IV

La clase de adoctrinamiento del día siguiente resultó interminable. Bronson parecía encontrar un placer especial en señalar lo irrevocable de su decisión, recordando que ninguno de los que iban a bordo de la nave podría volverse atrás.

Cuando llegó el momento del coloquio, John se puso repentinamente en pie.

—¿Qué pasa con los que descubren que son incapaces de adaptarse? —preguntó—. ¿Qué pasa con los que se niegan a regirse por las normas del Proyecto?

—Nadie es desaprovechado —dijo Bronson—. La rebeldía es un rasgo que ha sido observado a través de las épocas; tenemos colonias en las cuales se valora debidamente. Puedo afirmar que las investigaciones preliminares demuestran que la utilidad de la rebeldía desde el punto de vista de la sociedad ha sido ampliamente sobreestimado.

—Pero, ¿qué hacen ustedes con ellos?

—Existen colonias en la selva formadas exclusivamente de rebeldes, de no-conformistas, de individualistas que creen que pueden arreglárselas solos. Desde luego, las condiciones de vida de esa colonia son bastante duras; sin embargo, y milagrosamente, incluso ellos consiguen sobrevivir; y nosotros aprendemos mucho de su supervivencia.

—¡Eso es inhumano! —exclamó John—. No pueden ustedes condenar a unos hombres a esa clase de existencia, sólo porque han descubierto que cometieron un error al venir aquí.

—Todo el mundo ha venido voluntariamente -dijo Bronson—, para contribuir con el resto de su vida y de sus energías a los Desarrollos Humanos. Necesitamos contribuciones de todas clases, Y no debe usted olvidar que los rebeldes obtienen lo que desean. Esa es la primera norma del experimento, dar a un hombre lo que desea, y descubrir lo que puede hacer con ello.

John se sentó, con el pecho ardiendo y la garganta reseca. Notó las curiosas miradas que le dirigían los otros pasajeros que se encontraban en la habitación, como si hubiera interrogado al oráculo de los siglos.

La atención se apartó de él. Se inició otro debate, mientras John permanecía sentado, pensando. Lo que Bronson le había dicho no establecía ninguna diferencia para él, ya que no tenía intención de rebelarse; lo había preguntado por preguntar algo. Pero, si era así, ¿por qué ardía su pecho y por qué tenía las palmas de las manos calientes y húmedas?

El nombre de Lora repiqueteaba en su cerebro, y John no supo el motivo de que sus extraños pensamientos estuvieran centrados alrededor del nombre de la muchacha. Tal vez era porque ella estaba tan segura y él tan inseguro.

En alguna parte, Lora había encontrado exactamente la respuesta que deseaba de la vida. En esto era como Doris. ¡Pero cuan distinta había sido su respuesta de la de su hermana! Y entre las dos, John no podía encontrar ninguna respuesta para sí mismo, a fin de acallar las interminables preguntas que se agitaban en su mente. Lora.

El nombre estaba todavía en su cerebro, horas más tarde, mientras permanecía sentado en su camarote contemplando el lento discurrir de las estrellas a través de la mirilla. La puerta del camarote de su hermana se abrió repentinamente. Doris entró y se quedó de pie ante él.

—¡Martin lo sabe todo! —exclamó—. ¿Por qué diablos has cometido una estupidez como ésa?

John palideció.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Sabes perfectamente a qué me refiero. ¡Deslizándote como un malhechor hasta el puente de los Controles, para reunirte con esa muchacha! Lo encuentro muy desagradable, John..., desagradable e increíble. Martin ha dicho que no tomará ninguna medida porque no cree que una sola visita haya podido producir daños irreparables. Pero tienes que prometer que no volverás a repetir esa tontería.

»¿Quién es ella? ¿Dónde la conociste?

John se puso en pie, con el rostro pálido y frío.

—Doris —dijo secamente—, me harás el favor de mantener tus malditas narices fuera de mis asuntos.

Seguía temblando cuando llegó al paso entre máquinas, mucho más tarde. Fue el primero en llegar, y esperó largo rato, pensando que Lora había decidido no acudir a la cita, o que le habían impedido hacerlo.

Ignoraba cómo habían descubierto su encuentro con Lora, y no sabía si en aquel preciso momento le estaban espiando. Fatigado y espiritualmente exhausto, no le importaba lo que supieran ni lo que hicieran.

Finalmente, llegó Lora. Pareció que tardaba una eternidad en abrir la puerta, y cuando estuvo dentro se quedó en pie, completamente inmóvil. —Lora... John se acercó a ella, cogió su mano y la retuvo entre las suyas. Estaba muy fría, como si la muchacha hubiera estado temiendo algo durante un largo rato.

—Lo saben todo —dijo Lora—. ¿Te lo han dicho?

John asintió en la semioscuridad.

—Pensé que tal vez te impedirían venir.

—Me advirtieron que no lo hiciera, pero no han tratado de impedirlo.

—¿Por qué has venido?

—No lo sé... —Lora sacudió la cabeza como si protestara violentamente por algo de que John acabara de acusarla—. Supongo que ha sido porque lo había prometido.

—¿Por qué lo prometiste?

—¡No lo sé!

Repentinamente, las manos de Lora aferraron los brazos de John y se apretó contra él, su corazón palpitando contra el otro corazón.

—¡John! ¡John! ¿Por qué tienen que ser así las cosas?

Las manos de John oprimieron la espalda de la muchacha, como si tratara de detener el sacudimiento de su cuerpo. Luego acarició sus cabellos.

—Vamos a regresar —dijo—. Conseguiremos que nos dejen regresar.

Permanecieron en silencio, completamente inmóviles, paladeando aquel instante con sabor de eternidad. John pensó en ello: estaban de pie en una cámara sulfurosa y fría, con la vida de la nave palpitando a su alrededor. Y más allá se encontraba la noche del espacio, a través de la cual se deslizaba el esbelto tubo que les albergaba y les protegía del mortal frío exterior.

¡Qué lejos habían tenido que ir para encontrar aquel instante!

John alzó la barbilla de Lora con el filo de su mano.

—No sé nada de ti —dijo—. Cuéntame. Quiero saber todo lo que te ha sucedido, todos los amaneceres que has visto, y todas las hojas que han caído cerca de ti.

Lora sacudió la cabeza y trató de apartarse, como si el embrujo se hubiera desvanecido. Pero John la retuvo.

—No hay tiempo para eso —dijo Lora—. Sólo queda tiempo para preguntar por qué no podíamos haber nacido en el mismo mundo. Tú no podrías comprender nunca la aspereza del mío: aquel en que he vivido, y aquel hacia el que me dirijo. Y en el tuyo, me ahogaría.

—Entonces, encontraremos uno nuevo —dijo John apasionadamente—. Encontraremos uno en la Tierra que nos acogerá a los dos. No voy a permitir que te marches.

En aquel momento sonaron unos pasos precipitados en el pasillo, y los dos jóvenes quedaron inundados de luz mientras la pesada puerta se abría de par en par. Se abrazaron fuertemente unos instantes, para separarse en cuanto Bronson avanzó hacia ellos. En el umbral de la puerta se movían otras figuras.

—Está usted creándose problemas —dijo Bronson—. Lamento que no siguiera mi consejo, John: será necesario recluirle en su camarote durante el resto del viaje. Ahora, acompáñeme, por favor.

John notó que la mano de Lora adquiría una momentánea rigidez en la suya, y luego se soltaba.

—Vamos a regresar —dijo John, dirigiéndose a Bronson—. Exijo que nos devuelva usted a la Tierra en la primera nave que salga del Planeta 7.

Bronson sacudió la cabeza.

—Creo que no me ha comprendido —dijo—. No hay viaje de regreso; no hay viaje de regreso para ninguno de nosotros. En Desarrollos Humanos sólo se va hacia adelante.

Los continentes centrales del Planeta 7 son áridas y desoladas extensiones donde no existe más que el monstruoso «pieslargos» de los arenales. Pero cerca de los polos hay cinturones de vegetación de casi mil millas de anchura. Allí, el apagado color de la arena se convierte en un verde lujuriante, y bosques impenetrables se yerguen al lado del estéril desierto.

Toda la humedad del planeta encuentra su camino hacia los cálidos ríos y lagos de aquellas regiones polares. Allí se encuentran los mugrientos núcleos de vida indígena; allí, los terrestres han establecido su Proyecto de Desarrollos Humanos.

En aquella fantástica selva, todo esquema utópico concebible ha sido elaborado, y sometido a prueba en vistas a su practicabilidad. Proyectos con una duración calculada de un millar de años miden los efectos del medio ambiente y la capacidad del hombre para conquistar el universo después de conquistarse a sí mismo.

Concebido unos setenta años antes por el doctor James Rankin, un famoso sociólogo, el proyecto fue considerado al principio como impracticable, debido a la dificultad que ofrecía el obtener el dinero suficiente para llevarlo a cabo. Rankin propuso la idea poco después del final de la Gran Guerra. Una de las consecuencias del conflicto había sido el descubrimiento de un supercarburante que permitía los vuelos interestelares; en el primer impulso de entusiasmo, se enviaron expediciones al sistema Alpha, donde se descubrió el Planeta 7, que fue explorado minuciosamente. Pero el entusiasmo inicial no tardó en enfriarse, debido a la urgencia de otras tareas inaplazables sobre la Tierra, y los informes fueron archivados.

Rankin expuso la idea de que la supervivencia en la Tierra sólo le sería posible a un nuevo tipo de hombre, aunque nadie sabía qué tipo de hombre tendría que ser, ni si podría ser encontrado. Se habían establecido colonias en la Luna y en Marte, pero en ellas faltaba algo...

La idea de Rankin encontró valedores, y finalmente el gobierno mundial decidió aceptarla; al parecer, los gobernantes se habían dado cuenta de que era el último esfuerzo... que no habría otra oportunidad si se desperdiciaba aquélla. Rankin vivió lo suficiente para ver establecida la primera colonia en las implacables selvas de un mundo lejano, que giraba alrededor de una estrella desconocida.

Teóricamente, podía haberse llevado a cabo en algún otro mundo de nuestro propio sistema solar, pero los vuelos espaciales hacían que todos aquellos mundos parecieran demasiado cercanos; un planeta que giraba alrededor de otra estrella resultaba muy conveniente desde el punto de vista psicológico: podía infundir la sensación de que realmente se trataba de un nuevo comienzo...

En tres cuartos de siglo, el Proyecto había prosperado hasta cubrir casi toda la franja polar septentrional con sus diversas colonias. Continuaban produciéndose discusiones acerca de los méritos de los Desarrollos Humanos. Discusiones apasionadas y vehementes. Se había exigido que el Proyecto dejara de ser un secreto, y que se hicieran públicos sus procedimientos y sus informes. Pero el único medio de obtener tal información seguía siendo el alistarse voluntariamente como colono.

No era el deseo de ocultar sus actividades al mundo, decían los gobernantes, sino el convencimiento de que el conocer las actividades que allí se desarrollaban podían contaminar el pensamiento de los posibles voluntarios a medida que transcurrían los años. Regularmente, unos comisionados del Gobierno efectuaban una rigurosa inspección de las instalaciones y procedimientos; sus informes habían sido siempre favorables, y nunca habían faltado voluntarios. Los elegidos eran el resultado de una cuidadosa selección al objeto de obtener ejemplares adecuados para los diversos experimentos que se estaban llevando a cabo.

John Carwell contempló el planeta llenando lentamente la mirilla, reemplazando a la negrura moteada de estrellas que había tenido ante sus ojos durante cinco largos días de encierro.

La nave cruzó raudamente las estériles zonas centrales. John contempló con tristeza aquella desolación, que se extendía hasta la zona polar.

Luego, bruscamente, la nave quedó envuelta en una densa niebla: había penetrado en la perpetua masa de nubes que giraban lentamente alrededor de las franjas polares. John continuó mirando, sin variar de posición, con las manos unidas detrás de la espalda y la cabeza apoyada en la mirilla. Había niebla, y ocasionales explosiones de verdor a través de ella. La lluvia chocaba contra los costados de la nave, anticipando la acogida que el Planeta 7 les dispensaría cuando salieran de la embarcación.

La única emoción que John pudo descubrir en su interior fue el odio. Odiaba al Planeta 7; odiaba a los Desarrollos Humanos. Pero, por encima de todo, se odiaba a sí mismo. Tenía que haber realizado algún acto heroico y violento para defender su posición y ganarse a Lora.

Pero ignoraba cuál podía ser aquel acto. No podía destruir las recias paredes de la nave, no podía aplastar su blanco puño contra el rostro implacable de Bronson. Los suyos no eran de aquella clase de puños; estaba atracado y vencido.

La puerta se abrió silenciosamente detrás de él. Doris habló en voz baja.

—Estamos llegando. ¿Lo tienes todo preparado?

—Todo, menos yo.

Señaló hacia la selva ahora visible a través de la fina cortina de lluvia.

—Voy a morir allí —susurró.

—No es allí donde vamos —objetó Doris—. Has visto las fotografías; sabes el aspecto que tiene la Colonia Alpha. Nosotros no vamos a esa selva. Allí se encuentran las Colonias de Control.

Inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. El rostro de John se ensombreció todavía más.

—Enviarán a Lora allí. ¿Qué clase de fanáticos son?

—Recuerda: es lo que ella desea —dijo Doris cariñosamente—. Se alistó voluntariamente como Control. No puedes hacer nada. Absolutamente nada.

—Encontraré una solución. ¡Tengo que encontrar una solución!