I
George subió hasta la habitación que había reservado para Clark y se sentó en la cama. Habló de su trabajo en conjunto durante la guerra, pero pareció lo bastante cuidadoso como para no retroceder más en el tiempo y acercarse a la barrera que tácitamente conocían ambos. No mostró muchas ganas de marcharse, como si estuviese ansioso de asegurarse de que no se había perdido nada en su presente relación, que Clark no abrigaba reservas insospechadas o que no había adquirido nuevas evaluaciones que le hiciesen menos cooperativo de lo que lo fue antes.
Era casi el alba cuando finalmente se fue. Clark experimentó una clase de satisfacción al advertir que todavía se percibía una apariencia de incertidumbre en George, como si dudase de la cualidad de lealtad que podía requerir del físico.
—No se olvide, a las dos de esta tarde —dijo George—. Espero que se vea capaz de hacerlo. Sólo esta última conferencia y pondremos en marcha las cosas.
—Estaré preparado —prometió Clark. Cuando estuvo a solas, Clark ya no sintió ganas de irse a la cama. Las rosadas luces del alba en el armamento comenzaban a despejarlo del sueño y de la fatiga. Se sentó en el sillón junto a la ventana para contemplar la salida del sol desde el horizonte del mar y a la otra parte de la ciudad.
Deseó hallar algún modo de saber lo que George pensaba mientras estaba hablando. Deseó poderlo conocer como cuando estaban en la Western T y E hacía tanto tiempo. Sospechó entonces que la actitud de George era la de supremo desdén para todos los seres humanos menos dotados. Parecía encontrar la expresión literal en su resplandeciente Cadillac y en sus fáciles consecuciones de honores, cada una de las cuales suponía una ventaja sobre los no graduados, una ventaja que se extendía hasta el límite.
Durante la guerra, Clark Jackson comenzó a tener un punto de vista más caritativo de George, aceptándole como un ser humano de extrema vitalidad que quizás raras veces comparaba sus propias funciones con las de cualquier otra persona. Ahora Clark no estaba tan seguro. Amparando el idealismo con el sentido común, parecía como si George hubiese dicho: «Clark Jackson amparará a George Demars».
«Lo volverás a hacer». Precisamente, ¿qué volvería hacer... esconder sus propios ideales una vez más ante la urgencia de la época? ¿Esconder su propia integridad ante el ego de George Demars? Sus reacciones eran quizás infantiles, pensó, pero no podía evitarlo. Volvió a alzarse de nuevo el débil fantasma de la agonía que le había acosado durante sus años de universidad, renaciéndole la precaria confianza que adquirió en su capacidad para conducir el asunto de la simple existencia; pero no podía escapar al hecho de que la mera presencia de George Demars era suficiente para hacerle dudar de sí mismo. Por que ambos tenían que vivir en un mundo en guerra, y con dólares, y con Ellen Pond... pero sólo George sabía cómo arreglarse para sobrevivir ahí.
Sin embargo, el día no estaba muy entrado cuando el mundo veía un predominio de los átomos, y las estrellas, y de las matemáticas madre. Quizás sus características para afrontar estos cambios no eran tan iguales. Quizás la mayor cuestión en aquel momento era, a qué clase de mundo pertenecía el navío de Hain Egoth.
«Ocultar el idealismo bajo el sentido común... lo volverás a hacer...»
No estaba siendo infantil; había sólo una única interpretación posible. George le había llamado porque creía que no era problema doblegarse bajo la súplica de una necesidad militar como había hecho antes, abandonando tales ideales en cuanto podían afectar al impacto de los regalos de los alcardinos.
Se puso en pie al primer destello de la luz solar mañanera que atravesó su ventana. Cualquier cosa que hiciese, no iba a someterse de nuevo. No conocía del todo el momento en que pensó o sintió algo acerca del robot y del navío... pero sabía que había visto en sus amigos, los hombres en el hangar, algo que no le placía en absoluto. Su confianza mutua y las frenéticas sospechas oscilaban sobre el grupo como un palio invisible.
Tenía que hacerse algo sobre eso. Si los regalos de Hain Egoth eran tan grandes como se suponía, tenían que ser rescatados de esta especie de codicia militar. Sería tarea suya, pensó, trabajar para una distribución libre y equitativa de estos secretos entre todos los hombres.
Y no había nada en absoluto que el general Demars pudiese hacer acerca de tal determinación.