I

Clark se quedó mirando con fijeza. Su boca se entreabrió una pizca; los ojos se le desorbitaron de súbita incredulidad.

—Esa cosa... —murmuró.

La sombra se apartó del umbral y vino hacia ellos. No era tan alta como un hombre y ahora Clark vio tres piernas de apariencia rígidas caminando con una gracia que hubiera creído imposible. En lo alto del trípode de piernas había un esferoide oblongo de unos setenta y cinco centímetros de diámetro; y en torno a su perímetro, en un plano horizontal, se veían seis flagelos flexibles que se movían continuamente mientras la «cosa» caminaba.

Clark tuvo una visión momentánea de los vehículos marcianos descritos por H. G. Wells en «La guerra de los mundos»

—Este es Hain Egoth —dijo George cuando la figura llegó a ellos—. Es el piloto del navío, piloto y único tripulante. Todas sus comunicaciones, Clark, referentes al navío y a su contenido tendrán efecto a través de él...

—Pero es que es...

—Sí, es de metal... un robot, fabricado por un pueblo que ya no existe. Me enseñó fotos de sus fabricantes, pero no eran mejores en aspecto que el que tiene él...

Clark miró al robot fijamente y con una incómoda sensación de que debía decir algo, embarazado por su falta de habilidad para recordar que aquello era sólo una masa de metal con respuestas preinculcadas. Pero George trataba a la máquina como si fuese una criatura amiga y Clark se sintió obligado a seguir la conducta de su jefe.

—Este es el doctor Clark Jackson, uno de los más destacados científicos de mi pueblo —dijo George.

La esferoide se volvió ligeramente y Clark sintió cómo se enfocaban sobre él las diminutas rendijas de luz de su superficie superior. Una voz musical habló en perfecto inglés.

—El pueblo de Alcardia le da la bienvenida, doctor Clark Jackson; será un placer trabajar con usted.

—Muchas gracias —respondió Clark—. No se me ha hablado de Alcardia, ni del motivo de la venida de su navío. Todavía he de enterarme de esas cosas.

—Nuestra visita es preliminar —dijo George—. principalmente para demostrar al doctor Jackson que es usted un verdadero visitante de otro sistema estelar. No será necesario que le dé la información básica; yo mismo se la trasladaré después de que nos vayamos.

—Pero sería mucho mejor que lo hiciese —dijo Hain Egoth—. Permítame, si no tiene inconveniente.

Las dos parejas de rusos y suecos siguieron de cerca a Clark y George, quienes fueron hacia el robot montando la verde rampa que conduela a la portezuela de entrada. La abertura era demasiado baja para los terrestres y tuvieron que agacharse para cruzarla. Clark se detuvo un momento para pasar el dedo sobre la lisa y fría superficie metálica. La carrocería del navío tenía más de sesenta centímetros de grosor; supuso que estaba hecha de múltiples capas, con espacio vacío entre ellas. El metal estaba sin pintar y no mostraba rastro de corrosión. Su aspecto mate indicaba una posible y compleja aleación de acero o quizás una combinación de metales jamás explorados por los terrestres.

Clark sintió como si alguna porción de su conciencia quedase estupefacta por el impacto de la realidad del navío. Quería ir despacio y tomarse tiempo para contemplar los detalles, pero el robot les apremió.

—Por aquí, si tienen la bondad —dijo Hain Egoth.

Era difícil creer que no seguían a un guía vivo. George evidentemente cesó de revelarse contra el pensamiento del robot como ser inteligente, vivo. Clark supuso entonces, que era más fácil tratar al robot de esa manera que buscar una etiqueta apropiada que contrastase a las máquinas pensantes diferenciándolas de los seres humanos.

Hain Egoth cruzó un estrecho corredor hasta llegar a una cámara central de unos siete metros de diámetro. Estaba llena de paneles y bancadas de tuberías en forma de espiral con símbolos nada familiares. Clark le dijo que aquella era la sala de máquinas.

El robot se lo confirmó.

—La fuerza primaria es atómica —dijo—, en cierto modo más adelantada que los descubrimientos de ustedes. El proceso de transformación de la energía, es algo enteramente nuevo para su raza, sin embargo, está basado totalmente en el fenómeno de los campos. Ya conocerán más tarde todos los detalles concernientes.

Mientras los ojos de Clark escrutaban la cámara, toda su esperanza cínica de desencanto voló de su cuerpo. Experimentaba por sí mismo la abrumadora verdad de que el navío venía de las estrellas, que era el producto de una cultura, quizás de muchos miles de años por delante de la Tierra. ¿Pero por qué había venido? ¿Qué pasó a aquella cultura lejana?

Se volvió para mirar a los que le iban detrás y retrocedió con sorpresa al contemplar sus rostros. Los científicos miraban en su torno con una expresión que sólo tenía un nombre: codicia. Casi literalmente, pensó Jackson, se estaban relamiendo en deliciosa anticipación de asimilar aquello que les había caído en las manos. Se preguntó si su propio rostro traicionaba tal avaricia.

Pero fueron los rostros de los militares lo que le hicieron retener el aliento con súbito miedo. Incluso el coronel sueco —pero más particularmente el ruso— estaban junto a sus compañeros los científicos con los rostros retraídos, ásperos, trascendiendo una sola emoción: la posesión.

Como si hubiesen hablado en voz alta, Clark comprendió los pensamientos de cada cual: que estaban decididos a poseer para sí mismos y a solas las cosas que miraban en aquel momento.

Luego se fijó en George y casi sintió náuseas. El rostro de su asociado parecía o accedía casi a la expresión de los demás, demostrando ciega determinación de poseer.

Clark hizo un esfuerzo para hablar con Hain Egoth.

—Esto es prueba de una maravillosa ciencia mucho más allá y adelantada de la nuestra; espero que tengamos una oportunidad adecuada para aprenderla nosotros mismos.

Estaba cerca del robot. Durante un momento Hain Egoth no respondió, pero Clark tuvo la sensación de que aquellos ojos mecánicos escrutaban su rostro como si en una rápida búsqueda desesperada, tratasen de hallar algo que el robot necesitaba encontrar.

—Tendrá la oportunidad —dijo una voz casi lo bastante baja para impedir que los demás le oyeran.

En el centro de la cámara unas escaleras mecánicas empinadas casi verticales, les condujeron hasta los pisos superiores. Hain Egoth. montó en un peldaño y los otros le siguieron hasta el piso contiguo. Aquí una gran cámara estaba ocupada por armarios idénticos y compartimentos, que no ofrecían idea de su contenido. El robot se detuvo ante ellos e hizo un gesto dramático, mientras descansaban sus ojos particularmente en Clark. O así parecía, según Clark pudo comprobar.

—Esto es por lo que he venido —dijo Hain Egoth—. En esta cámara y en las que hay encima nuestro, están los productos de una civilización de medio millón de años; los traigo como regalo de mi pueblo.

—¿Por qué? —exclamó Clark— ¿Por Qué le enviaron a usted con tal regalo?

—Mi pueblo ya no es capaz de actuar como custodio de lo que ellos crearon y descubrieron; mi pueblo ya no existe.

Las palabras del robot parecieron el lejano sonido de una campana de tonos graves.

—¿Cómo es posible? —preguntó Clark en voz baja.

—No fueron capaces de instalar una relación suficientemente estable entre sí mismos, a pesar de sus grandes conquistas en el universo físico. Ya le explicaré con mayor detalle más tarde.

Se volvió hacia un panel en uno de los armarios más próximos y oprimió un cuadrado pequeño. La tapa del armario se corrió hacia arriba, revelando un oscuro espacio vacío; pero casi de inmediato el vacío se vio reemplazado por un globo pendiente en mitad de la oscuridad, como un planeta visto desde unos cuantos millares de kilómetros en el espacio.

—Mi mundo —dijo Hain Egoth—. Diferente del suyo, la atmósfera es tal, que ustedes no podrían haber sobrevivido allí, considerablemente más cálido por estar más próximo al sol. Pero mi pueblo ha viajado por el mismo sendero que ustedes. Tenían los pensamientos y esperanzas que poseen ustedes ahora. Mediante sus regalos desean trasladar la probabilidad de su viaje hasta el mismísimo fin de ese sendero que ellos seguían.

Oprimió otro control y la esfera se amplió hasta llenar la oscuridad por completo y permitirles ver una porción de su superficie. Era un lugar oscuro y salvaje con agitados mares. Espesas y amazacotadas nubes se extendían por el horizonte, salpicado de fuegos volcánicos en algunos puntos y en otros oculto bajo bosques gigantes, en donde se veían extrañas vidas animales.

—Esto fue el principio —dijo el robot—, antes de que mi pueblo viniera. Ya les he dicho que era muy parecido a la Tierra.

Clark añadió en silencio, quedándose sorprendido ante la perfección de aquella reproducción.

—Y aquí es cuando llegamos a ser los más grandes —dijo Hain Egoth.

Cambió la escena de nuevo. El mundo primitivo dio paso a un paisaje que era como un jardín gigantesco. No parecía que hubiesen grandes ciudades en el suelo, sino macizos de poblados del tamaño de comunidades que existían por doquier.

—El control del clima hizo posible utilizar toda la superficie del planeta.

—Usted está preparado para enseñarnos eso, claro —dijo el coronel ruso con tono casi acusador, como si sospechase que el robot tuviese intención de retener parte del conocimiento.

—Se lo enseñaré. Y ahora... el fin.

Cambió otra vez la escena ante ellos y fue casi como si el principio hubiese retornado. Las multitudes de pueblecitos habían desaparecido, pero de trecho en trecho podían verse débiles ruinas. La jungla obscura se había extendido sobre la tierra, rota por sábanas de desierto amarillo.

Clark experimentó una sensación de horror y el robot pareció detectar su reacción.

—Sí —dijo—, mi pueblo se destruyó a sí mismo. Unos cuantos de los supervivientes que me enviaron, hicieron un esfuerzo final desesperado para mantener el control del mundo en el que sus padres habían vivido, pero no tenían esperanzas de triunfar. Y la carga que enviaron conmigo era su verdadera esperanza de conservar a su civilización del completo aniquilamiento.

—¿Por qué no vinieron con usted? —preguntó Clark—. Seguramente podían haber lanzado otros navíos, también, y después instalar colonias en otros lugares.

—Quizás —contestó el robot—. Habían muchos que eran partidarios de tal plan, pero no lo llevaron a cabo. Era importante para ellos sobrevivir entre su propia clase, en su propio mundo. La supervivencia personal no importaba, si no podía conseguirse de esta manera. En cuanto a venir conmigo, me prepararon para hacer lo que ellos quizá no pudieran nunca realizar. Sabían que yo podía viajar mucho más tiempo que el correspondiente a muchas generaciones suyas y eso ha resultado verdad. Se hizo como desearon. De nada servirá la crítica con arreglo al criterio de ustedes, porque todos han desaparecido; pero quizás, cuando ustedes comprendan todos sus actos e historia, no desearán criticarles.

—¿Podemos verlo todo... aquí en este visor? —dijo Clark.

—Sí. Cada día de la historia de mi pueblo ha quedado registrado. Espero que encuentren que vale la pena mirar con detalle las vidas de los de mi raza y aprender todo cuanto hicieron.

Apagó el visor y lo cerró.

—Basta ya para esta noche —dijo—. A veces olvido que ustedes están sujetos a la fatiga. Creo que la llegada del doctor Jackson completa la organización necesaria, así que podemos proceder con las instrucciones formales, ¿no es verdad, general Demars?

George asintió.

—Un día más para completar nuestros acuerdos y podremos empezar.

Clark sintió en cierto modo el ridículo impulso de estrechar la mano a Hain Egoth, mientras daba media vuelta dirigiéndose a la entrada del navío y volvían a través de la sombría caverna del hangar. El y George dejaron a sus compañeros en el despacho y se fueron juntos hasta un coche.

—Le he preparado habitaciones en mi hotel —dijo George—. Le llevaré hasta allí. Sé que desea dormir un poco, pero es que hay unas cuantas cosas que quiero decirle. Necesita usted hacerse cargo por completo de la situación lo antes posible.

Había dejado de llover y la luna plateada lucía sobre la carretera mientras se alejaban de la base.

—Es inútil revelarse contra la estupidez, de aquellos que fueron responsables de entregar esa cosa a las Naciones Unidas —dijo George—. Usted se formó una imagen a la que tenemos que enfrentarnos por culpa de tal torpeza. El contenido del navío trasciende a seguridad militar para casi una eternidad de tiempo, utilizándola uno de cada cien que pongan primero sus manos en todos estos inventos... y la exclusión de todas las demás.

—Me parece como si nadie fuese a entrar en posesión de esos tesoros en exclusiva, bajo las presentes circunstancias.

—Esa apariencia es enteramente engañosa. Cada uno de nosotros de los que tomamos parte en la investigación de la nace tiene el encargo de obtener los datos, primero que nadie, y utilizar cada medio posible para contener al grupo de la oposición e impedirle que se apodere de estos datos trascendentales. Ellos lo hacen... y nosotros lo haremos también sea como sea, con engaños y falsedades. Tratarán de apoderarse o de destruir, claro, los datos importantes que corran peligro de caer en nuestras manos después de que ellos los hayan absorbido primero.

—¿Y haremos nosotros lo mismo?

—Exactamente —contestó George—, no hay alternativa.

—¿No hay una? —dijo Clark lentamente— ¿No hay una tercera alternativa en la que todas las naciones posean el mismo conocimiento y lo utilicen para propósitos no militares?

George soltó una risa de burlona desesperación.

—Sigo olvidando —dijo—, que es duro para el ciudadano medio que no conoce al día las circunstancias mundiales, que reconozca las realidades del mundo en el que vivimos. Para los que somos sabedores de la verdadera situación, la respuesta es absolutamente no; su tercera alternativa no existe en el mundo en que usted vive ahora. La primera utilización de los datos alcardianos para un largo tiempo venidero será determinar quién de nosotros representará la raza humana en el futuro que esperamos. Pero la cosa que debe destacar es que la comisión que le ofrezco es de doble utilidad. No basta con analizar la información que Hain Egoth le proporcione; usted debe también asegurarse de que nuestros compañeros no roben informaciones esenciales ante nuestras narices. En compensación usted debe hacer cuanto pueda por impedir que ellos obtengan tantos elementos vitales como sea posible en orden de abortar sus intentos de construir un ejército o unas armas extraídos de los principios alcardianos. Reconozco que esto no es lo que le gustaría a usted; que no queda dentro de la norma de conducta que usted piensa que debería seguirse. ¡Pero ha de aceptar usted la palabra de cuantos conocemos la verdadera situación y considerar que el único modo de hacer las cosas es el que le sugiero yo!

—¿Y si no estoy de acuerdo? —preguntó Clark después de un largo silencio.

—Lo estará. Mire en su interior y verá que no es usted el alocado individuo que muchos de los científicos resultan ser. Aún reconociendo que era ese su sistema de comportarse, sujetará el idealismo a sentido común. Usted lo hizo cuando trabajamos juntos antes; ganó usted muchas batallas importantes para nosotros que valieron por toda la guerra entera. ¡Lo volverá a repetir!