I
La estrella amarilla que calentaba la superficie de Vunor no había trepado aún por encima de las bajas colinas de las afueras de la ciudad cuando Myru e Chib salió de su choza de cañas y barro. Tembló bajo su andrajosa túnica gris y trató de cogerse los cuatro brazos alrededor de su cuerpo; dado que dos de ellos terminaban en muñones, la cosa resultaba difícil.
—¡Buenos días, Loyu e Huj Keviu! —murmuró con voz zumbona—. ¡Que no te pase nada malo en el día de hoy!
Contempló con aire sombrío el tejado de troncos del palacio del gobernante, bañado por la grisácea luz del amanecer y sobresaliendo de los edificios de un solo piso que lo rodeaban, en el centro de Fyogil. Luego inclinó la mirada hacia el par de manos de ocho dedos que le quedaban. Echó a andar a lo largo de la polvorienta calle hacia el puesto de guardia situado en las afueras de la ciudad.
A fin de cuentas, necesitaba mendigar su comida para el día si quería cruzar la llanura, más tarde... hasta la nave espacial terrestre.
Myru trotó a lo largo de la calle sin pavimentar sobre dos recias piernas que eran menos flexibles que sus brazos, debido a que las articulaciones entre las porciones de cuatro pulgadas estaban adaptadas para soportar un peso considerable. Aunque la estatura del vunoriano era inferior en una cuarta parte a la de los exploradores terrestres, que habían aterrizado recientemente procedentes de las estrellas, su tronco y su cuello eran mucho más recios, comparativamente. El colorido de sus escamas era el habitual entre los machos de su especie: azul oscuro en las extremidades, la espalda y la cabeza, y blanco grisáceo en la parte delantera de su cuerpo.
Su cabeza era ancha, con un prominente hueso frontal encima de los cuatro ojos; respiraba a través de unos agujeros situados a cada lado de las comisuras de la ancha hendidura que era la boca. Unas cortas antenas que sobresalían de las fosas respiratorias portaban sus nervios auditivos.
Mientras avanzaba a lo largo de la calle, movía ligeramente la cabeza de un lado a otro, para facilitar su visión lateral a fin de compensar la falta de los dos ojos que normalmente debían estar situados a ambos lados de la cabeza, pero que en el caso de Myru le habían sido arrancados: un par de cicatrices cauterizadas daban fe de ello.
Cuando estuvo cerca del puesto de guardia, Myru aminoró prudentemente el paso.
No sea que me confundan con un ladrón vagabundo, pensó irónicamente, aunque es bien sabido que nunca he sido cogido con ningún objeto robado.
Ante los barracones de arcilla y madera había un solo centinela apoyado indolentemente sobre sus dos lanzas. Myru contempló con envidia la túnica y la capa del soldado; eran de color rojizo y parecían de mucho abrigo.
Al ver a Myru, el centinela se volvió deliberadamente y se alejó unos cuantos pasos, como si mirara a través de la llanura hacia las colinas donde había aterrizado la nave espacial terrestre. Myru se deslizó con rapidez hacia la entrada posterior del barracón.
Cinco de los soldados de Keviu gruñían sobre sus cuencos de comida en una larga mesa. Uno de ellos, el jefe de escuadra, Rawn e Deej, guiñó el ojo del lado izquierdo de su cabeza señalando una habitación contigua.
Myru entró en ella y encontró aceite y trapos en un pequeño armario. Empezó su trabajo frotando con un trapo las largas lanzas, y lo terminó limpiando las sandalias de suela de madera y tirillas de tela. Mientras trabajaba, oyó que los soldados abandonaban la mesa. Pero no pasó a la otra habitación hasta convencerse de que Rawn había enviado a los soldados a sus puestos.
—Hay un poco de sopa en la olla —dijo Rawn, mientras Myru empezaba a limpiar la mesa—. Y dudo que nadie quiera esos trozos de pan.
Myru vertió la sopa en un cuenco, pero metió los trozos de pan en una bolsa que llevaba colgada de la cuerda que le servía de cinturón. Tendría que limpiar las ollas; pero con aquel pan en la bolsa para la comida de la noche, podría quedarse todo el tiempo que quisiera cerca de la nave. Ojalá que la limpieza de las armas pudiera servirle de excusa para detenerse en el puesto de guardia con más frecuencia.
Rawn e Deej permaneció sentado, en silencio, mientras Myru sorbía su sopa. Ninguno de ellos aludió al hecho de que eran primos, aunque Myru sabía que de no ser así no le hubieran permitido estar allí; y si Loyu se enteraba, Rawn sería expulsado del ejército, desde luego. Tampoco mencionaron el hecho de que Myru había sido jefe de su primo antes de que protestara con demasiada violencia la decisión de Keviu de apoderarse de su compañera, Komyll.
—¿Vas a volver a la nave terrestre? —preguntó Rawn.
—Sí. Me están enseñando su idioma.
—¿De veras? —Rawn emitió un sonido sibilante a través de sus fosas respiratorias—. ¿Qué clase de seres son? Yo no iba en el cortejo cuando Loyu fue a verlos.
—Dicen que sólo han venido a explorar Vunor, del mismo modo que estudian otros mundos entre las estrellas. Son altos, robustos, sin escamas, y su aspecto es muy raro; sólo tienen dos brazos. Pero permíteme decirte que tienen algunas máquinas maravillosas en aquella nave.
—¿Te han dejado entrar en ella? —preguntó Rawn—. ¡Creí que le habían dicho a Keviu que su aire era nocivo para nosotros!
Myru dirigió una recelosa mirada a su alrededor. Sabía que podía confiar en Rawn, pero su confianza no se extendía a los otros soldados. Y otra sesión con los verdugos de Loyu resultaría fatal.
—No creo que a ellos les guste que se sepa —murmuró—, pero su aire es casi igual que el nuestro, excepto que no es tan fresco; según dicen, su mundo es muy parecido a Vunor, aunque mucho mayor.
—¿De veras? —inquirió Rawn, sorprendido—. Me alegro de que nuestros marinos hayan demostrado finalmente que Vunor es una esfera. Al menos, no apareceremos tan ignorantes ante los seres estelares.
—¡Jo! —exclamó Myru—. Yo no estoy tan seguro de eso! Si creyeran que somos tan sabios, podrían preguntarnos acerca de la tierra y de sus animales; pero, en vez de ello, se dedican a estudiar las plantas y las rocas, y me envían a recoger animalitos para cortarlos a trozos.
—¿Eso hacen? —preguntó Rawn, sorprendido—. ¿Por qué?
—Como ya te he dicho, valoran la búsqueda de conocimientos. Lo cual me recuerda..., quizá pueda vender algunas cosas que me regalaron a cambio de los animalitos que capturé para ellos. No me parece prudente presentarme en la plaza del mercado con unos cuchillos tan buenos, o la pequeña aguja que según ellos es mejor que nuestros compases, o con las joyas.
—¿Te han regalado joyas?
—¡Jo! —dijo Myru—. Son de cristal, como las que nuestros marineros cogen en las islas salvajes, pero de excelente calidad: bastante buenas incluso para el harén de Keviu...
Se interrumpió ante el recuerdo, y en sus ojos brilló una expresión de odio.
—Algunas —se obligó a sí mismo a continuar, en tanto que Rawn inclinaba comprensivamente sus cuatro ojos— son de un metal tan fino como la plata.
—Bueno, tráeme algo y lo intentaré —dijo Rawn—. Recuerdo que hace algún tiempo fui a detener a un prestamista, por comprar objetos robados. Me debe el favor de decir que los objetos los llevaba el ladrón encima.
Se dio cuenta de la expresión de Myru, y levantó los ocho dedos de una mano en señal de protesta.
—Les había cogido a los dos, y con uno que pagara era suficiente. ¿Acaso debía desaprovechar la oportunidad de comprar un poco de comida decente para nosotros? ¡Aquel monstruo del palacio sólo afloja la bolsa para lo que le conviene!
Se interrumpió repentinamente y miró a su alrededor con aire suspicaz. Myru empezó a recoger los cuencos y las ollas para lavarlos, como si no hubiese oído nada. Rawn suspiró y salió de la habitación.
Cuando se hubo ganado su comida, Myru se deslizó al exterior por la puerta de atrás y echó a andar a través de los campos en dirección a las colinas.
Vigiló el camino durante un buen rato, hasta convencerse que no circulaba por él ninguna litera de la corte. La nave terrestre llevaba once días en las afueras de Fyogil, y empezaba a dejar de ser una novedad. Myru emprendió un monótono y bamboleante trote.
Cuando el follaje verde oscuro de los árboles de la colina se irguió delante de él, giró a la derecha y tomó un sendero recién abierto por numerosas pisadas a través de los rastrojos parduscos de un antiguo sembrado. La nave terrestre se alzaba, esbelta y reluciente, sobre un círculo chamuscado.
Richter y Kean estaban hablando junto a la escalerilla que daba acceso a la portezuela de entrada. Para Myru, sus voces tenían un raro sonsonete, haciéndose estridentes como las de las hembras al formular una pregunta, y profundas y guturales otras veces. Esperó respetuosamente que se dieran cuenta de su presencia.
—¡Mira quién está ahí! —dijo súbitamente Kean—. ¡Es nuestro amigo Bla-Bla!
—Soy Myru e Chib —dijo el vunoriano, siguiendo la broma, por si en realidad no le habían reconocido.
Se recordó a sí mismo lo difícil que le resultaba distinguirles al uno del otro, excepto a dos o tres de ellos. Richter, que trataba con substancias, tenía unos pelos amarillos encima de la cabeza; uno de los cinco que conducían la nave lo tenía rojizo. Lombardi, que trataba con plantas y era el más gordo de los terrestres, no tenía pelo. Para identificar a los otros, excepción hecha de Kean, Myru tenía que mirarlos dos veces.
—¿Dispuesto para encontrar algo nuevo para nosotros? —preguntó Kean.
—Sí —respondió Myru.
Kean era el que le había dicho que se alegraba de que en Vunor no hubiera formas de vida —aparte de unos cuantos peces enormes— de mayor tamaño que la raza que dominaba el planeta.
—Vamos —dijo, volviéndose hacia la escalerilla—, y te enseñaré lo que quiero.
Myru trepó torpemente. Le habían dicho que procedían de un mundo donde todas las cosas eran ligeramente más pesadas; pero el vunoriano estaba convencido de que habría trepado con más rapidez que el terrestre... de no haberle faltado las dos manos que Loyu ordenó que le cortaran.
Hace tres años, pensó, mientras seguía a Kean por los peldaños metálicos. ¡Algún día me las pagará! ¡Ojalá no sufra ninguna desgracia hasta aquel día!
Recordó a Komyll, y el maravilloso matiz púrpura de sus escamas, y los gritos que había proferido cuando los soldados de Loyu la habían arrastrado hasta el palacio del tirano. Pero también recordó haberla visto cabalgar a través de las calles al lado de Loyu; ella había visto a Myru acechando furtivamente detrás de la multitud, y se había vuelto hacia el tirano con un divertido «¡Jo!»
¿Le había olvidado?, se preguntó a sí mismo. No, lo que hacía era fingir, para evitar que el tirano dejara caer sobre él el peso de su venganza.
Kean entró en la nave, y Myru puso toda su atención en recordar lo poco del idioma terrestre que le habían enseñado. Se alegraba de haberse encontrado en las afueras de la ciudad cuando la nave aterrizó. Disponiendo de poco tiempo libre para distraerlo de sus investigaciones, los visitantes se habían tomado la molestia de enseñar su idioma únicamente a Myru, hasta el momento, y Myru pensaba aprovecharse de ello, si podía.
—Ven, te enseñaré un grupo de los roedores que trajiste —dijo Kean, mientras subía otra escalerilla, interior—. Me gustaría tener unos cuantos más, si puedes traerlos. Y también algunos peces de río, para compararlos con los de mar que compraste a aquellos pescadores.
¡Si supiera cómo los «compré»! pensó Myru.