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El fin de la cinta de embalar
Pese al cambio de temperatura, al tiempo excesivamente benigno para la época, Jim no sale al páramo. No va a trabajar. Ni siquiera puede acercarse a la cabina de teléfono más cercana para llamar al señor Meade y explicárselo. Da por sentado que se quedará sin trabajo pero no tiene fuerzas para sentir, y mucho menos hacer, nada al respecto. No cuida sus plantas. Pasa los días encerrado en la autocaravana. Los rituales no tienen fin.
A veces mira de reojo por la ventana y comprueba que la vida sigue adelante sin él. Es como decirle adiós a algo que ya se ha ido. Ve pasar a los vecinos de Cranham Village con sus regalos de Navidad. Hay niños con botas de nieve y bicicletas nuevas. Hay maridos con aspiradores de hojas. Uno de los estudiantes extranjeros tiene un flamante trineo nuevo, y pese a la ausencia de nieve, todos van hacia las rampas para monopatín con sus gorros y chaquetas de plumón. El dueño del perro peligroso ha puesto un nuevo letrero en la entrada de su casa con el que advierte a los intrusos de que ha instalado cámaras de seguridad y un circuito cerrado de televisión. Jim se pregunta si el perro habrá muerto, y de pronto se le ocurre que nunca ha visto ningún perro, ni peligroso ni de otra clase, y que quizá el antiguo letrero fuera sólo un ardid ajeno a la realidad. El anciano ha vuelto a asomarse a la ventana. Parece llevar puesta una gorra de béisbol.
Así que en eso consiste ser normal y corriente. En eso consiste ir tirando. En el fondo no es para tanto, pero Jim no puede hacerlo.
El interior de la autocaravana está forrado con cinta de embalar. Sólo le queda un rollo. No sabe qué hará cuando se le acabe. Y entonces una idea se abre paso en su mente, como un lento amanecer: no sobrevivirá a la cinta de embalar. No come ni duerme desde hace días. Está dispuesto a agotarlo todo, incluida su propia vida.
Jim yace en la cama. Por encima de su cabeza, el techo desplegable es un entramado de cinta de embalar. La cabeza le da vueltas, la sangre le pulsa en las sienes, nota un hormigueo en los dedos. Piensa en los médicos de Besley Hill, en las personas que han tratado de ayudarlo. Piensa en el señor Meade, en Paula y Eileen. Piensa en su madre, en su padre. ¿Dónde empezó todo esto? ¿Con los dos segundos? ¿Un puente sobre el estanque? ¿O acaso estaba allí desde el principio, cuando sus padres decidieron que le esperaba un brillante porvenir?
Su cuerpo tiembla, la autocaravana tiembla, su corazón tiembla, las ventanas tiemblan, presas de la desolación que todo lo invade. «¡Jim, Jim!», parecen gritarle. Pero él no es nada. Todo su ser se reduce a un «hola, hola». A tiras de cinta de embalar.
—¡Jim, Jim!
Se deja abrazar por el sueño, por la luz, por la nada. Las puertas, las ventanas, las paredes de la autocaravana palpitan con un golpeteo insistente, pam pam, como un latido cardíaco. Y entonces, justo cuando Jim se sumerge en la nada, el techo desplegable sale volando, arrancado de sus bisagras. Jim nota el azote del aire frío. Hay un cielo, hay un rostro, y tal vez debiera ser el de una mujer, pero no lo es, sino un rostro desencajado por el miedo, y luego viene un brazo, una mano.
—Jim, Jim. Vamos, colega. Estamos aquí.