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Vagó hasta el cementerio. Detrás, en una calle escondida del escándalo del viento, dos hombres le hacían el amor a la muchacha que los había invitado: las sombras que se unían, los gemidos de la muchacha crucificada en el ansia, contra las ruinas de una pared de adobe, la hierba pisoteada, la sombra tendida que observaba mientras esperaba el turno y se consolaba con su propia mano. El viejo casi pudo sentir la tierra que se desmoronaba entre las uñas de la muchacha. Se alejó con prudencia. Mucho después, un hombre elegante, con sombrero y bastón, redondeaba la esquina, escribiendo en un lenguaje de golpes para nadie. Dos perros escuálidos se perseguían sin ladridos, oliéndose. Un auto a paso de cacería, con las luces apagadas, bestia de metal y vidrios ahumados que busca en el bosque de cemento la víctima de líquidos, texturas y olores embriagantes. De uno y otro lado de la calle, los hombres vaciaban las rebosantes canecas en el carro del aseo municipal y las devolvían al desgaire, entre la columna de cemento del alumbrado público y un árbol maltratado, y se iban, callados, el trapo amarrado a la cara, bandidos sin delito, sin audacia. El borracho que regresa al hogar como si la mujer lo halara desde la cama mediante una cuerda invisible, el mendigo que acomoda el sueño, los gatos lascivos y los ladrones muertos del susto en los tejados, la novia que cierra la ventana, un taconeo nervioso que se aleja: coreografía de la noche sin Dios. El resto era silencio. La luna, redonda y pura, única, recién parida por la montaña. Un poco de cielo gris al otro lado. Qué noche más rara. Sin mirar, el viejo se desprendió de los escapularios y los arrojó a una caneca húmeda y vacía, hembra abierta y usada, desentrañada. Como desvestirse, como decir me entrego: arrojarlo todo, hasta las tripas.