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Aprendió pronto.

Como el padre, que aún no era viejo, se perdía con alguna mujer, y su hermano, desde niño, se dedicó a otros afanes, Renata aprendió a defenderse sola: se aseaba y se vestía, se preparaba el café y se peinaba. En los primeros años se subía a un cajón para alcanzar la olla, derribaba con un palo de escoba ciertos objetos que atrapaba como un beisbolista, y de cuando en cuando un pote de harina mal tapado la convertía en fantasma.

Sentía la casa como un vientre. Navegaba tibia, a ciegas, en el manso aire de la casa. Sigilosa como un pez.

Desde niña se trepaba a los árboles, propios y ajenos. Se acaballaba en una rama y se entretenía con los libros incluso antes de conocer las letras.

Aprendió pronto. Su hermano la llevó a la puerta de la escuela el primer día pero no apareció para acompañarla de regreso. La niña Renata estuvo caminando durante horas hasta que casi de noche encontró la casa, gracias a las señas de una señora con bigotes.

No podía evitar tanto barro, tantos charcos amarillentos. Con un pañuelo o una página de El Norteño se limpiaba los zapatos en las gradas de la escuela. Iba y volvía sola, con la maleta de los cuadernos a la espalda. Ninguna otra niña vivía tan lejos. En las últimas casas de Tintorredondo.

Aprendió a exterminar los piojos que traía de la escuela. Sentada, ponía un trapo blanco entre sus piernas y pasaba la peinilla por su cabeza unas cincuenta veces. Aplastaba los piojos entre las uñas, método llevado a la perfección desde siempre con las pulgas. Sólo que a las pulgas había que molerlas antes entre los dedos, atontarlas, quitarles las ganas de brincar. Los piojos no brincaban, no ofrecían resistencia. Sobrevivían en el bosque de los cabellos hasta que la máquina infernal de dientes infinitos los arrastraba al vacío, al trapo blanco, la inmensidad, donde las uñas exterminadoras se juntaban.

Un perro negro la siguió casi desde el primer día. La niña Renata intentó espantarlo a piedra. El perro volvía al rato. Renata se acostumbró a sus ojos tristes. Algunos creyeron que el perro era suyo y ella nunca aclaró el equívoco.

—No te atrevas a entrar ese chungo a la clase —le dijeron.

El perro desapareció, tal vez detrás de una niña más bonita, cuando Renata, encariñada, le reservaba un trozo del pan del desayuno. Lo extrañó todo el tiempo, hasta que apareció muerto en una zanja a finales de abril, exhibiendo sus hileras de dientes amarillos. Pensó en decirle a Víctor Manuel, su hermano, que lo recogiera para enterrarlo en el patio, pero luego ya no encontró ningún cuerpo.

La muerte era eso: no ver más a alguien.

O no haber visto nunca a alguien.

A trancazos, en una vieja pared descascarada de la Calle de la Agonía, Renata leyó una frase que no pudo entender: El amor es puto. Lágrimas de pintura chorreaban de las letras.

La profesora leyó una historia sobre los besos que una mujer perdió mientras su amado hacía la guerra en tierra ajena, y Renata entendió a medias la frase de la pared, murmurándola como un padrenuestro, primero con espanto, luego con cierto regocijo y al final con absoluta fascinación. Volvió a la Calle de la Agonía una y otra vez.

Así es la cosa, se dijo. ¿Así es la cosa?

En la vitrina de La Escoba, la papelería de don Octavio, vio el libro que la profesora les leía en clase, Los besos de María, achicharrado por el sol de la tarde, y preguntó el precio, pero las monedas no alcanzaban para tanto y tuvo que conformarse con un sacapuntas y una caja de colores.

La profesora pidió a toda la clase que dibujara a mamá, y ella, la niña Renata, lo intentó una y otra vez, borraba los ojos y volvía a dibujarlos, borraba la boca y volvía a dibujarla, borraba los cabellos y los dibujaba de otra manera, remedando los peinados de las revistas, hasta que el papel se deshizo y la niña soltó el llanto. No podía recordar el rostro de mamá. No había fotografías en casa. La profesora se acercó a consolarla.

—Me duele la cabeza.

Pero no. Le dolía el alma, la vida entera le dolía, y apenas comenzaba.

Dulce animal de compañia
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