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Candela dijo que había un muerto en el cementerio, y qué más había en el cementerio aparte de muertos, y entonces aclaró que sin enterrar, que fresquito, que un bandido, que una plomacera en el páramo, y fui a ver. No lo reconocí. No era el Juan. Le habían volado una oreja y estaba descalzo y sin camisa, tan amarillo que parecía de cera, tendido sobre una mesa de cemento, en el anfiteatro del cementerio de Málaga.
Tampoco era el Duende. Nadie conocía al hombre. Pero si el cuerpo sin oreja fuese el Duende, ya se sabría. Así le decían antes al viento enamorado. Las muchachas bonitas, sobre todo las vírgenes, se escondían cuando un remolino de polvo recorría las calles. Se decía que podía llevárselas para siempre a su lejana e inaccesible guarida, unas cuevas que no figuraban en ningún mapa. Nada se sabía de las muchachas que el Duende de carne y hueso se robaba, como si hubieran desaparecido en el aire.
—¿Qué hay, tiznado? —dijo Oviedo, otro de los curiosos—. Las Carboneras te mandan saludos.
—¿Entonces quién es el tiznado?
—Los niños te extrañan.
Renata, absorta, contemplaba el cadáver. Tal vez se decía: «No es ninguno de los infelices que nos atracaron». La saludé y me miró sin palabras. Se retiró. Me despedí de Oviedo, la seguí despacio por entre las tumbas, hasta que se detuvo a conversar con un hombre de anteojos, un extraño con un morral a su espalda y una cámara colgada del pescuezo. Imaginé que había venido a cubrir para El Norteño la noticia del muerto sin oreja. Renata lo miraba con asombro, acercándose y alejándose, como si hiciera preguntas y meditara las respuestas, señalándose a sí misma con insistencia. Se despidió con un abrazo y salió del cementerio. La seguí entre el gentío, y al fin le hablé. Había llorado y le brillaban los ojos. «¿Te has preguntado por qué somos tan infelices, Antonio?», dijo. Quise saber quién era el hombre del cementerio. «¿Quién nos hizo tan desgraciados?», precisó. «¿Quién era?», insistí. «Arciniegas», dijo. «¿Quién?». «Escribió Los besos de María». ¿De qué me hablaba Renata? «Le inventó la historia a una mujer desnuda que nunca volvió a ver», dijo. Renata, Renata. «Ya murió», dijo. ¿Renata deliraba? ¿Quién había muerto? «La mujer de los besos». ¿Y qué hacía el hombre por estas tierras de nadie? Renata confundió muertos y fantasmas en una frase que no entendí del todo, y luego respondió: «Vino a visitar a su abuela, que murió hace más de veinte años». No quiso que la acompañara a casa. Me recordó la invitación del chocolate, prometió que estaría bien y me dio un beso en la mejilla. La vi alejarse y me gustaron sus piernas más que nunca, su caminado, qué caminadito, como agua en reposo, como agua para una zambullida, como un pozo fresco bajo la sombra de los sauces. Loca, pero bonita. Malagueña salerosa. Pensé en una palabra bella: tinaja.
—Mírame, mírame —dije.
Por más fuerza que hice, la condenada no volteó a mirarme.
Volví al cementerio, pero no encontré al tal Arciniegas sino una tumba sin nombre, cubierta de astromelias recién cortadas. Tampoco di con Oviedo el Oscuro. Una mujer sin lágrimas contemplaba el cadáver. Pálida, flaca, ojerosa. Me sentí impulsado a acercarme. Llegué a tiempo para recibir el cuerpo desmadejado. La llevamos a la tienda más cercana, donde recuperó el sentido y le ofrecimos café. No quiso nada.
—El finado no es de por acá. Se crió en Pamplona, en Los Garabatos. Las malas compañías lo echaron a perder.
—¿Cómo lo sabe, señora?
—Soy su madre.
¿Qué podíamos decir?
—Tuvo una tierrita en Damajuana y la perdió en una riña —dijo la mujer—. Por unas faldas.
No entendí la frase siguiente.
—Tomasa los quería a ambos, al otro y a mi Nacho. Quería las tierras de ambos. Toda la tierra del mundo. Pero los hombres la querían a ella. Toda la tierra y toda la mujer, supongo.
Alguien le acercó un vaso de agua.
—Se enfrentaron a cuchillo en el Callejón de los Ciegos. Mi Nacho le dio al otro en el corazón, donde quería darle, y se tuvo que perder.
—¿Trabajaba con el Duende?
—Eso me dijeron. Hice varias veces el viaje de Pamplona a Málaga con la esperanza de verlos, pero nunca nos cruzamos. Una vez me atreví a recorrer a pie la carretera del páramo y casi me congelo. Vivía buscándolo como una loca, día y noche, esperando lo peor. Cada vez que había un asalto iba a donde traían los muertos y los heridos. Ahora puedo descansar. Antes de verlo, ya sabía que mi Nacho era el muerto. Ahora me puedo morir.
—¿Y Tomasa?
—Se casó con otro. Eso dijeron. Ya no debe acordarse de ninguno de estos dos infelices.
—¿Y las tierras?
—Donde mismo, qué más. Los dueños pasan y las tierras quedan.
La mujer se rio y alguien preguntó la razón.
—El mismo día que mi Nacho mató a Ángel María, se descarriaron unos toros en Pamplona. Con tanta niebla, la gente culpó a los animales. Pero yo sabía que había sido mi muchacho. Llegó destilando sangre a la puerta de la casa. «Madre, soñé que mataba a Ángel María», dijo. Apenas tuvo alientos para tenderse en la cama. Le limpié el cuerpo y corrí por el doctor Malaver, que no le niega un favor a nadie. Cuando volvimos encontré la cama vacía, pero el reguero de sangre me aseguró que no era un sueño.