II
Había casi un centenar de voluntarios esperando detrás de las verjas del espaciopuerto, cada uno de ellos con un grupo de familiares y amigos que habían ido a despedirles. Algunos de los grupos permanecían en silencio, esperando lo inevitable; otros eran albercas tormentosas, llenas con las lágrimas del último momento.
El cielo, encima del espaciopuerto, aparecía resplandeciente y moteado de nubes, como si la propia Tierra estuviera dirigiendo una última llamada a los emigrantes, incitándoles a pensar en lo que estaban a punto de abandonar. John contempló los pequeños remolinos del viento sobre el campo, y se preguntó si el polvo del Planeta 7 tendría el olor seco y cálido de los viejos senderos olvidados en verano; si podrían imaginarse rostros, caballos y buques en el mar de sus nubes.
Estaba de pie casi en el centro de su grupo. Pensó que incluso el zumbido de las voces humanas era una especie de música. Pero él no volvería a oír aquellas voces... nunca más.
Se apartó de la silenciosa súplica de Mel; de la explosiva furia de George, exigiendo en el último instante que Doris entrara en razón; de los gritos de varios centenares de admiradores.
No le resultó difícil escapar. La atención estaba concentrada en Doris, increíblemente hermosa e impasible ante el hecho de que estaba a punto de abandonar la Tierra y nunca volvería a verla. John sabía que ninguno de los que hablaban se dirigía a él.
Contempló la nave espacial balanceándose ligeramente en su base de lanzamiento, rodeada de grandes tractores pegados como insectos a su masa. Trató de mirar por encima de las cabezas de la multitud, para ver a otros que iban a ser sus compañeros de viaje.
Y entonces captó un sorprendente movimiento de color abriéndose paso entre las islas de humanidad.
Era una muchacha que llevaba un vestido rojo como una llama. Al llegar a la verja se puso de puntillas, agarrándose a las barras de hierro como un chiquillo ávido. John abrió la verja y se colocó al lado de la muchacha.
—Si ha venido usted a despedir a alguien —dijo—, temo que va a resultarle difícil encontrarle entre tanta gente.
—¡Oh, no! —La muchacha le miró—. Soy yo la que va a embarcarse en la nave. ¿Forma usted parte de la expedición, también?
Las ondas de su pelo negro temblaron, y las oscuras pupilas de sus ojos se llenaron de luz.
Si los científicos del Planeta 7 no estaban ciegos, conservarían aquella luz para el futuro. John no había visto nunca nada parecido.
—Sí, formo parte de ella —respondió John.
Contemplaron la enorme nave. Estaba completamente inmóvil, y los mecánicos se afanaban como hormigas en su base. Se abrieron las escotillas.
—¿Cree usted que podremos ayudar? —preguntó John—. ¿Cree usted que dentro de mil años la humanidad será mejor gracias a nosotros?
La muchacha se echó a reír.
—No me preocupa cómo pueda ser la humanidad dentro de mil años; voy a ayudarme a mí misma.
Como si el silencio de John fuera un reproche, la muchacha irguió la cabeza con aire de reto.
—Y, de todos modos, yo soy humanidad. Y a ellos no les importa por qué vamos allí, mientras tengamos las cualidades de un conejillo de Indias.
—No iba a reprochárselo —se apresuró a decir John—. Su actitud es estimulante. Lo que sucede es que se acostumbra a hablar con rostro grave y en tono solemne de las grandes cosas que Desarrollos Humanos está haciendo por el futuro del género humano.
—A nadie relacionado con el asunto le importa en absoluto el futuro del género humano dentro de mil años. Los científicos están interesados porque su trabajo consiste en manejar conejillos de Indias; y finalmente han ideado el más colosal espectáculo de conejillos de Indias que se haya soñado nunca.
»Los demás tenemos nuestros propios motivos. Algunos de nosotros estamos huyendo de algo; otros lo encuentran divertido. Y otros..., bueno, ya lo verá cuando lleguemos allí. No hay nada del noble sacrificio de que hablan los periódicos. Después de todo, nadie ha regresado para contar lo que ocurre allí.
John miró a la muchacha. Se mostraba tan desafiante como una mañana invernal. ¿Estaría en lo cierto? Él sabía que no había nobleza en su partida. Pero, ¿qué decir de los elevados propósitos de Doris?
Doris no tenía que huir de nada. Su mente era lo bastante ágil y aguda como para encerrar a todo el universo, incluida la humanidad de un millar de años más tarde. La peyorativa opinión de la muchacha acerca de sus compañeros de viaje no podía aplicarse a su hermana. Pensó que tenía que procurar que se encontraran a bordo de la nave.
Los empleados del espaciopuerto contuvieron a los amigos y familiares, mientras la ola de emigrantes avanzaba hacia la nave, lentamente, como si en el último momento se resistieran a tomar parte en una expedición que había sido planeada tan cuidadosamente.
John volvió la mirada hacia Doris y notó que la presión de la multitud le separaba de la muchacha del vestido rojo.
—¡La veré a bordo de la nave! —gritó—. Estoy en la sección de la Colonia Alpha.
La muchacha sonrió.
—No voy a verle a usted. Yo voy como Control.
Encontró a Doris cortando sus últimos lazos con la Tierra cuidadosa y desapasionadamente. Palmeó la mejilla de George como si se despidiera de un cariñoso cachorro. Besó a Mel de un modo frío y fraternal. Y luego cogió el brazo de John y le arrastró hacia la nave.
El vehículo espacial olía espantosamente. El olor golpeó a John en la boca del estómago y le hizo detenerse a medio camino de la rampa elevadora. No era el familiar olor a carbón, a aceite o a gasolina, sino el acre picor a ozono del espacio exterior, de los mundos falsificados donde la estancia del hombre era antinatural.
Alzó la mirada hacia el enorme tubo. Había contemplado los brillantes arcos en el cielo nocturno, pero hasta entonces no había visto a una nave de cerca. Miró su propia mano, blanca y delgada, apoyada en la barandilla, y se preguntó qué clase de hombres podían construir naves como aquélla.
—¡No se detengan! —gritó alguien.
John cerró su mente a toda pregunta y se concentró en la rampa de acero que había debajo de sus pies.
En su camarote, John se sentó cuidadosamente en el camastro situado cerca de una gran mirilla. Experimentó una curiosa sensación de entumecimiento, como si el mundo entero fuera algo que sólo tuviera relación con él.
Vio en el Oeste, más allá de la ciudad, el cráter de una milla de anchura lleno de agua, como un tranquilo lago con el sol de la tarde brillando en su superficie. No podía ver la alta valla eléctrica que rodeaba toda la zona, demasiado contaminada para que pudiera ser habitada por el hombre. No sabía cómo, pero tenía la sensación de que le afectaba a él, profundamente.
Debajo de la columna de acero de la nave, el suelo —a casi doscientos pies de distancia— hormigueaba de gente, que se movía de un modo errático y definido al mismo tiempo. Era algo que le estaba sucediendo a él, también.
Y la muchacha, la muchacha del vestido rojo como una llama. Ella le había sucedido a él.
Siempre había sido igual; resultaba espantoso reconocer que durante toda su vida cosas y personas le habían sucedido a él, como si fuera un decorado de un fantástico escenario.
Se puso en pie y trató de descartar aquella sensación. Oyó a Doris, invisible tras la puerta de su camarote contiguo, removiendo maletas, cerrando cajones, con su acostumbrada eficiencia. A Doris no le ocurrían las cosas; era ella quien las moldeaba. El mundo de Doris Carwell era exactamente del modo que ella quería que fuese.
Sin deshacer su equipaje, John hundió las manos en sus bolsillos y salió del camarote. Recorrió los pasillos, sin saber adonde iba, furioso consigo mismo por no saberlo. Bruscamente, se encontró en la antesala principal. El enorme vestíbulo estaba a oscuras y, pensó John, desocupado. Luego distinguió una intensa mancha de color en un rincón alejado.
Era esperar demasiado, pero allí estaba la muchacha que había encontrado en la verja; sentada, con un gato en su regazo. Sus dedos acariciaban suavemente las orejas del animal.
John no hubiera podido decir por qué experimentó tanto placer al verla. Pero su placer quedó disminuido por una repentina sensación de pérdida, cuando recordó sus últimas palabras.
—No esperaba volver a verla tan pronto —dijo John—. ¿Le importa que me una a usted y a...?
- Toby -dijo la muchacha—. Este es Toby, Me han permitido traerlo conmigo. No tendría que estar aquí, pero Toby se escapó cuando lo saqué de su cesta y lo he capturado aquí.
»No creo que tardemos mucho en despegar, ¿verdad?
—No comprendí lo que me dijo usted en la verja —dijo John—. ¿Qué significa ser un Control? Había oído la palabra, pero siempre utilizada como un nombre desagradable.
—Tal vez lo sea. El agente de reclutamiento que extendió mi contrato opinaba de un modo distinto. —Remedó—: «Usted proporcionará al género humano el mismo servicio desinteresado y útil que los demás, incluso los que van destinados a la Colonia Alpha». De todos modos, yo no hubiera venido de no ser como Control.
—¿Qué significa eso?
—Me explicaron que cuando un científico lleva a cabo un experimento, realiza su trabajo con una muestra de material, y deja otra muestra sin tocar a fin de poder compararlas posteriormente y comprobar los cambios que se hayan producido a consecuencia del experimento.
»En el Planeta 7 hay colonias de personas que viven en condiciones absolutamente naturales, a fin de poderlas comparar con los productos de las colonias experimentales».
—No creo que sea necesario establecer colonias especiales de Control en el Planeta 7; bastaría con la propia Tierra.
—Existen demasiados factores fortuitos —económicos y sociales—, que no podrían ser debidamente valorados. Al menos, así me lo dijeron.
—Pero, ¿cómo pueden descartarse esos factores en el sistema Alpha? La tecnología está allí; la gente conserva sus recuerdos, y existen los mismos problemas económicos y sociales.
—En un plano ligeramente distinto —dijo la muchacha—. Cuando uno se pierde en una selva y tiene que buscar su alimento sin más ayuda que la de sus manos, la mayoría de esos factores desaparecen.
John contempló a la muchacha, horrorizado.
—¿Vivir en una selva? ¿Quiere usted decir que ésa será la clase de existencia que llevará usted el resto de su vida? ¿Una existencia primitiva, sin la menor civilización? Acabará con usted, o la convertirá en una salvaje.
—Esa es una de las cosas que los hombres de ciencia tienen interés en descubrir —respondió la muchacha—. Dicen que así empezó la humanidad, y nosotros hemos completado casi del todo un círculo. Quieren comprobar hasta qué punto hubiera evolucionado de no existir los progresos técnicos.
—Pero, eso es horrible... Convertir deliberadamente a las personas en salvajes, para comprobar una teoría...
—Bueno, no se preocupe por mí. ¿Qué es lo que cree que van a hacer con usted, exactamente?
—No lo sé —respondió John con repentina lasitud—. Creo que preferiría no haber oído hablar nunca del Proyecto de Desarrollos Humanos.
—Entonces, será mejor que se dé prisa en apearse de la nave, porque acabo de oír la señal de despegue. Tenemos que meternos en nuestros camarotes y ocupar los camastros de despegue antes de que suene la próxima señal. ¡Vamos, Toby!