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Una idea buenísima

—Tendríamos que hacer algo —dijo Byron.

Diana apartó los ojos de la encimera, sobre la que cortaba manzanas, pero no dijo nada. Apuró el vaso, lo dejó junto a los demás vasos vacíos y lo miró con gesto distante, como si estuviera tan sumida en sus cavilaciones que no fuera capaz de regresar al presente. Luego esbozó una débil sonrisa y siguió cortando manzanas.

Estaban a principios de julio. Habían pasado veintinueve días desde el accidente, y doce desde que habían descubierto la prueba del tapacubos. Por toda la cocina se alzaban en precario equilibrio pilas de platos y cuencos sucios. Si Lucy quería una cuchara limpia, Byron tenía que buscarle una y enjuagársela. El lavadero despedía tal olor a ropa húmeda que el chico cerraba la puerta una y otra vez. Diana ya no aparcaba en la calle flanqueada de árboles como las demás madres. Dejaba el coche donde nadie pudiese verlo y recorrían a pie la distancia que los separaba de la escuela. Los zapatos de Lucy tenían las punteras gastadas. Byron había hecho saltar otro botón de la camisa del uniforme. Las rebecas de su madre parecían empeñadas en resbalarle de los hombros. Era como si todas las cosas hubiesen empezado a olvidar lo que eran.

Cuando Byron comentó a James el rumbo que estaban tomando los acontecimientos, éste dijo que debían idear un nuevo plan de acción.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Byron.

—Lo estoy pensando —repuso James.

Luego estaba la cuestión del comportamiento de su madre durante el fin de semana. Diana no parecía dar una. Tenía tanto miedo de llegar tarde a recoger a Seymour que habían tenido que esperar casi una hora en el andén de la estación. Se había pintado los labios una y otra vez, hasta que habían empezado a parecer los de otra persona. Byron había intentado distraer a Lucy jugando a veo-veo, pero sólo la había disgustado al no adivinar una palabra que empezaba por la letra be («vagón», había revelado finalmente la niña entre sollozos). Seguía llorando cuando el tren se detuvo en el andén. Luego su madre volvió al coche a toda prisa, hablando sin parar de cosas inconexas, el calor, la semana de Seymour, algo bueno para cenar. Ya puestos, podría haber chillado «¡tapacubos, tapacubos, tapacubos!». En el camino de vuelta, se le caló el coche varias veces.

Ya en casa, las cosas no habían ido mejor. Mientras cenaban el sábado por la noche, Byron intentó aligerar los ánimos preguntando a su padre qué opinaba de la Comunidad Económica Europea, pero éste se limitó a limpiarse la boca con la servilleta y preguntó si se había acabado la sal.

—¿La sal? —repitió Diana.

—Sí. La sal.

—¿Qué pasa con la sal?

—Pareces distraída, Diana.

—En absoluto, Seymour. Estabas diciendo algo. Sobre la sal.

—Estaba diciendo que no la noto. En la cena.

—Pues a mí sólo me sabe a sal. —Diana apartó su plato—. De hecho, está incomestible.

Era como si las palabras tuvieran otro significado, algo que no tenía nada que ver con la sal, sino con otra cosa. Byron permaneció atento a los movimientos de sus padres después de la cena, y no estuvieron juntos. Cada vez que él entraba en una habitación, ella salía. Una vez más, Seymour se marchó el domingo a primera hora.

—Da la impresión de que está preocupada —había concluido James.

—¿Qué podemos hacer?

—Tenemos que ayudarla. Hay que demostrarle que no hay motivo para preocuparse.

—Pero sí lo hay —dijo Byron—. Y grande.

—Tienes que intentar concentrarte en los hechos. —James extrajo algo de su chaqueta del uniforme, un papel que desdobló dos veces. Era evidente que había hecho otra de sus listas durante el fin de semana—. Operación Perfecta —leyó en voz alta—. Uno: no creemos que la niña resultara gravemente herida. Dos: la policía no ha detenido a tu madre. Tres: no fue culpa suya, sino de los segundos de más. Cuatro… —Hizo una pausa.

—¿Cuál es el cuarto punto? —preguntó Byron.

—El cuarto es lo que debemos hacer a partir de ahora. —Y le explicó su plan con todo lujo de detalles.

Por las mañanas, la luz resaltaba las huellas y marcas que tiznaban los ventanales, como si el sol ya no quisiera entrar en la casa. Parecía complacerse en alumbrar rincones cubiertos de polvo y en señalar el rastro de suciedad que Lucy dejaba a su paso cada vez que entraba por las puertas acristaladas.

—¿Me escuchas, mamá? —insistió Byron—. Tenemos que hacer algo. Con lo que pasó en Digby Road.

El corazón le latía con fuerza.

Zas, zas, zas, hizo el cuchillo de su madre troceando la manzana. Si no se andaba con cuidado, se cortaría los dedos.

—Lo que tenemos que hacer es volver allí —dijo el chico—. Tenemos que ir a explicar que fue un accidente.

El cuchillo se detuvo. Su madre levantó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente.

—¿Estás de broma? —replicó, con los ojos arrasados en lágrimas que no hizo nada por detener; sencillamente dejó que resbalaran por su rostro—. No puedo volver. Ha pasado casi un mes. ¿Qué iba a decir? Además, si tu padre se enterara… —No terminó la frase, sino que empezó otra—: Ni loca pienso volver.

Era como hacer daño a alguien sin pretenderlo. Byron no podía mirar. Se limitó a repetir lo que había dicho James, palabra por palabra:

—Pero yo te acompañaré. La madre de la niña verá lo amable que eres. Verá que tú también eres madre. Comprenderá que no fue culpa tuya. Y luego sustituiremos el tapacubos y todo habrá acabado.

Diana se llevó las manos a las sienes, como si hubiera algo tan pesado dentro de su cabeza que apenas pudiera sostenerla. Entonces, un nuevo pensamiento pareció despertarla de golpe. Cruzó la cocina con decisión y dejó la fruta cortada sobre la mesa con gesto brusco.

—¡Claro! —dijo casi a voz en grito—. ¿En qué demonios habré estado pensando todo este tiempo? Por supuesto que tengo que volver.

Se desabrochó el delantal y se lo quitó de un tirón.

—Bueno —dijo Byron—, pero no me refería a que hubiese que hacerlo hoy mismo.

Su madre no parecía escucharlo. Le plantó un beso en la mata de pelo y se fue corriendo arriba para despertar a Lucy.

No tuvo ocasión de avisar a James. Byron lo buscó con la mirada desde el asiento delantero del coche, pero puesto que ni siquiera habían aparcado cerca de la escuela, sabía que era en vano. No lo encontraría. Esa mañana el cielo estaba liso e impoluto, como recién planchado. El sol se colaba entre los árboles y los distantes picos del páramo de Cranham parecían derretirse, virando al lila. Diana echó a andar con Lucy a su lado para dejar a la niña en la escuela y una madre la saludó por el camino, pero no contestó. Avanzaba deprisa y se ceñía la cintura con los brazos, como si tratara de mantenerse entera. Byron cayó en la cuenta de que estaba muy asustado, y de que el último lugar que deseaba visitar era Digby Road. No sabía qué podían decir; el plan de James no había llegado tan lejos.

Todo avanzaba mucho más deprisa de lo previsto.

Cuando Diana volvió al coche y se sentó al volante, Byron dio un respingo. Los ojos de su madre relucían con una pátina brillante, dura, casi del color del estaño.

—Tengo que hacer esto sola —dijo.

—Pero ¿y qué pasa conmigo?

—No estaría bien que te llevara. No puedes perderte las clases.

Rápidamente, Byron intentó adivinar lo que diría su amigo. Ya era bastante malo que el plan siguiera adelante sin James, pero éste había dejado muy claro que alguien debía acompañar a Diana para poder tomar nota.

—No puedes ir sola. No sabes dónde es. No puedes ir sola. Necesitas que te acompañe.

—Cariño, estarán enfadados. Eres un niño. Será difícil.

—Quiero ir. Será peor para mí si no voy. Me preocuparé muchísimo. Y todo se arreglará cuando nos vean. Lo sé.

Y así quedó acordado. Antes de salir de casa, Byron y su madre evitaban mirarse a los ojos e intercambiaban frases cortas, sólo para hablar de cosas triviales. Digby Road ya se había convertido en una presencia ineludible, como un sofá que ponían cuidado en sortear.

—Tengo que cambiarme antes de salir —dijo ella al fin.

—Así estás bien.

—No. Necesito la ropa adecuada.

Byron siguió a su madre escaleras arriba y observó su propio reflejo en el espejo. Deseó no llevar puesto el uniforme. James tenía un traje negro de dos piezas, como los que llevaban los hombres hechos y derechos, que su madre le obligaba a ponerse para ir a misa pese a que el chico no conseguía creer en Dios. Mientras tanto, Diana tardó una eternidad en elegir la ropa, y lo hizo con meticuloso rigor, plantándose delante del espejo y sosteniendo ante sí un vestido tras otro. Al final se decidió por un vestido entallado color melocotón. Era uno de los favoritos de Seymour, y permitía admirar la palidez de sus brazos desnudos y los prominentes huesos de la clavícula. A veces se lo ponía para cenar cuando su marido estaba en casa, y él la conducía escaleras abajo con la mano apoyada un poco por debajo de la cintura, como si Diana fuera una extensión de su brazo.

—¿No te pondrás sombrero? —preguntó Byron.

—¿Sombrero? ¿Para qué?

—Para demostrar que se trata de algo importante.

Diana se mordisqueó el labio, pensándoselo, y se abrazó a sí misma. Tenía piel de gallina. Seguramente también iba a necesitar una rebeca. Luego arrastró la butaca tapizada hasta el armario ropero y se encaramó para hurgar en la colección de cajas que ocupaba la balda superior. Varios sombreros bajaron flotando hasta el suelo, junto con alguna que otra pluma y un jirón de tul: boinas, casquetes, rígidos sombreros de ala ancha y un gorro cosaco, así como un turbante de seda blanca y un tocado con pedrería y un penacho.

—Vaya por Dios —masculló, persiguiendo los sombreros por la habitación para dejarlos a un lado con brusquedad. Se apostó frente al tocador y empezó a probarse los modelos más prácticos. Uno tras otro, los iba arrojando al suelo. El pelo se le apartó ligeramente del rostro por efecto de la electricidad estática—. No, no creo que vaya a ponerme sombrero —dijo al fin.

Se empolvó la nariz y se pintó los labios de rojo. Era como verla desaparecer, y Byron sintió tal tristeza que tuvo que sonarse la nariz.

—A lo mejor debería ponerme algo de papá —aventuró.

—Yo no lo haría —le advirtió su madre sin apenas mover la boca—. Se daría cuenta.

—Estaba pensando en algo pequeño, como una corbata. Eso no lo notaría.

Byron abrió la doble puerta del armario de Seymour. Las chaquetas y camisas se alineaban en las perchas como versiones descabezadas de su padre. Sacó una corbata de seda y su gorra de cazador, y cerró las puertas de golpe antes de que las chaquetas y camisas pudieran increparlo a gritos. Se puso la corbata color ciruela. No se probó el gorro porque se suponía que no había que llevar sombrero dentro de casa. James hubiese dicho que daba mala suerte.

—Ya está —dijo—. Listos.

Diana se volvió a medias para echar un último vistazo a la habitación.

—¿Seguro que es buena idea? —preguntó, no tanto a su hijo como al mobiliario: la butaca tapizada, las cortinas de chintz a juego y el cubrecama.

Byron tragó en seco.

—Pronto se habrá terminado. ¡Vamos allá!

Su madre sonrió como si nada fuera más sencillo y se fueron.

Diana se esmeró como nunca en la conducción, con las manos colocadas exactamente a las dos menos diez sobre el volante. Por encima del páramo, el sol barría el vasto cielo como un potente reflector. El ganado permanecía inmóvil entre nubes de moscas negras, azotándose con la cola pero sin inmutarse, resignado a esperar que cesara el calor. La hierba había tomado un color pajizo. Byron quería decir algo pero no sabía por dónde empezar, y cuanto más tardaba en hacerlo, más difícil le resultaba romper el silencio. Además, cada vez que el coche se desplazaba a izquierda o derecha, el gorro de cazador de su padre se le caía sobre la nariz como si tuviera vida propia.

—¿Te encuentras bien? —preguntó su madre—. Te veo un poco acalorado con eso puesto.

Decidió aparcar al final de Digby Road, nada más pasar el coche calcinado. Cuando preguntó a Byron si se acordaría de la casa, el chico sacó un mapa del bolsillo y lo desdobló para enseñárselo.

—Ya veo —musitó ella, aunque no se detuvo a mirarlo. Ahora que había decidido volver allí, nada podría detenerla. Lo único que dijo fue—: Creo que es mejor que te quites el sombrero, tesoro.

Mechones de pelo mojado le caían apelmazados sobre la frente. Los tacones de su madre repiqueteaban sobre la acera como bruscos golpes de martillo y Byron deseó que se lo tomara con más calma, porque la gente empezaba a fijarse en ellos. Una mujer con bata los observaba parapetada tras el cesto de la colada. Un grupo de chicos encaramados a un muro silbaron a su paso. Byron se sentía incómodo a causa del sudor, y cada vez le costaba más respirar. El complejo de viviendas era peor aún de lo que recordaba. El sol azotaba las casas de piedra y agrietaba la pintura. En muchas de ellas había pintadas del tipo «Fuera cerdos» o «IRA = escoria». Cada vez que miraba alrededor sentía una punzada de miedo y deseaba superarlo, pero no podía. Recordó lo que James le había dicho sobre las rodillas en Digby Road y también el comentario de su madre, aquello de que ya había pasado por allí antes. Una vez más, se preguntó qué la habría llevado hasta allí.

—¿Falta mucho? —preguntó Diana.

—Tiene que haber un árbol en flor. Nada más pasarlo está la cancela.

Cuando Byron reconoció el árbol, no dio crédito a sus ojos. En las cuatro semanas transcurridas desde su última visita a Digby Road, lo habían mutilado: le habían cortado las anchas ramas, y las flores sembraban la acera. Ya no era un árbol, sólo un triste muñón. Nada de todo aquello estaba bien. Su madre se detuvo ante una cancela y le preguntó si era allí. Sostenía el bolso con ambas manos y, de pronto, parecía demasiado menuda.

La cancela chirrió cuando Diana levantó el pasador. Byron rezó para sus adentros.

—¿Es ésta? —preguntó su madre, señalando una bicicleta roja apoyada contra un cubo de basura junto a la casa. Byron asintió.

Ella avanzó hasta la puerta y él siguió sus pasos de cerca. El jardín era tan pequeño que habría cabido holgadamente en uno de los grandes arriates de Cranham House, pero el sendero se veía limpio y a ambos lados las flores asomaban entre la rocalla. Las cortinas del piso superior estaban echadas, y lo mismo ocurría en la planta baja.

¿Podía ser que James se hubiese equivocado? ¿Estaría la niña muerta? ¿Estarían sus padres en el funeral, o visitando su tumba? Había sido una locura regresar a Digby Road. Byron añoró su habitación con cortinas azules. El recibidor con baldosas blancas. Las nuevas ventanas de doble cristal.

—Creo que no están —dijo—. ¿Volvemos a casa?

Pero Diana se quitó los guantes, estirando los dedos de uno en uno, y llamó a la puerta. Byron echó otro vistazo a la bicicleta roja. No parecía tener un solo rasguño. Diana volvió a llamar, más insistente. Al ver que nadie contestaba, retrocedió unos pasos clavando los tacones en el duro césped.

—Hay alguien en casa —dijo, señalando una ventana de la planta de arriba—. ¡¿Hola?! —llamó a voz en grito.

La ventana se abrió y un hombre se asomó. Resultaba difícil verlo con claridad, pero parecía llevar puesta una camiseta de tirantes.

—¿Qué quiere? —No sonó amistoso.

Diana rompió el silencio chasqueando la lengua.

—Siento molestarlo. ¿Podría hablar un momento con usted?

Byron cogió la mano de su madre y se la estrechó. Una imagen había cobrado forma en su mente y no podía apartarla. Por mucho que lo intentara, no dejaba de ver a Diana flotando por encima del suelo, ligera como una pluma o un retazo de nube, alejándose con la brisa.

Cuando la puerta se abrió, el hombretón se quedó allí plantado, escrutándolos desde el umbral. Era evidente que se había peinado y puesto una camisa por el camino, pero ésta tenía manchas de sangre en el cuello, del tamaño de semillas de tomate, y le faltaban varios botones. El padre de Byron nunca se dejaría la camisa abierta; su madre siempre cosía los botones que se caían. El hombre tenía el rostro gris y la piel le colgaba en pliegues, sombreada en las mandíbulas por la incipiente barba. No se apartó de la puerta.

—Si viene a vender algo —le advirtió—, ya puede largarse.

Diana parecía consternada.

—¡No, no! Hemos venido por un asunto personal.

Byron asintió, corroborando sus palabras.

—Se trata de su hija —añadió Diana.

—¿Jeanie? —Los ojos del hombre centellearon—. ¿Se encuentra bien?

Diana echó un vistazo a su espalda. Un pequeño grupo de curiosos se había reunido junto a la verja. Allí estaban la mujer con la bata y los adolescentes del muro, entre otros. Los observaban con cara de pocos amigos.

—Sería más fácil explicárselo dentro.

El hombre se hizo a un lado para dejarlos pasar y cerró la puerta. El olor a humedad y a rancio era tan avasallador que Byron empezó a respirar por la boca. Las paredes no estaban empapeladas con patrones de rayas o grandes flores, como en Cranham House, sino con un papel amarillento de diminuto estampado floral más propio de señoras de avanzada edad y que se estaba despegando junto al techo.

—¡Beverley! —llamó el hombre a pie de escalera.

Una voz aguda contestó:

—¿Qué pasa, Walt?

—Tenemos visita, Bev.

—¿De qué me hablas?

—Han venido unas personas a vernos. Quieren hablar de Jeanie. —Volviéndose hacia Diana, añadió en un susurro—: No le pasa nada, ¿verdad? Ya sé que suele meterse en líos, pero es una buena niña.

Diana se había quedado sin habla.

—Esperaremos a Beverley —anunció Walt, al tiempo que señalaba una habitación a mano izquierda. Recibían muchas visitas de esas mujeres que vendían cosméticos de puerta en puerta, explicó—. Y a las mujeres les gustan las cosas bonitas.

Diana asintió, dando a entender que se hacía cargo. Byron también asintió aunque, a diferencia de su madre, no lo entendía.

Después de la penumbra reinante en el angosto vestíbulo, la salita de estar parecía sorprendentemente despejada y luminosa. En el alféizar había una selección de adornos de porcelana, gatitos en canastos y crías de koala encaramadas a una rama. La moqueta tenía un patrón floral y las paredes estaban revestidas con conglomerado de viruta de madera. No había ningún televisor a la vista, pero sí un hueco donde en tiempos lo había habido, y sobre éste tres patos de yeso alzaban el vuelo. A la izquierda había un tocadiscos y una colección de singles en fundas de papel. Byron sonrió al ver las revistas femeninas en la mesita de centro, las figuritas de porcelana sobre el alféizar, los patos voladores y la pantalla de lámpara con flecos, experimentando una abrumadora oleada de simpatía hacia aquellos objetos que se hizo extensible a sus propietarios. En el sofá de piel sintética se alineaban varios muñecos de peluche, algunos de los cuales reconoció, como Snoopy; otros lucían sombreros o camisetas con mensajes del tipo «¡Te quiero!» o «¡Dame un abrazo!».

—Por favor, siéntense —dijo Walt. Parecía demasiado corpulento para la habitación.

Byron se acomodó entre los peluches, procurando no aplastar ninguna de sus extremidades y diminutos accesorios. Su madre se sentó en el otro extremo del sofá, junto a una mole azul que podía ser un oso, o quizá un dinosaurio. Le llegaba casi hasta los hombros. Walt se plantó delante de la chimenea. Nadie hablaba. Cada uno de ellos observaba los sinuosos motivos de la moqueta marrón como si nunca hubiesen visto nada tan interesante.

Cuando la puerta se abrió de golpe, se volvieron los tres al unísono. La mujer que entró era de complexión menuda, como Diana, y una corta melena negra le enmarcaba el rostro. Lucía camiseta, una amorfa falda marrón y un par de sandalias con cuñas de corcho.

—¿Qué pasa, Walt? —preguntó. Y al reparar en los invitados, dio un respingo como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—Han venido a hablar de algo personal, Beverley.

La mujer se pasó los dedos por el pelo lacio, que le caía sobre ambas orejas como alas de cuervo. Tenía la tez pálida, casi privada de color, y facciones afiladas. Su mirada iba y volvía del marido a los invitados sin apenas posarse en ninguno de ellos.

—¿No serán alguaciles?

No, no, contestaron todos al unísono, nada que ver con alguaciles.

—¿Les has ofrecido algo de beber?

Walt se encogió de hombros a modo de disculpa. Diana le aseguró que no tenían sed.

—Han venido por algo relacionado con Jeanie —apuntó Walt.

Beverley cogió una silla de plástico y se sentó enfrente de Diana. Escudriñó a la invitada con sus rapaces ojos verdes. Todo en ella —manos delgadas, cutis pálido, labios fruncidos, pómulos afilados— sugería un hambre latente, como si subsistiera a base de migajas.

—¿Y bien? —preguntó.

Diana permaneció muy quieta, con las rodillas juntas y los zapatos rosa perfectamente alineados entre sí.

—Me gustan los osos de peluche de su hija —intervino Byron, tratando de hablar como un adulto, tal como hacía James.

—Los osos son de Beverley —repuso Walt—. Igual que las figuritas de porcelana. Los colecciona. ¿Verdad que sí, Beverley?

—Así es —dijo ella sin apartar los ojos de Diana.

No había ni rastro de la niña, aparte de una fotografía que descansaba sobre la repisa de la chimenea. En ella, la pequeña lucía uniforme escolar y miraba a la cámara con el entrecejo fruncido y los ojos cerrados. No se parecía en nada a la foto del álbum escolar de Lucy, en la que el flash la había pillado por sorpresa. Daba la sensación de que alguien le había dicho que sonriera al pajarito pero ella había decidido no hacerlo. Tenía las facciones menudas y duras de Beverley.

—A Beverley le gusta la Banda Gollywog de Robertson —apostilló Walt—. Por sus pequeños instrumentos y todo eso.

—A mi madre le gustan las cosas pequeñas —apuntó Byron.

—Pero las figuritas de Robertson son demasiado caras.

Byron volvió a mirar de reojo a su madre. Diana se mantenía muy derecha, con ademán rígido, como si se asomara al borde de un acantilado con la esperanza de no precipitarse al vacío.

—Oiga —dijo Walt—, Jeanie no habrá hecho nada malo, ¿verdad?

Finalmente, Diana abrió la boca. Con un hilo de voz, empezó a relatar el accidente. Mientras la escuchaba, Byron se notaba la boca tan reseca que parecía desollada. No podía mirar a su madre, así que se concentró en Beverley y en cómo ésta, a su vez, observaba a Diana. No apartaba los ojos de los anillos de su madre.

Ésta explicó que cuatro semanas atrás habían tomado la carretera de Digby Road como atajo y había perdido el control del vehículo en el preciso instante en que su hija salía a la calzada en una bicicleta. Diana se sonó la nariz entre sollozos.

—Lo siento muchísimo, no la vi —dijo.

En el silencio que se hizo a continuación, Diana cogió el peluche azul que había a su lado, se lo puso en el regazo y lo rodeó con las manos.

—¿Está diciendo que atropelló a Jeanie con su coche? —acertó finalmente a decir Walt. Parecía sumido en la perplejidad—. ¿Por eso ha venido aquí?

El animal azul que descansaba en el regazo de Diana empezó a temblar como si hubiese cobrado vida de pronto.

—Debería haber parado. No sé por qué no lo hice. No sé por qué no me bajé del coche. Su hija… ¿se encuentra bien?

Byron oía los latidos de su propio corazón atronando en los tímpanos.

Walt se volvió hacia Beverley con gesto interrogante. Ésta también parecía confusa.

—Tiene que haber un error —dijo al fin—. ¿Está segura de que se trata de Jeanie?

Byron se levantó para ir a mirar la foto del álbum escolar. Declaró estar seguro y añadió que, como principal y único testigo, lo había visto todo. Además, tenían pruebas, prosiguió ya que nadie decía nada, sino que se limitaban a mirarlo fijamente. Era como estar bajo un montón de focos. Les habló de la muesca en el tapacubos. La prueba era irrefutable, añadió. Era la clase de palabras que empleaba James.

Pero Walt seguía sin comprender.

—Es muy amable por su parte, pero Jeanie está perfectamente. No nos ha dicho nada de ningún coche. Ni de ningún accidente. ¿A que no, Beverley?

La mujer se encogió de hombros, como sugiriendo que no estaba segura.

—Anda correteando por ahí como de costumbre —añadió el hombre—. A veces no puedo seguirle el ritmo, ¿a que no?

—No, Walt.

Diana soltó un gritito de alivio. Byron sintió ganas de acariciar a todos los peluches y darles palmaditas en la cabeza. No veía la hora de contárselo a James. Diana les explicó que se había preocupado mucho, que llevaba días sin dormir. Byron le recordó que también temía que su padre descubriera lo ocurrido. Era un comentario personal, pero todos lo escucharon.

—Y yo que pensaba que venía usted a venderme potingues —sonrió Walt. Todos se rieron.

Entonces se oyó un sonido tan seco como si unas tijeras hubiesen cortado el aire. Se volvieron hacia Beverley. Tenía la frente arrugada como si acabara de encajar un golpe, y sus ojos verdes se paseaban nerviosamente por la moqueta. Walt hizo ademán de cogerle la mano, pero ella la apartó con brusquedad.

—¿Qué demonios te pasa? La niña tenía una herida. Tenía una herida en la rodilla.

Byron se volvió hacia Diana, y ésta se volvió hacia Walt, que resopló.

—Hará unas cuatro semanas —continuó Beverley—. Ahora que lo pienso, debió de ser ese día. Cuatro semanas es mucho tiempo, claro. Pero tenía el calcetín manchado de sangre. No era una herida profunda. Tuve que comprarle unos calcetines nuevos, ¿te acuerdas? Y ponerle una tirita.

Walt parecía cavilar con la cabeza gacha, como refrescando la memoria.

—No tiene ni idea —concluyó Beverley dirigiéndose a Diana, como si de pronto fueran amigas—. Ya sabe cómo son los hombres —añadió con una sonrisa.

Byron veía su cavidad bucal, los afilados contornos de sus muelas.

—¿Cómo era la herida? —acertó a preguntar Diana en un tono apenas audible—. ¿Se hizo mucho daño?

—Era pequeña. Un rasguño en la rodilla. —Beverley se levantó el dobladillo de la falda y señaló su propia rótula. Era blanca y pequeña, parecía más un codo que una rodilla, y Diana se la quedó mirando—. No hubo que darle puntos ni nada. Como ha dicho usted, fue un accidente.

Ya en la puerta, todos se estrecharon las manos.

—No se preocupe —le dijo Walt a Diana una y otra vez, a lo que ella contestó una y otra vez:

—Gracias, gracias.

Cuánto se alegraba de que todo hubiese quedado en un susto, repetía. ¿Y la bicicleta, estaba rota? ¿Había sido un regalo? Pero Walt le dijo que eso no tenía importancia, que no le diera más vueltas.

—¡Adiós! —se despidió Beverley, agitando la mano desde la puerta—. ¡Hasta pronto! —Por primera vez parecía contenta.

Mientras volvían a casa, Byron se sentía exultante. Su madre bajó las ventanillas para que pudieran notar la brisa.

—Yo diría que todo ha salido perfecto —aventuró él al fin.

—¿Tú crees?

Diana no parecía tenerlas todas consigo.

—A mí me han parecido buena gente. Creo que le caerían bien hasta a papá. Para que luego hablen mal de Digby Road.

—La niña se hizo una herida. Su madre tuvo que tirar los calcetines.

—Pero fue un accidente. Eso lo han entendido. Y la niña está sana y salva, que es lo importante.

Un camión los adelantó con estruendo y el pelo de Diana voló hacia su rostro como una nube de espuma. Sus dedos tamborileaban sobre el volante.

—No le he caído bien a Beverley —dijo.

—Sí que le has caído bien. Y lee las mismas revistas que tú. Lo he visto. Al padre de la niña seguro que le has caído bien. No paraba de sonreír.

Diana pisó el freno de un modo tan brusco que Byron temió que fueran a tener otro accidente. Detuvo el coche junto al bordillo sin poner el intermitente, y el conductor que los seguía tocó el claxon. Cuando Diana se volvió hacia Byron, éste comprobó que se estaba riendo. No parecía haberse percatado siquiera de la presencia del otro coche.

—Ya sé lo que vamos a hacer.

Esperó a que no pasaran coches en ninguno de los dos sentidos, dio media vuelta y se dirigió de nuevo al centro.

Aparcaron cerca de los grandes almacenes. Diana exhibía un vigor inusitado. ¿No sería maravilloso, había dicho, si pudieran regalarle a Beverley toda la Banda Gollywog de Robertson?

Cuando entraron por la puerta acristalada, los recibió una animada cháchara y las notas de un piano eléctrico. Había una demostración del nuevo instrumento de la casa Wurlitzer y un músico con esmoquin enseñaba a los clientes cómo, simplemente pulsando un botón, podían obtener distintos acompañamientos musicales: batería, cuerdas, samba. Es la nueva era musical, aseguraba.

—¡A ese precio no! —gritó alguien, y todos rieron.

Byron dijo a su madre en susurros que tendrían que comer mucha confitura y mermelada para poder reunir todas las figurillas de la Banda Gollywog, y que eso levantaría las sospechas de su padre. Sugirió que, en su lugar, compraran un muñeco de peluche.

Los grandes almacenes resplandecían con el reflejo de la luz en el suelo pulido, los amplios ventanales que daban a la calle, las lámparas de los mostradores, la joyería, los coloridos frascos de perfume. Las mujeres se reunían frente a los mostradores para probar fragancias y pintalabios. Pocas compraban. Su madre pasaba de un expositor al siguiente sin apenas detenerse, repiqueteando el mármol con los tacones mientras con un dedo acariciaba los objetos expuestos. Si no fuera por James, Byron no hubiese querido volver a la escuela jamás. Tenía la sensación de haber descubierto por casualidad algo dulcemente perfumado y prohibido, como las ilustraciones de su edición de Las mil y una noches, donde salían mujeres con delgadas túnicas que apenas si cubrían su tersa piel. Deseó poder sentirse siempre así, libre de preocupaciones y a solas con su madre, comprando regalos para enmendar desaguisados. En el departamento de objetos de regalo escogieron una ovejita azul con un chaleco a rayas que llevaba unos diminutos platillos cosidos a las patas de terciopelo. Venía en una caja con un lazo azul satinado.

—¿No crees que también deberíamos comprarle algo a Jeanie? —preguntó Diana.

Byron sugirió que le regalaran unas bolas locas. A todo el mundo le gustaban. Su madre ya iba hacia el ascensor para dirigirse al departamento de juguetes cuando él la retuvo. Las bolas locas eran un juguete peligroso, eso sí. En cierta ocasión, un chico había estado a punto de perder un ojo por su culpa. James se lo había contado.

—Pues entonces mejor no —repuso Diana—. Esa niña tiene toda la pinta de ser un peligro en sí misma.

Ambos esbozaron una sonrisa.

—Y tampoco podemos regalarle una pelota saltarina —señaló Byron—. «Salta» a la vista.

Esta vez rieron los dos. Escogieron otra ovejita de peluche, ésta con una pequeña guitarra. El instrumento tenía incluso cuerdas. Cuando ya estaban en la cola para pagar, a Diana se le ocurrió otra cosa. Emocionada, llamó a la dependienta conteniendo la respiración.

—¿Tienen bicicletas rojas? —preguntó, con el talonario ya en la mano.

Luego sugirió ir a picar algo. Aún no era la hora de almorzar, pero el chico estaba muerto de hambre. Se decantó por el hotel del centro. Las mesas estaban puestas con manteles blancos almidonados, y el suelo brillaba con tal intensidad que parecía hielo. El humo de los cigarrillos flotaba en el aire, junto con el murmullo de las conversaciones y el tintineo de los cubiertos en la vajilla de porcelana. Los camareros se movían con sigilo, examinando la cubertería y sacando brillo a los vasos. Había muchas mesas desocupadas. Byron nunca había estado allí.

—¿Mesa para dos? —preguntó un camarero que surgió por detrás de una palmera decorativa.

Dos patillas le cruzaban la mandíbula como orugas lanudas. Llevaba una pajarita y camisa malva con volantes. Byron pensó que algún día le gustaría tener una de esas camisas de colores llamativos. Se preguntó si los banqueros podían llevar patillas o si era algo que se reservaba para los fines de semana.

Los clientes apartaban los ojos de sus tazas al verlos pasar, atraídos por los delgados tobillos de Diana y el roce de su vestido melocotón. Se fijaban en su impecable pelo rubio y en la redondez de sus pechos. Se movía como una ola que rizara la superficie del suelo resplandeciente. Byron deseó que aquella gente apartara la mirada, y al mismo tiempo que no lo hiciera. Su madre siguió adelante como si no se percatara de nada. La gente quizá pensara que era una estrella de cine. Si él fuera un desconocido y la viera por primera vez, eso es lo que pensaría.

—¿A que es emocionante? —dijo ella mientras el camarero le apartaba una silla, siempre con sigilo.

Byron se metió la servilleta almidonada por dentro del cuello de la camisa porque se lo vio hacer al caballero de la mesa contigua. El hombre llevaba el pelo untado con alguna loción, de tal forma que parecía un gorro de plástico, y Byron pensó que le preguntaría a su madre si le dejaría comprar aquella loción y embadurnarse el pelo con ella.

—¿Hoy no has ido a clase, amiguito?

—Hemos estado de compras —contestó Diana sin inmutarse. Echó un vistazo a la carta y se dio unos toquecitos en la boca con el dedo—. ¿Qué te apetece, Byron? Hoy puedes comer lo que quieras. Estamos de celebración.

Cuando sonreía, parecía que se iluminara por dentro.

Byron dijo que le gustaría una sopa de tomate, pero también un cóctel de gambas, y no lograba decidirse por ninguno de los dos. Se quedó estupefacto cuando su madre pidió ambos platos. Al escucharla, el caballero de la mesa de al lado guiñó un ojo a Byron.

—¿Y la señora, qué va a querer?

—Ah, yo nada.

Byron no sabía por qué le guiñaba el ojo, así que le devolvió el guiño.

—¿Nada? —repuso el camarero—. ¿Una señora tan encantadora?

—Sólo agua, por favor. Con hielo.

—¿Qué me dice de una copa de champán?

Diana soltó una risita.

—Todavía no son ni las doce.

—Vamos, mamá —la animó Byron, y no pudo evitar volver a fijarse en el caballero de la mesa de al lado, que ahora parecía sonreír—. Hoy es un día especial.

Mientras esperaban que les sirvieran las bebidas, Diana jugueteaba con las manos. Byron recordó la forma en que Beverley había escrutado los dedos de su madre, como si tratara de adivinar la medida de sus anillos.

—Una vez conocí a un hombre que sólo bebía champán —contó Diana—. Creo que lo tomaba hasta para desayunar. Te hubiese caído bien, Byron. Te sacaba botones de detrás de la oreja. Era gracioso. Hasta que un buen día… se fue.

—¿Que se fue? ¿Adónde?

—No lo sé. Nunca volví a verlo. Solía decir que las burbujas lo hacían feliz. —Diana sonrió de modo triste, haciendo de tripas corazón. Byron nunca la había oído hablar así—. A saber qué habrá sido de él.

—¿Vivía en Digby Road? ¿Por eso ibas allí?

—Qué va. Eso era otra cosa. —Sacudió las manos sobre el mantel, como si hubiese descubierto unas migas de pan y no pudiera evitar barrerlas—. Hablo de hace años. Antes de que conociera a tu padre. Ponte derecho. Ahí vienen nuestras bebidas.

Diana cogió la delgada copa de champán y se la llevó a los labios. Byron vio cómo las burbujas se adherían al cristal. Imaginó que las oía estallando mientras el líquido amarillo pálido se deslizaba por su boca. Ella le dio un diminuto sorbo y sonrió.

—Brindo por todo lo que se ha ido.

El camarero rió, al igual que el caballero del pelo de plástico. Byron no comprendía nada de todo aquello. Ni que los hombres observaran a su madre, ni que ésta se ruborizara, ni aquel brindis por todo lo que se había ido. Diana nunca había mencionado a nadie que supiera hacer trucos con botones, y tampoco se había referido nunca a la época en que aún no conocía a su padre.

—Espero que mi sopa no se retrase —dijo Byron, y también se echó a reír, no porque la mano del camarero estuviera cerca de la de su madre, y tampoco porque el caballero de la mesa de al lado la devorara con los ojos, sino porque estaba a punto de comer una crema y también un cóctel de gambas y aún faltaba un poco para la hora de almorzar. Era como salirse del tiempo normal y ver el mundo desde una nueva perspectiva. Y, a diferencia de los dos segundos de más, aquello era decisión de su madre. En absoluto un accidente.

Los regalos llegaron esa misma tarde a Digby Road. Su madre llamó al taller mecánico para interesarse por un nuevo tapacubos. También habló con Seymour, y Byron volvió a oír el tintineo de su risa. Habían tenido un buen día, dijo. James estaba en lo cierto: si uno pensaba de un modo lógico, todo tenía solución.

Cuando Byron fue a la habitación de su madre a la mañana siguiente, el vaso que había junto a la cama estaba vacío y su frasco de comprimidos destapado. No se inmutó ni siquiera cuando sonó el despertador. Se había olvidado de cerrar las cortinas, y la tímida luz del alba titilaba por toda la habitación; fuera, una niebla frágil como una telaraña cubría el páramo. Todo parecía tan sereno, tan en paz consigo mismo, que le pareció una lástima tener que despertarla.