III
Emprendieron el vuelo de regreso, lentamente. El pueblo era un amarillo parpadeo de luces, brillando cálidamente a través de las ventanas. Jorun dejó a la muchacha a la puerta de su casa.
—Gracias, buen señor —dijo Julith, cortésmente—. ¿No quieres entrar a cenar?
—Bueno...
La puerta se abrió. La luminosa túnica de Jorun le convertía en una antorcha en medio de la oscuridad.
—Es el hombre de las estrellas —dijo una voz de mujer.
—He llevado a tu hija hasta la playa —explicó Jorun—. Espero que no te moleste.
—Y si nos molestara, ¿qué sacaríamos con ello? —gruñó otra voz. Jorun reconoció a Kormt; el anciano debió acudir como huésped a la casa de su nieto desde su granja de las afueras—. ¿Qué podríamos hacer?
—Vamos, abuelo, ése no es modo de hablarle al caballero —dijo la mujer—. Ha sido muy amable. ¿Cenará usted con nosotros, buen señor?
Jorun rehusó dos veces, por si la invitación era un simple acto de cortesía, y luego aceptó encantado. Estaba cansado de la comida que le servían en la posada donde Zorek y él se hospedaban.
—Gracias.
Entró en la casa, inclinándose al cruzar el umbral, demasiado bajo para su estatura. Una sola habitación hacía las veces de cocina, comedor y sala de estar; unas puertas conducían a los dormitorios. Estaba amueblada con una rústica elegancia: alfombras de pieles, entabladuras de encina, columnas labradas, relucientes objetos de cobre trabajado a mano. Un reloj de radio, increíblemente antiguo a juzgar por su aspecto, descansaba sobre la repisa de la chimenea, sobre de un crepitante fuego; encima de él colgaba una escopeta de carga química, evidentemente de manufactura local. Los padres de Julith, una silenciosa pareja de campesinos, le acompañaron hasta un extremo de la mesa de madera, mientras media docena de chiquillos le contemplaban con los ojos muy abiertos. Los niños eran los únicos terráqueos que parecían considerar el traslado como una emocionante aventura.
La comida era buena y abundante: carne, verduras, pan, leche, helado, café, todo procedente de las granjas de aquellos alrededores. No había mucho comercio entre los pocos millares de comunidades de la Tierra; prácticamente todas se bastaban a sí mismas. Comieron en silencio, como era costumbre. Cuando hubieron terminado, Jorun deseó marcharse, pero le pareció descortés hacerlo inmediatamente. Acercó una silla al hogar y se sentó delante del fuego, enfrente de la silla ocupada por Kormt.
El anciano sacó una vieja pipa y empezó a fumar. Su rostro quedaba oculto en la sombra, y sólo sus ojos eran visibles.
—Pronto voy a bajar contigo al Ayuntamiento —dijo—. Supongo que es allí donde va a efectuarse el trabajo.
—Sí —dijo Jorun—. Puedo relevar a Zarek. Y le agradezco que me acompañe. Tu influencia es muy grande entre esa gente.
—Tiene que serio —dijo Kormt—. He sido su Portavoz desde hace un centenar de años, aproximadamente. Y mi padre Gerlaug lo fue antes que yo, y su padre Kormt lo fue antes que él... —contempló unos instantes en silencio a Jorun, a través de sus enmarañadas cejas—. ¿Quién fue tu bisabuelo?
—Lo ignoro. Supongo que estará vivo en alguna parte, pero...
—Lo que imaginaba. Ni matrimonio, ni familia, ni hogar, ni tradición. —Kormt sacudió lentamente su maciza cabeza—. ¡Compadezco a los galácticos!
—Por favor... —El anciano podía mostrarse tan enojoso como un calculador averiado—. Tenemos archivos que se remontan a una época anterior a la salida del hombre de este planeta. Archivos de todo. Sois vosotros los que habéis olvidado.
Kormt sonrió y expelió una nube de humo azulado.
—No me refería a eso.
—¿Quiere usted decir que cree que es bueno para los hombres vivir una existencia sin cambios, monótonamente igual de siglo en siglo..., sin nuevos sueños, sin nuevos triunfos, siempre con la misma rutina? No estoy de acuerdo.
La mente de Jorun se sumergió en la historia, tratando de valorar las motivaciones básicas de su adversario. Tenían que ser parcialmente culturales, parcialmente biológicas. En una época determinada, la Tierra había sido el centro del universo civilizado. Pero la emigración hacia las estrellas, especialmente intensa después de la caída del Primer Imperio, arrastró a los elementos más aventureros de la población. La sangría duró millares de años. La Tierra había quedado empobrecida, y no había en ella nada que atrajera a un joven o a una muchacha dotados de vitalidad y de imaginación..., sabiendo que podían ir hacia el centro galáctico y unirse a la nueva civilización que se estaba edificando allí. El tráfico espacial se hizo cada vez menos intenso; las viejas máquinas se enmohecieron y no fueron reemplazadas; era mejor marcharse cuando todavía se estaba a tiempo.
Eventualmente, se creó un determinado tipo psicosomático, un tipo que vivía apegado a la tierra en comunidades aisladas y primitivas y se contentaba con atender a sus necesidades elementales con el trabajo de sus manos, y la ayuda de un caballo o de un ocasional motor en mal uso. Así nació una cultura retrógrada, que aumentó aquella rigidez. Los pocos que habían visitado la Tierra durante los últimos milenios —tal vez un visitante cada siglo, deteniéndose brevemente de camino hacia otra parte— descubrieron que allí no había ningún reto con que enfrentarse, ni ningún estímulo. Los terráqueos no querían más gente, más máquinas, más nada; lo único que deseaban era continuar como estaban.
No podía decirse que se habían estancado. Su vida era demasiado saludable, su civilización demasiado rica a su modo: arte popular, música popular, ceremonial, religión, la intimidad de la vida familiar que los galácticos habían perdido... Pero, para alguien que volaba entre las estrellas, era una existencia sin alicientes.
La voz de Kormt interrumpió sus pensamientos.
—Sueños, triunfos, trabajo, proezas, amor, vida... y finalmente muerte —dijo el anciano—. ¿Por qué tenemos que cambiar todo eso? Son cosas que nunca envejecen; para cada niño que nace son nuevas.
—Bueno... —empezó Jorun, pero se interrumpió. En realidad, no podía contestarse a aquella clase de lógica. Y no era un problema de lógica, sino algo más profundo—. Bueno —continuó—, como ya sabes, esta evacuación nos fue impuesta también a nosotros. No deseábamos efectuar este traslado, pero nos vimos obligados a él.
—¡Oh, si! —dijo Kormt—. Habéis sido muy amables. Hubiera sido más fácil para vosotros, hasta cierto punto, venir aquí con fuego, cañones y cadenas para nosotros, como hicieron los bárbaros hace muchísimo tiempo, entonces quizás hubiéramos podido comprendernos.
—En el mejor de los casos —dijo Jorun—, será duro para tu pueblo. Recibirá una fuerte impresión, y necesitará jefes que le guíen a través de ella. Tienes la obligación de continuar ayudándoles allí.
—Tal vez —Kormt envió una serie de anillos de humo en dirección al más joven de sus descendientes, un niño de tres años, que trataba de encaramarse a sus rodillas—. Pero conseguirán superar esa impresión.
—No pareces darte cuenta de que eres el último hombre sobre la Tierra que se niega a marcharse —dijo Jorun—. Te quedarás solo. ¡Para el resto de tu vida! No podremos regresar a buscarte bajo ninguna circunstancia, porque las colonias de hulduvianos se habrán establecido entre la Tierra y Sagitario y nuestro paso constituiría una violación de lo pactado. ¡Te quedarás solo!
Kormt se encogió de hombros.
—Soy demasiado viejo para cambiar de costumbres; y, de todos modos, no me quedan muchos años de vida. Podré vivir perfectamente, con las reservas de alimentos que quedarán aquí. —Alborotó los cabellos del niño, pero su rostro se contrajo en una mueca de cansancio—. Y ahora no hablemos más de esto, por favor. Estoy fatigado de este debate.
Jorun asintió y permaneció silencioso, como los demás, Los terráqueos se pasaban a veces horas enteras sentados, sin hablar, limitándose a gozar de la mutua presencia. Jorun pensó en Kormt, hijo de Gerlaug, el último hombre sobre la Tierra, completamente solo, viviendo solo y muriendo solo. Y, sin embargo, reflexionó, ¿acaso aquella soledad era mayor que la que soportaban todos los hombres durante todos sus días?
Súbitamente, el Portavoz dejó al chiquillo en el suelo, apagó su pipa y se puso en pie.
—Vamos —dijo, cogiendo su cayado.
Caminaron uno al lado del otro por la calle, bajo la macilenta luz de los faroles, pasando ante las amarillas ventanas. Sus pasos resonaban extrañamente en las losas de la acera. De cuando en cuando se cruzaban con alguien, una vaga figura que se inclinaba ante Korint. Sólo una persona no se dio cuenta de su presencia, una anciana que andaba llorando entre las altas paredes.
—Dicen que en vuestros mundos no es nunca de noche —dijo Kormt.
Jorun le miró de soslayo.
—Algunos planetas tienen cielos luminosos —dijo—, y unos cuantos tienen ciudades donde siempre hay luz. Pero cuando todos los hombres pueden controlar las energías cósmicas, no hay ningún motivo para que vivamos juntos; la mayoría de nosotros vivimos de un modo completamente independiente. En mi propio mundo hay noches muy oscuras, y desde mi hogar no puedo ver ninguna otra vivienda..., sólo los páramos.
—Debe de ser una vida muy extraña —dijo Kormt—. Sin pertenecer a nadie.
Llegaron a la plaza del mercado, un amplio espacio pavimentado y rodeado de casas. En el centro había una fuente, y encima de ella había colocada una estatua rescatada de las ruinas. Estaba rota, le faltaba un brazo..., pero la blanca y esbelta figura de la danzarina seguía reflejando juventud y alegría. Jorun sabía que los enamorados solían reunirse allí, y brevemente, irracionalmente, pensó en lo solitaria que estaría la muchacha durante los millones de años a venir.
El Ayuntamiento se encontraba en uno de los extremos de la plaza, enorme y oscuro, los aleros adornados con figuras de dragones, y el frontispicio con aves de alas extendidas. Era un edificio muy antiguo; nadie sabía cuántas generaciones de hombres se habían reunido en él. Una larga y paciente hilera de gente aguardaba en el exterior, esperando turno para entrar en la oficina del registro; al salir, desaparecían rápidamente en la oscuridad, en dirección a los refugios improvisados para ellos.
Andando junto a la cola, Jorun localizó algunos rostros entre las sombras. Una joven madre sosteniendo a un chiquillo que lloraba, con la cabeza inclinada sobre él, murmurando dulcemente para tranquilizarle. Un mecánico, con la ropa de trabajo, sonriendo con aire cansado el chiste que acababa de contarle el hombre que estaba detrás de él. Un campesino moreno, cejijunto, que murmuró una maldición al paso de Jorun. Los demás parecían aceptar su destino con bastante resignación. Un sacerdote, con la cabeza inclinada, a solas con su Dios. Un joven, frotándose nerviosamente las manos, unas manos enormes, diciéndole a alguien: «...podían haber esperado hasta después de la recolección. Me subleva la idea de dejar el grano en el campo...»
Jorun entró en la oficina del registro. El imberbe y rechoncho Zarek interrogaba pacientemente a los centenares de personas que se presentaban ante él, sombrero en mano: nombre, edad, sexo, ocupación, familiares, necesidades o deseos especiales... Marcaba las respuestas en la máquina registradora, capaz de contener medio millón de vidas en su cerebro electrónico.
—¡Oh! Por fin has llegado —gruñó Zarek—. ¿Dónde te has metido?
—Efectuando unos trabajos de conci —dijo Jorun. Utilizaban una especie de lenguaje cifrado: conci significaba conciliación, cualquier cosa que contribuyera a facilitar la evacuación—. Siento haber llegado tan tarde. Puedes descansar un rato, ahora.
—De acuerdo—. Creo que a medianoche habremos terminado con esto. —Zarek sonrió a Kormt—. Me alegro de verte, buen señor. Hay unas cuantas personas con las cuales me gustaría que hablaras.
Señaló a media docena de hombres sentados en uno de los extremos de la habitación. Ciertas quejas eran manejadas mucho mejor por los jefes indígenas.
Kormt asintió y se acercó al grupo. Jorun oyó a un hombre que empezaba una larga explicación: quería llevarse su arado, lo había construido él mismo, y no existía un arado mejor en todo el universo; pero el hombre de las estrellas le había dicho que ocuparía demasiado espacio.
—Ellos nos proporcionarán todo lo que necesitemos, hijo mío —dijo Kormt.
—Pero, se trata de mi arado... —dijo el hombre. Sus dedos retorcían su gorra.
Kormt se sentó y empezó a tranquilizarle.
Jorun ocupó el lugar de su compañero.
—¡Vaya una lata! —refunfuñó Zarek—. Menos mal que ya se acaba. Estoy deseando perder de vista este planeta.
—Es un mundo encantador —dijo Jorun—. No creo haber visto nunca otro más hermoso.
—A mí que no me saquen de Thonvar —replicó Zarek—. Me muero de ganas de sentarme junto al Searlet Seat, rodeado de helechos y de hierba roja, con un vaso de oehl en la mano y los geysers de cristal delante de mí. Eres un tipo muy raro, Jorun.
El fulkhisiano se encogió de hombros. Zarek le palmeó la espalda y se marchó en busca de la cena y de un poco de descanso. Jorun empezó con la rutina del registro. Fue interrumpido una vez por Kormt, el cual bostezó abiertamente y le dio las buenas noches. El desfile de rostros anónimos continuó. Jorun quedó ligeramente sorprendido al encontrarse delante del último: un hombre obeso, jovial, de mediana edad, con unos ojillos astutos, vestido de un modo algo más llamativo que los otros. Se inscribió como comerciante: un Comerciante en pequeña escala, explicó, que vendía ciertos artículos que los campesinos consideraban más conveniente comprar que fabricarlos ellos mismos.
—Lamento que hayas tenido que esperar tanto —dijo Jorun—. Trabajo de conci.
—¡Oh, no! —El comerciante sonrió—. Sabía que esos palurdos estarían aquí horas y horas, de modo que me fui a acostar y me he levantado hace media hora, cuando la cosa estaba a punto de terminar.
—Muy hábil. —Jorun se puso en pie, suspiró y se desperezó. La habitación estaba cavernosamente vacía, sus luces irradiaban un brillo desagradable. El silencio era absoluto.
—Bueno, soy un tipo listo, aunque me esté mal el decirlo. Y, a propósito, me gustaría expresarle mi agradecimiento por todo lo que están haciendo por nosotros.
—No puede decirse que estemos haciendo mucho...
Jorun cerró la máquina.
—¡Oh! A los destripaterrones tal vez no les guste, pero en realidad éste no es un lugar adecuado para un hombre de empresa. Está muerto. De haber existido algún medio de. transporte, haría mucho tiempo que estaría fuera de aquí. Ahora, cuando lleguemos a la civilización, habrá verdaderas oportunidades. Le apuesto lo que quiera a que dentro de cinco años me he creado una situación.
Jorun sonrió. Una sonrisa inexpresivo. ¿Qué posibilidades tendría aquel bárbaro en un mundo civilizado?
—Bueno —dijo—, buenas noches, y te deseo mucha suerte.
—Buenas noches, señor. Espero que volveremos a vernos.
Jorun apagó las luces y salió a la plaza. Estaba completamente desierta. La luna brillaba en el cielo, casi llena, y su frío resplandor oscurecía los faroles. Oyó un perro que aullaba en la lejanía, los perros de la Tierra —no iban a llevárselos— quedarían también muy solos.
Bueno, pensó, el trabajo ha terminado. Mañana o pasado mañana llegarán las naves.