IV

George se quedó en la base. Clark comió solo en el comedor del hotel y llamó a Oglothorpe inmediatamente después. El inglés respondió con voz precavida:

—Al habla Oglothorpe.

—Dan, Soy Clark. Quería hablar con usted más de lo que tuve ocasión esta tarde. ¿No podríamos salir esta noche y recordar lo que ha ocurrido desde...?

—Lo siento muchísimo pero esta noche no me es posible —dijo Oglothorpe—. Deseaba con impaciencia hablar con usted, pero, bueno... no está aprobado. Quizás no le importe venir a mi hotel y estar sentados un rato en el vestíbulo.

Su voz era precavida en extremo y Clark sospechó que tenía miedo de que alguien escuchara sus conversaciones telefónicas.

—Estaré ahí dentro de quince minutos —dijo Clark.

Cuando se reunieron, parte de la precaución de Oglothorpe y de su reserva habían desaparecido. Estaba sentado en un sillón en el centro del vestíbulo, y se levantó en cuanto vio a su amigo. Estrechó la mano de Clark cálidamente y le condujo a un pardo sofá de cuero situado frente a la ventana.

Mantuvo la sonrisa en el rostro, pero su voz era seria.

—Me vigilan —dijo—. Es inútil tratar de salir a alguna parte. ¡Creo que estaré muy agradecido cuando esta misión haya sido cumplida!

—¿Tiene que ser siempre como fue esta tarde? —preguntó Clark.

—No lo sé —suspiró Oglothorpe—. ¿Y de qué otra manera podría ser?

—Podría ser muy diferente; si tú, Fenston, Smernoff, los otros de la clase y yo, estuviésemos solos. Podríamos estar sin tener el cañón de un revólver proyectado sobre nuestros hombres por nuestros amables protectores. ¿Por qué no podríamos resolverlo solos... aquellos de nosotros que comprendemos los problemas científicos que entraña esta cuestión?

El rostro de Oglothorpe parecía volverse frío de nuevo. Cuando clavó los ojos en Clark su mirada parecía casi hostil.

—Ya sabe usted que eso no resultaría —dijo—. El mundo está dividido en campos de hombres armados, y los científicos no son diferentes a los demás seres humanos.

—Su mayor y más grande químico habla en bien del bienestar general; un físico vende los secretos mejor guardados a través de la barrera a los del otro campo. ¿Y en quién de esos podría usted confiar? ¿Podría yo confiarle a usted la posible vida y bienestar de mi nación? ¿Podría usted fiarse de mí?

Sacudió la cabeza vigorosamente.

—No, Clark, nunca daría resultado. Debemos darles crédito para manejar este asunto de la única manera posible práctica.

—Podríamos hacerla resaltar —dijo Clark—. Usted y yo y los demás que queremos con suficiencia verlo trabajar en una base de confianza, honradez y mutua comprensión.

—¡Ya le he dicho a usted por qué no hay base alguna para eso! No se puede confiar en un científico más que en cualquier otro hombre. Hace tiempo, quizás, era verdad lo que usted dice. Los últimos años nos han enseñado lo contrario.

—Porque nuestro historial de los pasados veinte años aproximadamente es un fracaso, no significa que siempre ha de serlo así —insistió Clark.

Oglothorpe sacudió la cabeza.

—No hay esperanzas.

—¿Entonces qué va a ser de este regalo de los alcardianos... de su gran idealismo? ¿Vamos a entrar a saco en el navío robando cuantos principios nuevos podamos encontrar, para luego volver a casa alocados y ponernos a crear almacenes enteros de nuevas armas ofensivas sacadas de ellos?

—Sí —asintió despacio Oglothorpe—, eso es precisamente lo que va a ocurrir. Eso es lo que yo haré; eso es lo que usted hará. En el fondo, Clark, usted sabe que no hay otros medios. No podríamos hacerlo de otra manera aunque lo intentásemos. No. Has crecido en un mundo en donde ni siquiera se puede intentar lo que se acaba de sugerir.

»Mis consejeros militares me avisaron amablemente que podían encarcelarme por decir estas cosas, pero no importa —el inglés sonrió pensativo—. Especialmente me previnieron en contra de usted; me dieron órdenes insinuándome que su misión es evitar la distribución equitativa de los datos del navío, cueste lo que cueste.

Los ojos de Clark se contrajeron al mirar el rostro de su amigo.

—Se equivocan. No pueden saber qué órdenes he recibido. ¿No lo comprende, Dan? Son palos de ciego. Todos... van a tientas, con sospechas contagiosas en donde no hay motivo de sospecha, haciendo enemigos a hombres que debían ser amigos.

Oglothorpe extendió las manos y las dejó caer sobre su regazo.

—¿Y qué podemos hacer nosotros, Clark? ¿Qué puede hacer cualquiera de los nuestros?