11
Madres y psicología

—No lo entiendo —dijo James—. ¿Por qué tenemos que contárselo a la policía?

—Por si no saben lo de los dos segundos —dijo Byron—. Por si tienes razón y todo esto es una conspiración. Hay gente inocente que puede estar en peligro, y no es culpa suya.

—Pero si existe una conspiración, la policía seguro que está involucrada. Y también el gobierno. Tenemos que pensar en otra persona. Alguien en quien podamos confiar.

Hasta el accidente, Byron ignoraba que fuera tan difícil mantener un secreto. No hacía más que pensar en lo que su madre había hecho y lo que ocurriría si lo supiera. Se ordenaba a sí mismo no pensar en el accidente, pero eso requería tanto esfuerzo que era como si lo hiciera todo el tiempo. Cada vez que empezaba a decir algo temía que se le escaparan palabras inadecuadas, por lo que se obligaba a examinarlas una a una conforme salían, como si comprobara que tuvieran las manos limpias. Era agotador.

Est-ce qu’il faut parler avec quelqu’un d’autre? —preguntó James—. Monsieur Roper, peut-être?

Byron negó con la cabeza de un modo que más parecía estar asintiendo. No estaba seguro de haber entendido lo que había dicho James y esperaba nuevas pistas.

—Tiene que ser alguien comprensivo —añadió éste—. Votre mère? Elle est très sympathique. —Ante la sola mención de Diana, James se ruborizó—. No se enfadó con nosotros cuando lo del estanque. Nos preparó té caliente y sándwiches en miniatura. Además, no te hace esperar fuera si llegas con los pies embarrados.

Aunque James estaba en lo cierto respecto a la madre de Byron, aunque no les había gritado como Seymour después de lo sucedido en el estanque, ni se mostraba distante como la madre de James, y aunque Diana había insistido desde el principio en que la caída de Byron al agua había sido un accidente, éste se mostró contrario a contarle la teoría de los dos segundos.

—¿Crees que alguien puede sentirse culpable de algo que no sabe que ha hecho? —preguntó.

—¿Esto también tiene que ver con los segundos de más?

Byron dijo que era más bien una pregunta general, y sacó los cromos de Brooke Bond del bolsillo de la chaqueta para aligerar la conversación. Ahora tenía la colección completa, incluido el número uno.

—No veo cómo alguien puede sentirse culpable si no sabe que ha hecho algo malo —dijo James, fascinado por los cromos, pero sin tocarlos—. Sólo puedes sentir remordimientos si has cometido un crimen de forma deliberada. Matar a alguien, por ejemplo.

Byron dijo que no estaba pensando en un asesinato, sólo en un accidente.

—¿Qué clase de accidente? ¿Te refieres a algo así como rebanarle la mano a alguien en su lugar de trabajo?

A veces Byron sospechaba que James leía demasiados diarios.

—No —repuso—. Me refiero tan sólo a hacer algo que no querías hacer.

—Creo que si esa persona se disculpara por haberse equivocado, y si demostrara que lo siente de verdad, todo se arreglaría. Es lo que hago yo.

—Tú nunca haces nada malo —le recordó Byron.

—A veces me lío con los tiempos verbales, sobre todo cuando estoy cansado. Y una vez pisé una porquería fuera del cole y subí al coche con los zapatos sucios. Mi madre tuvo que frotar las alfombrillas. Me pasé toda la tarde de cara a la pared.

—¿Por los zapatos?

—Porque no me dejaba entrar. Mientras limpia, tengo que esperar fuera. A veces no estoy seguro de que mi madre quiera tenerme cerca. —Tras esta confesión, James se estudió las yemas de los dedos y volvió a guardar silencio—. ¿Tienes el cromo del globo Montgolfier? —preguntó—. Ése es el número uno de la colección.

Byron lo sabía. En ese cromo había un globo aerostático azul con festones dorados, y era su favorito. Ni siquiera Samuel Watkins lo tenía. Sin embargo, el ademán de James sugería un desamparo, una soledad tal, que Byron le puso el cromo del globo en las manos. Le dijo que se lo podía quedar para siempre, y cuando éste protestó «No, no, no puedes dármelo. Si lo haces, ya no tendrás la colección entera», Byron le hizo cosquillas para demostrarle que no pasaba nada. James se dobló en dos y chilló de risa mientras los dedos de Byron buscaban a tientas las pequeñas concavidades óseas en las axilas y debajo de la garganta de su amigo.

—¡Por… por favor, para! —suplicó entre risas—. ¡Me dará hipo!

Cuando se reía, James era como un niño.

Esa noche no fue más llevadera que la anterior. Byron dormía a ratos, y entonces veía cosas que lo asustaban y se despertaba enredado en las sábanas empapadas en sudor. Cuando se miró en el espejo del lavabo al día siguiente, se horrorizó al descubrir a un grandullón de rostro pálido con profundas ojeras que más parecían cardenales.

Su madre también se horrorizó. Nada más verlo, dijo que debería quedarse en casa. Byron señaló que tenía que prepararse para el examen final, que era importante, pero ella se limitó a sonreír. No pasaría nada por perder un día de clase. Esa mañana Diana había quedado para ir a desayunar con las madres del cole.

—Por lo menos tengo una excusa para no ir —dijo.

Pero eso inquietó a Byron. Si Diana hacía algo inusual, levantaría las sospechas de las otras madres. Accedió a faltar a clase ese día, pero sólo porque pensaba asegurarse de que ella acudiera a su cita de la mañana.

—Yo tampoco quiero ir a clase —anunció Lucy.

—Tú no estás enferma —objetó su madre.

—Byron tampoco —replicó la niña—. No tiene granitos.

Una vez al mes, las madres de Winston House se reunían para tomar café en los únicos grandes almacenes de la localidad. Había otras cafeterías, pero eran la clase de establecimientos surgidos en los últimos años al cabo de la calle principal, en los que se servían hamburguesas americanas y batidos de sabores. El salón de té abría a las once. Tenía sillas de madera dorada tapizadas con velvetón azul. Las camareras lucían delantales con ribetes de encaje y servían bollitos en bandejas con blondas de papel. Si uno pedía café, venía acompañado de leche o nata, a elegir, y también de una diminuta chocolatina rellena de menta con envoltorio negro.

Esa mañana había quince madres presentes.

—Qué éxito de convocatoria —dijo Andrea Lowe, abanicándose con la carta. Tenía unos ojos claros que siempre parecían a punto de salírsele de las órbitas, como si no parara de ver cosas que la escandalizaban.

Deirdre Watkins, que fue la última en llegar, se sentó en un banquito que había requisado de los lavabos porque todas las sillas doradas estaban ocupadas. Le brillaba el rostro a causa del sudor, y se lo secaba continuamente con un pañuelo.

—No sé por qué no quedamos más a menudo —dijo Andrea—. ¿Estás segura de puedes vernos desde ahí abajo, Deirdre?

La interpelada contestó que estaba de fábula, y que si alguien podía pasarle el azúcar.

—Yo no quiero ni verlo —dijo la madre nueva.

Su marido trabajaba como comercial, pero no de los que venden de puerta en puerta. Alzó las manos en el aire como si el mero hecho de tocar el azúcar fuera a engordarle los dedos.

—¿Byron está enfermo? —preguntó Andrea, señalándolo con un ademán desde el otro extremo de la mesa.

—Le duele la cabeza —contestó Diana—. No es nada contagioso. No tiene granos ni manchas ni nada.

—¡Claro que no! —exclamaron las madres al unísono. ¿Quién llevaría a un niño con una enfermedad contagiosa a unos grandes almacenes?

—¿Entonces no ha habido más accidentes? —preguntó Andrea.

Byron tragó en seco mientras su madre contestaba que no, no había habido más accidentes. Ahora había una valla alrededor del estanque. Andrea explicó a la madre nueva que James y Byron habían intentado construir un puente en Cranham House el verano anterior.

—Casi se ahogan —concluyó entre risas. Y añadió que el incidente ya estaba olvidado.

—Byron fue el único que cayó al agua, que apenas me llegaba a las rodillas —precisó Diana entre dientes—. James ni siquiera se mojó.

No fue la más prudente de las réplicas. Más que removerlo, Andrea Lowe azotó su café con la cucharilla.

—Aun así, no querrás que Byron se quede atrás en sus estudios. Yo lo llevaría a que le echaran un vistazo. Mi marido conoce a un médico muy bueno. Está en el centro. Howards, se llama. Fueron compañeros de clase. Es un experto en niños.

—Gracias, Andrea —dijo Diana—. Lo tendré en cuenta. —Sacó su cuaderno de notas y lo abrió por una página en blanco.

—En realidad es psicólogo.

La palabra restalló en el aire como una pequeña bofetada. Sin mirarla, Byron vio que su madre se tensaba con el cuaderno entre las manos. El problema era evidente para él: Diana no sabía cómo escribir «psicólogo».

—Aunque yo personalmente nunca he necesitado sus servicios… —añadió Andrea.

Diana garabateó algo en el cuaderno. Luego lo cerró de golpe y lo arrojó al bolso.

—Pero hay gente que sí los necesita —terció Deirdre—. Hay gente que está fatal.

Byron miró a las madres con su mejor sonrisa para demostrarles que él no era como esa gente, que era un chico normal, que sólo estaba un poco pachucho.

—Mi suegra, sin ir más lejos —prosiguió Deirdre—. Le escribe cartas de amor a ese locutor de Radio 2, ¿cómo se llama?

Andrea dijo que no tenía ni idea. No solía escuchar los magacines radiofónicos. Lo suyo era Beethoven.

—Se lo tengo dicho, no le puede escribir todos los días. Tiene esa enfermedad, ¿cómo se llama?

Las otras madres negaron con la cabeza, pero esta vez Deirdre se acordó de la palabra:

—Esquizofrenia, eso. Dice que ese locutor le habla a ella.

—A mí me gusta escribir cartas —intervino Byron—. Una vez le escribí a la reina. Y me contestó. ¿A que sí, mamá? Bueno, fue más bien su dama de compañía.

Andrea lo escrutó con los labios apretados, como si estuviera chupeteando un caramelo para la garganta. Byron se arrepintió de haber mencionado a la reina, aunque para sus adentros se enorgullecía de que le hubiese contestado. Guardaba la carta en una lata de galletas saladas Jacob’s, junto con las que le habían enviado la NASA y Roy Castle. Estaba convencido de que se le daba bien eso de mantener correspondencia.

—Pero no creo que le escribieras a la reina en ropa interior —apuntó Deirdre—. Eso es lo que hace mi suegra.

Las mujeres estallaron en carcajadas y Byron deseó que se lo tragara la tierra. Se ruborizó hasta las orejas. Su comentario no tenía nada que ver con la ropa interior, pero de pronto cobró forma en su mente la imagen de todas las madres con corsés rosa melocotón y no supo qué hacer con ella. Notó la suave mano de su madre cogiendo la suya por debajo de la mesa. Mientras tanto, Andrea Lowe comentó que los trastornos mentales eran enfermedades. Que a la gente así había que encerrarla en Besley Hill. A la larga, era lo mejor para ellos, aseguró. Como los homosexuales. Había que ayudarlos para que se curaran.

Luego las mujeres pasaron a hablar de otras cosas: una receta de pollo a la milanesa, los Juegos Olímpicos que tendrían lugar ese verano o cuántas de ellas seguían viendo la tele en blanco y negro. Deirdre Watkins dijo que cada vez que se asomaba al nuevo arcón congelador temía que su marido la encerrara dentro de un empujón. La madre nueva preguntó si Andrea no temía por la seguridad de Anthony tras la reciente cadena de atentados del IRA, a lo que ésta contestó que en su opinión había que colgar a los terroristas, que eran unos fanáticos. Por suerte, su marido se ocupaba de los delitos cometidos en el ámbito doméstico.

—¡Qué horror! —exclamaron algunas de las presentes.

—Me temo que a veces debe enfrentarse a mujeres. Madres, incluso.

—¿Madres? —dijo Deirdre.

A Byron le dio un vuelco el corazón. Se le encogieron las entrañas.

—Creen que sólo porque tienen hijos pueden salirse con la suya. Anthony no es de los que se dejan ablandar fácilmente. Si ha habido un delito, alguien debe pagar por él. Aunque sea una mujer. Aunque sea madre.

—Es lo justo —opinó la madre nueva—. Ojo por ojo.

—Algunas gritan las peores obscenidades cuando las llevan detenidas. Figuraos cómo será que a veces Anthony ni siquiera se atreve a repetirme sus palabras.

—¡Santo cielo! —dijeron las mujeres al unísono.

Byron no podía mirar a Diana. La oía ahogando exclamaciones y murmurando como las demás. Oía el chasquido que producían sus dientes contra el borde de la taza, el repiqueteo de sus uñas pintadas de rosa sobre la porcelana y la mínima bocanada de aire que aspiraba al tragar. Su inocencia era evidente, tanto que Byron tenía la sensación de que podía tocarla, y sin embargo, aun sin saberlo, era culpable desde hacía nueve días. Le inspiraba tal compasión que todo aquello se le antojaba de una crueldad atroz.

—Es el precio del feminismo —opinó Andrea—. Todo el país se está yendo al garete.

—Por supuesto —asintieron todas, y acercaron las bocas, como pequeños picos, a sus tazas de café.

Byron se volvió hacia su madre y le susurró que quería marcharse, pero ella negó con la cabeza sin despegar los labios. Su rostro era una máscara de cristal.

—Esto es lo que pasa cuando las mujeres se ponen a trabajar —añadió Andrea—. No podemos ser hombres. Somos hembras. Tenemos que comportarnos como hembras. —Enfatizó la primera sílaba de «hembras», de modo que la palabra destacaba en su discurso, sonando larga e importante—. El primer deber de toda mujer casada es tener hijos. No deberíamos aspirar a nada más.

—Por supuesto —asintieron todas.

Plup, plup, dos terrones más de azúcar cayeron en el té de Deirdre.

—¿Por qué no? —preguntó una vocecilla.

—¿Cómo dices?

La taza de Andrea se quedó suspendida junto a sus labios.

—¿Por qué no podemos aspirar a más? —volvió a preguntar la vocecilla.

Quince rostros se volvieron bruscamente hacia Byron, que negó con la cabeza como diciendo yo no he sido. Para su gran consternación, se dio cuenta de que era la vocecilla de su madre la que había oído. Diana se había pasado el pelo por detrás de las orejas y se había enderezado en la silla, tal como hacía cuando iba al volante para demostrarle a su marido que estaba concentrada.

—Yo no quiero pasarme toda la vida encerrada en casa —dijo entonces—. Quiero hacer otras cosas. Cuando los niños sean mayores, tal vez vuelva a trabajar.

—¿Quieres decir que ya habías trabajado antes? —le preguntó Andrea.

Diana asintió.

—Sólo digo que podría ser interesante.

¿Qué estaba haciendo su madre? Byron se pasó una mano por el labio superior para secarse la piel sudorosa y se encogió en su silla. Por encima de todo, quería que su madre fuera como las demás. Pero allí estaba, hablando de hacer algo distinto cuando ya estaba señalada de un modo que no alcanzaba a imaginar. Byron sintió el impulso de levantarse, de agitar los brazos, de gritarle, sólo para distraer la atención de las demás mujeres.

Mientras tanto, Deirdre volvió a pedir que le pasaran el azúcar. La madre nueva levantó las manos cuando el azucarero pasó por delante de ella. De pronto, varias mujeres parecían afanarse en buscar hilos sueltos en sus mangas.

—Vaya, qué interesante… —comentó Andrea con sorna.

Byron y su madre deambularon en silencio por la calle principal. El sol era un punto cegador y un águila ratonera planeaba sobre el páramo, a la espera de una oportunidad para abatirse sobre su presa. El aire era pesado y asfixiante, como si un puño aplastara la tierra. Incluso cuando alguna nube surgía como salida de la nada, el cielo parecía absorber su humedad antes de que pudiera descargarla. Byron se preguntó cuánto tiempo más duraría aquel calor.

Después de lo que había dicho su madre en el salón de té acerca de volver a trabajar, la conversación había decaído, como si estuviera enferma o agotada. Byron le dio la mano a su madre y se concentró en no pisar las grietas del pavimento enlosado. ¡Había tantas cosas que quería preguntarle! Diana pasó con su vestido amarillo limón por delante de la tienda del Partido Conservador y su pelo cardado refulgió a la luz del sol.

—No tienen ni idea —dijo. Parecía mirar al infinito.

—¿Quién no tiene ni idea?

—Esas mujeres. No tienen la mínima idea de nada.

Byron no estaba muy seguro de qué hacer con esa información, por lo que se limitó a decir:

—Cuando lleguemos a casa, creo que volveré a leer la carta que me mandó la reina.

Diana le sonrió como si lo considerara un chico listo.

—Es una idea estupenda, tesoro. Se te da muy bien escribir cartas.

—Luego puede que diseñe una nueva insignia de Blue Peter.

—Creía que ya tenían una.

—Y la tienen. Una plateada y otra dorada. Pero para conseguir la dorada hay que hacer algo especial, como rescatar a alguien en apuros. ¿Te parece normal?

Diana asintió, pero como si ya no escuchara, o por lo menos no lo escuchara a él. Se habían detenido delante de la tienda de vinos y licores. Su madre lanzó una mirada fugaz al establecimiento. Se detuvo, y la puntera de su zapato repiqueteó un par de veces en la acera.

—Sé buen chico y espérame aquí un segundo —le dijo—. Necesito agua tónica para el fin de semana.

El tiempo cambió esa noche. Byron despertó por una ráfaga de viento que abrió de golpe la ventana de su habitación, haciendo que las cortinas se inflaran como velas. Un relámpago con forma de tridente rasgó el cielo, y el páramo resplandeció en medio de la oscuridad como una foto azul enmarcada por la ventana. El chico se quedó muy quieto y empezó a contar, a la espera del trueno. La lluvia se desató con furia, irrumpiendo a través de las cortinas descorridas. Si no se levantaba para cerrarlas, empaparía la moqueta. Estaba acostado encima del cubrecama, incapaz de dormir e incapaz de moverse. No alcanzaba a oír nada más que la lluvia, que azotaba el tejado, los árboles, la solana. Costaba creer que fuera a parar en algún momento.

Byron pensó en lo que había dicho la señora Lowe, eso de que las mujeres que cometían un delito no se salían con la suya. Ignoraba cómo iba a arreglárselas para mantener a su madre a salvo. Se le antojaba una tarea inabarcable para un solo chico. No había más que ver cómo había hablado sin tapujos de volver a trabajar, o cómo se había opuesto a que su padre se refiriera al coche como si éste fuera una persona. Lo que hacía de Diana una criatura distinta no era sólo lo que había hecho en Digby Road. Había algo en ella, algo puro y espontáneo que no admitía cortapisas. Si se enteraba de lo que ella misma había hecho, lo confesaría todo. Él no sería capaz de impedirlo. Byron imaginó una vez más esos diminutos cajones con pomos de pedrería que llenaban la mente de su madre, y quizá fuera por la lluvia, pero el caso es que los vio rebosantes de agua. Se le escapó un grito.

De pronto, la silueta plateada de Diana apareció en el hueco de la puerta, iluminada a contraluz desde el pasillo.

—¿Qué ocurre, tesoro?

Byron le dijo que estaba asustado y ella se apresuró a cerrar la ventana. Corrió las cortinas, que volvieron a caer en impecables pliegues azules.

—Te preocupas demasiado —le dijo con una sonrisa—. Las cosas nunca son tan malas como creemos.

Sentada en el borde de la cama, Diana le acarició la frente y se puso a canturrear una canción serena que él no conocía. Byron cerró los ojos.

Pasara lo que pasase, nunca debería contarle a su madre lo que ella había hecho. De todas las personas a las que conocía, ella era sin duda la más peligrosa. Lo repitió para sus adentros una y otra vez mientras Diana le pasaba los dedos por el pelo, la lluvia repiqueteaba en las hojas y los truenos se iban alejando. A regañadientes, como si alguien tirara de él mediante hilos invisibles, Byron se dejó vencer por el sueño.