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Pasé por el chocolate, por supuesto, y me divertí como nunca. La abuela, que tenía unas frases locas, una concepción del mundo disparatada, contó el chiste del murciélago que se enamoró de un ratón y fue repudiado por la familia.
Me dolía el estómago cuando juzgué prudente despedirme.
—Ven mañana si quieres —dijo Renata—. Llévame al cine.
—¿De qué te ríes?
—El terror de los borrachos, el terror de los bandoleros.
—Al menos te espanté al borracho.
—Mi caballero descalzo. Ahora me río pero estaba muerta del susto. Me acuerdo de la tarde que se escaparon los toros en Pamplona.
—Me acuerdo.
—Le debíamos la plata de un mercado a don Leonel Santana cuando lo mató uno de los toros en el ascensor del edificio Bellalú. No es que papá no quisiera pagarle. No había con qué. Luego fue retrasando el pago. Don Leonel no tenía hijos sino un montón de sobrinos que no sabían de la deuda, y el asunto se quedó así. Don Leonel era algo picarón. Siempre me preguntaba si me casaría con él, pero nunca supe si me lo proponía en serio. Vi el cuerpo.
—Estuve ahí.
—Pero no me acordaba de eso sino de que estaba muerta del susto con todos esos animales sueltos y un soldado quiso salvarme.
—¿Tenías una cola de caballo?
—En ese tiempo sí, luego me corté el pelo.
—¿Tenías un saquito blanco?
—Todavía lo tengo. De lana virgen. Lo único que me queda virgen. ¿Eras tú?
—El soldado Cáceres Oreja —dije—. ¿Con quién entraste al Hotel Victoria?
—Ese bicho era mi novio. Debiste salvarme aquella vez.
—Estabas muerta del susto.
—Sigo muerta del susto. ¿Vienes mañana?