9

Vimos una película de Cantinflas y luego conversamos en el parque. La carita de Renata me gustaba cada vez más. La estuve mirando a hurtadillas durante la función. En una situación de peligro nos tomamos de la mano y ya no nos soltamos. La abracé al salir y buscamos un escaño libre en el parque.

—Me encanta como se mueve ese Cantinflas —dijo Renata—. ¿Tú bailas así?

—Papá me llevaba a ver películas de Tarzán.

—A mí no. Nunca. Nadie.

Le pregunté si quería un helado o una taza de café.

—Ve a la esquina por unas papitas fritas.

Compré dos bolsas al vendedor callejero.

—Supe que te dejó la novia —dijo Renata.

—Todo el mundo lo sabe.

—No siempre vas a tener tan mala suerte —dijo—. ¿Te gustan los caballos?

—No tengo ninguno.

—¿Pero te gustan?

—Es un animal hermoso.

—Nunca te compres uno. Nunca, ¿me entiendes?

—No tengo planes.

—No entiendes.

La banda municipal empezó a soplar temas populares. La gente dio vueltas al parque durante media hora. Estábamos muy juntos en el escaño, como un par de enamorados. Tal vez ya lo éramos. ¿Cuándo volvería a abrazarla? Nos habían separado las papas fritas.

La magia del cine nos acercó, me permitió su mano y, al salir, el abrazo. ¿Cuándo me atrevería a besarla? ¿Después de las papas? La música acabó y la gente se fue a dormir. Los músicos recogieron los instrumentos y también se fueron a dormir.

—¿Siempre vas a traerme a la retreta?

—Siempre —dije—. ¿Qué pasó con la coneja?

—Papá se aburrió al fin. Me mandó a comprar harina de trigo y preparó un almuerzo sorpresa. La carne me supo a lágrimas.

—¿Y el conejo?

—Ya viudo, se lo vendimos a una vecina.

—Conocí a tu papá la noche que le partió la cabeza al muchacho.

—A Dino.

—Tu novio.

—Fue mi novio hasta que me embarazó —dijo—. Se casó con Juanita Uslar.

—Me ordenaron montarle guardia toda la noche.

—¿A Dino?

—No, a tu papá. Al muchacho se lo llevaron corriendo al hospital. Supongo que se fue a casa tan pronto lo remendaron.

—Papá nunca comentó el incidente, pero los chismes vuelan. Siempre fue un hombre de pocas palabras. Un sentimental. Silencioso, cruel y melancólico. No hablaba de mi madre pero la amó con locura. En el fondo, la culpó por morirse y dejarlo solo. Le partió el pote a Dino y me mató a la coneja. Todavía no sé si lo hizo por mí o contra mí. Aunque ya estaba embarazada, no fue mi antojo. En Pamplona me dicen Coneja. Papá me creía una cabra porque me subía a leer en los árboles. De chiquita vivía en el monte.

—Las cabras son mi oficio.

—Entonces podrás conmigo.

—¿De qué te ríes?

—Por eso.

—¿Por mi oficio?

—Porque ya sabes qué hacer conmigo.

El rubor la delató.

—Qué vergüenza —dijo—. ¿Sabes algo de un crucifijo de plata?

—Lo decomisó mi cabo Ardilla.

—Se lo robó, querrás decir. Era de mi madre.

—Me acuerdo de unas fotos.

—Yo no.

—Una mujer con dos niños.

—Tal vez tuvo hijos con otra. No, qué va. ¿Qué fotos serían?

¿Y el niño? Al fin me atreví a preguntarle a Renata por su hijo.

—Lo perdí. Lo perdí cuando me convencí de tenerlo. Lo quería con o sin Daniel, y entonces lo perdí. La muerte me persigue. Papá estaba viejo pero pudo aguantar unos cuantos años más. Sólo me queda la abuela. Hace siglos murió Víctor Manuel. Las monedas eran suyas. Unas monedas raras y un montón de revistas vulgares fue toda su herencia. Quemé las revistas y, como sabes, perdí las monedas por el camino. No me queda nada. La muerte, ajedrecista juguetona, tiene sus artes. O nos da un jaque mate al principio de la partida o, como en mi caso, nos arrebata las piezas una tras otra, para obligar la rendición. Maldita sea. Llega el momento en que no hay escapatoria.

La abracé.

—No quiero más muertes en mi vida, Antonio.

Me ofreció su boca, que me nublaba el pensamiento.

—Antonio, Antonio, Antonio.

Nos besamos.

Nos miramos en silencio, reconociéndonos. La búsqueda había terminado. Porque estábamos buscándonos.

—No tenemos prisa por morirnos de viejos —dijo—. ¿No es cierto?

—A veces sueño que soy otro, me veo como en una película, a veces soy mi hermano Alejandro.

—No sabía que tenías un hermano.

—Murió cuando era un bebé. Al año siguiente nací yo. Mamá quería que llevara su nombre. Cuando se emborracha, papá me confunde con Alejandro. A veces no sé si he vivido la vida de mi hermano o la mía. Imagino que él sería un doctor ahora.

—Entonces no has vivido su vida.

—Abogado o médico.

—O ladrón, como mi hermano, y ya estaría muerto. Qué pena, hablé sin pensar.

—Soñé con Alejandro la otra noche —dije—. Lo habían atrapado con una cartera ajena y lo llevaban a golpes a la estación, ante la presencia de todo el mundo. Seguí el rastro de su sangre hasta despertar.

—Tal vez no era tu hermano.

—A veces el ladrón soy yo.

—¿Vas a robarme?

—Así parece —dije—. ¿Me perseguirá la policía?

—No pienso denunciarte.

—Nunca había hablado de mi hermano con nadie, ni con Ramírez ni con Oviedo.

—¿Puedo hablarte de mamá? No sabía nada hasta hace poco. La abuela al fin me contó su historia. Fue mala, nos dejó porque tenía una doble vida, hacía de santa con papá y de puta en otras partes. La mató un hombre en Venezuela. Aunque visita su tumba cada dos o tres años, la abuela todavía no la perdona.

—¿Y tú?

—Es terrible, Antonio, ni siquiera recuerdo su cara.

—¿Tú ya la perdonaste?

—La culpa de todo la tuvo el señor Petrarca, mi abuelo, que la manoseaba.

—Un momento. ¿Petrarca?

—La abuela todavía le dice «doña Petra».

—Antes no lo bautizaron Cara de Tranca o Potranca. ¿De dónde sacaron ese nombre?

—Es un poeta.

—¿Dónde vive?

—Murió.

—¿Hace poco?

—Hace siglos.

—Pues con razón nadie lo conoce.

—Te hace falta leer, Antonio.

—Un momento, no soy tan burro y te lo voy a demostrar. Ese Petrarca escribía comedias divinas.

—Una sola. La divina comedia.

—Qué perezoso.

—Pero déjame contarte, por Dios. La abuela los sorprendió desnudos en el baño. Echó al señor Petrarca a la calle y nunca habló del asunto hasta hace poco, cuando la acosé a preguntas. Doña Jero no supo qué hacer con mamá. Fumaba desde la escuela, se iba con los muchachos a las quebradas y se perdía en los potreros. Desaparecía por días y a veces por semanas, y comenzó a viajar cada vez más lejos: Bogotá, Cali, Medellín. Todos los camioneros la llevaban gratis. La abuela la echaba y la recibía. Cada vez venía menos. Como alma en pena, la vieron desde Perú hasta Venezuela, imagínate. Fue volantona desde chiquita y yo la creía una santa. La veía como la Virgen del Carmen. A veces es mejor no preguntar, Antonio.

No supe qué decir.

—¿Nos vamos? —preguntó Renata—. Ya se me durmió el culo.

La acompañé a su casa. Despacio, abrazados, perseguidos por la luna.

—No, no soy una coneja. Tal vez sea una cabra. No, tampoco, no soy tan loca. ¿Qué quieres que sea? Seré el animal que tú quieras. Seré lo que tú quieras. Tu dulce animal.

Nos detuvimos varias veces para besarnos. Me abrazaba y se me pegaba con fiereza. Renata besaba con todo el cuerpo.

—La abuela está de viaje —dijo en la puerta—. Quédate conmigo.

Dulce animal de compañia
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