INVESTIGACIÓN

Lee Harding

Detrás de la mesa-escritorio estaba sentado el inspector divisionario. Alto, delgado, inexpresivo, la piel muy tensa sobre los inflexibles huesos de su rostro, sus labios moviéndose con precisión mecánica.

—¿Qué es lo que desea exactamente, Mr. Johnston?

Delante de él, al otro lado de la amplia mesa, estaba sentado un hombre bajito, pálido, de aspecto insignificante, que se frotaba nerviosamente las manos. Su turbación era evidente.

—Algo real -dijo—. Algo que no haya sido hecho por el hombre. Algo que no sea sintético. Eso es todo. No para quedármelo. Únicamente para verlo. De modo que al menos pueda saber que existe. ¿Dónde puedo encontrar una cosa así?

El inspector pareció perplejo. Era la primera vez que se enfrentaba con una petición de aquella naturaleza.

—¿Algo... real? -Sus labios formaron la palabra como si fuera ajena a su vocabulario—. ¿En qué motivos basa usted su petición, Mr. Johnston?

El hombre bajito sintió que se desvanecían sus esperanzas. ¿Cómo podría explicar, con palabras que pudieran ser comprendidas por el sombrío individuo que estaba sentado enfrente de él, el inexplicable deseo que había llegado a convertirse en una obsesión?

Detrás del inspector, una amplia ventana se abría al mundo. Mr. Johnston vio la ciudad que se extendía como la concha de un gigantesco crustáceo. Contempló con expresión desolada las construcciones de acero y plástico que se erguían hasta la línea del horizonte, y se estremeció.

—Todo lo que está a mi alrededor ha sido hecho por el hombre —dijo, vacilante—. La ciudad donde vivimos, el aire que respiramos, las ropas que vestimos e incluso los alimentos que comemos son productos de nuestra maravillosa tecnología. Por todas partes veo la demostración de la increíble habilidad del género humano. Pero, ¿dónde puedo encontrar el corazón? ¿Y cómo puedo encontrar el mío en este mundo terrible y hostil de enormes edificios y gente que no sabe sonreír? Desde luego, tiene que existir algún lugar que no haya sido contaminado por el progreso humano...

El hombre bajito suspiró y se retrepó en su asiento.

—Las cosas no fueron siempre como son. Incluso yo lo sé. Debí nacer cuando el mundo antiguo periclitaba y empezaba el nuevo. Puedo recordar árboles y flores y los cantos de los pájaros. Y anchas corrientes de agua que se deslizaban entre mis pies. Y nubes y lluvias y vientos fríos. Hoy me pregunto a mí mismo: ¿Qué es un pájaro? ¿Qué es una nube? ¿No hay espacio ya para ellos en esta tierra que hemos hecho? ¿Han desaparecido para siempre? ¿Se ha hartado finalmente nuestras máquinas en el gran festín de nuestro planeta, sin dejar más que una esfera improductiva recubierta de metal que vagabundea sin objetivo a través del espacio, sin inviernos ni veranos que señalen su paso?

La emoción, que por unos instantes había teñido de carmesí las morenas mejillas del hombre bajito, se desvaneció. Con expresión cansada, Mr. Johnston contempló el terrible paisaje que se divisaba a través de la ventana.

El inspector permaneció en silencio. Detrás de sus ojos fríos y calculadores, una aguda inteligencia estaba ocupada dirigiendo la información que Johnston había desplegado delante de él, y estaba preparando ya una respuesta cuidadosamente estudiada.

—Pero, no me ha dicho usted aún por qué desea tener algo real.

—¿Por qué? -En realidad, Mr. Johnston no lo sabía—. Deseo tenerlo, eso es todo —respondió, casi con desesperación—. Algo que pueda tocar con mis propias manos y saber que es real, que no ha sido hecho por el hombre, sino por...

—¿Por quién, Mr. Johnston?

El hombre bajito miró fijamente al inspector. Creyó captar una leve nota de cinismo en su desapasionada frialdad. Tragó saliva.

—Por... por... —¿Por quién?—. No... no lo sé. Lo único que sé es que no habrá sido hecho por el hombre. ¿No lo comprende? Algo real.

El inspector se permitió a sí mismo el lujo de una sonrisa.

—Pero, Mr. Johnston, seguramente se da usted cuenta de que...

En aquel preciso instante, sus músculos faciales parecieron helarse repentinamente. Una rígida expresión asomó a sus fríos ojos, los cuales se inmovilizaron en algún punto situado detrás de Mr. Johnston.

—Tiene usted que... perdonarme —tartamudeó—. Una sobrecarga... debida al exceso de trabajo... Compréndalo. Si... si... fuera usted tan amable de... dirigirse a la... oficina doce... allí le atenderán. Le..., le ruego que perdone este..., este..., este retraso. Yo...

No dijo nada más. Su boca quedó rígida, formando un óvalo casi perfecto. En las profundidades de sus ojos hubo un breve chisporroteo.

Johnston contempló unos instantes a la inmóvil figura. A su rostro asomó una expresión de desaliento. Luego suspiró, se puso en pie y salió de la oficina.

Eso era lo que ocurría en el mundo, se dijo. Máquinas que parecían personas, y personas que parecían máquinas. Cada día resultaba más difícil distinguir a unas de otras.

Tomó el ascensor que había de conducirle a la planta baja y salió a la calle. Sería inútil acudir a la oficina 12 y mantener otra infructuosa entrevista con otra extensión humanoide de algún experto calculador. Y, además, había empezado a darse cuenta de que el concepto de algo real no había sido previsto por la cibernética.

Y no sólo las máquinas, pensó, mientras se volvía a contemplar a la gente que se movía silenciosamente a su alrededor. Su andar mecánico, su inexpresividad, parecían más propios de un artilugio que de un ser de carne y hueso. Cuando había acudido a otras personas para consultarlas acerca de su problema, su incomprensión le había asustado, decidiéndole a recurrir al inspector divisionario en busca de ayuda.

Había resultado muy desagradable descubrir que su amistoso interrogador era un robot. Dadas las circunstancias, tenía que haberlo presumido, ya que pocos puestos de la administración eran desempeñados por hombres. La cibernética había progresado hasta el punto de que a Johnston no le hubiera sorprendido descubrir que más de la mitad de la población era robótica, por inteligente que fuera su disfraz.

Echó a andar. Sin rumbo determinado. Alzó la mirada hacia las imponentes moles de acero que se levantaban a su alrededor, y se maravilló de la arrogancia con que se erguían en dirección al cielo. Un increíble número de manzanas de edificios que se extendían hasta el infinito.

¿Tenía realmente un final su ciudad?

Johnston había viajado por toda la superficie y por la red subterránea con la esperanza de descubrir los perímetros donde los monstruosos desfiladeros llamados calles daban paso a un paisaje más normal, y donde pudiera empezar a sentir el peso de la luz del sol sobre su cuerpo.

Había viajado millas y millas en todas direcciones, pero la ciudad no cambiaba nunca, y siempre parecía regresar al punto de partida.

Así había empezado la pesadilla de Johnston. Esta terrible visión de un mundo que se extendía de este a oeste y de polo a polo, cubriendo el antiguo mundo con los magmas fundidos del trabajo del hombre.

¿Era ésta la herencia de los dioses?

Johnston no quería creerlo. No podía creer que el pasado se hubiera extinguido. Algo tenía que quedar de él. Si pudiera encontrarlo...

Tal vez le infundiría valor para enfrentarse con su ingrato futuro.

¿Había explorado realmente todas las avenidas? ¿Qué otros medios de transporte existían? Trenes aéreos, ascensores...

¡Ascensores!

¡Desde luego! Había más de una dimensión. Johnston había investigado a su alrededor, pero nunca se le había ocurrido buscar hacia abajo ni hacia arriba.

Excitado, se encaminó directamente hacia uno de los más importantes edificios de la Administración.

La puerta del ascensor se abrió al aproximarse Johnston.

—¿Hacia dónde? —preguntó una voz impersonal desde alguna parte.

—Hacia abajo —dijo Mr. Johnston.

—¿A qué profundidad?

—A la máxima.

La máquina murmuró algo. La puerta se cerró. Y Johnston se sintió arrastrado hacia las entrañas de la tierra.

El ascensor descendía a una increíble velocidad. Johnston se daba cuenta de que bajaba milla tras milla y, sin embargo, no experimentaba la menor sensación de movimiento. El ascensor estaba cuidadosamente equilibrado sobre un eje de nogravedad. Dentro de la cabina, Johnston se sentía tan ligero como el aire.

Finalmente, el ascensor se detuvo. La puerta se abrió y Johnston salió al exterior.

Y quedó desalentado. Ante él se extendía un largo y vacío pasillo. Una figura uniformada estaba de pie, esperando.

—¿Su nombre, señor? —inquirió.

—Johnston. Harry Johnston. Sólo... sólo quería echar una mirada por aquí.

—Comprendo. En tal caso, le serviré de guía. Espero que encontrará interesantes las profundidades más inferiores.

Johnston no las encontró interesantes. Siguió al silencioso cicerone durante algún tiempo, pero no descubrió nada que disipara su decepción. Las amplias calles y los altos edificios de la superficie habían sido sustituidos allí por angostos pasillos de brillantes paredes..., pero seguía siendo la ciudad. Johnston había alimentado la esperanza de que en las profundidades del mundo podría descubrir quizá rocas y tierra en su estado natural. Pero no había nada de eso. Sólo el producto del genio industrioso del hombre. Y detrás de las paredes, zumbaban las potentes máquinas que hacían posible la existencia de la ciudad que se extendía en la superficie.

Johnston miró a su alrededor, derrotado.

—Creo que voy a regresar.

—Muy bien, señor.

Una idea repentina se le ocurrió a Johnston.

—¿A qué profundidad nos encontramos?

—A veintisiete millas.

Se repitió la cifra a sí mismo.

—¿Es éste el nivel más bajo?

—Si se refiere usted a si la ciudad se extiende debajo de nosotros, la respuesta es no, señor.

Johnston se detuvo y golpeó el suelo con la punta de su zapato.

—Entonces, ¿qué hay debajo de esto?

—Varias millas de material aislante.

—¿Y después?

—El infierno, señor.

- ¿El infierno?

—Un vocablo arcaico que describe el meollo interno del planeta. Eso es todo. No hay... nada más.

Mr. Johnston se quedó mirando fijamente el suelo, tratando de imaginarse la furia elemental del meollo derretido del violado planeta. Y sonrió. Aunque débilmente.

Ya era algo saber que el hombre no había sido lo bastante listo ni lo bastante orgulloso como para dominar la derretida furia del meollo del mundo.

El guía le acompañó al ascensor y esperó a que se cerrara la puerta. Cuando vio que el aparato ascendía con toda normalidad, cruzó el pasillo y se colocó de pie en un angosto nicho labrado en la pared. En cuanto sus hombros establecieron contacto con una determinada franja de metal, un haz luminoso de iones cruzó su pecho y le deactivó.

Sus ojos quedaron abiertos, mirando vacuamente a través de una fría oscuridad.

Lo primero que pensó Johnston cuando llegó a la superficie fue alquilar una avioneta y surcar los aires por encima de la ciudad hasta encontrar lo que estaba buscando. Quizá desde un punto tan elevado podría ver dónde terminaba la ciudad y lo que había más allá. Pero, ¿y si la ciudad era interminable? Esto significaría que sólo podía existir algo real en lugares pequeños y ocultos, que en su prisa podía pasar fácilmente por alto. Johnston no tenía la menor idea de lo que estaba buscando ni de lo que podía encontrar. Podía ser algo tan enorme como una cordillera de montañas, o algo tan frágil como una flor brotando entre los desfiladeros de construcciones de la ciudad.

Tenía que andar. Recorrer la ciudad a pie. Viajar hasta los límites de la megápolis, y más allá. Disponía de mucho tiempo: ¿qué importaba que el encontrar lo que estaba buscando le costara meses, o incluso años? Era algo que debía tener. Contra aquel enorme deseo, el tiempo había dejado de tener importancia.

Empezó su investigación a la mañana siguiente.

Andaba rápidamente. No tenía necesidad de llevar nada. Sólo las ropas que vestía. La ciudad le atendería. Para eso estaba allí.

Inició su viaje cuando las primeras claridades del alba teñían el cielo por encima de los altos edificios, y las calles estaban desiertas e iluminadas todavía por las fantasmales luces de neón. Las sombrías paredes contemplaron su avance desdeñosamente, y luego volvieron a fijar su lóbrega mirada en el cielo eternamente desnudo.

Johnston llevaba una brújula atada a la muñeca. Esto le permitiría andar siempre en dirección norte. No quería exponerse a girar en un círculo interminable. Y sus ojos brillaban con el fuego de la aventura.

A mediodía, su entusiasmo se había enfriado. Le dolían las piernas y la cabeza. Se sentó en el borde de la acera y dejó que el frenético bullicio de la ciudad se moviera a su alrededor. Por encima de su cabeza, los vehículos aéreos susurraban silenciosamente a través de sus rutas. Las personas y los robots apenas utilizaban las calles; la mayoría de ellos preferían la velocidad y la higiene de los transportes subterráneos.

Al cabo de un rato, Johnston se puso en pie y reanudó su viaje. Su paso era ahora más comedido, y preveía que los primeros días serían muy penosos. Después, tenía la esperanza de que sus piernas se acostumbrarían al ejercicio.

Al anochecer había recorrido una distancia de nueve millas aproximadamente. La ciudad no había experimentado ningún cambio. Los enormes edificios seguían brillando fríamente encima de su insignificante figura.

Estaba de nuevo solo en una calle desierta. Los pálidos pobladores de la Tierra se habían encerrado en sus madrigueras.

También él tenía que buscar un refugio. El cuerpo le dolía de un modo insoportable. Necesitaba descansar.

Entró en un hotel para pasar la noche.

Por la mañana se levantó, reanimado, y reemprendió su paciente viaje.

Y así transcurrieron los días. Cinco. Johnston había perdido la cuenta de las millas que había recorrido, siempre hacia el Norte, sin descubrir la menor variación en el panorama que le rodeaba. Había explorado un centenar de calles y atajos distintos, sin ver otra cosa que las paredes de interminables edificios. Su prisión no parecía tener fin.

Empezó a detener a la gente en las calles y a formularles una pregunta.

—Perdone, pero, ¿ha visto usted algo real?

Unos ojos tristes e inexpresivos se volvían a mirarle. Algunos inquirían:

—¿Si he visto qué?

Y Mr. Johnston se explicaba, excitadamente:

—Pensé que usted podía conocer algún lugar de la ciudad donde existieran cosas reales y no... no fabricadas. Árboles, flores, y esa clase de cosas...

Muchas veces, la respuesta era una expresión de incredulidad.

—¿De qué está usted hablando? ¿Algo que no haya sido fabricado? No diga tonterías. Será mejor que vaya a ver a su psiq...

Y se marchaban apresuradamente.

Otros no se molestaban siquiera en contestar. Sacudían la cabeza y continuaban su camino, turbados por su pregunta.

Era inútil, pensó Johnston. Si los seres humanos habían olvidado el concepto de lo que era algo real, ¿cómo podía encontrar lo que estaba buscando?

De modo que no hizo más preguntas. Siguió andando hacia el Norte, hacia no sabía qué.

Aquel día, cuando anocheció, continuó andando. Odiaba la noche y la fatiga que traía consigo. Quería aprovechar todas las horas, en su esperanza de que cada paso que daba le acercaba un poco más a su objetivo.

Pero abusaba demasiado de su cuerpo. El mundo que le rodeaba quedó sumido en una espesa niebla, y repentinamente extendió las manos para mantener el equilibrio.

Inútilmente. Cayó sin sentido sobre la acera. La noche le enterró y las luces de neón bañaron suavemente su cuerpo con un amistoso brillo.

Poco después, un vehículo aéreo se posó en la calle, junto a él. Se abrió una puerta y dos hombres se apearon. Entre los dos transportaron a Johnston al vehículo.

Sus cuidados devolvieron a Johnston a un estado de semiconciencia. Se vio contemplado por dos pares de ojos curiosos, inteligentes.

—¿Su nombre?

—Johnston —dijo—. Harry Johnston.

—¿Vive usted en este distrito o es un transeúnte?

Johnston meditó unos segundos antes de contestar.

—Transeúnte, supongo. Viajero, en realidad. Verán, estoy buscando algo real.

Los ojos no parpadearon siquiera.

—¿Va usted muy lejos?

—Tan lejos como pueda. Pero es tan... lento. Tan lento...

El rostro que tenía delante de él frunció el ceño.

—¿Ha estado usted... andando?

Mr. Johnston asintió. Estaba completamente despierto.

—Entonces, le sugiero que alquile un vehículo aéreo. En la manzana 10879 hay una agencia. Puede ir allí a primera hora de la mañana. Entretanto, le llevaremos a un hotel para que repose. Creo que estará usted más cómodo que en la acera.

A la mañana siguiente, Johnston siguió el consejo del patrullero y alquiló una avioneta. No perdía nada probando, pensó. Y, además, seis días de infructuosa caminata le habían agotado. Desde arriba, su campo de visión sería mucho más amplio.

Pero temía lo que podía desabrir desde arriba. Quizás era éste el verdadero motivo de que no se hubiera decidido antes por aquella solución.

Mientras la avioneta ascendía hacia el cielo, sus temores fueron tomando cuerpo. Miró hacia abajo, y vio millas y millas de ciudad extendiéndose inacabablemente. Una profunda desesperación inundó su corazón. La ciudad no parecía tener fin Se extendía a su alrededor y se alargaba hasta la línea del horizonte.

La altura máxima que podía alcanzar la avioneta era únicamente de unos cuantos millares de pies. Johnston no podía hacer otra cosa, sino avanzar hacia el norte a través de la inhóspita megápolis.

Las horas se acumularon como gotas de sudor sobre su frente, y luego, milagrosamente, percibió una gradual disminución de la altura de los tejados de la ciudad. El enorme monstruo rebajaba paulatinamente la altura de su manto. Los altísimos edificios dieron paso a unidades más pequeñas. Johnston siguió volando hasta que las construcciones dejaron de extenderse hacia su pequeño vehículo y se limitaron a dormitar más cerca de la superficie del mundo.

La avioneta cruzó rápidamente la ciudad disminuida hasta un punto increíble. Detrás de ella se erguía el núcleo central, formando una gigantesca barrera contra la luz del sol.

Era casi como si hubiera viajado a través de alguna inmensa cordillera de montañas y ahora discurriera, un poco asombrado, por encima de las colinas en descenso. La intensa concentración de edificios y carreteras había dejado paso a unas amplias y casi desiertas avenidas de cristal y hormigón. Johnston miró hacia abajo alegremente y dio la máxima velocidad a su vehículo. Era la primera vez que descubría una modificación en el trazado aparentemente inalterable de la ciudad. La idea de lo que podía encontrar más adelante hizo palpitar su corazón.

Demasiado pronto. No tardó en ver crecer ante él la forma familiar de otra ciudad. Johnston se sintió poseído de nuevo por la desesperación. Y en medio de ella, tal vez fruto de su imaginación, percibió más allá la forma fantasmal de otra ciudad. Y más allá otra, y otra, y otra. Brotando de la funda metálica que cubría todo el planeta.

Pulsó uno de los botones del tablero de mandos.

—¡Altitud máxima! —gritó.

El vehículo vaciló y luego salió disparado hacia el cielo.

Cuando el vehículo alcanzó una altura de quince mil pies, Johnston miró hacia abajo, hacia el mundo que se extendía debajo de él, y maldijo furiosamente al voraz bípedo que lo había construido. Ya que ahora no parecía tener fin. Un mundo formado por una sucesión de gigantescas ciudades, unidas por los adormilados suburbios que se extendían entre ellas como un abigarrado mantel. Y la terrible concha no tenía ninguna fisura. Ni lagos, ni ríos, ni árboles, ni pájaros. Ni siquiera una nube en todo el estéril firmamento.

Johnston dejó que el vehículo avanzara hacia los altos tejados, a través de una atmósfera cuya única estación era un suave verano, hasta que el brillo del sol contra las ventanas puso en marcha automáticamente los filtros.

De repente, y hacia el oeste, empezó a producirse una leve diferencia. Un color brotó del horizonte, despertando en Johnston dormidos recuerdos.

Mientras el vehículo seguía avanzando, Johnston trató de recordar. Aquel color era algo distinto.

—¿En qué consistía la diferencia?

En que era verde. No el verde a que estaba acostumbrado. No el verde invariable de las ciudades. Mucho más sutil. Como si estuviera compuesto de muchos matices diversos y similares al mismo tiempo. El color que correspondía a los árboles y a los jardines, donde cada arbusto poseía su variación personal del matiz general, y donde...

Johnston hizo girar bruscamente el vehículo y aceleró hacia el oeste, por encima del inmóvil océano de acero. Y, paulatinamente, lo increíble fue haciéndose realidad ante sus ojos.

De pronto, el Gran Parque estalló delante de él. Apartó la mirada de aquella explosión de verdes, demasiado intensa, y pulsó ávidamente el botón de descenso.

El diminuto vehículo descendió en espiral y se posó sobre una alfombra de césped en el centro del Gran Parque.

Mr. Johnston permaneció sentado, inmóvil, parpadeando y diciéndose a sí mismo que no estaba soñando y que aquel lugar existía realmente en el mundo, después de todo.

Un parque. Un gigantesco parque. Y él había llegado a creer que el hombre había olvidado.

¿Cómo podía un hombre olvidar tal belleza?

Se apeó del vehículo y permaneció unos instantes de pie junto a la portezuela. Miró a su alrededor y se maravilló de la suavidad con que sus pies se hundían en la blanda y verde alfombra de hierba. Le rodeaba un silencio tan increíble y tan agradable, que empezó a dudar de sus propios sentidos.

A lo lejos se erguían unas verdes colinas. Los árboles salpicaban y a veces dominaban el paisaje. El tiempo parecía haberse detenido y las ciudades parecían haber quedado atrás, muy atrás.

Y, realmente, no había allí la menor señal de las ciudades. Por altas que fueran, el parque estaba situado de modo que las hacía invisibles. Era como si Johnston se encontrara completamente solo en su propio mundo particular.

Nunca había imaginado tal recompensa.

El paraíso. O lo más parecido al paraíso. ¿Qué extraño capricho de la humana naturaleza había previsto el aislamiento de aquel oasis del resto del mundo? Tal vez se había apresurado demasiado al juzgar tan acerbamente a sus compañeros humanos...

Pero, ¿por qué no le había hablado el inspector de este lugar?

Su perplejidad desapareció, barrida por su impaciencia. Si hubiera ido a la oficina 12, tal como le habían indicado, seguramente le habrían hablado del parque... y le habrían ahorrado varios días de agotador viaje. Sin embargo, no podía negarse que el elemento sorpresa aumentaba su placer. Si le hubieran encaminado directamente a aquel idílico refugio, no hubiese experimentado el intenso goce que inundaba todo su ser.

Se apartó del vehículo y echó a andar lentamente a través de la hierba hacia un sendero que discurría entre los árboles. Lo siguió por algún tiempo hasta que el vehículo quedó oculto detrás de una elevación del terreno y el último contacto con la ciudad se desvaneció. Johnston estaba solo en el Edén.

Mientras avanzaba, se apartaba de cuando en cuando del sendero para contemplar las diversas especies de árboles y de plantas que crecían a intervalos cuidadosamente espaciados, cada uno de ellos con su correspondiente etiqueta pegada al tronco o clavada en el suelo. Las palabras eran incomprensibles para Johnston. La mayoría de ellas habían desaparecido desde hacía mucho tiempo del vocabulario del mundo. Pero Johnston sonreía, inclinando afirmativamente la cabeza, como si comprendiera el significado de las etiquetas, y se dirigía hacia la siguiente.

El sendero parecía discurrir interminablemente entre los árboles. Al cabo de un rato, Johnston se cansó de andar y se sentó sobre la hierba. Los rayos del sol poniente provocaban sombras que corrían a través del paisaje. La brisa arrastraba oleadas de perfume. Un repentino deseo invadió a Johnston, el cual se tendió cuan largo era sobre la hierba, con una mano apoyada indolentemente sobre los ojos para librarlos de los rayos del sol.

Se sintió invadido por una intensa paz. Todo su resentimiento se desvaneció y olvidó el mundo que había dejado detrás de él. Aspiró a pleno pulmón el perfumado aire. Era tan distinto del viciado aire ciudadano...

Dio media vuelta sobre sí mismo y se quedó contemplando la hierba. Estudió las delgadas briznas verdes como si estuviera investigando un profundo secreto.

De repente, se produjo un movimiento entre la hierba. Fascinado, Johnston vio una larga columna de hormigas que avanzaban por aquella selva en miniatura, y se maravilló de su paciencia.

Un extraño sonido sobre su cabeza le llamó la atención. Alzó la mirada y vio un raro animal que batía el aire con sus alas y desaparecía entre las ramas de un árbol cercano.

¡Un pájaro!

Johnston se sentó, muy excitado. ¡En el parque había seres vivos! ¿Qué maravillosos descubrimientos le quedaban aún por hacer?

Y la noche estaba cayendo rápidamente. No disponía de mucho tiempo.

Johnston se puso en pie y echó a andar apresuradamente hacia la cima de la colina más próxima. Debajo de él, el terreno descendía suavemente para ascender de nuevo hacia otra cima. Pero aquella depresión era la cosa más notable que Johnston había visto. Estaba cubierta por una amplia sabana de agua que sólo podía ser un lago, y sobre la plácida superficie permanecían sentados unos raros animales, con sus largos cuellos arqueados indolentemente hacia sus propios reflejos.

En su apresuramiento, Johnston bajó la colina corriendo, tropezó y recorrió los últimos metros rodando sobre sí mismo. Pero se levantó riendo, con la extraña alegría de existir. Luego se acercó a la orilla del lago, y contempló durante un largo espacio de tiempo a los impasibles animales, que finalmente condescendieron a darse cuenta de su presencia.

Luego, cuando las estrellas empezaron a tachonar el cielo, Johnston se tumbó en la hierba, a orillas del lago, y se maravilló ante la transformación que experimentaba el parque bajo la magia nocturna.

Más tarde se quedó dormido. El aire era agradablemente cálido y Johnston no se sentía amenazado por ningún peligro. Su último pensamiento consciente fue el de que sus descubrimientos no habían hecho más que empezar.

Johnston despertó ante una mañana verde, la primera que podía recordar. Bañó su rostro en las frías aguas del lago, y luego agitó una mano despidiéndose de los indolentes cisnes. Le quedaba otra colina por remontar.

Se apartó del lago y subió a la cima de la otra colina. No estaba preparado para el esplendor que se extendía a sus pies. En vez del familiar y monótono verde que se había acostumbrado a contemplar, el paisaje que se abría ante sus ojos era una sinfonía multicolor. La alfombra de flores llegaba hasta la línea del horizonte en un dionisíaco despliegue de matices.

El estallido de color fue tan intenso, que Johnston parpadeó, asombrado. Descendió la ladera de la colina como un sonámbulo. A uno y otro lado del sendero se extendían unos maravillosos jardines muy bien cuidados. Johnston empezó a preguntarse si estaba soñando. Tanta belleza no tenía derecho a existir en su mundo. Y sin embargo, las rosas eran reales a su tacto. La fragancia que esparcían hubiera intoxicado a un inspector, y hubiera desvanecido cualquier falso sueño. Y luego llegó el increíble esplendor de las orquídeas, pictóricas de vida en un clima tan templado. Y había más. Mucho más. Millas y millas de capullos exóticos. Un verdadero bosque de flores que se extendía hasta donde podía alcanzar la vista.

Pero, ¿quién cuidaba de todo aquello?, se preguntó Johnston. ¿Quién cuidaba el césped, los árboles y los campos?

Seguía intrigado por ese molesto detalle cuando divisó la casa del guarda.

Johnston permaneció completamente inmóvil en el borde del pequeño claro y examinó la singular edificación desde el otro lado. Era una especie de cabaña, y parecía haber sido construida del mismo material que los troncos de los árboles que la rodeaban. Madera o algo parecido, recordó Johnston, enorgulleciéndose de su memoria latente. Hasta entonces no había visto madera. Consideraba casi imposible que pudiera seguir existiendo en el mundo de las ciudades.

Y sus sorpresas no terminaron ahí. Mientras andaba entre aquellos jardines, había imaginado a un ejército de robots moviéndose entre las flores, regándolas y cuidándolas. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que el Gran Parque era atendido por un anciano que estaba sentado solo en el centro de todo, en una cabaña construida de madera.

Golpeó la puerta con los nudillos.

—Adelante —respondió una voz paciente, cansada.

Mr. Johnston abrió la puerta.

La habitación estaba iluminada únicamente por la luz solar que se filtraba a través de varias ventanas desprovistas de visillos. Los muebles eran increíblemente pasados de moda, y construidos también de madera.

El anciano estaba sentado cerca de una ventana, en el rincón más apartado. Hizo un gesto invitando a Johnston a que cerrara la puerta y tomara asiento.

—De modo que ha venido usted a ver mi parque —dijo el anciano, con una voz que parecía también de madera. La frase fue una afirmación, no una pregunta.

Johnston, dijo:

—Desde luego. No... no tenía la menor idea de que existiera un lugar como éste. Creí que todo esto había... desaparecido. Que las ciudades se lo habían tragado.

—No, no ha desaparecido todo —dijo el anciano, suavemente. Johnston pensó que nunca había visto a nadie con tal aspecto de vejez. Como si estuviera sentado allí desde hacía... siglos—. Quedan todavía algunos lugares. Parques, como éste. Pero no viene ya mucha gente por aquí.

—¿Por qué no?

Para Johnston, resultaba inconcebible que la gente quisiera permanecer en las ciudades pudiendo trasladarse a lugares tan bellos. Y así se lo manifestó al anciano.

El guardián sacudió su canosa cabeza, tristemente.

—Lo que usted no comprende, Mr. Johnston, es que la mayoría de la gente ha olvidado lo que es la belleza. Y al resto... no le importa.

El anciano estaba en lo cierto. Una parte de la humanidad había sido reemplazada por máquinas que se movían y actuaban casi como seres humanos, pero, además, el resto de las personas habían asumido las características de las máquinas. Sus personalidades habían sido tragadas por el mundo mecanizado que les rodeaba, y apenas podían ser distinguidas de los robots. Un medio ambiente estéril había moldeado sus mentes por cauces igualmente yermos. Y por eso resultaba tan difícil separar al hombre de la máquina.

—Usted es el primer visitante que he tenido desde hace... años —dijo el anciano.

La leve pausa que separó la última palabra del resto de la frase no fue percibida por Johnston. En su mente se agitaban docenas de preguntas.

—Desde luego, no cuidará usted todo esto por sí mismo...

—¡Cielos! No, joven. Hay... robots. —Utilizó la palabra con evidente desagrado—. Máquinas que cuidan de los jardines. Soy demasiado viejo para hacer otra cosa que no sea permanecer sentado y esperar.

—Pero, no veo cómo...

—Claro que no lo ve. Los robots trabajan durante la noche. Con los sentidos que poseen no necesitan la luz del día. Eso evita que descompongan el paisaje cuando llegan visitantes. Aunque en los actuales tiempos no creo que importe demasiado.

Johnston agradeció mentalmente el buen sentido que había dictado aquella medida. La idea de ver una máquina moviéndose sobre su parque le resultaba insoportable. Porque ahora se había convertido en su parque..., suyo y del anciano.

—¿Vive usted aquí, completamente solo?

El anciano se encogió de hombros.

—¿En qué otra parte podría vivir? Yo no necesito a las ciudades. Las ciudades no me necesitan a mí. Aquí me encuentro en plena naturaleza. Soy alimentado y atendido por... por las máquinas. Un mal necesario, desde luego. Mi vida está colmada. No deseo nada más.

Para Johnston, el lugar era cada vez más semejante al Paraíso.

—Me gustaría quedarme aquí. Con usted —exclamó, apasionadamente.

El anciano frunció el ceño.

—Dudo que fuera posible. La ciudad...

—¡Al diablo la ciudad! A la ciudad le tiene sin cuidado lo que me suceda. ¿No es lo mismo que viva aquí que allí?

—No es lo mismo, Mr. Johnston. Recuerde que usted representa parte de una ecuación. Una monstruosa ecuación que permite a los cibernéticos de la ciudad mantener al mundo en funcionamiento. Usted forma parte de un vasto plan de automación, donde cada acto está previsto de antemano y calculado de acuerdo con otro billón de actos. Su ausencia podría introducir un factor no previsto en los cálculos y perjudicar el buen gobierno de la ciudad y, posteriormente, de todo el mundo. No, temo que no podrá usted quedarse. Pero puede usted venir por aquí a menudo.

—¿Y si pido una autorización para quedarme? —insistió Johnston—. No podrían negármela, ¿verdad? A ellos no les importa, de todos modos.

El anciano permaneció unos instantes en silencio. Luego dijo:

—Supongo que estudiarían su petición. Y harían una investigación, desde luego.

Ambos quedaron silenciosos. Johnston contempló el jardín a través de la ventana y escuchó los trinos de los pájaros que hacían más intensa la apacible calma que reinaba en el parque.

—¿Cómo empezó? —preguntó, en voz alta.

El anciano alzó la mirada.

—¿Cómo empezó qué, Mr. Johnston?

—Las ciudades. El mundo. Todo. ¿Cuándo empezamos a devorar nuestro planeta?

—Nadie lo sabe, muchacho. Nadie. Tal vez empezó cuando los dioses abandonaron la Tierra y subieron a las estrellas. Y cerraron las verjas para que no pudiéramos seguirles. Y nos dejaron aquí para perpetuarnos. Sólo teníamos un mundo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—Pero, ¿cuándo llegará al final? -preguntó Mr. Johnston.

—¿Al final? Ha terminado ya, ¿no es cierto?

Se miraron el uno al otro, incapaces de contestar a sus mutuas preguntas.

—¿Cree usted que regresarán algún día? —preguntó Johnston.

—¿Quién?

—Los dioses.

—¿Quién puede contestar a esa pregunta? Por lo que sabemos, pueden haberse olvidado ya de nosotros.

Olvidado de nosotros.

Del mismo modo que algún día nosotros nos olvidaremos de ellos.

Johnston le formuló al guardián otras preguntas acerca del parque. Qué extensión tenía, qué otras cosas contenía, y cuando el anciano habló de vida salvaje, y ríos, y peces, la impaciencia se apoderó de él. La conversación con el anciano había hecho renacer toda su desesperación. Y deseó encontrarse de nuevo al aire libre.

—Creo que voy a continuar mi camino —anunció al cabo de un rato. Y se levantó de la silla que milagrosamente no se había hundido bajo su peso—. Hay muchas cosas que deseo ver antes de que se haga de noche.

—Desde luego. Pero, vuelva a pasar por aquí. Tengo tan pocas ocasiones de conversar...

El anciano le acompañó hasta la puerta y le dejó de nuevo entre los esplendores de la naturaleza.

La tarde empezaba a palidecer. Debían de haber hablado durante horas. ¿O era que los días parecían ahora muy cortos? Johnston creyó recordar que habían sido mucho más largos. Pero de esto hacía mucho, muchísimo tiempo. El hombre lo había cambiado todo.

Excepto esto -pensó Johnston—. Toda esta belleza que me rodea. Ha tenido el suficiente sentido común para conservar esto.

Junto a la cabaña del guarda crecía un gigantesco rosal. Los capullos rojos se tendían ávidamente hacia la luz del sol. Un repentino deseo se apoderó de Johnston: alargó una mano para coger una de las flores y acercarla a su corazón.

- ¡No!

El grito del guardián quebró bruscamente el silencio.

Johnston detuvo su mano a unas pulgadas de los irresistibles pétalos. Miró a su alrededor y al anciano.

—No debe usted tocar las flores.

Una oleada de rabia invadió a Johnston. Estaba harto de que le dieran órdenes. ¿Es que iban a dárselas también allí?

Retadoramente, curvó sus dedos alrededor del tallo de una rosa y la arrancó del arbusto. La sostuvo de modo que el guardián pudiera verla y olió el delicado perfume.

La rosa se marchitó y murió en su mano. Los pétalos muertos se desintegraron como una tela de araña.

Johnston se quedó mirando su mano vacía. Y luego miró al guardián. La expresión de desesperada angustia de los ojos del anciano era el espectáculo más terrible que había visto en toda su vida.

Temblando, Johnston se arrodilló junto al arbusto y agarró firmemente la base de la planta. No le resultó difícil arrancarla. El arbusto no tenía raíces.

La verdad se abrió paso en su mente: las maravillosas rosas eran un fraude, complicadas recreaciones que, una vez separadas del terreno que las producía, se convertían en una frágil película de plástico.

Y, lo mismo que las rosas, todo el jardín. Los árboles, los pájaros..., todo. ¿Por qué había sido tan imbécil como para creer que un lugar como aquél había podido sobrevivir? Sólo era un museo artificial. Nada más. Una brillante reproducción de un grupo de árboles y de flores.

Había sido engañado.

Un angustiado grito surgió de las profundidades de su garganta.

—¡Maldito embustero! Y casi me había hecho creer... Lo único que yo deseaba era la verdad. Usted podía habérmela dado. Sólo usted. Y prefirió mentir, mentir... ¿Y por qué? Debí sospecharlo. Porque es usted un robot, una maldita máquina, como todos los demás. ¿No es cierto? ¿No es cierto?

El anciano trató desesperadamente de reparar el daño.

—Le... le dije a usted que no arrancara la rosa —tartamudeó—, Traté de evitar que... que lo descubriera.

—¡Que descubriera la verdad! —gritó Johnston, y aplastó un puño contra el rostro del anciano. El guardián retrocedió, tambaleándose, y Johnston siguió golpeándole sin compasión, gritando una y otra vez—: ¡Máquina! ¡Maldita máquina!

El anciano cayó al suelo. Johnston le dio un puntapié en la cabeza y siguió golpeando el rostro hasta que aparecieron las fibras sintéticas a través del aplastado protoplasma. Luego dio media vuelta y echó a correr, alejándose de la cabaña.

Fue de un arbusto a otro, con la ilusoria esperanza de encontrar al menos uno que fuera real. Pero todas las flores se marchitaron en su mano. Poseído de una súbita desesperación, arrancó furiosamente los arbustos hasta que la sangre brotó de los cortes que los tallos de alambre producían en sus dedos.

Johnston estalló en una carcajada.

Oyó un zumbido sobre su cabeza. Alzó la mirada y vio un vehículo aéreo posado en el aire, inmóvil. En su interior había dos hombres que le contemplaban desapasionadamente. Los mismos que le habían recogido en la ciudad.

Agentes de la ciudad. Le habían espiado, seguido. Y estaban allí para llevárselo de nuevo al indescriptible horror de la ciudad que el hombre había construido. Al mundo donde no existía nada real y donde los robots eran tan parecidos a los humanos, y los humanos tan parecidos a las máquinas, que resultaba casi imposible distinguirlos.

—¿No comprenden ustedes? —gritó Johnston—. ¡Puedo ser el último hombre vivo!

Se limitaron a mirarle. El vehículo aéreo empezó a ascender.

Johnston continuó arrodillado entre las flores que por un momento creyó reales y que ahora se le aparecían tan artificiales como el mundo del que había huido. Inclinó la cabeza y contempló las brillantes manchas de sangre en sus manos.

Esto era algo real. Su propia sangre. Había estado allí siempre. Era lo único que le distinguía de las máquinas. La única característica humana que no podía ser copiada.

Johnston tomó una decisión. No regresaría a la ciudad. Era preferible la muerte a vivir en aquella espantosa cárcel.

Arrancó un arbusto y frotó salvajemente uno de los tallos de alambre contra su muñeca hasta que la sangre fluyó con abundancia de la seccionada arteria.

El vehículo aéreo aterrizó a unos metros de distancia. Se abrió la portezuela y los dos hombres descendieron. Se acercaron a Johnston con grandes precauciones. Uno de ellos llevaba un instrumento alargado que podía ser un arma.

A Johnston le tenía sin cuidado. Ahora se sentía muy débil.

Levantó su ensangrentada muñeca.

—¿Veis esto, malditas máquinas? Puedo hacer algo que vosotros no podréis hacer nunca. Puedo morir. ¡Morir!

Los hombres permanecieron en silencio, un poco apartados, contemplándole. Johnston se asombró de su paciencia, de su impasibilidad, y se preguntó si realmente comprendían el concepto de muerte.

Sólo cuando la sangre cesó de fluir y la tierra se hubo tragado la última gota del precioso líquido, comprendió Johnston su paciencia. El manantial de su muñeca se había agotado. Sus venas estaban vacías.

Y, sin embargo, seguía viviendo. La conciencia enterrada dentro de su cráneo no necesitaba para nada la envoltura externa, diseñada únicamente para darle una apariencia humana. La suya era la evolución definitiva. Una mente que existía independientemente de su cuerpo sintético.

No había lágrimas para expresar el dolor de Johnston. Su debilitado cuerpo cayó sobre la engañosa tierra y, con el rostro enterrado en la hierba, lloró por la muerte de todas las cosas reales.

No oyó acercarse a los dos agentes, ni sintió la descarga de iones que traspasaron su pecho y anularon su vida sin alma.