III
Durante el despegue sintió unos terribles mareos. Cuando finalmente estuvieron en el espacio, se sentó, con la cabeza hinchada como un globo y el estómago revuelto. Vio a Doris que se encaminaba tranquilamente hacia la mirilla, para contemplar la Tierra, cada vez más borrosa. Por un instante, John odió la fría competencia y el dominio de sí misma de su hermana. ¡Tenía que ser él quien se mareara!
—¿Te encuentras mejor, Johnny? —Doris se acercó, sonriendo con la simpatía de un ser superior—. Te ha afectado mucho. La azafata dice que normalmente no despegan así.
—Estoy perfectamente.
Durante el resto del día permaneció en el camarote. Contempló el borroso disco de la Tierra; aunque el hacerlo le producía una insoportable sensación de vértigo, no pudo evitar el dirigir una última mirada a su «hogar» natal.
No sentía el menor deseo de ir a cenar, pero cuando Doris sugirió que la azafata podía traerle la cena al camarote, rechazó la sugerencia.
—Puedo cenar en el comedor —dijo.
No le habló a su hermana del único motivo que tenía para desear ir al comedor; se resistía a admitir que era únicamente para ver de nuevo a la muchacha que llevaba un vestido rojo como una llama y viajaba con un gato. Se dijo a sí mismo que deseaba conocer a sus compañeros de viaje, a los que habían sido lo bastante locos como para renunciar a todo lo que poseían en la Tierra a cambio de este experimento de Desarrollos Humanos.
Cruzó lentamente el comedor, con la mano de Doris apoyada en su brazo. Escudriñó las mesas en busca de un rostro familiar, pero no lo vio en ninguna parte.
Luego creyó comprender. Era un comedor pequeño, y no tenía cabida para todos los que habían embarcado. Cada una de las colonias disponía de sus propios servicios, seguramente.
Interrogó al camarero.
El hombre asintió.
—Esta es la Colonia Alpha —dijo—. Los miembros de las Colonias Beta, Gamma y Delta ocupan otros sectores de la nave. ¿Hay alguien a quien desee encontrar?
John vaciló.
—Tengo un amigo... un Control.
—Lo siento, señor —dijo el camarero—. Seguramente le habrán informado ya de que no está permitida la comunicación entre el grupo de Control y las Colonias experimentales..., a efectos de experimentación, ¿comprende? Si tiene alguna duda acerca de esto, puede consultarla con su inspector de adoctrinamiento.
No, no tenía ninguna duda. Era otra de las cosas que le estaban sucediendo. Aunque ésta le resultaba insoportable. Repentinamente, le pareció de vital importancia ver de nuevo a la muchacha del vestido rojo. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. No podía hablar de ella ni citar su nombre.
—¿No tienes apetito? —preguntó Doris.
—Creo que mi estómago no se encuentra aún en condiciones de ingerir alimentos.
A bordo de la nave se celebraban cursillos de adoctrinamiento para preparar a cada uno de los grupos con las tareas que les esperaban en sus respectivas colonias. El inspector de la Colonia Alpha era un tal doctor Martin Bronson. John le conoció al día siguiente, cuando entró en el camarote para presentarse a sí mismo.
John descubrió que era incapaz de mantener su propósito de encontrar antipático a Bronson. Calculó que tendría unos treinta y cinco años, y tenía un aspecto casi anhelante: como si deseara conocer todas las respuestas que se suponía que era capaz de dar.
—Conozco su música —dijo—. Tengo todos sus discos en el Planeta 7. Me alegró mucho saber que su hermana y usted iban a unirse a nosotros. Espero que tendré ocasión de gozar de sus interpretaciones personales.
John señaló una silla junto a la mirilla.
—¿Para eso nos han traído aquí? —inquirió—. ¿Para que seamos músicos de la corte?
Inmediatamente lamentó haberse expresado con tanta acritud. Por el rostro de Bronson. cruzó una sombra.
—¿No le gusta la música? —preguntó.
—Temo que lo que no me gusta es la Colonia Alpha, si quiere que le sea sincero. He venido a causa de mi hermana, pero no tenía el menor interés en hacer este viaje. De todos modos, trataré de colaborar en todo lo que me sea exigido.
—Lo que exigiremos de usted no será mucho: lo único que vamos a pedirle es la oportunidad de observar su vida... en el ambiente social y físico que nosotros le proporcionaremos.
»En la Colonia Alpha tenemos una sección dedicada al estudio de la estética; les incluiremos, a su hermana y a usted, en aquel grupo. Es cosa sabida que los valores estéticos han contribuido grandemente al desarrollo del género humano, pero nunca han sido valorados adecuadamente.
»Vivirá usted en un pequeño grupo comunitario, cuyas únicas preocupaciones son las estéticas; todas sus necesidades económicas estarán cubiertas. Dentro de ese grupo, podrá usted vivir en completa libertad; pero será usted observado, y todos sus actos serán registrados minuciosamente.
—¿Qué me dice de los aspectos procreativos del programa? —preguntó John en tono casual.
—Por ahí corren rumores desagradables, ¿verdad? —dijo Bronson—. Pero supongo que ya le habrán informado de que el matrimonio entre miembros del grupo está permitido, aunque no es obligatorio. La única restricción es que tiene que ser dentro del grupo, porque los potenciales compañeros son aquellos que poseen las mismas cualidades, las cuales deseamos subrayar y estudiar en futuras generaciones.
—¿Qué amplitud tiene esa sección de la Colonia Alpha?
—En la sección de estética hay casi un millar de miembros.
—¿En qué consisten los grupos de Control? —preguntó súbitamente John—. He oído hablar de ellos, pero muy poco.
Bronson le contempló en silencio durante un largo rato.
—Sí —dijo finalmente—, el camarero de su comedor me ha informado de su interés.
Y luego, bruscamente:
—No trate de verla. ¡No trate de volver a verla!
El exabrupto hirió a John como una bofetada.
—Todo se lo dice usted —murmuró.
—Eso espero —dijo Bronson—. Pero hay algo que no debe usted olvidar; estoy seguro de que se lo explicaron adecuadamente. Una vez que alguien ha embarcado para este viaje, no existe posibilidad de que se vuelva atrás; ninguna posibilidad. Su firma en un contrato de Desarrollos Humanos anula automáticamente cualquier obligación anterior; y todos los contratos futuros serán elaborados dentro de la estructura de Desarrollos Humanos. Nuestras restricciones son las mínimas exigidas para el éxito de los experimentos, pero tienen que ser observadas escrupulosamente. ¿Lo ha comprendido, John?
—Sí..., lo he comprendido —dijo John.
Una vez en el espacio, dentro del sistema Alpha, el cohete tenía que viajar durante varios días antes de llegar al Planeta 7, el único mundo de tipo terrestre de aquella familia de planetas. El hombre podía llegar a las estrellas, pero el deseo de extraer algún provecho de esa facultad casi había muerto; el descubrimiento había llegado tarde, demasiado tarde...
Llevaban nueve días de viaje cuando John vio al gato..., el gato que pertenecía a la muchacha del vestido rojo. John vio al animal vagabundeando delante de él en el pasillo que conducía a su camarote. Miró rápidamente a su alrededor, pero no había nadie cerca. Entonces siseó suavemente. Como si le reconociera, el gato volvió la cabeza, arqueó el lomo y lo frotó contra la pared de acero. John cogió al animal en brazos y entró apresuradamente en su camarote.
Era absurdo, pero descubrió que sus manos temblaban mientras dejaba al gato encima del camastro. Discutió consigo mismo la posibilidad de abrir la puerta y sacar a Toby al pasillo; pero sabía que no iba a hacerlo.
Entró en el camarote de Doris, sabiendo que su hermana estaba fuera, ya que acababa de dejarla con el doctor Bronson en la cubierta de paseo. Buscando en los cajones encontró un trozo de cinta. Entonces regresó a su camarote y se sentó ante el pequeño escritorio.
Vaciló unos instantes. ¿Qué iba a decirle? ¿Y por qué suponía que ella pudiera estar interesada en recibir alguna noticia suya?
John lo ignoraba.
Cogió un trozo de papel y escribió apresuradamente:
Ni siquiera conozco su nombre. El mío es John Carwell. ¿Puedo volver a verla? En el pasillo situado entre la antesala principal y su puente, hay una puerta con un letrero, «Tripulación», que conduce al paso entre máquinas. Esta noche, después de cenar, estaré allí.
Sus manos temblaban todavía más mientras convertía el papel en un pequeño rollo y doblaba la cinta sobre él. Luego, la ató al cuello del gato. Cautelosamente, abrió la puerta y sacó al animal al pasillo.
—Ve en busca de ella, Toby -dijo—. Date prisa.
El largo tubo situado en el centro de la nave contenía los diez mil alambres y tuberías que formaban el sistema nervioso mecánico del vehículo espacial. Contenía un ascensor para uso de la tripulación, y en cada uno de los puentes había una pequeña plataforma a efectos de inspección. Entre las distintas plataformas discurría una escalerilla que iba de un extremo a otro de la nave.
En el paso entre máquinas hacía frío. El aire estaba impregnado de olor a sulfuro y a ozono. John podía oír el ocasional zumbido de las máquinas auxiliares, y el sordo rugido de los motores de la nave.
Esperó allí, a oscuras, diciéndose a sí mismo que estaba cometiendo una locura. Había nueve posibilidades contra una de que el gato ni siquiera hubiera llegado al camarote de la muchacha con el mensaje en su cuello. Cuando John lo había soltado, el animal había tratado de arrancarse la cinta con las zarpas. Y la otra posibilidad era que la muchacha se echara a reír y no hiciera el menor caso del mensaje.
Pero él estaba allí. Llevaba allí veinte minutos, y no sabía cuánto tiempo tendría que esperar aún. Quizás hasta que llegaran a Venus, pensó absurdamente.
La puerta se abrió y volvió a cerrarse rápidamente. John se aplastó contra la pared.
Inmediatamente después lanzó un suspiro de alivio: acababa de reconocer a la figura que se acercaba.
La muchacha le llamó en voz baja:
—John...
—Estoy aquí —dijo John.
Durante unos instantes permanecieron uno frente a otro, incapaces de explicar por qué habían ido.
—Deseaba volver a verla —dijo finalmente John.
—Y yo tenía la esperanza de que lo deseara —respondió la muchacha.
Y luego pareció que no había nada más que decir. Pasados unos días, la nave aterrizaría en Venus, y ella se iría a vivir a una selva, en tanto que él vería transcurrir el resto de su vida en alguna jaula musical. Repentinamente, la situación parecía irracional, absurda.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó John.
—Lora. Lora Wallace.
—¿Por qué ha venido? ¿Por qué va al Planeta 7?
—Para huir de la muerte. La Tierra no es más que una enorme tumba. Nos engañamos a nosotros mismos diciéndonos que estamos reconstruyéndola, pero no es cierto. La gente de Desarrollos Humanos sabe que no es cierto, pero no hay muchos más que lo sepan.
»Pero no crea que tengo la menor simpatía por los Desarrollos Humanos; el Proyecto está destinado al fracaso. He venido huyendo.
»En la Tierra ocurre lo que ha ocurrido cien veces antes de ahora. No se puede viajar de una ciudad a otra sin un centenar de firmas en los documentos personales; no puede planearse un proyecto tan sencillo como un jardín en la parte trasera de la casa, sin consultar a veinticinco autoridades y expertos.
»¡Oh, sí! Todos son muy generosos y serviciales. Y nosotros comprendemos que es necesario cumplir las normas a fin de poder conservar y reconstruir el mundo. Pero, de todos modos, estamos en una cárcel.
»No pude soportarlo por más tiempo. Algunos de mis amigos se marcharon a las colonias de la Luna; otros a Marte: pero yo no tenía el dinero suficiente para ir a ninguno de los dos lugares. La única posibilidad que se me ofreció para escapar fue la de convertirme en miembro de una colonia de Control del Proyecto de Desarrollos Humanos.
—¿Cree usted que será libre viviendo en la selva, entregada a sus propias fuerzas? —preguntó John.
—¡Sí! —respondió impetuosamente Lora—. Porque nadie va a preocuparse de lo que hago, ni de adonde voy, con tal de que no perjudique a mi vecino. Apostaría cualquier cosa a que, a la larga, los únicos supervivientes de la civilización terrestre serán los descendientes de las colonias de Control del Planeta 7. El único modo de elaborar hombres y mujeres capaces de conquistar un planeta consiste en darles un problema y dejar que lo resuelvan a su manera, con absoluta libertad de acción.
—¿No es eso lo que están haciendo en la Tierra? —objetó John—. ¿Y de un modo más civilizado? Tenemos el problema: hacer de nuevo habitable la Tierra, crear una civilización estable. ¿Acaso no lo estamos haciendo con una colaboración mayor que la que había existido antes?
—¡No! Esa es la misma antigua sofistería que ha arruinado a centenares de naciones. Controles, restricciones, oficinas... Esas cosas no significan colaboración: significan fuerza. Y cada aplicación de fuerza representa menos libertad para algún hombre.
»No necesito a nadie que me diga cuál tiene que ser mi tarea; lo sé mejor que nadie. No necesito a nadie que me diga cuál es el mejor lugar para vivir; sabré encontrarlo por mí misma. Y lo mismo harán millones de otras personas, en cuanto tengan una oportunidad. Y al final descubriremos que hemos realizado una tarea mucho mejor que la que los técnicos y los expertos hayan podido soñar. ¡Si no puedo vivir en la Tierra como un ciudadano libre, iré al Planeta 7 como un Control!
John estaba ligeramente turbado por la vehemencia de las palabras de Lora, pero al mismo tiempo le permitía echar una ojeada a un mundo nuevo. Un mundo —ahora se daba cuenta— que hacía mucho tiempo deseaba ver.
—¿Por qué ha venido usted? -preguntó la muchacha.
—No lo sé —respondió John—. No tengo ningún motivo para estar aquí; debo encontrar uno.
Lora sacudió la cabeza.
—Los motivos viven dentro de uno, no se encuentran... —dijo. Y, tras un breve silencio—: Será mejor que regresemos a nuestros camarotes. Alguien podría echarnos de menos si nos quedamos aquí demasiado tiempo. Yo saldré la primera; espere unos minutos antes de salir.
—¡Un momento! —John apoyó una mano en el brazo de la muchacha—. ¿Volveremos a vernos?
Lora vaciló y le miró, sonriendo.
—De acuerdo. Mañana. A la misma hora. Tenga cuidado. No debe enterarse nadie...