6
El perfume de los naranjos se escapaba del patio donde las gallinas picoteaban lombrices. Víctor Morantes, ya viudo, iba después de mediodía a casa de su madre a dormir la siesta. Se tendía sigiloso a su lado, dormía un rato y se iba al taller. Su madre no siempre se daba cuenta, no siempre lo reconocía. No hablaban. La oía respirar. Como si su propia vida pendiera del hilo de su respiración. Se imaginaba que le contaba cosas y que ella las aprobaba o las encausaba. Se imaginaba que eran felices.
—No ha sido tan malo.
Su madre no replicó.
—Pudo ser peor.
Permaneció atento, como un gato, pero ni siquiera percibió la respiración. La tocó con la punta de un dedo y le pareció que había perdido la tibieza.
—Madre.
Tocó su arrugada cara con ambas manos.
Pero ella ya no tenía ojos para verlo ni boca para responderle ni manos para tocarlo.