ENFRIAMIENTO RÁPIDO
De acuerdo con los detectores de la nave, la Estrella de Valdon se encontraba a muy poca distancia delante de ellos. En la cabina anterior del Calypso, el técnico en comunicaciones Diem Mariksboorg trató de cerrar sus oídos al furioso e insistente zumbido procedente de la hipernave Imperio que se encontraba, averiada, en el solitario planeta de la Estrella de Valdon.
El análisis espectral lo confirmó.
—Ya hemos llegado —dijo Diem. Se volvió hacia el capitán del Calypso, Vroi Werner, que estaba trazando posibles órbitas a través del calculador electrónico—. ¿Está preparado para la recogida, Vroi?
Werner asintió distraídamente.
—Supongo que efectuaremos un aterrizaje a chorro, utilizando el tipo de órbita habitual, y recogeremos a los supervivientes lo más rápidamente que podamos.
—Y a ningún salvaje.
—Sólo personas —dijo Werner. Cogió el montón de notas que Mariksboorg había captado, volvió a leerlas y las dejó de nuevo sobre la mesa—. Hay doce supervivientes. Apretándonos un poco, Diem, podemos meter a otra docena de personas a bordo del Calypso.
Mariksboorg contempló la brillante imagen que iba ampliándose en la pantalla y frunció el ceño, con aire preocupado.
—Ya estaríamos en Gorbrough, si no hubiéramos tomado esta condenada ruta. ¿Cuándo se ha oído hablar de una nave a reacción efectuando un rescate de emergencia?
—Dio la casualidad de que nos encontrábamos donde éramos necesarios en el momento preciso —dijo Werner bruscamente—. Este asunto lleva implícito un problema de tiempo, Diem. Resulta que es más eficaz utilizar para el rescate una anticuada nave a reacción que el más moderno de los remolcadores... por la sencilla razón de que nosotros estamos cerca.
—De acuerdo, señor —murmuró el técnico, encajando la reprimenda.
La Estrella de Valdon era en realidad un sistema triple, consistente en un pequeño sol central; un sol paralelo que le acompañaba como un fantasma gris, monstruoso y sin vida —carbón rarificado, simplemente—, y un planeta sin nombre, que orbitaba alrededor del compañero gris.
La hipernave Imperio Andrómeda había sido enviada al sistema Deneb desde la Tierra, cuando algo, —un ultrón del generador principal fundido, quizás, o un amortiguador de cadmio mal colocado— había fallado, trastornando el delicado equilibrio del hipermotor. Resultado: la nave fue devuelta al espacio normal y depositada bruscamente sobre la helada superficie del solitario mundo de la Estrella de Valdon.
Una hipernave averiada es un objeto completamente indefenso: el Hipermotor Bohling es demasiado complicado para que un mecánico corriente pueda repararlo, o entenderlo siquiera; con un motor fuera de servicio, una hipernave se convierte en un montón de chatarra.
Para compensar esto, la ley galáctica prescribe que sean construidos dos circuitos automáticos en los mandos cibernéticos de todas las hipernaves, para el caso de que se produzca el fallo de un motor. El primero de ellos es un desintegrador molecular instantáneo, capaz de volatilizar inmediatamente hasta el último miligramo de la nave en caso de emergencia en el hiperespacio, dentro de una determinada extensión de lo que se ha definido como Zona de Tensión. Es decir, el interior de un planeta, o peor aún, el interior de un sol, donde una materialización repentina puede precipitar una nave.
Una nave propulsada por motores Bohling puede, en caso de avería, materializarse en cualquier parte. Pero si es devuelta al espacio en algún punto ocupado ya por materia, el resultado sería espectacular; sólo treinta y siete pies salvaron a la Andrómeda de ser volatizada por el Circuito Uno: en el momento de la materialización se encuentra a treinta y siete pies de distancia de la superficie de la Estrella de Valdon.
Desde aquella altura, la nave cayó sobre la superficie, abriéndose como un coco. Doce de las cincuenta y ocho personas que iban a bordo sobrevivieron, colocándose los trajes térmicos antes de que la atmósfera artificial de la nave quedara sustituida por la del planeta muerto.
A continuación, el Circuito Dos entró en acción automáticamente, poniendo en marcha un transmisor que emitía una llamada de socorro audible dentro de un radio de veinte años luz, en onda ancha de treinta megaciclos que podía ser captada por cualquier aeronave que se encontrara dentro de aquel radio.
El Calypso, una nave de carga con una tripulación de ocho hombres, estaba cruzando una órbita menos-C entre dos de las estrellas locales; dio la casualidad de que se encontraba solamente a media hora de viaje del Mundo de Valdon cuando la llamada de socorro estalló en todo aquel sector del espacio. Ninguna otra nave circulaba dentro del radio de un año luz del lugar del accidente.
El Control Central estableció inmediato contacto con el Calypso; once segundos más tarde, el capitán Warner y su nave eran enviados al Mundo de Valdon con una urgente misión de rescate.
Así era como el Calypso, con los tubos de su cola ardiendo de furor atómico, llegó rugiendo a situarse encima del globo blanco-azulado de hielo y metano helado que era el Mundo de Valdon. La operación tenía que efectuarse con la mayor rapidez; el capitán Werner no había aterrizado nunca sobre un planeta de metano, pero la urgencia del caso no permitía timideces de solterona.
Los termoscopios señalaban una temperatura de ciento sesenta grados bajo cero, que quedó explicada cuando el análisis espectral reveló una superficie consistente en una atmósfera de metano-amoníaco helados, cubierta con una capa de dióxido de carbono. Una sonda sónica indicó la existencia de una dura corteza rocosa debajo de la atmósfera helada.
A bordo del Calypso, los ocho tripulantes preparaban el aterrizaje y arreglaban las cabinas para los doce náufragos que subirían a la nave. El capitán Werner examinó las reservas de combustible, efectuando apresurados cálculos para asegurarse de que la nave disponía de combustible suficiente para manejar la masa modificada.
Ocho minutos antes del aterrizaje, todo estaba a punto.
—¡Allá vamos! —murmuró Mariksboorg mientras el Calypso iniciaba el descenso y la superficie del Mundo de Valdon, brillante como un espejo, subía al encuentro de la nave.
—¡Ahí vienen! —murmuró Hideki Yatagawa, comandante de la desaparecida hipernave terráquea Andrómeda. Plegó sus brazos alrededor de su estómago y golpeó el suelo con los pies en burlona reacción al entumecedor frío del planeta. En realidad, se trataba de algo más que de una burla: el traje térmico le mantenía a una temperatura de veinte grados, a pesar de los ciento sesenta grados bajo cero que le rodeaban. Pero los trajes térmicos señalarían sobrecarga pasadas ocho o nueve horas; segundos después de que eso ocurriera, el comandante Yatagawa estaría muerto, con la sangre helada convertida en finas varillas rojas en sus venas.
—¿Esa es la nave de rescate? —preguntó Dorvain Helmot, de Kollium, ex primer oficial de la desaparecida Andrómeda y el único superviviente no terráqueo—. ¡Por Klesh, es un jet!
—Probablemente estaba más cerca de nosotros que cualquiera de las naves remolcadoras cuando emitimos la llamada de socorro —sugirió Colin Talbridge, que había sido nombrado embajador de la Corte de St. James en el Mundo Libre de Deneb VII—. Hay un problema de tiempo en esto, ¿no es cierto?
—Desde luego —dijo Yatagawa—. Estos trajes no pueden resistir indefinidamente esta temperatura.
—Entonces, debemos agradecer que nuestros rescatadores estén aquí.
—Sí —murmuró el comandante con voz ahogada—. Pero todavía no están aquí.
—¡Miren esos jets! —exclamó Dorvain Helmot, con franca admiración.
Las naves propulsadas a chorro eran casi desconocidas en el sistema Kollimun; Helmot estaba acostumbrado a tratar con naves remolcadoras sin combustible, y el torrente de llamas que surgía de la cola del Calypso le dejó maravillado.
—Sí —asintió sarcásticamente el comandante Yatagawa—. ¡Miren esos jets! ¡Mírenlos!
Los tubos de escape de los motores a reacción, de momento estaban bañando con fuego la superficie del planeta. Las llamas lamían la espesa alfombra de hielo y de CO. helado que, junto con una pesada capa de metano y amoníaco, formaban la superficie del Mundo de Valdon.
Yatagawa contempló, con los brazos cruzados, el descenso del Calypso.
—Me pregunto si se habrán molestado en leer los datos del termoscopio —dijo suavemente, mientras la nave espacial se acercaba cada vez más.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Talbridge.
El resto de los supervivientes de la Andrómeda salían apresuradamente de la nave averiada, corriendo hacia la helada llanura donde se encontraban Yatagawa, Helmut y Talbridge. En voz baja, Yatagawa le dijo a Talbridge.
—No creerá usted que van a poder rescatarnos, ¿verdad?
Hablaba en tono resignado.
Talbridge replicó acaloradamente.
—¿Por qué no? ¿Acaso nos oculta usted algo, comandante? Si trata de...
—Me limito a anticiparme a lo inevitable. La gente de esa nave cree que viene a rescatarnos..., pero temo que la cosa tendrá que ser a la inversa.
—¿Qué quiere usted decir?
—Mire —dijo Yatagawa.
Los tubos de escape del Calypso continuaban despidiendo llamas hacia abajo. La nave aterrizaría en un banco cubierto de hielo situado a una milla de distancia, aproximadamente, de la hipernave averiada. Y el hielo había empezado ya a fundirse; una mancha oscura sobre la brillante superficie indicaba que la zona se estaba ablandando.
Talbridge parpadeó.
—¿Quiere usted decir que no podrán aterrizar?
—Se trata de algo mucho peor —dijo Yatagawa, con una tranquilidad que sus palabras contradecían—. Efectuarán un aterrizaje perfecto. Pero me pregunto qué espesor tendrá allí la capa de hielo.
—¿Lo fundirán los tubos de escape?
—Los tubos de escape vaporizarán el hielo en el choque directo, y licuarán toda la zona tangencial. Sólo...
No había necesidad de que Yatagawa continuara su explicación. Talbridge comprendió perfectamente lo que iba a suceder.
El Calypso quedó colgado unos instantes sobre la brillante columna de su estela de fuego, y luego se precipitó hacia el suelo. Talbridge vio moverse los alerones de cola, una pulgada por encima de la humeante nube de vapor.
Luego, el Calypso, parando sus motores, penetró en el hueco que sus tubos de escape habían abierto en el hielo. La esbelta nave reposó finalmente sobre el lecho de roca que se extendía debajo de la capa de hielo.
—¡Mire! —aulló Talbridge.
Pero Yatagawa no necesitaba mirar. Había sabido lo que iba a suceder desde que el jet hizo su aparición... y había sabido también que no había modo de evitar que sucediera.
En una temperatura de ciento sesenta grados bajo cero, el hielo fundido vuelve a cuajarse inmediatamente. En cuanto el Calypso hubo penetrado en el hueco abierto por sus tubos de escape, quedó rodeado por una masa de hielo. El agua creada por los tubos había vuelto a helarse en el instante en que los motores quedaron parados.
Quizá la tripulación del Calypso creyó que el agua permanecería indefinidamente en estado líquido; quizás esperaban posarse sobre un pequeño lago. Quizá creyeron que sus tubos de escape no fundirían la capa de hielo. Quizás —y esto les pareció lo más probable a Yatagawa, Talbridge y los otros horrorizados supervivientes de la Andrómeda— no habían pensado en nada.
Pero, ahora, las conjeturas no tenían importancia. Lo que importaba eran los hechos. Y el hecho era que los cien pies de longitud del Calypso estaban sumergidos en el hielo, después de haberse hundido en el momentáneo lago con la misma facilidad que un cuchillo se hunde en la arcilla..., una arcilla que se había endurecido en el espacio de unos microsegundos.
Sólo el morro de la nave de rescate era visible por encima del hielo, como un periscopio surgiendo de un océano.
Talbridge se estremeció. Yatagawa se limitó a fruncir el ceño, con expresión desolada. Ninguno de los doce supervivientes podía valorar la situación inmediata con demasiada claridad, pero todos podían darse cuenta de una indiscutible verdad: la nave de rescate estaba cogida en una trampa.
Yatagawa, moviéndose rápidamente sobre sus cortas y nervudas piernas, fue el primero en acercarse, seguido a corta distancia por los demás. Se detuvo, tanteando el hielo, antes de aproximarse a la nave.
El hielo era sólido. Muy sólido. El momentáneo lago se había convertido de nuevo en una masa helada que aprisionaba a la nave. Y el hielo desplazado por la masa del Calypso se había esparcido a su alrededor en todas direcciones.
Yatagawa trepó por el hielo y miró hacia abajo. A unos cuantos pies debajo de la transparente superficie veíase una mirilla. Y, pegado a ella, el rostro desolado de uno de los ocupantes de la nave de rescate.
Yatagawa agitó una mano; el hombre le devolvió el saludo, y luego golpeó la mirilla con una expresión desesperada en su rostro. Un segundo hombre apareció detrás de él, y los dos miraron hacia arriba a través del hielo como animales en una jaula..., cosa que no se apartaba demasiado de la realidad.
Yatagawa hizo un gesto señalando la garganta de su traje térmico, donde se encontraba la radio portátil, y al cabo de unos instantes uno de los hombres captó la idea y se colocó unos auriculares.
—Bien venidos a nuestras costas —dijo el comandante secamente, cuando quedó establecido el contacto—. Ha sido un aterrizaje maravilloso.
—Gracias —respondió una voz lúgubre desde el interior del hielo—. De todos los estúpidos, imbéciles...
—No es éste el momento más adecuado para los reproches —le interrumpió Yatagawa—. Tenemos que sacarles de ahí lo antes posible. Soy Yatagawa, comandante de la Andrómeda.
—Werner, capitán del Calypso... y el mayor idiota que viste y calza.
—Por favor, capitán. No podía usted prever una circunstancia tan desdichada.
—Le agradezco su amabilidad, comandante. La culpa es mía. Hasta ahora, nunca me las había visto con uno de estos planetas helados. Supongo que debí prever que el hielo no permanecería fundido más que un instante, pero no imaginé que volviera a cuajarse con tanta rapidez.
En tono algo más imperioso, Yatagawa dijo:
—Disponemos de muy poco tiempo para conversar, capitán Werner.
—¿Como cuánto tiempo, comandante?
Yatagawa sonrió tristemente.
—Calculo que nuestros trajes térmicos dejarán de funcionar dentro de ocho horas, con un posible margen de treinta minutos.
—Entonces, tenemos que actuar rápidamente —dijo Werner. Su rostro, claramente visible a pesar de los pies de transparente hielo que lo cubrían, estaba congestionado—. Pero... ¿qué podemos hacer?
Helmot dijo:
—He enviado a Sacher y a Foymill a la Andrómeda en busca de picos y palas. Tendremos que cavar aprisa.
—Dorvain —dijo Yatagawa, en tono indulgente—, ¿cuánto cree que tardarán doce hombres en cavar un agujero de un centenar de pies en hielo sólido?
Helmot permaneció unos instantes en silencio. Luego, con voz cavernosa, murmuró:
—Tardarán... días, tal vez.
—Exacto —dijo Yatagawa.
—¿Está seguro de eso? —preguntó Werner.
—Podemos intentarlo —dijo Talbridge.
—De acuerdo —asintió el comandante.
Sacher y Foymill llegaron con las herramienta. Yatagawa señaló el lugar donde debían empezar su trabajo.
Los picos subieron y bajaron. Yatagawa permitió que la demostración continuara por espacio de dos minutos, exactamente.
Durante aquel tiempo, los dos tripulantes cavaron un agujero de cuatro pulgadas de profundidad y seis de anchura. Yatagawa se inclinó para medir la profundidad con una mano enguantada.
—A este paso —dijo—, tardaríamos siglos.
—Entonces, ¿qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Helmot.
—Una pregunta muy interesante —respondió el comandante, encogiéndose de hombros.
Incluso desfigurado por el traje térmico, el gesto resultó muy elocuente.
A bordo del Calypso, el capitán Werner y el técnico en comunicaciones Diem Mariksboorg se miraron con expresión desolada. Un delgado rayo de luz penetró a través de la capa de hielo, a través de la mirilla, hasta la cabina. La luz procedía del amarillento sol que acompañaba a la estrella; desgraciadamente, irradiaba muy poco calor.
—Ciento sesenta grados bajo cero —murmuró Werner—. Y nosotros lo sabíamos.
—Tranquilícese, capitán —dijo Mariksboorg.
El técnico en comunicaciones estaba sinceramente preocupado por la sensación de culpabilidad que embargaba al capitán. Se preguntó cómo habría reaccionado Yatagawa de encontrarse en el caso de Werner. Desde luego, dos mil años antes Yatagawa se hubiera hundido una espada en el vientre. El harakiri era una costumbre de épocas muy pretéritas, pero Werner parecía estar pensando seriamente en la posibilidad de ponerla en práctica.
—¿Cuándo se ha oído hablar de una nave espacial aprisionada por el hielo?
—Ya no tiene solución, Vroi. ¡Olvídelo!
—Una solución fácil, olvidar; pero continuamos enterrados aquí. ¿Cómo puedo olvidar, cuando ni siquiera me atrevo a salir de mi camarote y enfrentarme con mi propia tripulación?
—Los muchachos no están enojados —insistió Mariksboorg—. Todos ellos lamentan mucho lo que ha sucedido.
—¡Lo lamentan! —exclamó Werner sarcásticamente—. ¿De qué sirve lamentarlo? Esto es muy serio, Diem; estamos atrapados.
—Ya saldremos —dijo Mariksboorg en tono apaciguador.
—¿De veras? Escuche: si no salimos de aquí antes de ocho horas, esos doce hombres que están fuera morirán helados. Su nave está abierta y no pueden refugiarse en ella, ni en ningún lugar de este maldito planeta. De modo que morirán. Muy lamentable. Pero, ¿quién va a sacarnos de aquí?
—¡Oh! —murmuró Mariksboorg, como si no se le hubiera ocurrido pensar en aquel aspecto de la situación.
—Según mis cálculos, tenemos comida para cuatro días. Cuando el Control Central nos encargó esta misión, nos informaron de que no podrían mandar otra nave aquí en menos de una semana. Eso, sin contar el tiempo que invertiría otra nave en encontrarnos y en sacarnos de aquí...
Mariksboorg se humedeció los labios.
—La situación es crítica —murmuró.
—No puede serlo más —dijo el capitán.
Desde el exterior llegó la ronca voz del comandante Yatagawa.
—Hemos intentado cavar un agujero, pero no dispondríamos de tiempo para hacerlo.
—Desde luego que no —dijo Werner. Y añadió, en voz baja—: No habrá tiempo para nada.
—¿Cómo dice?
—No tiene importancia —dijo Werner.
Se produjo una pausa. Luego:
—Habla Dorvain Helmot, primer oficial de la Andrómeda.
—Hola, Helmot.
—La mayoría de los aparatos de nuestra nave están intactos. ¿Cree que podríamos utilizar alguno de ellos para sacarles de ahí?
—¿Tienen una perforadora hidráulica?
—No tenemos ninguna herramienta mecánica para cavar —respondió el comandante Yatagawa.
Werner suspiró. Encima de él, unos rostros ansiosos le contemplaban... separados por una delgada pero resistente mirilla de plástico, y una gruesa y resistente mirilla de hielo.
—¿Y si pusieran sus motores en marcha? —sugirió Talbridge—. Podrían ponerlos a baja presión..., la suficiente para fundir el hielo que les rodea y salir de ahí.
Werner sonrió; resultaba agradable encontrar a alguien más tonto que él en el planeta.
—Si ponemos los motores en marcha, será como disparar una pistola que tiene el cañón atascado. ¿Sabe usted lo que ocurre?
—Que revienta el cañón, ¿no es eso?
—Sí —asintió Werner—. Sólo que, en este caso, el cañón seríamos nosotros. Lo siento, pero si pusiéramos los motores en marcha reventaríamos todos. Además —añadió, aprovechando la oportunidad que se le presentaba de demostrar que no era tonto del todo—, aunque consiguiéramos fundir el hielo, tendríamos que disponer de algún medio para expulsar el líquido a alguna distancia. ¿Tienen ustedes alguna bomba?
—Una, pequeña. Dudo que sirviera para el caso.
—No serviría.
Talbridge insistió, sin darse por vencido.
—¿No podrían ustedes calentar el interior de la nave? Podrían colocarse los trajes térmicos y poner a toda marcha el sistema calefactor. El casco de la nave se calentaría, y...
—No —dijo Werner—. El casco de la nave no se calentaría.
—¡Un momento! —exclamó repentinamente el comandante Yatagawa—. Supongamos que pudieran ustedes poner en marcha los motores... ¿No calentarían la cola de la nave, al menos?
—No. ¿Qué sabe usted acerca de los motores a reacción?
—Muy poca cosa —admitió Yatagawa—. Nunca he estado en una nave propulsada a chorro.
—El casco es una capa de plástico polimerizado —dijo Werner—. Constituye un aislante casi perfecto. Evita que nos asemos cuando viajamos a través de una atmósfera... y que nos helemos en lugares como éste.
Yatagawa asintió en el interior de su traje térmico. Tras un breve silencio, el comandante dijo:
—Regresaremos dentro de unos instantes, Werner; creo que acaba usted de darme una idea.
—¡Ojalá! —murmuró Werner fervientemente.
El maltrecho cadáver de la hipernave Andrómeda yacía sobre el hielo, en una concavidad poco profunda. Su abierto casco atestiguaba el impacto que había recibido al chocar contra el suelo.
—Casco de plástico polimerizado —repitió Yatagawa en voz baja, como si hablara consigo mismo—. Eso significa... si el calor interior no pasa al exterior...
—...el calor exterior no pasará al interior —dijo Helmot, completando la frase.
—Exactamente.
Yatagawa penetró en el interior de la Andrómeda, seguido por su primer oficial. Tuvieron que pasar por encima de los cadáveres de las víctimas de la catástrofe. El frío sin bacterias del Mundo de Valdon aseguraba una indefinida conservación de los cuerpos; siempre habría tiempo para enterrarlos. Ahora tenían tareas más urgentes.
Yatagawa señaló un tanque de helio que no se había roto.
—¿Podríamos utilizar esto? El helio tiene que estar líquido a esta temperatura.
—¿Como un superconductor, quiere usted decir? Que me aspen si lo sé.
Yatagawa se encogió de hombros.
—Era sólo una idea —dijo.
Continuaron avanzando hacia el cuarto de máquinas. Sorprendentemente, una lágrima tembló de pronto en un ojo de Yatagawa. El comandante refunfuñó en voz baja, enojado consigo mismo; los trajes térmicos no iban provistos de «secalágrimas». Además, aquella clase de expansión emotiva le parecía excesiva. Pero la vista del laberinto de mandos que otrora habían gobernado su nave le había emocionado.
—Aquí estamos —dijo, con voz ligeramente enronquecida—. Lástima que no dispongamos de tiempo para examinar a fondo todo esto y tratar de localizar la avería.
—Ya se encargarán de localizarla en el curso de la investigación —dijo Helmot.
—Desde luego.
Yatagawa cerró los ojos unos instantes pensando en la encuesta que le aguardaba, si llegaba a salir del Mundo de Valdon. Luego cogió un grueso rollo de alambre de cobre y se lo entregó a Helmot.
El primer oficial cargó con el rollo y lo transportó al exterior de la nave.
Al entregarle el tercer rollo, Yatagawa dijo:
—Con éste, son tres mil pies. ¿Habrá suficiente?
—Será mejor que llevemos otro —sugirió Helmot—. No podemos instalar nuestro generador demasiado cerca del Calypso.
—De acuerdo.
Cuando hubieron sacado los cuatro rollos, Yatagawa consultó el cronómetro adaptado a la muñeca de su traje térmico.
—Quedan siete horas —dijo—. Espero que Werner no esté equivocado en lo que respecta al casco de su nave; si lo está, va a morir asado, desde luego.
—¿Puede ver lo que están haciendo? —preguntó Werner.
Mariksboorg torció el cuello tratando de atisbar a través de la mirilla.
—Están forrando con alambre todo el hocico de la nave que sobresale del hielo.
Werner recorrió la cabina a grandes pasos, con aire sombrío. El tiempo transcurría ahora con una rapidez increíble. Los hombres de la Andrómeda disponían de muy pocas horas para abrir la trampa.
—¡Es el colmo! —exclamó, amargamente—. ¡Somos los rescatadores, y ellos los rescatados... y se están rompiendo el cuello para salvarnos!
Desde el exterior llegó la voz de Yatagawa.
—¿Werner?
—¿Qué diablos están haciendo? —preguntó Werner.
—Hemos colocado una capa de alambre alrededor del hocico de su nave. Va conectado a un generador ultrónico que hemos sacado de la Andrómeda. ¿Puede usted verlo?
—No. No puedo ver nada.
—Estamos a unos millares de pies de distancia de la nave. El generador es de tamaño mediano, porque el de tamaño grande está averiado. Pero con éste habrá suficiente. Le sacaremos un millón de voltios. Más de lo que necesitamos, desde luego.
—¡Un momento, Yatagawa! ¿Qué es lo que se propone?
—Voy a asar su casco. Supongo que si transmitimos el suficiente calor al alambre, el casco se calentará y el hielo que lo rodea se fundirá.
Werner tragó saliva.
—¿Y qué pasa con nosotros? Estamos dentro...
—El calor no pasará de los mil grados centígrados. Su casco puede soportar esa temperatura... y ustedes no sentirán nada. Por lo menos, eso espero. ¿Tienen trajes térmicos?
—Sí —respondió Werner con voz ronca.
—Entonces, sugiero que se los pongan. Sólo por lo que pueda pasar, desde luego.
—Pero...
—Esperaré su señal antes de poner en marcha el generador. Entretanto...
Movido por una idea repentina, Werner preguntó:
—¿Qué van a hacer ustedes con el hielo derretido? Volverá a helarse en cuanto corten la corriente... Mi casco no conserva el calor.
—Ya hemos pensado en eso. Instalaremos nuestra pequeña bomba y una tubería. A medida que el hielo se derrita, enviaremos el líquido colina abajo.
—¿Y qué sucederá entonces?
—Subiremos a bordo del Calypso y nos marcharemos —dijo Yatagawa.
—¿Cómo van a subir? No pueden tender un puente a través del hielo..., y la escotilla de entrada se encuentra en la parte inferior del casco.
Se produjo un breve silencio. Luego, el comandante Yatagawa dijo:
—Tiene que haber algún medio...
Werner enarcó las cejas pensativamente.
—Nos encontramos sobre la capa de piedra, ¿no es cierto?
—Sí.
—Entonces, la solución es sencilla, por descabellada que parezca. Verá: ustedes limpian de hielo un espacio de unos treinta pies de diámetro, y nosotros nos colocamos en posición vertical sobre la roca. Despegamos del modo habitual, y luego retrocedemos, para girar en una órbita reducida a unos treinta pies del suelo. Desde la escotilla de entrada les lanzaremos unas cuerdas. Parece una solución descabellada, como ya le he dicho, pero vale la pena intentarlo.
El comandante Yatagawa estaba de pie junto al generador ultrónico, apoyado en él, contemplando los relucientes alambres de color pardo-rojizo que rodeaban el hocico de la nave enterrada en el hielo.
El sol amarillo estaba poniéndose; sus rayos moribundos iluminaban la masa del fantasma gris que era su vecino, colgando muy bajo del horizonte y borrando un gran pedazo de cielo.
—Estamos preparados —anunció la voz tensa del capitán Werner.
—De acuerdo —dijo Yatagawa.
Pulsó el interruptor. El generador empezó a disparar corriente a través del alambre de cobre. Fluyeron los electrones; la energía eléctrica fue transformándose en calor.
El calor se extendió a través de la corteza altamente conductora del Calypso. El casco del Calypso empezó a calentarse.
—¿Qué tal se sienten ahí dentro? —preguntó Yatagawa.
—Por ahora, perfectamente —respondió el capitán Werner.
—Me alegro de oírlo. La temperatura de su casco será en este momento superior a los cero grados centígrados, y se calentará más.
Los alambres al rojo habían fundido ya delgadas líneas a través del hielo que cubría la nave. Empezaron a levantarse nubes de vapor.
—El hielo empieza a fundirse —gritó Helmot.
—Vamos a poner el sifón en marcha —dijo el comandante Yatagawa.
La pequeña bomba que habían encontrado a bordo de la Andrómeda y arrastrado con tanto esfuerzo sobre el hielo empezó a funcionar. Rechinando por el esfuerzo que se exigía de ella, pero empezó a funcionar, arrastrando el agua lejos de la caliente superficie de la nave espacial y vertiéndola por la ladera de la colina, donde se helaba inmediatamente en una espiral de forma fantástica.
—Está funcionando —murmuró Yatagawa, como si hablara consigo mismo—. Está funcionando.
Más tarde... después de haber desalojado todo el volumen de agua, después de que el Calypso se hubo erguido sobre el lecho de roca, extrañamente desnudo en el centro de un agujero de treinta pies de diámetro y cien de profundidad, empezó la operación de rescate.
Más tarde... después de que el Calypso hubo despegado ruidosamente, colocándose en su absurda órbita inmediatamente encima de la helada superficie del Mundo de Valdon; después de que los doce supervivientes de la Andrómeda hubieron trepado por las cuerdas lanzadas desde la escotilla de entrada del Calypso, los dos comandantes se encontraron frente a frente.
El comandante Yatagawa, que había perdido su nave... y el capitán Werner, que había perdido el prestigio.
Juntos, contemplaron a través de la mirilla de observación el Mundo de Valdon, que quedaba rápidamente atrás.
—Me parece que lo estoy viendo —dijo Werner.
—¿Se refiere a aquel puntito? —inquirió Yatagawa—. Sí, tal vez sea aquello...
Repentinamente, el capitán del Calypso se echó a reír.
—¿Qué sucede? —preguntó Yatagawa.
—Tendremos que redactar un informe sobre todo esto —dijo Werner—. Y yo tendré que notificar al Control Central que la operación de rescate ha sido efectuada.
—¿Y qué tiene eso de divertido?
Werner, con el rostro enrojecido, dijo:
—Oficialmente, yo le he rescatado a usted. ¡Diablos! ¡Van a concederme una medalla por esto!