II

Kean abrió una puerta y entró en su laboratorio, acompañado de Myru. El venuriano contempló los restos de tres de los pequeños animales que había capturado para los terrestres. El pon, que era tan alto como la pantorrilla de Kean, había sido unido de nuevo..., aunque sus órganos internos podían verse sobre un estante, flotando en frascos de líquido. Myru pensó que tal vez lo habían disecado. Los otros ejemplares estaban aún descuartizados.

—Son ésos —dijo Kean—. ¿Puedes traer más?

—Creo que sí —dijo Myru.

—Al parecer, pertenecen a la misma familia. En realidad, y no te ofendas por mis palabras, su estructura es semejante a la vuestra; lo mismo ocurre con los peces, aunque es evidente que se encuentran en una fase menos avanzada de evolución.

—Tus palabras son muy interesantes —dijo Myru—. Pero, ¿por qué quieres saber todo eso?

Kean expresó su regocijo con lo que los terrestres llamaban risa.

—¿Qué otra cosa vale la pena poseer, sino conocimiento?

—Poder —respondió rápidamente Myru, pensando en Loyu e Huj.

—El conocimiento es poder —arguyó Kean—. ¿Pueden todos vuestros obreros o soldados hacer una nave como ésta? Tienen fuerza, sí; pero nosotros la hemos construido, porque poseemos el conocimiento.

—¿Con vuestras propias manos?

—No, desde luego que no. Al decir nosotros, me refiero a nuestra civilización. Lo que esta expedición aprenda acerca de Vunor será únicamente una pequeña parte de la información reunida por otros en nuestra cultura. Sin embargo, pasará mucho tiempo antes de que otra expedición llegue aquí para informar si el planeta puede ser utilizado como colonia, como puesto de reparaciones o como abastecedor de minerales.

—Como tú digas —convino Myru.

—Pero nunca se sabe las dificultades que pueden evitarse teniendo los hechos a mano. Créeme, lo mejor que puede hacerse es observar todo lo que se pueda y rendir conocimientos. Si eso no es exactamente poder, al menos crea poder.

Myru hizo un gesto de asentimiento y contempló pensativamente los ejemplares descuartizados.

—¿Qué me dices de los pájaros? —preguntó Kean—. Hemos visto algunos volando por encima de las colinas.

—Están más allá de mis posibilidades —dijo Myru en tono desolado—. Quizá pueda encontrar a un compañero más ágil que yo para cazarlos.

—No importa —dijo Kean—. Puedes acompañarme a las colinas, y yo mismo cazaré algunos con una escopeta.

—¿Escopeta?

—Una de nuestras armas pequeñas... parecida a un rifle. Las llevamos para cazar, del mismo modo que llevamos granadas, bombas y torpedos cohete por si se presentan dificultades más serias. ¿Qué te parece si nos llegamos ahora a las colinas?

Myru vaciló.

—¿Qué es lo que pasa? ¿No dijiste que no había ningún animal lo bastante grande como para causarnos algún daño?

—Bueno —respondió Myru—, no creí que tuviéramos que ir a las colinas. No me gustaría rondar por ellas armado únicamente con una maza. Podríamos tropezar con algún kuugh.

—¿Un kuugh? ¿Qué clase de animal es ése? ¿Peligroso?

—No es muy alto —dijo Myru—, pero es fuerte y muy..., muy...

—¿Feroz?

—Creo que sí. Tal vez pueda enseñarte el sitio donde buscarlo, puesto que tienes armas.

Kean se rió al modo de los terrestres.

—Vamos a echar una mirada ahora mismo. Llevaré una escopeta y un rifle, por si tropezamos con algún kuugh.

Envió a Myru al piso inferior, para que aguardara allí.

Al cabo de un rato descendió la escalerilla con dos extraños objetos, que Myru supuso serían las armas mencionadas.

—¡Eh, Richter! —gritó Kean—. Voy a cazar unos pájaros con Bla-Bla. ¿Quieres venir?

El terrestre de pelo amarillo rechazó la invitación, pero sugirió que alguno de los otros podría ir. Kean habló por una pequeña máquina conectada a la nave por medio de unos alambres, y no tardaron en presentarse otros dos terrestres. Uno de ellos era el gordo Lombardi.

El grupo emprendió la marcha. Cuando se adentraron en las colinas, Myru vio que Lombardi estaba más interesado en los arbustos, los árboles y las plantas, que en ayudarles a encontrar pájaros. El tercero, llamado Harris, se inclinaba continuamente a examinar las rocas.

—¿Por qué hace eso? —le preguntó Myru a Kean.

—Para estudiar la composición de vuestro planeta. En realidad, es muy parecido al nuestro, lo suficiente como para convertirse en una excelente colonia.

—¿Colonia?

—Un lugar para que algunos de nosotros nos instalemos en esta parte de la galaxia, a fin de que nuestras naves estelares dispongan de una base de aprovisionamiento.

—Como tú digas —convino Myru, pero estaba sumido en profundos pensamientos.

Recordó las dificultades que habían seguido a la invasión por parte de su propia civilización de algunas de las islas extranjeras. Se rumoreaba que en aquellas islas quedaban muy pocos supervivientes indígenas, y el propio Myru había viajado en cierta ocasión hasta la costa para ver las grandes naves que regresaban con productos de las tierras conquistadas.

A mediodía, Myru iba cargado con varios pájaros que Kean había derribado en pleno vuelo, y ya no se sobresaltaba al oír el estampido del arma del terrestre. En realidad, se estaba preguntando cómo se las arreglaría para pedirle prestada la otra: el rifle. Se detuvo en la cima de la última colina, a la vista de las dunas del desierto que se extendía debajo de ellos.

—Por allí —dijo, señalando con uno de sus brazos—, discurre el camino que conduce a las ciudades de la montaña. Hay mucha arena por todas partes.

—¿Qué opinas, Harris? —le preguntó Kean a su compañero.

—Es difícil apreciarlo, desde tan lejos —murmuró el otro terrestre—. No parece un fondo marino. Más bien un terreno supercultivado en otras épocas.

—¿Vivió tu pueblo en alguna ocasión allí? —le preguntó Kean a Myru.

—Creo que sí, hace muchísimo tiempo. Si miras hacia allí... donde terminan las colinas... tal vez puedas ver algún edificio antiguo semienterrado en la arena.

Los terrestres miraron hacia el lugar indicado, haciendo pantalla con la mano sobre sus ojos.

—¡Es cierto! —exclamó Harris—. ¿Qué os parece si nos damos un paseo hasta allí?

—No es conveniente —dijo Myru—. Es demasiado tarde. Oscurecerá antes de que regresemos a las colinas. Está más lejos de lo que parece.

Le pareció que Kean no estaba disgustado; había sido un largo paseo. Después de prometer a los terrestres que al día siguiente les acompañaría a las ruinas, emprendieron el camino de regreso.

Cuando llegaron junto a la nave, y antes de separarse, Myru se ofreció a intentar cazar un kuugh si Kean le prestaba el rifle. El terrestre dio un respingo ante aquella posibilidad, aunque Myru se dio cuenta de que los otros no aprobaban la idea.

—¿Qué mal puede haber en ello? —preguntó Kean—. Al fin y al cabo, se trata de un simple rifle automático.

—Algunas cosas son buenas para copiar —murmuró Harris.

—Bueno, supongamos que copian el rifle. ¿Qué podrían hacer con ellos contra los torpedos nucleares y los cañones automáticos? ¡Sin mencionar las armas biológicas que llevamos para casos de emergencia!

Myru escuchaba con el mayor interés, pero los otros cedieron a la vehemencia de Kean. Aceptando el rifle y unas breves instrucciones para su uso, el vunoriano se marchó. Al llegar al camino, emprendió un rápido trote en dirección a la ciudad, deteniéndose sólo una vez... para ocultar el rifle en medio de un fajo de leña de modo que pudiera llevárselo a su casa sin despertar sospechas.

Poco después de haber llegado a su choza cayó la noche, y Myru salió en busca de ciertos individuos que pertenecían a los bajos fondos de la ciudad; algunos, oliendo un beneficio para sí mismos, se apresuraban a obtener lo que Myru deseaba; a otros les fastidiaba tener que renunciar a sus pequeños golpes para ponerse al servicio de Myru.

Pero ninguno se atrevía a negarse a ayudar a Myru, ya que era sabido que, a pesar de haber caído en desgracia, seguía contando con la amistad de muchos de sus antiguos camaradas de armas, y un ladrón prudente evita crearse dificultades innecesarias.

Myru dispuso que al amanecer se reunieran con él en las colinas con lo que pudieran robar. Luego se dirigió al puesto de guardia de su primo, Rawn e Deej, y esperó hasta que el oficial salió a efectuar su última ronda nocturna.

Myru atrajo su atención y avanzó cautelosamente hacia el camino.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Rawn, mientras Myru le arrastraba a un lugar envuelto en sombras.

—Se me ha ocurrido una idea —dijo Myru, y procedió a explicársela a su primo...

Al día siguiente, muy temprano, Myru inspeccionaba la entrada a la antigua ruina, obstruida por la arena. Empuñaba el rifle terrestre con una mano. Con la otra, hizo un gesto a los desarrapados compañeros que le seguían.

—La antigua puerta está aún ahí —dijo—. Procurad abrirla.

Tres de ellos avanzaron con evidente mala gana, pero la curiosidad que Myru había cuidado de dejar insatisfecha les impidió gruñir más descaradamente. Empujaron y jadearon, y la reseca madera de la puerta crujió en señal de protesta. Otro miembro de la banda, un robusto individuo que había perdido uno de sus ojos frontales, avanzó a través de la arena para ayudar a sus compañeros, Myru reconoció en él a Yorn: un famoso ladrón, más famoso aún por su habilidad en rebanar gargantas.

Con el peso adicional, la puerta acabó por girar sobre sus viejos goznes. Al ver que los otros vacilaban, Myru penetró resueltamente en el interior de lo que en otra época, y a juzgar por su aspecto, había sido un almacén.

—Bien —aprobó—. No ha entrado mucha arena. ¡Que entre todo el mundo! Traed las azadas y las escobas... y dejadme ver lo que lleváis en las bolsas.

—¿Pretendes, quizá, hacernos barrer la arena? —preguntó Yorn—. ¿Qué es lo que te propones, Myru e Chib? ¿Dónde está el beneficio?

—Habrá beneficios suficientes para todos, y todavía más —replicó Myru—. Es cierto que no os he dicho cómo vamos a obtenerlo... Os daré una pista: ¡barreréis algo más que arena!

Contempló a los hombres que se habían reunido en un pequeño grupo a su alrededor y le miraban con expresión desconcertada.

—¡Vais a barrer los cimientos del trono de Keviu! —les dijo.

Se dio cuenta de que la idea les asustaba, y notó que la antigua rabia crecía en su interior.

—¿Por qué no? —gritó—. ¿Teméis por vuestras vidas? ¿Acaso vivís tan bien que os importen? ¿Por qué no aceptar la oportunidad de convertiros en amos, en vez de continuar siendo los parias?

—Todo eso está muy bien, Myru e Chib —dijo uno de los ladrones, un tipo muy feo, con escamas de color verdoso—. Pero, ¿cómo va a producirse ese milagro?

—Con tu intervención, y la de algunos otros que yo conozco, obedeciendo mis instrucciones —replicó Myru—. Lo he planeado todo cuidadosamente.

- ¡Jo! -exclamó desdeñosamente el tipo de las escamas verdes.

Se volvió hacia la puerta, a través de la cual penetraban el calor y la luz del desierto.

—Espera —sugirió Yorn—. Tal vez Myru e Chib sepa algo valioso. No perdemos nada contando lo que tiene en su bolsa antes de dejarle de lado.

El otro se detuvo, siendo imitado por un par de compañeros que se disponían a seguirle.

—En primer lugar —dijo Myru rápidamente—, cuento con vosotros. Y hay otros en la ciudad dispuestos a desafiar las puntas de las lanzas de los guardianes de Keviu.

—Unas lanzas muy largas —murmuró Yorn.

—En segundo lugar —continuó Myru—, conozco a unos cuantos soldados, los cuales a su vez conocen a otros, que están casi tan hambrientos como nosotros.

Se produjo un arrastrar de pies al recuerdo de sus contactos, y otros signos de creciente interés. Incluso oyó unos cuantos gruñidos admirativos. Su antigua posición y la causa de su caída en desgracia eran del dominio público.

—Y, en tercer lugar, cuento con la amistad de los terrestres, los cuales son unos seres muy sabios y tienen en su nave unas armas que ni siquiera podrías imaginar.

Al oír aquellas palabras, el tipo de las escamas verdes vaciló.

—¿Te han prometido su ayuda? —preguntó.

—Todavía no... —admitió Myru—. Pero la conseguiré. ¡Espera!

Pero el otro se había vuelto hacia la salida una vez más. Yorn, con una expresión preocupada, dirigió dos de sus manos al cinturón de cuerda que sujetaba su harapienta túnica azul, en busca de los cuchillos que colgaban de él.

—Ese hablará —murmuró.

—¡Te advertí que esperaras! —dijo Myru.

Algo en su tono impulsó al desertor a volverse. Myru le apuntó con el rifle terrestre y apretó el gatillo.

El disparo despertó mil ecos en las antiguas paredes, convirtiendo al grupo de ladrones en estatuas de piedra. Fue seguido por el ruido de la caída del cuerpo del desertor, con un agujero redondo encima de los ojos.

Ha salido mejor de lo que pensaba, se dijo Myru. Su actitud me ha ayudado a demostrar la potencia del arma que tengo en mis manos.

Y en voz alta:

—Deja de acariciar mi arma con tus ojos, Yorn. Es mía, y continuará siéndolo, aunque dispongo de otros medios para llevar a cabo lo que planeo. ¿Sigue pareciéndoos una idea descabellada?

—Tal vez no lo sea tanto como parece —respondió Yorn—. De momento, vamos a sacar la arena. Luego, tú dirás lo que hacemos.