, no lograba quitar de la manga ni de la pechera el cerco rojizo y el intenso olor a marisco. Lo que más le indignaba era que llevaba un buen rato viéndolo venir. Aquel individuo delgaducho y encorvado les había servido mal la orden en dos ocasiones. Y parecía que estaba haciendo exactamente lo mismo en las demás mesas, según se podía deducir por las quejas de otros clientes y de sus propios compañeros. Momentos antes de que el camarero vertiera la sopa sobre su hombro, más o menos cuando Salvatierra estaba terminando de explicar su teoría sobre por qué pronto cerrarían el departamento y los pondrían a todos de patitas en la calle, a todos los directores de publicidad de MindShare Omnicom, lo había visto dar varias vueltas completas alrededor de los cuatro, negando con la cabeza y mascullando una especie de letanía monocorde.
—No puedo, no vengo, no. No puedo, no vengo, no…
Cualquiera podía advertir que tenía la mirada extraviada y el sudor le descendía en cascadas desde el cabello apelmazado y húmedo, como si estuviera pasando a través de un enorme percance. Todo ello sin dejar de repetir su negativa de forma cada vez más vehemente.
—No, no, no. No. No. ¡No-no-no-no-no-no-no-no!
A continuación fue cuando sintió la abrasión en su piel. Ahora, allí abajo, en el baño, volvió a posar despacio las yemas de los dedos sobre su torso y una vez más contrajo el semblante frente al espejo. Era probable que la irritación le siguiera molestando toda la noche. Por un instante, se dio cuenta de que una parte de él estaba esperando que terminara de una vez por todas la velada, e incluso el día después en el que recordarían y hablarían de esa noche. Sintió que un año tras otro el aburrimiento se iba instalando más y más en su vida, y que ahora le daba alcance en lugares donde antes nunca lo hacía. Era como si ya nada tuviera la capacidad de emocionarlo. Como si todo fuese previsible. Se imaginó explicándole a la mañana siguiente a su mujer las razones por las que no estaba de acuerdo con la teoría de Salvatierra.
—Está claro que ya no necesitan a nadie que planifique campañas ni que elabore complejas historias en las que ocultar los mensajes —había estado diciendo su colega—. Ya solo se trata de cantidad de información. De inundarlo todo con tu información.
—¿Cuándo has sido tú capaz de elaborar una historia compleja? Ahí me he perdido.
—¿Lo ves, cariño? —lo interrumpió a su vez Salvatierra, volviéndose hacia su joven acompañante—. Te dije que era muy ingenioso.
Esa noche estaba especialmente hablador, o acaso aquella era la imagen confiada y resuelta que quería dar de sí mismo ante su nueva conquista. Su acompañante no parecía superar los veinte años ni tenía aspecto de vivir en los barrios protegidos de la ciudad.
—Sea como fuere —insistió él—, no sé cómo dices eso precisamente cuando el área de estudios de mercado está en pleno auge.
—Que no, que no te enteras, Esteban. Esos estudios en directo a los que te refieres los puede hacer un algoritmo. No hace falta que nadie intervenga. Los fondos destinados al marketing van a desaparecer, ya lo veréis.
—¿Seguro? —preguntó su mujer.
—Ya lo veréis. El dinero se empleará en contratar a esa misma gente desesperada que está permitiendo que se estudien sus hábitos de compra de forma instantánea. A todos esos necesitados se les pedirá que cedan un espacio de su chip, para convertirlos en repetidores humanos, en repetidores de información. Los tiempos han cambiado, en la actualidad solo se trata de lograr hacer viral tu mensaje. Es el fin de una especie. Aceptémoslo, amigo, estamos condenados a la extinción.
—Me inquieta mucho que consideres que tú y yo pertenecemos a una misma especie —protestó él.
Sin embargo, aunque durante los entrantes se había limitado a mostrarse algo sarcástico y más o menos divertido por sus argumentos, en realidad aquello lo estaba fastidiando más de lo que quería aparentar. Por supuesto que estaba de acuerdo con todo lo que estaba diciendo Salvatierra, pero ahora tendría que tranquilizar a Susana y, en cualquier caso, ¿cuándo se había visto que especular sobre la pérdida de sus puestos de trabajo fuese la mejor forma de iniciar una velada? Le exasperaba que aquel fanfarrón siempre tuviera una teoría sobre todo. Era algo que lo sacaba de quicio. Y le había pedido un millón de veces que se abstuviera de hacer aquellas predicciones agoreras delante de ella. Claro que a Susana le preocupaba la situación y el futuro, ¿y a quién no? A cualquier persona sensata debía preocuparle, y más en un momento en el que la clase media estaba terminando de desaparecer y solo unos cuantos altos directivos se interponían entre la precariedad y la mínima élite de familias multimillonarias. Se habían acostumbrado a un nivel de vida. A un tipo de casa, a una zona urbana privilegiada, a disponer de varios coches, a los viajes, a los restaurantes, a renovar la decoración o el vestidor cuando se les antojaba, a poder contar siempre con personas a su servicio alrededor, ¿qué podía esperarles después de aquello? Todo dependería solo de que él consiguiese una indemnización, porque hacía mucho que no existía el subsidio por desempleo, ni nada parecido a la jubilación, y ni mucho menos había nada ni nadie que pudiera velar por ellos. Se dio cuenta de que todo aquel razonamiento lo estaba volviendo a poner nervioso, como antes en el coche, cuando podía sentir sus pulsaciones golpeándole en la boca del estómago como un mal presentimiento. Aquello y el camarero. O, en realidad, aquello y el camarero y aquel otro individuo del traje y la gabardina que cuando salieron del aparcamiento parecía empeñado en arrojarles todo lo que encontraba en el suelo, y que acabó persiguiéndolos hasta la entrada misma del restaurante y lanzándoles un paraguas cerrado y un maletín de piel. Estaba siendo una noche extraña. Y en ese contexto no pudo evitar volver a pensar en sus hijos y en la canguro.
Se preguntó si estarían bien. La chica no los había llamado con ningún contratiempo, pero aun así no lograba desembarazarse de la sensación de malestar. Entrecerró los ojos, buscó su número y la llamó. Esperó varios tonos, pero nadie lo atendió al otro lado. Lejos de desistir y regresar a la mesa, volvió a intentarlo hasta otras cuatro veces, cada vez espaciando menos entre sí las llamadas. Era increíble. Estaba seguro de que aquella niñata tenía configuradas las llamadas entrantes para que no la interrumpieran si estaba navegando o escuchando música o haciendo cualquier otra cosa. Como pese a su insistencia no consiguió hablar con ella, se conectó con la casa. Primero, seleccionó la cámara del salón y pudo comprobar que la pantalla del televisor estaba encendida a todo volumen, pero recorrió los sillones y el sofá y barrió toda la estancia, y allí no había nadie. Después, pinchó la cámara de la cocina y vio el frigorífico abierto y las cosas desordenadas. Cada vez más angustiado, fue directamente al dormitorio donde estaban los niños, pero, para su desconcierto, no había imagen disponible. Tampoco sonido. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Definitivamente, algo no iba bien. ¿Es que aquella intrusa había desconectado el sistema de vídeo de esa habitación? ¿Cómo se había atrevido? Y, sobre todo, ¿por qué lo había hecho? Ahora estaba preocupado de verdad y tenía motivos para ello, así que llamó a la policía. Comenzó a hacer un repaso mental de qué iba a decirles exactamente. No quería parecer un chiflado, ni tampoco el típico padre histérico. Pero lo que no había contemplado de ninguna manera era que tampoco entonces pudiera establecer comunicación. Todas las terminales estaban ocupadas, le dijeron. No entendía nada. Entró en las redes, y allí casi no tuvo que buscar: por todas partes se multiplicaban los mensajes de alarma y todo tipo de conversaciones exaltadas. Los avisos de incidentes, así como las noticias de última hora, no dejaban de emerger aquí y allá. Estaba claro, tenía que abandonar el restaurante de inmediato. Ni siquiera pasaría por donde estaban los demás. Le envió un mensaje a su mujer diciéndole que se iba a casa, que quería comprobar que todo iba bien. Estaba subiendo las escaleras cuando recibió su respuesta: «¿No te despides?».
«No».
«¿Pasa algo?».
«No, no te preocupes».
«Me estás mintiendo. Espérame en el coche».
Hacía cinco minutos que se encontraba dentro del coche, con el motor en marcha y pensando cómo podían dar tanto de sí aquellos minutos interminables. No llegaba a entender por qué Susana le había pedido que la esperara y ahora estaba tardando tanto, habiéndolo notado tan intranquilo. Cuando él no se caracterizaba por dejarse llevar por la precipitación ni por hacer cosas como aquella. No podía más, quiso saber qué estaba pasando y trató de conectar directamente con ella. Su mujer aceptó su solicitud y él pudo comprobar a través de sus ojos que estaba dentro del baño del restaurante.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó.
Al instante recibió un mensaje: «Ahora no puedo hablar».
Y su mirada se dirigió al excusado donde estaba sentada la nueva novia de Salvatierra.
—¿Me puedes explicar qué hacéis ahí? —exclamó él, turbado.
«Calla», dijo ella. Y añadió: «Me disculpé diciendo que tenía que ir al lavabo, pero Ivana quiso acompañarme. Espera, tardo un segundo».
Esteban se desconectó, refunfuñando. Respiró hondo y trató de controlar la exhalación, soltando el aire despacio y tamborileando con los dedos sobre el volante. Estaba demasiado preocupado por sus hijos, aquella estúpida niñera no le había dado buena espina en ningún momento. Luego, de madrugada, o al día siguiente, cuando hubiera pasado todo, volvería a ver el vídeo. No era muy bueno, en el excusado no había demasiada luz, pero la suficiente como para comprobar que Ivana no se había teñido el vello púbico de ninguno de los colores de moda. Mucho mejor, no le gustaba nada aquella apariencia artificial. A Susana no le importaría, si había mirado hacia allá era porque no le molestaba que conservara aquel recuerdo. Tampoco era la primera vez. En una ocasión incluso la convenció para que le pasara toda una secuencia tomada en los vestuarios de su gimnasio.
—Cuéntame qué ocurre —fue lo primero que dijo ella cuando irrumpió dentro del auto.
Él dio la orden al ordenador de a bordo para que iniciara la ruta establecida, y todavía esperó a que salieran del aparcamiento y a que estuvieran en una vía principal para comenzar a resumirle lo sucedido. Su mujer lo escuchó en silencio, sin volver a intervenir hasta que no hubo terminado de hablar.
—Será zorra… —explotó—. Te lo dije, te lo había dicho.
—¿Qué me habías dicho?
—A mí tampoco me coge, la estoy llamando ahora mismo. ¿Cómo es posible que no atienda la llamada si está ahí solo para eso? Te dije que debíamos volvernos.
Él resopló y se frotó la cara con ambas manos. Luego torció la cabeza hacia su ventanilla y, con la mirada perdida más allá del cristal, añadió:
—Claro. La primera vez que salimos en no sé cuánto tiempo y tenemos que regresar apenas nos alejamos cien metros. Solo porque sí, por tu instinto materno.
Las luces de la calle seguían avanzando hacia ellos a gran velocidad. El tráfico era fluido.
—¿Qué instinto? Te dije que nos volviéramos cuando empezó a asaltar el frigorífico como una cerda. Por Dios, ¿quién hace eso solo dos minutos después de que nos hayamos marchado? —Susana estaba mordiéndose las uñas; hacía mucho tiempo que había dejado aquella costumbre y siempre se mostraba orgullosa de haberla superado y de su nueva manicura francesa—. Pero no, es mucho mejor dejar a unos amigos plantados durante la cena sin ninguna explicación. No quiero ni imaginar qué estarán pensando en estos momentos de nosotros, si es que ya se han dado cuenta de que hemos desaparecido.
—Fui yo quien lo dijo.
—No sé lo que crees que dijiste, Esteban. Pero lo que tú comentaste fue que si tenía hambre podría haberse hecho un sándwich, como todo el mundo. Fui yo quien dijo que eso no era normal y que debíamos dar la vuelta.
Esteban volvió a resoplar, aún con la vista fija en un punto indefinido al otro lado de la ventanilla del conductor.
—Cariño, siempre igual —negó.
Susana lo miró incrédula. Y a continuación murmuró algo para sí y se conectó al sistema de radio del coche.
En primer lugar, se oyó la voz de él:
—Bueno, la chiquilla tiene hambre, déjala.
Y enseguida la de ella:
—Ahora ha abierto los bombones, casi al mismo tiempo. Esta chica no está bien de la cabeza. Anulemos la cena, por favor.
—Tiene apetito, es la edad. Aunque podría haberse hecho un sándwich, como todo el mundo.
Él miró de nuevo hacia la carretera y puso las manos en el volante, como si condujera, o como si estuviera supervisando el sistema de navegación del coche. Tuvo la tentación de preguntarle por qué sacaba aquello ahora, que qué importaba eso cuando tenían un problema mucho más grave. Pero optó por no decir nada. Permanecieron sin hablar ni mirarse durante varias manzanas. Ni siquiera lo hicieron cuando en el camino distinguieron un automóvil estrellado contra una señal de la acera. Si bien los dos se giraron para observarlo cuando pasaron de largo, con los rostros pávidos; era el primer accidente que veían en décadas. Había gente dentro de aquel coche, pero nadie se había detenido a prestar ayuda y tampoco había acudido ningún vehículo de emergencias. La circulación no acusó demoras ni discontinuidad en ningún punto del tramo. En cuanto tomaron el primer cruce, volvieron a internarse en sus respectivas reflexiones. A él le costaba creer que ella se estuviese manteniendo tan serena, dada las circunstancias: el trayecto se estaba haciendo eterno, hacía más de una hora que no sabían nada de sus hijos y no había indicios de que eso fuese a cambiar hasta que no llegaran a casa, y a su alrededor todo parecía ir de mal en peor. Se oyó una explosión en la distancia. Aunque era tarde, para tratarse de un día entre semana, las fachadas de los edificios se veían cada vez más iluminadas, como si la ciudad se estuviera despertando.
—La he llamado más de veinte veces —dijo ella al fin—. Sigue sin cogerme.
Él esperó unos segundos antes de responder. Se incorporó sobre su respaldo.
—Déjalo por un rato. Tienes que tranquilizarte —le aconsejó—. No vas a arreglar nada estando tan nerviosa.
—También he llamado a la policía. ¿Cómo es posible que estén todos ocupados?
—Inténtalo de nuevo.
—Los he llamado un millón de veces. Ahora mismo lo estoy haciendo otra vez, mientras tú me reprochas que esté nerviosa. No sé cómo quieres que esté.
—Solo digo que podrías… —comenzó a explicar, pero ambos quedaron sobrecogidos cuando vieron otro vehículo apartado a un lado de la carretera.
Unas piernas crispadas en una postura imposible asomaban desde debajo del chasis. Ahora sí, las sirenas de varias unidades de emergencias iluminaban todo el perímetro del accidente.
—Dos en la misma noche. ¿Qué está pasando? —Los ojos de Susana estaban llenos de reflejos anaranjados.
—No puede ser casualidad.
—Te imaginas qué absurdo, morir atropellado. No lo entiendo, se tiene que haber echado encima de repente.
—Es imposible. El ordenador de a bordo es capaz de sortear cualquier obstáculo. ¿Tú sabes la cantidad de variables que puede llegar a calcular un computador cuántico?
—No estoy de humor —respondió—. Te pido por favor que no empieces a agobiarme con cifras que ni llego a entender.
La última frase de ella se había ido afinando, como si estuviera a punto de quebrarse. Él la miró, por primera vez desde que salieron del restaurante. Se había recogido el pelo y su nuca había quedado al descubierto, fina y delicada.
—Te decía que ya estamos llegando. Quizá deberías intentar relajarte un minuto, amor. Cierra los ojos y ponte algo de música. Yo me hago cargo de todo.
Su mujer se recostó hacia atrás en el asiento y pareció obedecerle. Un furgón de policía pasó a toda velocidad en la dirección contraria, haciendo aullar las luces del techo. Aunque en la cabeza de ella solo debía de estar sonando alguna melodía apacible; una lágrima se había deslizado por su pómulo y había quedado prendida en la punta de su nariz. Esteban volvió a repetir todos los intentos de llamada, sin mayor éxito. Después permaneció unos segundos mirando una fotografía de sus hijos. Susana había enviado aquella imagen hacía una semana a su grupo de amigos. En el centro, en un primerísimo plano, aparecía deformada la cara de la pequeña Su, pintada como si fuese un muerto viviente, pero con las comisuras de la boca y las mejillas tan llenas de nata y de restos de pastel que podía pensarse que se trataba de los espumarajos de una infección rabiosa. Más atrás, en el margen derecho, podía verse reír al bebé, al que habían vestido de rojo y habían colocado unos cuernecitos de trapo. La foto había gustado tanto que muchos de sus amigos la habían empezado a compartir entre sus propios círculos. Pensó en lo que había estado diciendo Salvatierra sobre que cada vez más personas se transformaban en meros repetidores de información. Era cierto, incluso si se prestaba atención podía reconocérselas en la calle, paradas en los centros comerciales o como olvidadas en un asiento del transporte público. Muchas de ellas, según su grado de necesidad, quizá se verían obligadas a pasar sus días completos recibiendo y emitiendo mensajes. El maldito Salvatierra y su manía de darle vueltas a todo. ¿Cuál sería ahora su teoría acerca de por qué habían desaparecido de repente del restaurante? No lo habían dejado demasiado bien ante su nueva pareja, desde luego. Sin darse cuenta, en algún momento la fotografía de sus hijos había dejado de ocupar un lugar central en su mente, y ahora estaba reproduciendo de nuevo el vídeo de la veinteañera Ivana tratando de desenrollar su ropa interior de sus muslos. Estaba siendo una noche extraña, no cabía duda. Todo parecía estar fuera de control. Había temido por su integridad muy pocas veces en su vida. Y aquella era la primera vez que sentía miedo por sus hijos, miedo real, miedo físico. Si hubiera estado en su mano, le habría pedido a su automóvil que acelerara y se saltara las restricciones de velocidad. No recordaba haber experimentado nunca una opresión como aquella en el pecho que estaba a punto de hacerlo vomitar. Y, al mismo tiempo, no podía dejar de sentirse sexualmente excitado. En cuanto todo aquello acabara, cuando estuviese metido en la cama, al amparo de la oscuridad de su dormitorio, encontraría unos minutos para dar alivio a tanta tensión. Él no pensaba escuchar música relajante como Susana, o como se suponía que estaba haciendo Susana; él escogería pasar un buen rato con una mujer despampanante, le daba igual que fuese una modelo virtual o que hubiera alguien real al otro lado del encuentro. O quizá esa noche sí buscase una usuaria real. De hecho, si pudiera, sabía perfectamente a quién invitaría… La luz trasera del vehículo que circulaba delante de ellos emitía unos destellos rojizos. Esteban mantenía los ojos abiertos, a pesar de que su pensamiento estaba en otra parte. De pronto, un velo pareció recorrer sus córneas y nublar su mirada.
No sabía dónde se encontraba. Ni cómo había llegado hasta allí. Antes incluso de mirar a su alrededor, sintió que sus pies se quedaban adheridos al suelo. Bajó la vista y vio que estaba en medio de un charco de sangre. Unos metros más allá, el color se oscurecía y la densidad aumentaba hasta perderse en el interior de la ducha. Sintió que el pánico se apoderaba de él y se precipitó sobre la puerta, que resistió su embestida y se negó a abrirse. Dónde estaba. Notaba el corazón palpitarle en las sienes y en los ojos.
—¡Abran la puerta! ¡Déjenme salir!
—Sal de ahí, cabrón —se oyó al otro lado.
Seguía sin entender lo que estaba sucediendo. Solo podía pensar en sus hijos, en que no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que no sabía nada de sus hijos. Volvió a golpear la puerta; también tenía las manos manchadas de sangre, y la costra seca se resquebrajaba al apretar los puños.
—Por favor, tengo que irme. Tengo que salir de aquí de inmediato.
—Te estoy esperando. Vas a pagar por esto… La has matado.
Qué demonios significaba aquello. Se dio la vuelta, se acuclilló en el suelo, deslizando la espalda por la superficie de la puerta, y comenzó a respirar a través del cuenco formado por las palmas de sus manos.
—Tengo que irme —gimió.
Esta vez la voz no respondió. Aunque pudo oír unos débiles ruidos al otro lado. Reunió valor y miró hacia arriba. Desde el principio supo que estaba en el inmenso cuarto de baño de una casa particular, de una casa de lujo. Había albornoces colgados en la puerta, frascos de perfumes y cremas en una estantería, un cepillo de dientes eléctrico en la pared, una enorme ducha inteligente. Tan solo un delgado tabique de loza del mismo color oscuro que el resto de las paredes lo separaba de ese espacio. La ducha. Quién estaba desangrándose sobre el mármol negro del plato. No lograba recordar nada.
—La policía viene de camino, ya debería haber llegado.
No se sentía capaz de levantarse, dar unos pasos y asomarse para comprobar qué había tras la mampara de cristal. Comprendió que para salir de allí tenía que saber qué estaba ocurriendo, y accedió a sus archivos de memoria. Apenas tenía tiempo que perder. Pasó los vídeos a toda velocidad. Se vio a sí mismo corriendo por el centro de una carretera, sin Susana. Internándose en la penumbra de una arboleda y entre setos ajardinados. Atravesando la verja abierta de una mansión. Vio a un guarda de seguridad tropezando una y otra vez contra la pared de su garita, como un juguete antiguo, sin girar hacia un lado ni reaccionar. Vio otros muchos puestos de vigilancia vacíos, y se vio a sí mismo entrando en la residencia y siendo atacado por un perro. Vio sus manos aferradas a su cuello hasta estrangularlo y dejarlo sin vida. Luego, pudo contemplar cómo se hacía con un cuchillo de la cocina y arrastraba al animal escaleras arriba, hasta el baño donde se encontraba ahora. Esteban interrumpió la reproducción y se levantó.
Dirigió su mirada hacia la iluminación del techo y solicitó más luz. La habitación no dudó en resplandecer. Tomó aire, contó hasta tres y a continuación dio otros tantos pasos hasta la ducha. Allí estaba. El primer vistazo le provocó una arcada, se dobló sobre su vientre y dejó la marca de un círculo de vómito en el centro de toda aquella sangre anegada. Se trataba de una hembra de bóxer alemán, de color leonado. Debía de ser un ejemplar enorme. Aunque ahora era difícil distinguirlo, porque la cabeza estaba separada del tronco y clavada en un grifo, tenía las costillas abiertas como si se le hubiera dado forma a unas alas incipientes y las vísceras se extendían por todas partes como una viscosa tela de araña. Procuró alejarse de allí, tambaleándose, y volvió a vomitar, ahora con la cabeza metida en el retrete.
—Estoy armado —oyó—. Si no llegas a encerrarte ahí habría acabado contigo.
—La puerta no está cerrada por dentro —corrigió a aquel hombre—. Debe de haberse activado el sistema de seguridad de la casa.
—Mejor así. Y si por alguna razón se abriera, ni se te ocurra intentar hacerme nada. La policía está llegando, ¿la oyes? Y no tendría sentido tratar de eliminar a un testigo, ya les he enviado todos mis archivos de vídeo con tu cara.
Por supuesto, pensó Esteban, sentado en el suelo, aún abrazado al inodoro. Hacía años que la figura del testigo había quedado obsoleta. Aquella voz, aunque no lo parecía, había de pertenecer a alguien realmente mayor. En estos tiempos cada vez era más difícil distinguir la edad de ciertas personas. Testigos, qué cosa. Hacía años que todo quedaba grabado, que la comunicación era instantánea. De hecho, si la pequeña Su hubiera tenido implantado el chip quizá no habría sucedido nada de aquello. Se habría comunicado con ellos de forma inmediata, y con los servicios de emergencia, e incluso habrían podido ver a través de sus ojos. Pero hasta los nueve años los menores solo podían llevar un sencillo localizador. Tenía que volver a conectarse con las cámaras de su casa.
—¿Qué eres? ¿Un terrorista?
De repente reconoció aquella voz. La había oído cientos de veces en la prensa digital y en la televisión. Era la voz de su jefe, del gran jefe, del dueño de MindShare Omnicom y de las otras treinta multinacionales que integraban su grupo empresarial, uno de los doce conglomerados empresariales del mundo.
—Señor… —dijo—. Usted me conoce. Trabajo para usted. Me llamo Esteban Maldonado. Soy director ejecutivo de cuentas en M.O.
—¿Y qué coño quieres? ¿Que te suba el sueldo? ¿La igualdad para todos? ¿Sabes que hay otros nueve mil millones de auténticos pobres más allá de las fronteras? ¿También quieres la igualdad para ellos? Eso es insostenible.
—Señor, ahora debo marcharme. Es urgente.
—¿Y a mí qué me cuentas? Tú eres el que ha venido aquí a secuestrarme. ¿Qué quieres? ¿Que vuelva la democracia? ¿Que de nuevo los Estados intervengan? ¡Eso se llama comunismo!
Por un momento se hizo el silencio. Esteban se había vuelto a conectar a la cámara de su salón y había visto su propia casa invadida de agentes de policía y personal sanitario.
—No, señor, los gobiernos están bien como están. Por mí como si los suprimen del todo. Usted no lo entiende…
Hombres uniformados con las caras cubiertas subían y bajaban las escaleras. En medio del caos pudo distinguir a Susana. La llamó.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—¿Que qué ha pasado? —se oyó al otro lado de la puerta—. Que has matado a mi perra, hijo de puta.
—Susana, ¿qué ha pasado? No recuerdo nada —insistió—. No sé qué he hecho. ¿Los niños están bien?
—Dicen que ha sido un virus, un virus espía que atacaba los chips —respondió ella al fin—. Dicen que ya está solucionado…
Las luces del cuarto de baño parpadearon, antes de apagarse por completo. Durante unos segundos todo permaneció a oscuras. Se dejaron de oír una multitud de tenues zumbidos a los que debían de estar del todo acostumbrados. La cámara de su propio salón también se apagó. Era como si la ciudad entera se hubiera detenido. Solicitó a Susana conectarse directamente con ella. Cuando le dio su confirmación continuó sin ver más que oscuridad a través de sus ojos; sin embargo, pudo escuchar gritos y una confusión ahogada a través de sus oídos. Luego regresó la luz.
No fueron más que unos instantes, pero después de que la casa se hubiera encendido pudo oírse con claridad cómo la puerta del baño emitía un crujido. El mecanismo de cierre parecía haberse desactivado. Solo un sonido, breve y revelador. Ninguno de los dos hombres a uno y otro lado de la puerta dijo nada, como si la nueva circunstancia los hubiera paralizado.
Era como si todo se hubiese reiniciado. Todos los rincones de la habitación volvían a refulgir y Esteban se sentía recién aparecido en medio de una película de terror.
Un virus espía, ¿desde cuándo estaría funcionando dentro de sus cabezas? ¿Y qué lo había hecho delatarse y comportarse así en ese momento?
Trató de buscar con la mirada el cuchillo con el que había descuartizado a la bóxer, pero no lo vio por ninguna parte. Le pareció percibir unos pasos lentos detrás de la puerta. Quizá debería levantarse y probar a hundir sus manos bajo el amasijo de los intestinos, o en las pozas de sangre, para hacerse con aquel dichoso cuchillo cuanto antes. Nadie podría cuestionarlo, era para su propia defensa. Si bien, después de haber protagonizado un allanamiento de morada con uso de violencia.
Permaneció sentado. En realidad, no había sido él. Había sido el virus. Él no recordaba nada ni tampoco había sido dueño de sus actos. Aquello debía ser motivo más que suficiente para una eximente completa. Además, parecía que estaba ocurriendo por toda la ciudad. Era un incidente generalizado. Aunque ya estaba bajo control, decían que todo estaba solucionado. ¿Quién lo decía? ¿Cómo podían saber si era cierto? Se imaginó a Salvatierra defendiendo la teoría de que el virus seguía latente dentro de todos ellos, de que todo era una cortina de humo, que no lo habían eliminado ni lo eliminarían nunca. Sus ideas de siempre. Siempre había sido un paranoico. Aunque, pensándolo mejor, era a él a quien se le estaban ocurriendo todas aquellas posibilidades. Allí no estaba Salvatierra, estaba él solo.
¿Solo? ¿Cómo podía tener la certeza de que no había alguien en ese momento mirando a través de sus ojos, sin su permiso? Ni siquiera podía estar seguro de hasta cuándo volvería a tener el control sobre sus actos. Sin embargo, nada de aquello importaba ahora. Tenía cuestiones mucho más apremiantes que resolver. Miró de nuevo a través de los ojos de Susana. Y, justo cuando la imagen de la planta de arriba de su casa se desplegaba ante sus ojos, la puerta del baño se abrió de un golpe y el dueño de la mansión se abalanzó sobre él.
Blandía en sus manos un bastón con una punta metálica desenfundada en uno de los extremos. Antes de que pudiera reaccionar se le echó encima, y apenas logró oponer resistencia agarrándolo por los brazos. Enseguida supo que aquel anciano tenía tanta o más fuerza que él mismo. El anciano, su jefe, el dueño de su vida, intentaba hundirle el largo estilete en el ojo. Cada vez acortaba más centímetros de distancia. Pero en ese instante Esteban estaba viendo también una camilla con un cuerpo cubierto por entero salir del dormitorio de su hija.
—¿Qué pasa? ¿Están bien? ¿Están bien? —Lloró.
El anciano bufó por el esfuerzo. Sentía su aliento añejo y cansado rozarle la cara. Enardecido por la desesperación y por la impotencia, consiguió desviar poco a poco la dirección del punzón, hasta que, cuando se deshizo el forcejeo, se acabó introduciendo varios centímetros en el muslo de su pierna derecha. El grito de dolor le llegó también a Susana, quien le respondió igualmente entre sollozos.
—Cariño, están bien. Es la niñera.
La siguiente imagen que vio fue la de su hija Su, con el pijama, las comisuras de la boca y las mejillas empapados de sangre, y custodiada por dos policías. Se arrancó la cuchilla de la pierna y lanzó al aire un bastonazo que derribó a un lado al viejo multimillonario. Luego, volvió a asestarle otros dos golpes, uno en el cuello y otro en la cabeza.
Consiguió salir de allí arrastrándose por el suelo, sintiendo la fría sangre del perro bañar la herida caliente de su pierna. No necesitaría revisar nunca las grabaciones de aquellos minutos para poder recordar con precisión los azulejos y cada detalle de aquel cuarto de baño. Todavía renqueando, entró en una amplia sala con ventanales de maderas nobles y vidrieras, y trató de incorporarse. En efecto, la policía había llegado y había tomado el recinto de la propiedad. Pero la casa no los había dejado entrar.
—La llevan al hospital —le llegó la voz de Susana desde lejos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, mientras abría las puertas de la vivienda.
—Sí. Dicen que tienen que revisarle el chip… ¿No decían que a los niños tan pequeños no les insertaban microchip?