15
Toda la noche, después de hablar con Antonio, Daniel recorre el pueblo, hechizado por la luna, apedreando perros y espantos, hasta tropezar con el caballo.
Dejo tus calles, Renata.
—Malparido amor —grita, desesperado.
El viejo le estalló una botella en la cabeza porque preñó a Renata, pero él no hizo nada con Antonio, su dueño, el desgraciado que volvió a preñarla. Algo de dignidad aún le queda.
No puedo echar a perder la vida que ahora tienes, Coneja.
El galope lo hace voltear violentamente. Salta al andén y el caballo blanco pasa sin verlo, como perseguido por la espuma de la crin y la cometa de nieve de la cola.
Daniel sabe que la próxima vez galoparán juntos.
Pasa por el cuarto de Carmen y se hunde en ella con furia. Muerde sus pezones y palmotea sus nalgas. No se derrama dentro. No quiere sembrar en tierra de nadie. Estruja su sexo hasta hacerla gritar.
Se imagina encaramado en la motocicleta. El viento le lastima la piel. Acelera, grita, no puede detenerse.
Voy a recorrer el mundo. De pueblo en pueblo. De billar en billar. De mujer en mujer. Me consolaré con todas las mujeres.
—No quiero morir —grita.
—Entonces quédate conmigo —dice Carmen.
—Tú no puedes salvarme —dice Daniel.
—Piérdete conmigo.
—Podría matarte.
—¿Has matado a alguna?
—No.
—Terminarás matándote, Daniel Montes.
—¿No lo hacemos todos?
Desayuna en la plaza de mercado. La cocinera, una vieja milenaria, lo contempla sin palabras. Daniel sabe que la mujer conoce sus tormentos.
—Málaga es una mierda.
—Es cierto —dice la vieja—. Pero nadie te pidió que vinieras.
—Ya me voy.
Lo dice pero no lo hace. Sigue en sus calles. Hastiado, baja al río y contempla las muchachas que se bañan desnudas en el Pozo del Ahorcado hasta que lo ahuyentan a piedra. Avanza río arriba. Pide un plato de sopa en una casa vieja y pregunta por el fantasma del cura. «Ya casi no aparece», le dicen. Pide algo de beber y le ofrecen jugo de mora. No le cobran nada. Duerme debajo de un árbol hasta que un perro lo despierta con su lengua. Oscurece mientras sube a Málaga. Fuma en el parque y observa las parejas que salen de cine abrazadas, con la cabeza llena de sueños. La banda municipal sopla viejas canciones. La gente da vueltas por el parque hasta que los músicos recogen los instrumentos y se van.
Un viejo enciende un cigarrillo, retrasando la hora de volver a un cuarto miserable. Un perro se acerca y el viejo le ofrece los restos de un pan con ajo olvidado en el bolsillo. Se van juntos.
Nunca volveré a verlos, piensa Daniel. Seguirán con sus vidas. No los veré morir.
Después de medianoche retira del hotel el equipaje y va en taxi al terminal de transportes. La noche anterior dejó las cartas de Renata debajo de la almohada de Carmen, pero no quiere volver a reclamarlas. La decisión de olvidar incluye a Carmen. No volverá a ver su rostro ni su cuerpo. No le harán falta para nada en el resto de vida. No le haría daño verla por un momento para reclamar las cartas, pero considera el gesto como una imperfección.
—Desplumó a medio mundo en el Café Estrella —dice el taxista, mirándolo por el espejo. ¿Quién lo arañaría?—. Soy amigo de Carmen.
—¿Otro?
—¿Cómo dice, caballero?
Dos perros copulan en una esquina. La hembra, pequeña y negra, parece indiferente. El macho, flaco y amarillo, aceza, enloquecido y ansioso. Otros tres perros, aburridos, derrotados, contemplan el espectáculo.
El taxista ríe y dice algo que no se entiende. De todas maneras, Daniel no quiere conversar con nadie.
Un muchacho lánguido trapea las baldosas del terminal.
Sumerge el trapero en el balde de agua sucia, escurre y sigue trapeando como dormido.
Seguirá trapeando hasta que encuentre en uno de los baños el teléfono del hombre de su vida. Lo imagina mayor, serio, algo siniestro. Le cantará al oído: Ya estás grandecito, ya sabes lo que haces. No es el hombre de espesos bigotes que se acerca a la taquilla y conversa con la mujer soñolienta que confunde horarios y destinos, pero no deja de mirarlo. No es. Demasiado joven. Pero ojalá lo fuera. Le sacaría los tormentos. Le curaría las heridas que le hizo la gata.
Daniel entiende su mirada, lee el deseo en el labio que el muchacho mordisquea y lo sigue hasta los baños vacíos del amanecer.
Un hombre rellena un crucigrama. La mujer duerme apoyada en su hombro. A sus pies, la maleta de cuero y el bebé en la canastilla. El hombre se rasca la cabeza y consulta a la mujer, que pronuncia dormida una palabra. No ven al muchacho que viene de los baños limpiándose la boca.
Un viejo babea dormido, junto a una caja de cartón amarrada con cabuya.
Daniel se duerme con el tiquete en la mano, sentado, hasta que alguien le toca el hombro.
—Estamos de salida.
Se levanta.
Se entretiene por un momento con la raya rosada del cielo.