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Celeste Olivo apareció con una maleta destartalada y comenzaron la vida juntos, sin ceremonias, sin acuerdos. Se dejaron vivir. La mujer sólo interrumpía el encierro y la devoción para visitar a su madre en Málaga. A veces fumaba. Entonces abría puertas y ventanas, un tanto apenada, para airear la casa. Sin escándalo, el hombre reconoció que ella era el hilo de sus días y sus noches. En el fondo, vivía agradecido, adormecido bajo la dulce sombra de su nombre. La mujer le arrojaba más que migajas, se daba entera, enloquecía en la oscuridad y se recogía en la luz. Víctor Manuel nació en octubre y el hombre asumió que era suyo. «Voy a ver a mi madre», dijo Celeste. Como se llevó al niño, el hombre pensó que no regresaría. Un mes después reanudaron la vida de siempre. La mujer volvió a viajar pero dejó al niño en casa. «Ya me aburrí», dijo al regresar a Pamplona. Se fueron en tren a Sacramento. Víctor pintó casas y reparó tejados, Celeste pegó botones y remendó ropa ajena. Ahorraron para comprar una máquina de coser usada. Los tres, para arriba y para abajo. El niño se entretenía con juguetes de palo y trompos desobedientes, seguía entre gritos los barcos de papel que otros arrojaban a los riachuelos de las calles y recogía tapas de cerveza como si fuesen monedas. La mujer se aburrió otra vez: viajaron a Carcasí, donde vivieron de la yuca y el plátano, hasta que se instalaron en Málaga, para regocijo de la abuela, doña Jerónima Toledo. Víctor Morantes regresó a su antiguo oficio de zapatero y Celeste Olivo se encerró en la casa, con su barriga cada vez más grande. Renata nació en abril. Volvieron a Pamplona siete meses después y la mujer reanudó los misteriosos viajes. Víctor no hizo preguntas. Sabía que Celeste no viajaba a Málaga. Cada vez se demoraba un poco más, pero al fin volvía, algo distraída. Dos o tres días después dejaba de fumar, se volvía dulce, consentía a los niños, le recortaba los cabellos y las uñas al hombre, y un pequeño crucifijo de plata adornaba sus pechos. Pegó botones y arregló ropa ajena hasta que se aburrió y vendió la máquina. «Voy a ver a mi madre», dijo tres meses después del último viaje, alistó la ropa que nunca usaba en casa y una vez más dejó a los niños, y el crucifijo de plata. No regresó. Ni por el crucifijo.