IV
Se sentía muy cansado, pero no tenía ganas de dormir. Hasta entonces no había tenido ocasión de inspeccionar las ruinas, y pensó que no estaría mal contemplarlas a la luz de la luna.
Ascendiendo por encima de tejados y árboles, voló hasta la ciudad muerta. Durante unos instantes colgó del cielo como terciopelo oscuro, una leve brisa murmuró a su alrededor y oyó el lejano rumor de los grillos y del mar.
Sol City, capital del legendario Primer Imperio, había sido enorme. Se había extendido sobre más de cincuenta mil kilómetros cuadrados cuando era el alegre y perverso corazón de la civilización humana y se henchía con la sangre vital de las estrellas. Y, sin embargo, los hombres que la habían construido fueron hombres de gusto, y habían contratado verdaderos genios para que crearan para ellos. La ciudad no era una colección de edificios; era un conjunto equilibrado, que irradiaba desde los altos picos del Palacio central, a través de columnatas y parques y surtidores, que adornaban los palacetes de los gobernantes. A pesar de su monstruoso tamaño, había sido una hermosa ciudad, un encaje de metal bruñido y piedra blanca, negra y roja, de plástico de vivos colores, música y luz... en todas partes luz.
Bombardeada desde el espacio; saqueada una y otra vez por las hordas de bárbaros que hormigueaban como gusanos a través de los huesos del asesinado Imperio; sacudida por el lento agrietamiento de la corteza terrestre; excavada por centenares de generaciones de arqueólogos, buscadores de tesoros y simples curiosos; convertida en un montón de metal y de piedra por los ignorantes campesinos que finalmente se agruparon a su alrededor..., seguía conservando un halo de belleza que era como un sueño recordado a medias. Un sueño que la raza había tenido en otro tiempo.
Y ahora estamos despertando.
Jorun se movió silenciosamente entre las ruinas. Los árboles crecían entre bloques caídos bañados por la luz de la luna; el mármol era muy blanco contra el fondo de oscuridad. De cuando en cuando, se hacía visible el perfil de una casa; una casa donde un noble había recibido a sus amigos, donde personas cuya carne ya era polvo habían dormido, y se habían amado, y se habían asomado a las ventanas para contemplar en silencio el ruidoso espectáculo de la ciudad; donde los esclavos habían vivido, y trabajado, y a veces llorado; donde los chiquillos se habían entregado a sus juegos. ¡Oh! Había sido una época dura y cruel; su desaparición estaba justificada, pero había vivido. Como expresión de todo lo que era noble, y espléndido, y malvado, y simplemente ávido en la raza.
Un gato trepó a una de las paredes y se deslizó silenciosamente por ella, cazando. Jorun se estremeció ligeramente y voló hacia el centro de la ciudad, al palacio imperial. Una lechuza siseó en alguna parte, y un murciélago se apartó de su camino como una pequeña alma en pena ennegrecida por el fuego del infierno. Jorun no levantó una pantalla contra el viento: dejó que el aire soplara a su alrededor, el aire de la Tierra.
El palacio estaba casi completamente derruido; un montón de piedras y de huesos descarnados de metal «eterno» enmohecido por el viento, las lluvias y las heladas de innumerables siglos; pero en otra época había sido gigantesco. En la actualidad los hombres no solían construir edificios tan enormes: no los necesitaban. Y todo el espíritu humano habla cambiado, haciéndose más abstracto, encontrando sus tesoros dentro de sí mismo. Pero había habido un esplendor elemental en el hombre primitivo y en las obras que realizó para desafiar al cielo.
Una de las torres seguía en pie: blanca bajo las estrellas, irguiéndose en una filigrana de columnas y arcos increíblemente esbeltos, como si estuvieran construidos con rayos de luna. Jorun se posó en la rota balaustrada superior, una forma apenas visible encima de la fantasía en blanco y negro de las ruinas. Un halcón emprendió el vuelo desde su nido, luego hubo silencio.
No... un momento... otro aullido, resonando desde el cielo, una sombra negra a través del rostro de la luna.
«¡Ha-ah!»
Jorun reconoció el alegre grito del joven Cluthe, volando por el espacio como un demonio sobre un mango de escoba, y frunció el ceño, disgustado. En aquellos momentos no deseaba ser molestado.
Bueno, tenían tanto derecho como él a venir aquí. Reprimió su emoción, e incluso compuso una sonrisa. Después de todo, le hubiera gustado sentirse alegre y despreocupado de cuando en cuando, pero le resultaba imposible. Jorun no era mucho más viejo que Cluthe —unos cuantos siglos, a lo sumo—, pero procedía de una familia melancólica; había nacido viejo.
Otra forma perseguía a la primera, cuando estuvieron más cerca, Jorun reconoció la esbelta silueta de Taliuvenna. Aquella pareja había sido destinada a uno de los distritos africanos, pero...
Notaron su presencia y descendieron hasta la balaustrada.
—¿Cómo estás? —preguntó Cluthe. Su delgado rostro reía a la luz de la luna—. ¡Oh! ¡Vaya un vuelo!
—Estoy bien —dijo Jorun—. ¿Habéis terminado con vuestro sector?
—Sí. Decidimos darnos una vuelta por aquí. Era nuestra última oportunidad de echarle una ojeada a todo esto.
Taliuvenna frunció los labios mientras contemplaba las ruinas. Procedía de Yunith, uno de los pocos planetas donde todavía se edificaban ciudades.
—Pensé que sería más grande —dijo, en tono decepcionado.
—Bueno, no hay que olvidar que construyeron esto hace más de cincuenta mil años —dijo Cluthe—. Para aquella época, no está mal.
—Quedan excelentes muestras de arte —dijo Jorun—. Piezas que por uno u otro motivo no salieron de aquí. Pero tendréis que buscarlas, si queréis verlas.
—He visto ya un montón de ellas, en museos —dijo Taliuvenna—. No están mal.
—Vamos, Tally —gritó Cluthe, tocando a su compañero en el hombro y emprendiendo el vuelo.
Taliuvenna salió disparado detrás de él, riendo. Revolotearon por encima de las ruinas, y sus gritos despertaron un clamor de ecos.
Jorun suspiró.
Será mejor que vaya a acostarme, pensó. Es muy tarde.
La nave espacial era una columna de acero erguida contra un cielo gris. De cuando en cuando una fina llovizna la convertía en una sombra borrosa; luego, dejaba de llover y los flancos de la nave relucían como si acabaran de bruñirlos. Las nubes se deslizaban por el firmamento como jirones de humo, y el viento gemía entre los árboles.
La hilera de terrestres que penetraba lentamente en la nave parecía interminable. Un par de miembros de la tripulación volaba encima de ellos, tendiendo un escudo protector contra la lluvia. Avanzaban en silencio, empujando carritos de mano que contenían sus modestas pertenencias. Jorun les contemplaba, un rostro detrás de otro... ennegrecidos y curtidos por el sol de la Tierra y los vientos de la Tierra, las manos todavía manchadas con el barro de la Tierra.
Bueno, pensó Jorun, ya están en marcha. No se muestran tan emocionados como había creído. Me pregunto si realmente les importa.
Pasó Julith, acompañada de sus padres. La niña le vio y se apartó de la hilera para saludarle.
—Adiós, buen señor —dijo. Alzando la mirada, le mostró un rostro pequeño y serio—. ¿Volveré a verte?
—Sí —mintió Jorun—. Procuraré hacerte alguna visita.
—¡No lo olvides, por favor! Dentro de unos años, tal vez, cuando puedas.
Será tarea de muchas generaciones levantar a una gente como ésta a nuestro nivel. Dentro de unos años —para mí— Julith reposará en su tumba.
—Estoy seguro de que serás muy feliz —dijo.
Julith tragó saliva.
—Sí —murmuró, en voz tan baja que Jorun apenas pudo oírla—. Sí, sé que seré feliz.
Dio media vuelta y echó a correr hacia su madre. Las gotas de lluvia brillaron en sus cabellos.
Zarek se acercó a Jorun.
—Me efectuado un recorrido de última hora por toda la zona —dijo—. No he detectado ninguna señal de vida humana. De modo que todos van a marcharse, excepto tu viejo.
—Bien —dijo Jorun en tono inexpresivo.
—Me gustaría que pudieras hacer algo por él.
—También a mí me gustaría.
Zorek volvió a alejarse.
Un hombre y una mujer, jóvenes, cogidos de la mano, se apartaron un poco de la hilera. Un tripulante planeó encima de ellos.
—Será mejor que regreséis a la fila —les advirtió—. Vais a quedar empapados por la lluvia.
—Eso es lo que queremos —dijo el joven.
El tripulante se encogió de hombros y se alejó. Al cabo de un rato, la pareja regresó a la fila.
La cola de la procesión pasó por delante de Jorun y la nave se la tragó rápidamente. La lluvia caía ahora con más intensidad, rebotando contra su escudo protector como lanzas de plata. Hacia poniente parpadeaban los relámpagos, y Jorun oyó el lejano rumor del trueno.
Kormt se acercó a él, andando lentamente. La lluvia empapaba sus ropas y sus largos cabellos grises. Sus zuecos de madera producían un sonido húmedo en el barro. Jorun extendió el escudo protector para cubrirle.
—Espero que habrás cambiado de idea —dijo el fulkhisiano.
—No, no he cambiado de idea —respondió Kormt—. He querido mantenerme alejado hasta que todo el mundo estuviera a bordo. No me gustan las despedidas.
—No sabes lo que dices —insistió Jorun por ¿milésima...? vez—. Es una locura quedarse aquí... solo.
—Ya te he dicho que no me gustan las despedidas —repitió Kormt, bruscamente.
—Voy a avisar al capitán de la nave —dijo Jorun—. Dispones de media hora antes de que despegue. Nadie se reirá de ti si cambias de idea.
—No cambiaré —Kormt sonrió sin alegría—. Tu pueblo es el futuro, supongo. ¿Por qué no puedes dejar al pasado solo? Yo soy el pasado. —Miró hacia las lejanas colinas, ocultas por la intensa lluvia—. Me gusta todo esto, galáctico.
—Bien. Entonces... —Jorun extendió su mano, en el arcaico gesto de la Tierra—. Adiós.
—Adiós.
Kormt estrechó la mano del fulkhisiano sin la menor emoción. Luego dio media vuelta y echó a andar hacia el pueblo. Jorun le contempló hasta que se perdió de vista.
El técnico se detuvo en la portezuela de la nave y se volvió a mirar el paisaje gris y el pueblo, de cuyas chimeneas no salía ningún humo. Adiós, madre mía, pensó. Y luego, sorprendiéndose a sí mismo: Tal vez Kormt está haciendo lo que debe, después de todo.
Al atardecer, las nubes se dispersaron y el cielo adquirió un hermoso color azul pálido, como si acabaran de lavarlo. La hierba y las hojas de los árboles relucían. Kormt salió de la casa para contemplar la puesta de sol. El espectáculo era magnífico, todo llamas y oro. Una verdadera lástima que la pequeña Julith no estuviera allí para verlo; siempre le habían gustado las puestas de sol. Pero Julith estaba ahora tan lejos, que si le enviaba un grito que viajara a la velocidad de la luz, cuando él oyera el grito Julith ya estaría muerta.
Llenó su pipa de tabaco, la encendió y aspiró una profunda bocanada de humo. Con las manos en los bolsillos, vagabundeó por las mojadas calles. El sonido de sus zuecos resultaba inesperadamente intenso.
Bueno, hijo, pensó, ahora tienes todo un mundo para ti, tal como querías. Eres el hombre más rico que ha existido nunca.
Mantenerse vivo no sería problema. En el pueblo había almacenada suficiente comida de todas clases para alimentar a un centenar de hombres durante los diez o veinte años que le quedaban de vida. Pero Kormt quería estar ocupado. Cuidaría de la granja, del ganado, repararía los desperfectos, limpiaría... Un hombre tiene que mantenerse ocupado.
Llegó al final de la calle y se adentró por un camino que ascendía por la ladera de una colina. El crepúsculo se espesaba sobre los campos, el mar era una lejana cinta metálica y unas cuantas estrellas empezaban a parpadear en el cielo.
Soplaba una leve brisa que murmuraba a través de las copas de los árboles. Todo estaba en calma.
En la cumbre de la colina se erguía la capilla, un pequeño edificio de piedra. Kormt cruzó la verja que conducía al cementerio, situado en la parte trasera. Allí, en aquellas tumbas, reposaban miles de años de hombres y mujeres que habían vivido, trabajado, amado, llorado, reído... y muerto. Alguien había depositado un ramo de flores sobre una tumba aquella misma mañana. Al día siguiente, las flores se habrían marchitado y el viento esparciría sus restos por el campo santo. Tendría que cuidarlo, también. Esto le ayudaría a pasar el tiempo.
Encontró el panteón familiar y se detuvo ante él, con las piernas abiertas y los puños en las caderas, fumando y contemplando las lápidas de los que reposaban en la tierra. Su padre, su madre... Alargó la mano y sus dedos rozaron suavemente la lápida de su esposa. Muchos de sus hijos estaban aquí, también; a veces le resultaba difícil creer que el robusto Gerlaug, y el sonriente Stamm, y la tímida y suave Huwan habían muerto. Sí, había sobrevivido a demasiada gente.
Tenía que quedarme, pensó. Este es mi mundo, pertenezco a él y no podía marcharme. Alguien tenía que quedarse a cuidar todo esto, aunque sea por poco tiempo. Puedo dedicarle diez años más, antes de que llegue el bosque y se apodere de ello.
Las sombras se espesaban a su alrededor. Más allá de la colina, los árboles se erguían como una muralla. En un momento determinado, Kormt se sobresaltó. Le había parecido oír llorar a un niño. No, era un pájaro. Se reprochó a sí mismo los absurdos latidos de su corazón.
Este es un lugar muy triste, pensó. Será mejor que regrese a casa.
Salió lentamente del campo santo y empezó a descender la colina. Las estrellas brillaban ahora por miríadas. Kormt levantó los ojos al cielo y pensó que nunca había visto brillar tanto las estrellas. Demasiado brillantes; aquello no le gustó.
Marchaos, estrellas, pensó. Os habéis llevado a mi pueblo, pero yo me he quedado aquí. Este es mi mundo.
Se inclinó para tocar la tierra, pero la hierba estaba fría y húmeda bajo su palma.
La grava del camino resonaba fuertemente a su paso, y el viento seguía murmurando, pero no se oía ningún otro sonido. Ni una voz que gritara. Ni un motor que funcionara. Ni un perro que ladrara. No, Kormt no había creído que todo quedara tan silencioso.
Y oscuro, no brillaba ninguna luz. Tendría que encender también los faroles de las calles... Resultaba muy poco divertido no poder ver el pueblo desde allí, no poder ver nada, excepto las estrellas. Tenía que haberse traído una linterna, pero era viejo y desmemoriado, y ahora no había nadie que pudiera recordárselo. Y a su muerte no habría nadie que plegara sus manos sobre su pecho, nadie que cerrara sus ojos y le depositara en la tierra. Y los bosques irían invadiéndole todo y los animales salvajes roerían sus huesos.
Las estrellas brillaban y brillaban encima de él. Alzando la mirada, contra su voluntad, Kormt las vio brillar, silenciosas, y tranquilas. ¡Cuán lejanas estaban! La luz que veía había abandonado su punto de partida mucho antes de que él naciera.
Se detuvo, conteniendo la respiración. «¡No!», susurró.
Este era su mundo. Esta era la Tierra, el hogar del hombre, pertenecía a ella y ella le pertenecía a él. ¡La Tierra no podía quedarse sola!
El último hombre vivo. El último hombre en todo el mundo.
Kormt profirió un grito y echó a correr. Sus zuecos resonaron fuertemente sobre la grava del camino, pero el sonido no tardó en quedar tragado por el silencio. Kormt se cubrió el rostro contra el implacable brillo de las estrellas. Pero no había ningún lugar adonde ir, ningún lugar.