7
Un nombre
Cambiar de nombre no es algo que Byron hubiese planeado. De hecho, nunca se le habría ocurrido algo así. Daba por sentado que, a partir del momento en que te ponían un nombre, ése eras tú y nada podías hacer para dejar de serlo. Su nuevo nombre era algo que sencillamente había sucedido, al igual que la muerte de su madre, Besley Hill o el movimiento de las nubes sobre el páramo. Todas esas cosas llegaban y pasaban sin avisar. Sólo después podía echar la vista atrás y poner en palabras lo sucedido, y empezar así a dotar de significado algo que carecía de forma, a buscar un contexto específico en el que fijarlo.
El día que su padre no acudió a recoger a Byron a la comisaría, Andrea Lowe lo hizo en su lugar. Explicó que Seymour la había llamado desde Londres y le había pedido ayuda. Byron se quedó muy quieto y oyó al agente explicar que tenían al pobre chico en una celda porque no sabían qué hacer con él. Había recorrido casi quinientos kilómetros con la chaqueta del uniforme escolar encima del pijama. A juzgar por su aspecto, llevaba días sin probar bocado. Byron intentó acostarse y sus pies tocaron el extremo del colchón. La áspera manta no alcanzaba a cubrirlo.
Andrea Lowe estaba diciendo que el chico tenía problemas familiares. Hablaba deprisa, en tono desabrido. Byron pensó que parecía asustada. La madre del chico había muerto. El padre, ¿cómo decirlo?, no lo llevaba nada bien. Y no tenía más parientes vivos, aparte de su hermana pequeña, que estaba en un internado. El problema, concluyó Andrea Lowe, era el propio chico, al que definió como conflictivo.
Byron no imaginaba por qué había dicho algo así acerca de él.
El policía señaló que no podían retenerlo en una celda sólo porque se hubiese escapado del internado. Preguntó a Andrea Lowe si podía llevárselo a casa para pasar la noche, pero la mujer se negó. No se sentiría a salvo durmiendo bajo el mismo techo que un joven con semejante historial.
—Pero sólo tiene dieciséis años. Y es un chico perfectamente normal —repuso el agente—. Dice usted que es peligroso, pero no hay más que verlo para saber que no haría daño a una mosca. Va en pijama, por el amor de Dios —se soliviantó un poco.
Andrea Lowe, en cambio, no se alteró un ápice. Byron tuvo que quedarse inmóvil para oír lo que decía, tan inmóvil que casi no se reconocía a sí mismo. La mujer hablaba precipitadamente, como si no quisiera esas palabras en su boca. ¿Acaso el agente de policía no la había escuchado? Habían enviado a Byron lejos por ser conflictivo. Ésa era la verdad. Se había quedado mirando sin hacer nada mientras su madre se ahogaba. Hasta comió bizcocho en su funeral. Bizcocho, repitió. Y por si eso no bastara, había causado otros problemas. Era el responsable de que su hermana se hubiera lastimado la cabeza. Las señales estaban ahí desde hacía tiempo. Cuando tenía diez años, había estado a punto de matar a su hijo James en un estanque. Por culpa de ese chico, ella se había visto obligada a cambiar a James de escuela.
Byron abrió la boca en un alarido mudo. Oír todo aquello era demasiado. Había querido ayudar a su madre. Nunca haría daño a James. Y cuando apoyó la escalera de mano en la ventana de Lucy, estaba intentando protegerla. Era como si estuvieran hablando de otro chico, alguien que no era él pero que al mismo tiempo se parecía mucho a él. ¿Y si Andrea Lowe tenía razón? ¿Y si todo había sido culpa suya? El puente, el accidente de Lucy. A lo mejor había querido hacerles daño desde el principio, aunque otra parte de sí mismo nunca lo hubiese deseado. A lo mejor había dos chicos en su interior. Uno que hacía cosas terribles y otro que intentaba evitarlas. Byron empezó a temblar. Se levantó, dio una patada a la cama y al cubo que había debajo. El cubo de hojalata rodó como una peonza y chocó contra la pared. Byron lo recogió. Lo arrojó otra vez contra la pared, y luego llegó a la conclusión de que no podía seguir haciéndolo porque el cubo estaba todo abollado. Lo que hizo entonces fue golpearse la cabeza contra la pared para no seguir oyendo, para no seguir sintiendo, para toparse con algo sólido, y era como gritar para sus adentros, ya que no quería ser maleducado. Lo que estaba haciendo era una locura, y quizá por eso mismo no podía parar. Alguien gritaba desde la puerta de la celda. Todo parecía precipitarse. Ocurrir de un modo absurdo.
—¡Ya está, hijo, ya está! —intentó calmarlo el policía y, al ver que Byron no cejaba, le dio una bofetada.
Andrea Lowe soltó un grito.
No pretendía hacerle daño, dijo el agente, sólo quería que reaccionara. Andrea Lowe contemplaba la escena desde la puerta, con el rostro lívido.
—Esto es demasiado —se lamentó el policía, inquieto, como si no diera crédito a todo ese jaleo.
—Provoco accidentes —susurró Byron.
—¿Lo ve? —vociferó Andrea Lowe.
—Necesito ir a Besley Hill. Quiero ir a Besley Hill.
—Ya lo ha oído —dijo Andrea Lowe—. Quiere ir allí. Lo está pidiendo. Necesita nuestra ayuda.
El policía hizo otra llamada y Andrea Lowe fue a buscar su coche. Para entonces estaba bastante alterada, pero insistió en que era amiga de la familia y se haría cargo del duro trance. Eso sí, no dejaría que Byron fuera sentado delante. Cuando el chico preguntó adónde iban, se negó a contestar. Él intentó cambiar de tema y le preguntó qué tal se estaba adaptando James a su nueva escuela, pero tampoco hubo respuesta. Quería decirle que se equivocaba respecto al estanque, que el puente no había sido idea suya, sino de James, pero le costaba articular las palabras. Era más fácil clavarse las uñas en las palmas y guardar silencio.
El coche cruzó a trompicones la rejilla de retención del ganado, y el páramo se desplegó a su alrededor. Era agreste e interminable, y de pronto Byron se preguntó qué hacía en el coche de esa mujer. Ni siquiera sabía por qué había huido del internado, ni por qué había ido a la policía, ni por qué se había golpeado la cabeza contra la pared. Quizá intentara demostrar que no se sentía nada bien, que era infeliz. Sería muy fácil volver a ser quien había sido hasta entonces. Si Andrea Lowe parase el coche, si pudieran detenerlo todo un instante, no era demasiado tarde, podía volver a ser quien era. Pero el coche enfiló bruscamente el camino de entrada y varias personas bajaron los peldaños para recibirlos.
—Gracias, señora Lowe —dijeron.
La mujer se apeó y corrió hacia la entrada.
—Sacadlo de mi coche ahora mismo —iba diciendo—. Sacadlo de mi coche.
Aquellas personas se movían tan deprisa que no le dieron tiempo a pensar. Abrieron la puerta del coche y se abalanzaron sobre él como si fuera a explotar en cualquier momento. Byron clavó las uñas en el asiento, se aferró al cinturón de seguridad. Entonces alguien lo cogió por los pies y otra persona le tiró de los brazos, y él gritaba «¡No, no, no, por favor!». Salieron más personas con chaquetas y mantas, diciendo cosas como «¡Cuidado con la cabeza!» y preguntándose si podían encontrarle una vena. Le subieron las mangas y él no sabía si estaba llorando o si no producía sonido alguno. «¿Cuántos años tiene?», preguntó alguien a gritos.
—Dieciséis —contestó Andrea Lowe—. Tiene dieciséis años.
La madre de James lloraba, o quizá fuera otra persona.
Todas las voces se mezclaban en su cabeza, porque ya no era suya. Lo llevaron hacia el edificio. El cielo voló por encima de él, como si lo estiraran, y de pronto estaba en una habitación con sillas, y luego todo desapareció, incluido él.
El primer día en Besley Hill no podía moverse. Dormía y se despertaba, y al hacerlo recordaba dónde estaba y sentía tanto dolor que volvía a quedarse dormido. El segundo día parecía estar más tranquilo, y fue entonces cuando una enfermera le preguntó si le apetecía salir a dar un paseo.
Era una mujer menuda de aspecto pulcro. Quizá fuera por su pelo (una suave melena dorada), pero Byron tuvo la sensación de que era una persona amable. Ella le enseñó dónde dormiría, dónde se bañaría, dónde estaban los aseos. Señaló el jardín a través de la ventana y dijo que era una lástima que algo tan hermoso estuviese así de abandonado. Byron oía voces, a veces gritos y risas, que iban y venían. Había sobre todo silencio, un silencio tan profundo que no le hubiese costado creer que el resto del mundo había desaparecido. No sabía si eso lo alegraría o apenaría. Desde que le daban unas inyecciones para tranquilizarlo, sus emociones se detenían justo antes de que las sintiera. Era como ver la negrura de la tristeza y sentirse abrumado por un color que no casaba del todo con ese sentimiento, un violeta quizá, ligero como un pájaro que nunca llega a posarse.
La enfermera lo condujo hasta la sala de la televisión. El aparato estaba cerrado bajo llave, y cuando Byron preguntó por qué lo guardaban tras una puerta de cristal, la mujer sonrió y dijo que no tenía nada que temer. En Besley Hill estaría a salvo.
—Vamos a cuidar de ti —le aseguró.
Tenía la piel de un tono rosado y parecía empolvada, como si la hubiesen rociado con azúcar glas. Le recordó a un ratoncito de azúcar, y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía hambre. Tanta hambre que era como si todo su ser fuera un enorme agujero.
La enfermera le dijo que se llamaba Sandra.
—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó.
Byron iba a contestar cuando algo se lo impidió. Fue como si, al oír la pregunta, se le apareciera una puerta similar a la de cristal que había delante del televisor, allí donde hasta entonces sólo había una pared.
Pensó en lo que se había convertido su vida. Pensó en los errores que había cometido, y eran tantos que todo empezó a darle vueltas. Vista la vergüenza, la soledad, el constante sufrimiento que asociaba a su nombre, era imposible que Byron siguiera siendo la misma persona que hasta entonces. Era demasiado pedir. Su única esperanza de seguir adelante era convertirse en otro.
La enfermera sonrió.
—Sólo quiero saber cómo te llamas, no tengas miedo.
Byron hurgó en el bolsillo del pantalón. Cerró los ojos y pensó en la persona más inteligente que conocía. El amigo que era como la parte que le faltaba a sí mismo y al que quería tanto como había querido a su madre. Cerró los dedos en torno al escarabajo de la suerte.
—Me llamo James. —El nombre le dejó un regusto dulce y áspero a la vez.
—¿James? —repitió la enfermera.
Byron echó un vistazo a su espalda, esperando que alguien saltara en el acto para decir «Este jovencito no se llama James, sino Byron, y es un desgraciado, una calamidad». Pero no había nadie más en la habitación. Así que asintió en silencio para confirmar que, en efecto, se llamaba James.
—Mi sobrino también se llama James —comentó la enfermera—. Es un nombre bonito. Pero ¿sabes qué? A mi sobrino no le gusta. Quiere que lo llamemos Jim.
El diminutivo sonaba cómico, y él rió. La enfermera también. Por fin sentía que compartía algo con alguien, y fue un alivio.
Recordó a su madre sonriendo el día que compraron los regalos para enviar a Digby Road y la extraña anécdota del hombre al que le gustaba el champán. Pensó en sus distintas voces, la voz cantarina que empleaba para dirigirse a Seymour y la voz dulce que reservaba para los niños. La recordó riendo con Beverley y pensó en la facilidad con que pasaba, como un reguero de agua bajo una puerta, de ser una persona a ser otra completamente distinta. Tal vez fuera así de fácil. Tal vez en el fondo todo se redujera a ponerle un nuevo nombre a lo que eras, y ya podías convertirte en esa otra persona. Al fin y al cabo, James había dicho que podías llamar sombrero a un perro, y así descubrir algo que se te había escapado hasta entonces.
—Sí —repitió, más seguro—. A mí también me llaman Jim.
La forma diminutiva hacía que el nombre ya no sonara tan falso. Era como si su amigo estuviera allí mismo, a su lado, en Besley Hill. Ya no tenía miedo. Ni siquiera tenía hambre.
La enfermera sonrió.
—Vamos a ponerte cómodo, Jim —dijo—. Quítate el cinturón y los zapatos.
Unos hombres pasaron caminando en fila india, despacio, enfundados en pijamas. El chico sintió el impulso de saludarlos con la mano. Parecían exhaustos. Cada uno de ellos tenía dos marcas en la frente, rojas como amapolas.
—Mira —dijo la enfermera—. Muchos señores calzan zapatillas mientras están aquí.
A través de las ventanas, Byron alcanzaba a ver el páramo, que se elevaba hasta rozar el cielo invernal. Las nubes se veían tan cargadas que quizá fuera a nevar. Recordó el sol entrando a raudales por las ventanas de Cranham House, dibujando una cuadrícula tan nítida y cálida en el suelo que podía entrar en ella y sentirse iluminado.
Se agachó para quitarse los zapatos.