I
La reunión parecía un velatorio; la conversación era tranquila, los rostros de los huéspedes estaban serios. John Carwell pensó que algunos de ellos se arrepentirían de haber ido. Algunos de sus mejores amigos. No se lo reprochaba; no hay nada adecuado que decirle a un hombre en su propio entierro.
Doris había insistido en celebrar la reunión, y estaba luchando denodadamente para crear un ambiente de fiesta. Lo malo es que para ella era una fiesta.
Doris se sentó al piano y sus dedos interpretaron una jubilosa canción primaveral. Los huéspedes estaban sentados a su alrededor, o de pie en pequeños grupos, atentos a su interpretación. Pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, hubiérase dicho que lo que Doris tocaba era una marcha fúnebre.
John se dirigió silenciosamente hacia el balcón que daba al jardín. En la oscuridad, casi chocó con otra figura que estaba de pie, apoyada en la barandilla. En tono de disculpa, gruñó:
—Lo siento, George. No sabía que estabas aquí.
La figura de George McCune, agente de conciertos de John y Doris Carwell, se movió como una sombra bulbosa.
—He salido a llorar un poco —dijo—. Esa música... Cuando pienso que no voy a oírla más se me hace un nudo en la garganta. —Apoyó una mano regordeta en el hombro de John—. He dicho todo lo que tenía que decir: he formulado todas mis objeciones. De modo que ahora sólo me queda felicitarte.
Hizo una breve pausa, pero el comentario que esperaba no llegó.
—Es algo maravilloso lo que estáis haciendo, tú y tu hermana. Algo maravilloso... y la mayor locura de que he oído hablar en una vida que ha sido larga, y compuesta de muchas locuras. ¿Qué podría decir para que te dieras cuenta de lo absurdo... de lo condenadamente absurdo...?
Extendió las manos en un gesto de resignación y las dejó caer sobre sus costados.
—¿Has tratado de hacérselo comprender a ella, John?
El brazo de John rodeó cariñosamente los anchos hombros de George.
—Es inútil que sigamos hablando de eso —dijo—. Comamos, bebamos y seamos felices, ya que mañana Doris y John no serán más que conejillos de Indias.
George resopló violentamente y apartó de su hombro el brazo de John. Miró hacia el horizonte, a través de la ciudad de vida y ruina.
—Planeta 7 —murmuró—. ¡Desarrollos Humanos! Es maravilloso que cojan adultos de inteligencia infantil y conejillos de Indias, y los conviertan en seres humanos y en genios. Pero, ¿qué diablos tiene que ver todo eso con John y Doris Carwell?
»Tú y tu hermana sois ya unos genios. Con vuestra música hacéis feliz a la gente. ¿Existe un genio superior a ése?
»Pero no es la primera vez que esto ocurre. Dime que has cambiado de idea y que vas a hacer que Doris comprenda. Di una sola palabra que pueda hacer feliz a un viejo.
—Salimos mañana, a mediodía —dijo John.
Detrás de ellos, las notas del piano eran como un millar de diminutas campanas. Los dos hombres escucharon, y soñaron en un mundo primaveral, sin carbonizar y rebosante de vida.
—Doris tomó la decisión —dijo John—. Siempre ha decidido por los dos, desde que éramos niños. Ella es mayor; las cosas siempre han salido tal como ella ha dicho. Tal vez ésta saldrá igualmente bien.
»Yo no iría, desde luego, si no fuera por ella; pero soy menos de la mitad de nuestro conjunto musical y no puedo quedarme. Solo, no me conseguirías tres contratos al año.
—¡Escucha, muchacho! —George casi saltó con la repentina inspiración—. Podrías tener a la gente de pie en los pasillos. Lo sé. Te he observado: tienes un fuego que Doris no tendrá nunca. Sus interpretaciones son brillantes... y frías; nunca ha permitido que muestres las cosas que hay dentro de ti.
»Dile que has decidido continuar solo; dile que vas a vivir tu vida y a interpretar tu música a tu gusto. Cuando la hayas convencido, olvídate de los Desarrollos Humanos y sigue adelante por el camino que tú mismo te hayas trazado.
—Conoces perfectamente a Doris. Sabes que no la convencería ni el propio diablo, y yo no soy ningún diablo.
- ¿Qué eres tú? —susurró George con una repentina amargura que les impresionó a los dos. Luego—: Perdona —dijo rápidamente—. No quise decir eso, John. Vamos adentro.
—No, yo me quedó aquí. De todos modos, es el número de Doris.
—¡Siempre el número de Doris! —estalló George—. Pero no estoy dispuesto a darme por vencido. La convenceré yo mismo. Mañana tocarás en el auditorium. ¡Anunciaré en la radio que has recobrado el sentido común!
Se marchó: rechoncho, decidido, ridículo, encantador. Andaba como si no le hubiera dicho un centenar de veces a Doris la locura que representaba abandonar una carrera en la Tierra por los fantásticos experimentos que se estaban llevando a cabo en Venus.
John se apoyó en la barandilla de hierro, contemplando la estrella vespertina que brillaba encima de la ciudad. Al cabo de unos instantes la música se interrumpió y oyó un murmullo de voces. Cerró sus oídos a la discusión que humeaba de nuevo; le ponía enfermo. Iban a marcharse, él y Doris. Él no comprendía por qué; tal vez Doris lo supiera.
En el Planeta 7, del sistema Alpha, estaban tratando de hacer un hombre nuevo debido a que el hombre antiguo había fracasado. El Homo Sapiens había quemado un mundo.
Transcurridos cien años desde entonces, sólo una cuarta parte de la Tierra se había convertido en habitable, y su población no llegaba a los treinta millones. Una sobria, obstinada y aturdida humanidad reconstruyendo entre las ruinas.
Habían hecho muchas cosas durante aquel siglo. Había ciudades; había vuelos espaciales; y las mutaciones habían sido vencidas. Había un solo gobierno coordinado, que unía los esfuerzos de todas las razas y lenguas.
Eran las ruinas las que lo habían hecho, opinaba John. Por ebrio, por engreído y por olvidadizo que fuera el hombre, no podría apartarse de las ruinas. Un millar de años de reconstrucción no las eliminarían.
Pero Doris decía que esto no era suficiente; decía que, con el tiempo, los hombres olvidarían lo que significaban aquellas ruinas, y crearían otras con nuevas guerras.
Tal vez Doris estaba en lo cierto. John pensó que siempre había estado en lo cierto.
De nuevo su pensamiento se fijó en George. ¿Qué eres tú?, había preguntado George. A John le hubiera gustado tener alguna respuesta a aquella pregunta. La había visto antes... en los ojos de los que le miraban cuando estaba junto a Doris.
No podía comprender exactamente por qué tenía que ser formulada la pregunta. No le parecía ilógico que tuviera que encontrar sus respuestas para vivir en la mente más poderosa y más brillante de su hermana. A veces tenía la sensación de que una sobrecarga de energía había fundido sus propios circuitos cerebrales, dejándole los mínimos indispensables y obligándole a vivir tan subordinado como un robot.
Sabía también el momento en que había sucedido: el día que se enteró de que sus padres habían muerto y de que en el mundo no quedaban más que él y Doris. Podía recordar aquel instante como una gran cortina extendida delante de la parte de su mente donde se alojaban la vida, la iniciativa y el entusiasmo.
En aquella época tenía ocho años; Doris tenía dieciséis. A Doris no le había afectado como a él. Ella tenía fuerza suficiente para los dos, y desde entonces había dependido de Doris.
De modo que... irían al Planeta 7.
John no estaba realmente interesado en el asunto. Era impermeable al torrente de argumentos que fluía a su alrededor. Aquello pertenecía a la parte de su mente que había quedado detrás de la cortina hacía muchísimo tiempo. Doris decía que estaba bien; y la mente de John no podía sustentar otra opinión.
Y no pudo contestar a la pregunta de George, porque ignoraba qué otra cosa podía ser.
El murmullo de las conversaciones en el interior de la habitación quedó repentinamente cortado por una voz furiosa. John miró la alta y morena figura de Mel Gordon, junto al piano.
—¡Cállense de una vez! —dijo Mel—. Doris sabe lo que se hace. La mayoría de nosotros no hemos tenido el valor suficiente para pensar en ello: por lo menos, dejemos que Doris haga lo que estime conveniente. ¡Déjenla en paz!
Se apartó del piano con expresión furiosa y se encaminó al balcón. Todos los presentes comprendieron su estallido. Mel Gordon tampoco deseaba que Doris se marchara.
Mel vio a John observando desde las sombras del balcón.
—Siento haber perdido los estribos —dijo.
—Todos nosotros nos sentiríamos un poco mejor si hiciéramos lo mismo —replicó John—. ¿Has recibido algún informe acerca de tu petición?
—Me la han devuelto otra vez. Mel Gordon ni siquiera es suficientemente bueno para conejillo de Indias. ¿Quién sabe lo que sucederá cuando traten de hacer de vosotros un Homo Superior? Conmigo tendrían una posibilidad de conseguirlo; pero Doris es ya lo que ellos tratan de encontrar.
—¿Le has pedido que se quede?
—No tengo derecho a pedirle eso; nadie lo tiene. ¿Cuantos de nosotros sabemos lo que deseamos hacer con nuestras vidas?
Se volvió a mirar hacia la habitación al oír unos sonidos que revelaban que los huéspedes se estaban marchando.
—Creo que he estropeado vuestra reunión. Lo siento mucho, John.
—No has estropeado nada; a ellos no les hacía ni pizca de gracia asistir a este funeral. Y comprenden lo que sientes.
—¡Sí! El bueno de Mel... con la antorcha muy alta. John, cuando lleguéis allí, dile a Doris que he intentado ir, ¿quieres? Dile que lo he intentado.
Cuando los huéspedes se hubieron marchado, se enfrentaron el uno al otro con la ligera turbación que experimentaban siempre que se encontraban solos. Doris volvió a sentarse al piano. Sus dedos juguetearon con una melodía de Brahms.
John pensó que Doris era maravillosa. A los treinta años, tenía algo de la madurez de una madre, y de la pasión del primer amor. Pero Doris no sabía nada del amor ni de la maternidad, ni quería saberlo; vivía en un plano lejano, frío, donde el destino humano era determinado por extraños destellos de razón, y la emoción era desconocida. John no comprendía la existencia de tal lugar; no comprendía la existencia de tal mentalidad.
Sólo sabía que Doris no se equivocaba casi nunca.
Se dio cuenta de que su hermana había dejado de tocar y le estaba mirando. En sus ojos había un brillo que le sorprendió por lo inusitado.
—Tú crees que tenemos que marcharnos, ¿no es cierto, John? —preguntó Doris.
—Desde luego... ya está decidido. No habrás cambiado tú de idea...
—¡No! Pero a veces me gustaría que pudieras comprender cómo siento... sólo un poquito.