13
El toro escarbaba entre la niebla.
Renata lo vio arrancando hierba y tierra en la plazuela, corriendo como loco entre los árboles, las astas como los finos brazos de una bailarina.
La gente gritaba.
Alargaba el pescuezo por las ventanas.
Se escondía y se asomaba.
Una loca elegante, con el sombrero de plumas de otras fiestas, trataba de comerse la niebla en un plato, con tenedor y cuchillo. De hecho, con los ojos cerrados, cortaba un trozo invisible, lo atrapaba con el tenedor y masticaba con infinito placer.
Renata se santiguó.
Pidió al Señor que la librara de semejante destino.
Junto a la estatua del general Francisco de Paula, un viejo ciego rasgaba para nadie una guitarra de cinco cuerdas. Un pájaro aleteaba en la cabeza de la estatua. Alguien había escrito en el pedestal: Las tetas de Tatiana me matan.
En la Calle del Ahorcado los toros habían atropellado a dos mujeres, una vieja y una niña. Se decía que la vieja había fallecido, pero que la niña se salvaría si la conducían a tiempo al hospital.
Vio pasar el taxi amarillo. Vio en el puesto de atrás a la niña agonizante. Vio el rostro ensangrentado.
Vio un cuerpo tendido en la acera, despatarrado, pero no supo si el hombre estaba borracho, dormido o muerto.
Una puerta astillada, como mordida.
Una ventana rota.
Una sandalia sin dueño.
Otro loco, flaco y descalzo, los pantalones amarrados con una cuerda, toreaba un toro invisible con su propia camisa en la Calle de los Reyes, sobre una alfombra de destrozos, mientras avanzaba hacia la plazuela, donde amanecería embriagado por la gloria.
Una señora, arrodillada, recogía entre lágrimas los caramelos untados de barro, las cajetillas de cigarrillos aplastadas y las bolsitas de papas fritas trituradas, en una bolsa de plástico negra porque la caja de madera, aunque recién pintada y con nuevos compartimientos, había quedado como para botar a la basura.
Antes de encontrarse con Daniel, Renata supo que había otro muerto, don Leonel Santana, dueño del granero donde su padre hacía mercado. Le debían un dinero. Ya no tendrían que pagarle. Renata se arrepintió del mal pensamiento. Entendió que no bastaba con el arrepentimiento, que tendría que pagar, con sangre tal vez. ¿Con sangre? Renata no entendió sus propios pensamientos.
—Cada vez estoy más loca —se dijo—. Tienes que pagarle aunque esté muerto —se imaginó que le decía a su padre.
—¿Con misas?
—Págale a la viuda.
—Ese gordo maricón y tacaño no dejó ninguna viuda.
—Ese gordo maricón se ha comido docenas de muchachitas.
—Cuentos, puros cuentos.
—Ese gordo maricón casi se come a tu Cabrita.
Temerosa, esperando tropezar con un toro en la próxima esquina, llegó puntual a la cita y entraron de afán al Hotel Victoria, donde Daniel le hizo el amor casi toda la tarde, con furia, con insistencia, como si fuese el animal atormentado que escarbaba en la niebla, y ella, la niebla herida.