VII
Pasaron tres días antes de que John recibiera la noticia de que Lora iba a llegar. Cuando se enteró, le pareció que se referían a alguien a quien había conocido hacía muchísimo tiempo, en su infancia, alguien a quien los años transcurridos habrían cambiado hasta el punto de que apenas podría reconocerle. Se preguntó qué se dirían el uno al otro cuando se vieran.
La Colonia de Control de Lora se encontraba en dirección opuesta al espaciopuerto, a través de la selva; John y Lora tenían que reunirse en la estación de término.
Se vieron el uno al otro a través del vestíbulo oscurecido por la tormenta. John no corrió hacia ella como había pensado que haría. Lora era como una conocida de la infancia, y John necesitaba tiempo para asimilar el hecho de su presencia.
Nunca la había visto tal como iba vestida ahora. Llevaba un vestido de tela burda teñida de verde. Su rostro también había cambiado; era más delgado y moreno.
Pero sus ojos eran los mismos. John experimentó una extraña sensación de felicidad cuando vio aquella luz en sus ojos. Era incluso más intensa que antes, pensó.
Luego, Lora estuvo junto a él, tocándole, apoyando la mano en su brazo. Y John no había encontrado aún lo que debía decir.
Los ojos de Lora resplandecían.
—No debí venir —dijo—. Pero tuve que hacerlo; tuve que aceptar la oportunidad que creí no iba a llegar nunca: la oportunidad de volver a verte.
—Ya te dije que no te dejaría marchar —murmuró John.
En el fondo de su corazón había creído que este momento no llegaría nunca. Hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad de creer en los milagros.
Puso sus brazos alrededor de Lora y la abrazó fuertemente, pero fue como abrazar a un impaciente pájaro.
—No tenía que haber venido —dijo Lora—. Fue una trampa, pero sabía que era la única oportunidad que se me ofrecía de volver a verte.
—¿De qué estás hablando? —John la acercó más a él—. Ahora estás aquí, y es para siempre.
—No voy a quedarme, John; les dejé que creyeran que aceptaría las pruebas, pero no voy a hacerlo. Ni siquiera deseo saber que podría ser apta para la Colonia Aloha.
Los músculos de John se pusieron rígidos, como si el tiempo se hubiera detenido, y le pareció encontrarse en el centro de un remolino de aire helado. Acercó sus labios al oído de Lora.
—¡Silencio! —murmuró—. Mañana hablaremos de eso.
Pero no volvieron a mencionar el asunto, ni al día siguiente, ni al otro. Lora se alojaba con Doris, y John no estaba seguro del resultado que aquel hecho podía dar. Recordaba claramente a su hermana, en la nave, diciéndole que su cita con Lora había sido una estupidez.
Pero Doris había cambiado mucho durante las últimas semanas, sin que él se diera cuenta de ello. Tal vez era Bronson. El científico venía a visitarles con mucha frecuencia —a visitar a Doris—, y John suponía que el hecho resultaba contrario a las normas, ya que no cabía duda de que a los ojos de los directores del Proyecto era un factor de contaminación.
El cambio que se había producido en Doris se hizo evidente cuando John le presentó a Lora. Las dos muchachas intercambiaron una mirada, como si tuvieran algún secreto en común que las uniera contra el mundo. John trató de comprender las tristes y amistosas sonrisas que se dirigieron mutuamente.
Papá Sosnic expresó su profunda satisfacción y besó las dos mejillas de Lora cuando John se la presentó. Lora había cambiado provisionalmente el burdo vestido de la Colonia de Control por las exquisitas telas suministradas al grupo Alpha. Con el bronceado de su piel contrastando con el blanco material de su vestido, Lora era la mujer más encantadora de toda la Colonia, según pensó John... y Pana dijo.
Le gustó extraordinariamente todo lo que había en el apartamiento. Cuando estuvieron de nuevo solos, Lora se sentó en una cómoda butaca. A través de la ventana podía ver el amplio y apacible paisaje, y el esplendor griego de las estatuas y de los hombres y mujeres que paseaban junto a ellas.
Acarició con los dedos la tela de su vestido.
—Cuando era niña, soñaba con tener un vestido como éste —dijo—. Y nunca pude tenerlo.
—Ahora lo tienes —dijo John—. Y para siempre. Lora miró a través de la ventana, más allá de la cúpula que retenía al sol, al viento y a las estrellas. Sacudió lentamente la cabeza.
—No... Nunca me ha gustado vivir detrás de unas rejas. ¡Y aquí hay rejas incluso en el cielo!
En los días que siguieron, John la llevó por toda la Colonia, pero tenía la desagradable sensación de que la estaba perdiendo. Le parecía que estaba tratando de proteger una casa de arena con sus brazos, mientras las olas se la llevaban a pesar de todos sus esfuerzos.
Lora estaba entusiasmada con los fantásticos aparatos que había en los apartamientos, y que repartían las comidas a toda la colonia desde las cocinas automáticas centrales. Estaba encantada con la paz de los bosques por los cuales paseaba cogida de la mano de John, Y permanecía horas enteras delante de las estatuas clásicas, mientras John le explicaba las historias que aquellas estatuas contaban.
Pero era como una niña excitada por una visita a una extraña y fabulosa feria. Su deleite no significaba que hubiera aceptado todas aquellas cosas como suyas, a pesar de la apasionada insistencia de John para que lo creyera.
John sabía que Warnock no les concedería muchos días más; no tardarían en pedirle a Lora que se sometiera a las pruebas por las que tenían que pasar los miembros de los grupos experimentales.
Entretanto, se celebró el concierto para el cual Papá Sosnic había programado la audición de la obra de John. Éste no se encontraba en la mejor disposición de ánimo para tocar, pero accedió a hacerlo porque Papá Sosnic lo deseaba.
El tiempo y la Colonia Alpha se habían hecho increíblemente irreales. John trató de ver las cosas desde el punto de vista de Lora. Contempló fijamente el cielo a través de la cúpula protectora, y se preguntó por qué Lora habría visto rejas en ella.
¿Qué diferencia había entre aquella cúpula y las paredes de una casa? ¿Por qué era un error aceptar la protección, la paz y el lujo que le concedían tiempo para dedicarlo a su música? En la Tierra, Doris y él habían sido músicos, pero habían tenido que trabajar duramente —tan duramente como si fueran albañiles—, y él no había dispuesto de mucho tiempo para componer.
El día del concierto trató de explicarle esto a Lora, pero ella se limitó a reír.
—Sería mejor que fueras albañil durante el día y músico por la noche —dijo.
Parecía vivir de acuerdo con un conjunto de normas que a John le resultaban completamente desconocidas. Y le negaba el secreto del misterio de sus razonamientos.
Iba a perderla, y no podía hacer nada para evitarlo. Pasados un par de días le pedirían que se sometiera a las pruebas, y ella se negaría. Regresaría a la selva, John podía ir con ella si lo deseaba... y morir lentamente allí, en su presencia. ¿Por qué prefería Lora la muerte en la selva a la vida que en la colonia era posible?, se preguntó John por milésima vez.
La noche del concierto Lora estaba más hermosa que nunca, como para mostrar a John lo que iba a perder. Pero también ella saldría perdiendo, pensó John. En la selva volvería a llevar sus vestidos de tela burda. Nunca volvería a tener el aspecto de aquella noche.
El concierto iba a celebrarse en el auditorium central de la Colonia, donde tenían lugar todos los acontecimientos importantes. John observó con disgusto que su nombre figuraba en último lugar en el programa. Un tributo, sin duda, al neófito, que tendría ocasión de tocar para los que no se hubieran marchado ni se hubieran quedado dormidos...
John se sentó en una de las primeras filas con Lora y Doris, y con Papá Sosnic y el doctor Bronson, cuya frecuente presencia junto a los Carwell se estaba convirtiendo en una fuente de preocupaciones en la Colonia. Hasta que le llamaron para su actuación, John permaneció sentado entre el auditorio.
El programa incluía a una serie de nombres que él conocía. Nombres ausentes desde hacía mucho tiempo de los elencos de artistas de la Tierra, pero que habían sido famosos en las salas donde John y Doris habían actuado.
El primero era un tal Faber Wagnalls cuya obra había sido estudiada intensamente por John durante los primeros años de su carrera. John se encontró a sí mismo inclinándose ávidamente hacia adelante a pesar de su estado de depresión, ansioso por oír la nueva obra de aquel hombre con el cual no se había encontrado desde que llegó a la Colonia.
Wagnalls era mucho más viejo ahora. Tenía el pelo completamente blanco, y su aspecto era muy distinto al de las fotografías que John había visto. Se sentó al piano y empezó a tocar.
John cerró sus ojos para concentrar toda su atención. Las primeras notas le sorprendieron. Pensó que el que estaba tocando era otro hombre, no el Wagnalls que había compuesto hacía tanto tiempo en la Tierra. John continuó escuchando.
Lentamente, tuvo la sensación de que un viento frío soplaba sobre su cuerpo. La música no se parecía en nada a la del gran Faber Wagnalls. Era una melodía afeminada que gambeteaba y languidecía alternativamente, sin el menor encanto, sin gracia.
Los aplausos fueron simplemente corteses, y John se unió a ellos cuando Wagnalls hubo terminado su interpretación. Pero se preguntó si eran realmente piadosos al permitir que el anciano maestro se engañara a sí mismo hasta tal punto. Miró a Doris, la cual le devolvió la mirada con aire desafiante. Doris había comprendido, pero se negaba a admitir que en la Colonia Alpha hubiera algo malo.
La siguiente actuación fue un grupo de instrumentos de cuerda. Resultó mediocre, aunque no tan mala como la actuación de Wagnalls. John empezó a preguntarse cuándo escucharía alguna de las bellas obras para las cuales había sido creada la Colonia Alpha. Al lado de lo que acababa de oír, su propia obra no resultaba tan mala...
Continuó interrogándose a medida que el programa avanzaba. Se sentía cada vez más asqueado ante el desfile de intérpretes ineptos y de composiciones vulgares.
Y cuando su malestar rozaba el pánico, como si repentinamente hubiera captado la falsedad y la superchería de la propia vida, comprendió.
Comprendió una infinidad de cosas que hasta entonces no había comprendido. Comprendió a Doris, se comprendió a sí mismo y comprendió a Lora. Comprendió por qué Lora miraba hacia la gran cúpula y veía barrotes en el cielo. Comprendió que el aplauso a Wagnalls había sido sincero y no simplemente cortés o piadoso.
Vagamente, en medio de su pánico y su comprensión, oyó que pronunciaban su nombre. Se puso en pie, avanzó maquinalmente hacia el estrado y se sentó ante el piano.
Empezó a tocar. Y mientras tocaba, se vio iluminado por una nueva realidad. Sabía lo que tenía que hacer.
Trató de expresarlo con su música. Sabía que el auditorio no iba a entenderlo, pero lo expresó, de todos modos. Lo expresó con apasionamiento y con rabia. Lo expresó con un tema de pasión y de lucha que sorprendió a los oyentes.
Cuando hubo terminado se produjo un breve silencio, y luego resonaron unos débiles y dispersos aplausos, seguidos rápidamente por la dispersión del propio auditorio. John se quedó casi solo con el pequeño grupo de sus amigos mientras el vestíbulo se iba vaciando.
El doctor Warnock se acercó a él y le estrechó la mano.
—Ha sido un manjar un poco fuerte para los delicados paladares de los miembros de nuestra Colonia —dijo—. No entiendo mucho de música, pero me ha gustado mucho más su obra que las lánguidas piezas que oigo tan a menudo aquí.
—Ahora sé lo que tengo que hacer —dijo John.
—¿Sí?
—Voy a marcharme con Lora; saldremos para la Colonia de Control mañana por la mañana.