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Palabras como perros

—Levanta el pie —pide la enfermera a Jim, y le asegura que nada de lo que hará va a dolerle.

A continuación, emplea unas tijeras para cortar la escayola. En su interior, el pie de Jim se ve sorprendentemente limpio y suave. Por encima del tobillo, la piel está pálida y reseca; los dedos presentan un tono verde musgo a causa de las contusiones. El rosado de las uñas se ve deslucido.

Un médico examina el pie a conciencia. Los ligamentos no están dañados. Eileen le formula preguntas de tipo práctico, como si Jim va a necesitar analgésicos o no, y qué ejercicios debería hacer para favorecer la recuperación. Es algo tan novedoso para Jim que alguien se preocupe así por él, que no puede dejar de mirarla. Luego Eileen hace una broma sobre su propio estado de salud y todos ríen, incluso el médico. A Jim nunca se le había ocurrido que los médicos pudieran tener sentido del humor. Los ojos azules de Eileen brillan como dos soles, su dentadura resplandece, y hasta su pelo parece moverse con gracia y soltura. Jim se percata de que quizá se esté enamorando de ella, y es una sensación tan placentera que también rompe a reír. Ni siquiera tiene que pensárselo.

Después, la enfermera reemplaza la escayola con un vendaje y una bota de plástico suave. Como nuevo, dice.

Jim invita a Eileen al pub para celebrarlo. Sin el yeso, su pie parece hecho de aire. Se detiene una y otra vez para comprobar que sigue allí. Cuando va a pagar las copas, le gustaría decirle al camarero que está con Eileen, que ella ha accedido a tomar una cerveza con él, que lo hace todas las noches. Quiere preguntarle al camarero si tiene mujer, y qué se siente cuando te enamoras. En la barra hay un hombre dándole patatas fritas a su perro. El animal está sentado en un taburete a su lado y lleva una bufanda de lunares en torno al cuello. Jim se pregunta si el hombre estará enamorado de su perro. Hay muchas formas de amor, constata.

Le tiende una cerveza a Eileen.

—¿Te apetecen unas patatas fritas? —pregunta.

—Sí, gracias.

El local empieza a darle vueltas. Jim recuerda algo parecido a un perro, pero tan pronto visualiza la imagen que precede a la formación de una palabra, ésta cambia de aspecto y se convierte en otra cosa. Se siente aturdido. De pronto, no sabe qué significan las palabras. Carecen de sentido para él; parecen cortar las cosas por la mitad apenas las piensa. ¿Cuando Jim pregunta «Más patatas» querrá decir eso o en realidad está diciendo algo muy distinto, algo como «Te quiero, Eileen»? Y, cuando ella contesta «Sí, gracias», ¿está diciendo eso o algo completamente distinto, algo como «Sí, Jim. Yo también te quiero»?

A sus pies, la moqueta se inclina bruscamente. Nada es lo que parece. Una persona puede ofrecer patatas fritas a otra y en el fondo querer decir «Te quiero», y otra persona puede decir «Te quiero» aunque parezca haber dicho que le apetecen unas patatas.

Jim no puede articular palabra. Es como si tuviera la boca llena de lana.

—¿Te pido un vaso de agua? —pregunta Eileen—. Te veo raro.

—Estoy bien.

—Estás verdoso. A lo mejor deberíamos irnos.

—¿Tú quieres irte?

—No; lo digo por ti. Yo me adapto a todo.

—Yo también —dice Jim.

Apuran las cervezas en silencio. Jim no sabe cómo han llegado hasta ese punto. Momentos antes tal vez estuvieran declarándose amor mutuo, y ahora casi da la impresión de que preferirían estar a solas. Toma conciencia de lo cuidadoso que debe ser con las palabras.

—Una vez me dijiste algo —suelta de sopetón—. Sobre perder cosas.

—Ah —repone Eileen. Y después—: Sí.

—¿Me dirás qué has perdido?

—Bueno. ¿Por dónde empiezo? Maridos.

Por lo menos vuelven a intercambiar palabras, aunque Jim no tiene ni idea de a qué se refiere Eileen.

—Dos —especifica ella, cruzándose de brazos—. El primero era televendedor. Estuvimos juntos trece años. Hasta que un día le tocó llamar a una mujer, se pusieron a charlar de esto y lo otro, le vendió un apartamento en multipropiedad y si te he visto no me acuerdo. Se largaron los dos a la Costa del Sol. Después de aquello pasé mucho tiempo sola. No quería que me hicieran daño. Pero hace unos años volví a probar suerte. Me casé otra vez. No duró ni seis meses. Al parecer, es imposible convivir conmigo. Me rechinan los dientes mientras duermo. Ronco. Mi marido se trasladó a la habitación de invitados, pero resulta que también soy sonámbula.

—Lo siento.

—¿Que sea sonámbula?

—Que él te dejara.

C’est la vie. El problema es mi hija.

Las facciones de Eileen se comprimen, como si alguien le hubiese puesto un objeto pesado sobre la cabeza y le hubiese ordenado que no se moviera. Al ver que Jim no dice nada, clava la mirada en él. Le pregunta si ha oído lo que acaba de decir. Y cuando él contesta que sí, posa una mano junto a la suya sobre la mesa, igual que hizo la asistente social cuando le habló de ser una persona normal y corriente. De hacer amigos.

—Rea se marchó de casa un día —añade Eileen—. Sólo tenía diecisiete años. Yo le había comprado una pulsera plateada para su cumpleaños, de esas que se llevan ahora, ya sabes, con dijes. Comentó que iba a la tienda de la esquina. Habíamos discutido por alguna tontería. Por los platos sucios. Nunca volvió.

Eileen coge la cerveza, le da un trago y luego se seca la boca despacio.

Jim no lo entiende. No comprende cómo las imágenes que atiborran su mente —de la hija de Eileen y una tienda en la esquina y una pulsera de dijes— pueden encajar con ese otro detalle, el hecho de que la chica nunca volviera a casa. Eileen coge el posavasos de cartón y lo deja perfectamente alineado con el canto de la mesa. Luego lo mueve y lo vuelve a colocar, sin parar de hablar ni un instante. Le cuenta que no ha vuelto a saber nada de su hija desde ese día. Que la ha buscado, siempre en vano. A veces tiene una corazonada, puede ocurrirle en mitad de la noche, y cree saber dónde está, y se sube al coche y va hasta allí, pero nunca la encuentra. Eileen coge el posavasos que ha alineado tan meticulosamente con el borde de la mesa y lo rompe en trocitos.

—Lo único que quiero es saber que está bien, pero ni eso, Jim.

Eileen se aferra a la mesa. Le advierte que, sintiéndolo mucho, va a llorar. Jim pregunta si quiere que vaya a pedirle algo, un vaso de agua o algo más fuerte, pero ella dice que no a ambas cosas. Sólo quiere que se quede allí con ella.

Al principio, Jim no soporta mirarla. Oye las súbitas inhalaciones que preceden al llanto y reprime el impulso de levantarse. En Besley Hill veía gente llorando a menudo. A veces simplemente se quedaban acurrucados en el suelo como niños, y había que bordearlos. Pero es muy distinto ver cómo se desata el sufrimiento de Eileen. Jim se remueve en el taburete, buscando con la mirada al camarero y al hombre del perro, pero ambos han desaparecido. Desearía tener algo que dar a Eileen, pero no tiene nada, ni siquiera un kleenex. Lo único que puede hacer es quedarse allí sentado. Ella sigue aferrada a la mesa con ambas manos y separa las piernas, como si se preparara para lo peor. Las lágrimas rebosan sus ojos y humedecen sus mejillas sin que haga nada por evitarlo. Se limita a quedarse quieta, sobrellevando su propia pena, esperando a que pase. Al verla así, Jim nota un escozor en los ojos, aunque han pasado muchos años desde la última vez que lloró.

Cuando pasa, Eileen se seca el rostro. Sonríe.

—¿Quieres ver una foto de Rea? —pregunta.

Eileen empieza a hurgar en su bolso tipo saco. Deja sobre la mesa un monedero de piel, las llaves del coche, las de casa, un cepillo.

—Aquí está.

Con dedos temblorosos, abre una cartera de plástico azul rasgada en cuya ventana transparente asoma un abono de autobús. Lleva años caducado, y la foto desvaída muestra un rostro pálido y demacrado, ojos de mirada dulce, abundante melena pelirroja. No hay duda de que esa chica es una parte de Eileen, pero una parte frágil, juvenil. La parte que Jim había creído intuir pero nunca había visto.

—Ya lo ves. Todos la cagamos a veces —dice.

Eileen busca los dedos de Jim, pero él no puede hacerlo. No puede cogerle la mano. Ella no insiste.

—¿Y qué le pasó a ese amigo tuyo, ese del que me hablaste? ¿Qué hiciste que fuera tan terrible, Jim?

Él abre la boca pero no puede ponerlo en palabras.

—Tengo todo el tiempo que necesites —dice Eileen—. Seguiré esperando.