III
En el despacho y sala de conferencias, Clark trató de captar la atmósfera existente y, nada más lo hizo, odió todo cuanto acababa de detectar. Había allí un denso y secreto deseo que parecía descansar dentro del mismo material del edificio en sí, y que recargaba el aire con una sensación de retiro, de retraimiento.
En una mesa cerca de la puerta, Clark vio al físico inglés Oglothorpe, enzarzado en una discusión animada con otros miembros de su grupo.
Nada más vio a Clark su rostro de iluminó de placer y se levantó con la mano extendida.
—¡Doctor Jackson! ¡Cuánto me alegro de verle! Esperaba que tuviésemos tiempo de conversar anoche, pero comprendí, claro, lo fatigado que estaba después de su viaje... y cuan impaciente por ver el navío.
Y entonces, mientras Clark estaba estrechando la mano del inglés, se dio cuenta de un extraño fenómeno que hizo que un escalofrío le recorriese la columna vertebral, como si una ráfaga de aire helado hubiese cruzado la estancia.
La luz en el rostro de Oglothorpe se apagó.
Su apretón de manos se hizo flojo y miró nerviosamente por encima de su hombro.
Era como contemplar la muerte de un hombre, pensó Clark.
Siguió la dirección de la mirada del inglés. Se dirigía a la mesa en donde sus cinco compañeros estaban mirando, tres militares y dos científicos de paisano. Sus ojos eran fríos e inmóviles mientras se clavaban en Oglothorpe y en su amigo americano, estimando, esperando, calculando, sospechando y desaprobando.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿verdad? —dijo Oglothorpe, habiendo desaparecido de su voz el entusiasmo—. Desde el año 43, en Monmouth...
Clark asintió.
—Seguí una buena cantidad de sus documentos después. El informe último de la reflexión radioactiva es estupendo.
—Sí... gracias, me alegro de que le gustara —Oglothorpe se agitó inquieto—. Bueno, me temo que tendrá que perdonarme ahora. Estaba discutiendo un asunto con mi grupo y están particularmente impacientes por dejarlo zanjado antes de la reunión. Por lo menos, permítame que presente a mis asociados.
Uno a uno, estrechó la mano del resto del grupo de Oglothorpe. Sus fríos apretones fueron a la vez saludo y despedida.
Cuando hubieron terminado, no quedaba nada para él, sino dar media vuelta y marcharse.
Miró de reojo a los otros grupos apiñados en torno a sus mesas.
Los suecos estaban juntos, con los italianos, los franceses, los rusos.
En ningún lugar nadie cruzaba la barrera para dirigirse a un grupo que no fuera el suyo; nadie le tendió una invitación para que se uniese con ellos, nadie se adelantó a saludarle.
Se sentó en una mesa vacía y miró en su torno.
¿Qué les había pasado?, pensó era el miedo a sus guardianes militares lo que les hacía actuar como zombies.
Hubiese querido conseguir la dirección de Oglothorpe antes de separarse hoy y ver a su colega en privado, para que pudiesen los dos actuar de nuevo como seres humanos.
Sus sombríos pensamientos fueron interrumpidos por la entrada del general Damars. George miró por la sala y frunció el ceño enojado al ver a Clark, pero elaboró una cordial sonrisa al acercarse al científico.
—Es usted un pájaro madrugador —dijo—. Pensé que no se levantaría hasta media tarde.
—Uno requiere menos sueño cuando se acerca a la vejez —contestó Clark.
—Entonces supongo que deberíamos conservar nuestras diez horas mientras podamos —dijo George. Miró su reloj—. Es casi la hora de nuestra reunión. Yo tenía particularmente impaciencia porque se sentase en ésta, con el fin de conseguir una imagen total de nuestra situación, también enterarse escuetamente de las normas de conducta que hemos hallado necesarias de adoptar. Sin embargo, quiero que conozca a los otros miembros de nuestro propio subcomité ahora mismo; están afuera, en el despacho.
Clark siguió a George y fue presentado al doctor Alvin Barker, químico, y al Dr. John Paris, matemático. Conocía a ambos hombres por su reputación. También fue presentado a sus contrapartidas militares, comandante Benson, de la Marina, y teniente general Stagg, de la Fuerza Aérea. Mientras les estrechaba las manos, notó que los militares le miraban con la misma expresión de recelo, evidenciada por los compañeros de Oglothorpe. ¿Habían llegado al punto de sospechar uno de otro?, se preguntó casi frenéticamente.
George Demars les apremiaba ahora para que fuesen a ocupar las mesas de la conferencia.
—Es la hora convenida —dijo—. Nuestra orden del día está muy cargada, y tendremos que sudar algo si queremos tratar todos los asuntos y comenzar el trabajo mañana.
Los americanos se sentaron en la mesa donde Clark había estado solo unos pocos minutos antes. George ocupó su estrado en una mesa vacía cerca de la puerta y se colocó delante un micrófono perteneciente al sistema de amplificación de la habitación. Hubo un arrastrar de sillas mientras los que estaban antes enfrentándose uno a otro se volvieron hacia él.
—Como secretario provisional del comité investigador, anuncio que se abre la sesión —dijo.
Clark se preguntó cómo iban a arreglar la cuestión del idioma. No se veía prueba alguna de sistemas de traducción simultánea al uso. Sólo más tarde se enteró, que después de muchas discusiones preliminares los miembros del comité aceptaron colocar en su delegación a un miembro científico que conversase en inglés y actuase de intérprete. Esto, acoplado con una orden del día impresa en el lenguaje de cada grupo zanjó la mayor parte de las dificultades idiomáticas.
—Punto primero —dijo George—, se trata del informe en relación de los subcomités nombrados por cada nación participante. He de informar que la delegación americana, queda ahora completa con el nombramiento del Dr. Clark Jackson como presidente del subcomité. Según lo dispuesto, esto completa todos los subcomités. ¿Hay alguna objeción? ¿Existe alguna delegación que informe que no está completa?
Miró a los asistentes, mientras se produjo una rápida consulta mutua en una gran cantidad de idiomas.
—Aprobado, pues el punto primero —anunció—. El punto número dos presenta la cuestión de un sistema distributivo. Se acordó en las sesiones preliminares que toda información contenida en la espacionave se proporcionaría sin ningún prejuicio a todos los grupos de naciones representados. Nuestro debate cerró la última sesión con la mecánica de asegurar que ésta es una cuestión abierta.
»Se acordó que todas las veces la mínima unidad de un subcomité sería considerado por un miembro científico y uno militar. Se acordó que en ningún momento se admitiría dentro del navío a un grupo que consistiese en menos de una unidad de una nación políticamente democrática, una unidad de una nación políticamente no democrática y una unidad de una nación neutral, quedando esto definido de manera clara.
»En esta orden del día queda la cuestión del número máximo de miembros de comités que puedan ser acomodados por el tamaño físico del navío y sus facilidades para penetrar. También está la cuestión de pedir a Hain Egoth que presente su material aquí en la sala del comité mejor que a bordo del navío. Tenemos que debatir...»
Clark Jackson hizo un esfuerzo para dejar de escuchar, asqueado por aquella jerigonza de George. Eran como niños en una escuela discutiendo sobre la distribución de las bolitas para jugar, pensó. O quizás como una pandilla de bandidos en una cueva llena de botín robado, cada cual con una mano en el cuchillo para asegurarse de que su compañero en el crimen no tomaba más que una porción justa.
Oyó subsiguientemente algunas estúpidas sugestiones indicando que deberían destituir al robot y ocupar el navío completamente según sus propias condiciones. Durante un rato casi pareció que este sentimiento permanecería, destacando que Hain Egoth no era nada más que una parte de la maquinaria de la nave y que no poseía una forma de vida o de inteligencia diferente de la que se encontraría en una cinta magnetofónica grabada.
Ante esto, Clark ya no pudo permanecer más tiempo sentado. Pidió la palabra y tuvo un momento de amargo divertimento cuando George le miró ceñudo como si desease que Clark permaneciese callado y no se arriesgase a alguna torpeza social en su ignorancia de las realidades con las que estaban tratando. Pero no pudo negarse a conceder la palabra a Clark.
—A veces, apenas podemos distinguir entre la vida y la muerte dentro de nosotros mismos —dijo Clark—. Tenemos, pues escaso derecho a juzgar que una criatura que habla y razona, que vino a nuestro mundo con regalos de su gente, sea o no entidad individual. Aun cuando se haya dicho que Hain Egoth no es más que una acumulación de partes metálicas y de impulsos eléctricos, él diría que no es una cosa muerta.
»Miramos a las estrellas de noche y todo lo que sabemos es que han estado allí desde que se desvanecieron; vemos sólo la luz que viene a nosotros desde muy lejos en el pasado. Del mismo modo, Hain Egoth nos porta la luz de una gente que nos quería bien, que agotó sus moribundas energías que podía haber utilizado en algo mejor, por enviarnos ese mensaje. El robot nos trae precisamente un encargo de esa raza; él porta la vida de ellos. No tenemos derecho a violarla. La vida y el mensaje de los alcardianos existe en la persona de Hain Egoth, como seguramente existe en las estrellas cuya luz vemos de noche, pero cuyo presente, cuya realidad actual, nunca podremos saber a ciencia cierta.»
Cuando se sentó vio una oleada de asentimiento en la mayor parte de los miembros civiles. Los militares evidenciaron pétrea desaprobación. Pero el argumento de Clark canceló el debate por el momento. Por lo tanto dejó en blanco cualquier discusión sobre qué armas o alarmas podía tener a su disposición el robot para prevenir un ataque como el que se sugería. Cuando la larga sesión hubo terminado finalmente, se sintió cansado por su rebelión interna contra los procedimientos, contra las ridículas condiciones que el comité imponía por sí mismo. Era todo profundamente innecesario, pensó.
Deberían comportarse como individuos maduros y civilizados en vez de como chiquillos alborotadores.
Los mismos del comité abandonaron la estancia sin apenas cambiar palabras, los ojos parecían fijos delante de cada uno. Oglothorpe se fue con rapidez sin mirar, en dirección a Clark, pero Clark decidió ponerse en contacto con él más tarde.
George le llamó a parte mientras los otros se marchaban.
—Me parece que usted ahora ve una imagen total —dijo ceñudo—. ¿Comprende lo que quería decir cuando le expliqué cuál sería su misión? Clark asintió despacio.
—Me temo que sí; y por lo que he llegado a saber esta tarde, quizás incluya también mantener lejos de mis costillas la punta de algún cuchillo.
—Sí —asintió George—, puede que incluya eso también.