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Ángeles

A veces, cuando el viento se detiene, el aire trae música desde el otro lado del páramo. Jim espera junto a la puerta de su autocaravana y aguza el oído. Ve cómo la última rendija de luz dorada desaparece al otro lado de las estribaciones occidentales. Ignora de qué música se trata o quién la toca. Es una melodía triste, canciones cuya letra no alcanza a oír. En algún lugar, allá lejos, alguien pone música para llenar su soledad, sin imaginar siquiera que allí está Jim, escuchándola también. No estamos solos, piensa, y a continuación razona que no tiene a nadie con quien compartir ese pensamiento. Cierra la puerta de la autocaravana y saca la llave, la cinta de embalar. Lleva a cabo los rituales sin sobresaltos, de un modo eficiente, y luego se duerme.

No sabe si achacarlo a la lesión o al estrés del trabajo, pero desde que tuvo el accidente se nota más cansado. Su tartamudeo ha ido en aumento, al igual que el dolor en las manos. En la cafetería hay más ajetreo. El departamento de recursos humanos ha decidido que en los días previos a la Navidad debe reinar un ambiente festivo en todo el edificio. Debido al tiempo adverso de las últimas semanas y a la recesión, el volumen de ventas ha descendido. Hay que hacer algo; un árbol de Navidad con luces que parpadean no es suficiente. Recursos Humanos ha contratado los servicios de una joven banda de música para que toque villancicos a la puerta del supermercado. La directora del establecimiento, que no es famosa, ni mucho menos, por su carácter afable ni por su creatividad, ha tenido otra idea. Todas las semanas habrá un muñeco de nieve de peluche escondido en el supermercado, y el afortunado cliente que lo descubra ganará una cesta de Navidad.

Además, todos los empleados lucirán llamativas chapas que ponen «¡Hola, me llamo…! ¡Feliz Navidad!». Paula se ha pintado las uñas de las manos alternando el verde y el rojo, y las ha adornado con relucientes pegatinas navideñas. Su amiga Moira luce unos pendientes con forma de reno. La chapa de Moira destaca sobre su seno izquierdo como una invitación a voz en grito, mientras que Jim luce la suya como si el resto de su ser se disculpara por ello.

En el súper ha corrido la voz acerca del accidente de Jim. El señor Meade le dijo que pidiera la baja, pero Jim suplicó que le dejara seguir trabajando. Insiste en que no necesita las muletas («¿Me dejas probarlas?», pregunta Paula). En el hospital le han dado un calcetín de plástico especial para proteger la escayola del pie. Si se mueve despacio, si se limita a limpiar las mesas, no causará ninguna molestia.

Lo que lo aterra es la perspectiva de quedarse a solas en la autocaravana durante días y noches sin fin. Desde que ha estado en el hospital, sabe que no sobreviviría a algo así. Los rituales no harían más que agravarse. También sabe que ése es otro tema del que no puede hablar con nadie.

—A los de Higiene y Seguridad no les hará ni pizca de gracia —le advierte el señor Meade—. No querrán que estés en la cafetería con el pie escayolado.

—Tampoco es que sea culpa suya —intercede Paula— si una loca da marcha atrás, lo atropella y luego se da a la fuga.

A Jim le preocupa que Paula haya deducido el papel de Eileen en el accidente. No pensaba contárselo a nadie. Bastante tenía con el pie escayolado. Sólo cuando Darren describió el coche y recordó el número de la matrícula acabó Paula atando cabos. Según dijo, tenía memoria fotográfica (en realidad dijo memoria fotogénica, pero todos entendieron a qué se refería). Desde que lo acompañó al hospital, Paula luce una especie de rosario de chupetones en el cuello, como un collar de piedras moradas y verdosas. Jim ve a Darren esperándola en el aparcamiento cuando sale de trabajar, y éste siempre lo saluda con la mano.

Ahora que la verdad ha salido a la luz, todos se muestran de acuerdo. Eileen es la clase de persona a la que habría que encerrar en un manicomio. Comentan cómo se marchó de la cafetería, su pertinaz impuntualidad, su lenguaje soez. Al parecer, en el corto lapso de tiempo que trabajó allí como cocinera, se las arregló para acumular tres quejas. En opinión de Paula, lo que pasa es que las personas como Jim son demasiado buenas. Pero él sabe que el problema no es ése, sino que las personas necesitan que otras personas —como Eileen— sean demasiado malas.

—Tendrías que denunciarla —le dice a Jim día tras día—. Te atropelló y se dio a la fuga. Podría haberte matado.

El señor Meade añade que Eileen es un peligro público. No debería tener carnet de conducir.

—Tienes que ponerle una demanda —insiste Moira. Los pendientes con forma de reno se le enganchan en el pelo una y otra vez y Paula tiene que ayudarla a desenredarlos—. Hoy en día, hay programas de protección de testigos y todo eso. Te dan una vivienda tutelada y una nueva identidad.

Todo eso supera a Jim. Fue un accidente, repite. Las chicas van a buscar un trozo de papel higiénico para que se suene la nariz.

Lo cierto es que algo ha cambiado. No es que Jim resulte más simpático ni menos extraño, pero el accidente ha venido a subrayar la fragilidad de todas las cosas. Si algo así podía sucederle a Jim, también podía sucederle a cualquiera de ellos. En consecuencia, los empleados de la cafetería han decidido que la extrañeza de Jim es parte de sí mismos, y como tal deben protegerla. El señor Meade recoge a Jim junto al letrero que da la bienvenida a «Crapham» Village a los conductores prudentes y lo acerca al trabajo. Todas las mañanas afirma que es una vergüenza lo que llega a hacer esta juventud descarriada. Jim, a su vez, mira por la ventanilla con la nariz pegada al cristal. A veces finge dormir, no porque esté cansado sino porque necesita estar en silencio.

—Tienes que enfrentarte a tu agresora —le dice Paula—. De lo contrario, no te curarás. Ya sabes lo que dijo la enfermera: has sido víctima de un acto de violencia. No lo superarás hasta que te enfrentes a ello.

—Pero si mi pi… pie se está curando. No quie… quiero…

—Te estoy hablando del trauma psicológico. Sé de alguien que no se enfrentó a su agresor. No, no, decía, lo pasado, pasado está. ¿Y sabes qué?

Jim reconoce que no tiene ni idea, aunque intuye que la respuesta implica alguna forma de daño físico, y que éste será devastador.

—Acabó apuñalando a un hombre en el supermercado, sólo porque se saltó la cola.

—¿Quién, el agres…?

—No, la víctima. Tenía problemas no resueltos.

Esa palabra otra vez.

—La víctima se convirtió en agresor —explica Paula— debido al trauma. Es algo que ocurre a veces.

—No en… entiendo. ¿Tú lo conoces…?

—No personalmente. Conozco a alguien que lo conoce. O que conoce a alguien que a su vez lo conoce. —Paula mueve la cabeza con impaciencia, como si Jim se empeñara en no entender—. El caso es que nunca vas a superarlo a menos que te enfrentes a ello. Y por eso mismo vamos a buscarte ayuda.

La visita tiene lugar el miércoles, cuando salen de trabajar. Paula se ha encargado de todo, y tanto Darren como ella acompañan a Jim. Lo ayudan a subir y bajar del autobús, y él se siente como un anciano. Jim observa a la pareja, cuyos hombros se tocan en el asiento de delante, y al ver cómo Darren aparta un rizo de pelo rosado para susurrar algo al oído de Paula, siente que está de más.

En el último tramo del viaje, que hacen a pie, Darren y Paula flanquean a Jim. No se ve una sola estrella en el cielo, oculto tras una masa de nubes que emite un resplandor sulfuroso. Enfilan la calle principal de la población, que recientemente se ha hecho peatonal, dejan atrás el bazar de baratijas chinas, el salón de juegos recreativos, la ferretería que ha echado el cierre, el USA Chicken y el Café Max. Los escaparates deslumbran, algunos de ellos adornados con luminosas guirnaldas de colores, otros rociados de nieve artificial. Una joven pide donativos para las víctimas del cáncer en Navidad y agita la lata de la colecta al paso de los transeúntes. Cuando ve a Jim, algo en él la pone nerviosa y se queda inmóvil, sujetando la lata. Finge observar un escaparate, lo que resulta absurdo puesto que es uno de tantos locales en alquiler: aparte de unas moscas que yacen muertas en la repisa y lo que queda del mobiliario modular, está vacío.

—Mi madre tuvo cáncer de mama —dice Paula—. Murió cuando yo tenía dieciocho años.

Al oír esto, Darren se detiene y la abraza, envolviéndola con su chaqueta.

Al cabo de la calle enfilan una larga vía de casas adosadas.

—Ya casi estamos —informa Darren.

Se suceden los coches y furgonetas aparcados junto a la acera. Muchas casas tienen tejados abuhardillados y galerías con ventanas de cristal esmerilado que dan a la calle. Todas poseen antenas parabólicas y de televisión. Jim cuenta los árboles de Navidad que se ven desde fuera. Se pregunta si llegará a contar veintiuno.

—Lo único que tienes que hacer es hablar con ella sobre lo que sientes. No muerde.

Jim se percata de que ha perdido la cuenta y le gustaría volver atrás, hasta el principio de la calle, para empezar de nuevo. Se sentiría mejor si pudiera hacerlo, menos expuesto. Da media vuelta.

—¿Adónde vas? —pregunta Paula.

—No necesito un mé… mé… médico…

—No es un médico. Es alguien que va a ayudarte. Tiene la formación necesaria.

Darren saca la dirección del bolsillo. Es aquí, dice. Abre la cancela que da a un jardín. Se hace a un lado para dejar pasar primero a Jim y Paula.

Unos móviles de campanillas cuelgan de las ramas de tres o cuatro frutales achaparrados, plantados en estrecha sucesión. Jim y Paula siguen a Darren en fila india por el oscuro sendero que conduce a la puerta.

—Es una casa particular —constata Darren—. Creía que esta mujer era una profesional.

—Y lo es —replica Paula—. Es amiga de una amiga mía y ha accedido a hacerle a Jim una primera sesión gratis. Al parecer es buenísima. Trata de todo, incluidas las fobias. Hasta hace terapia de grupo. Se ha formado a fondo con varios cursos online.

La consejera psíquica es una mujer robusta con una abundante melena gris que mantiene a raya con una diadema. Lleva zapatos normales, pantalones con cinturilla elástica, blusa holgada y bufanda de colorido optimista. En su presencia, tanto Paula como Darren se convierten en niños: ella se enrosca el pelo rosado alrededor del dedo, él farfulla algo sin apartar las manos de la boca.

—¿Quién es el cliente? —pregunta la consejera, escrutando a los recién llegados.

Paula y Darren se apresuran a señalar a Jim, que agacha la cabeza.

La mujer invita a la pareja a esperar en la cocina, pero Darren contesta que prefieren hacerlo fuera.

La casa huele a algo limpio y estéril, como un limón desinfectado, y el estrecho pasillo es tan oscuro que Jim tiene que valerse del tacto para seguirla. La mujer señala una puerta abierta a su izquierda e invita a Jim a pasar. La pequeña estancia se ve ordenada y bien iluminada. No hay sillas ni fotos, sólo una librería en lo alto de la cual descansa un Buda de yeso.

—Por favor, toma asiento —dice la mujer. Y entonces coloca un pie detrás del otro, flexiona las piernas y se deja caer como si bajara en ascensor. Aterriza sobre lo que resulta ser un puf tipo saco relleno de porexpán—. ¿Te echo una mano? —pregunta mirando hacia arriba.

Con cuidado, Jim intenta sentarse en el otro puf, colocado enfrente, pero tiene un problema con las piernas. Si las cruza, como ha hecho ella, teme no poder volver a caminar en su vida. Estira hacia delante el pie escayolado y trata de bajar despacio apoyándose en la otra pierna, pero ésta cede y Jim acaba despatarrado sobre el puf. No sabe muy bien cómo volverá a levantarse, ni si podrá hacerlo siquiera.

—¿En qué puedo ayudarte, Jim? —pregunta entonces la consejera.

Como no sea yendo por una silla, Jim no tiene ni idea. La consejera lleva calcetines verdes, pero no de un verde Eileen. Sólo normal.

—Tus amigos me han dicho que has sido víctima de un acto violento. Tengo entendido que no quieres denunciar a tu agresora. Tenemos que hablar de eso.

—Fue un a… a… a…

—Nada es accidental. Todo ocurre por algún motivo, y ese motivo yace en lo más profundo de nuestro ser. Lo que tenemos que hacer hoy, Jim, es sacarlo a la luz. Sé que eso te asusta, pero estoy aquí para ayudarte. Quiero que sepas que no estás solo. Estamos en esto juntos. —Llegados a este punto, le sonríe y entorna los ojos—. Tienes una buena aura, ¿lo sabías?

Jim confiesa que no. En ese momento está más pendiente de una sensación de hormigueo en el pie sano.

—¿Por qué tartamudeas?

Se ruboriza y una oleada de calor le recorre toda la espalda y se extiende al rostro y los brazos. La consejera espera una respuesta, pero él no puede formularla, y lo único que se oye es la respiración de la mujer. Suena como si pellizcara el aire.

—Según he podido comprobar —afirma—, siempre hay un motivo detrás de la tartamudez. ¿Qué crees que no puedes decir?

Son muchas las cosas que Jim no puede decir. Y no es que no intentaran ayudarlo en Besley Hill. Le enseñaron ejercicios para concentrarse y trucos para enhebrar palabras. Hablaba a los espejos. Visualizaba las frases. Decía «grr» cuando se quedaba atascado. Todo en vano. La terapia de electrochoque no provocaba tartamudez, según los médicos. Jim los creía; al fin y al cabo, eran profesionales. No obstante, fue poco después de la última sesión cuando su boca empezó a olvidar cómo se formaban las palabras.

Pero no es el momento de hurgar en el pasado. La consejera psíquica sigue hablando. Se señala a sí misma y luego alza los puños con inverosímil ademán pugilístico.

—Imagina que soy tu agresora. ¿Qué te gustaría decirme? No te lo quedes dentro. Puedo encajarlo.

A Jim le gustaría decir que fue un accidente. Le gustaría decir «Escúchame, Eileen».

—Jim, soy una mujer. Trabajo con la intuición. Y no tengo más que verte para saber que este accidente ha sido muy duro para ti.

Él asiente despacio. No puede mentir.

—¿A qué crees que se debe?

Jim intenta decir que no lo sabe.

La consejera le advierte que va a irse un poco por las ramas y le pide que tenga paciencia.

—La agresora te atropelló y se dio a la fuga. Pero, según tengo entendido, tú le dijiste a gritos que se marchara. No querías que te ayudara. ¿Es eso cierto?

Jim trata de decir que sí, pero no encuentra la palabra.

—¿Y por qué querías que se fuera? ¿Por qué elegiste ser la víctima? Podías haberle gritado. Podías haberle dicho que te había hecho daño. ¿Qué ocurrió, Jim? ¿Por qué no podías decírselo?

El silencio parece reverberar como el cristal. Los pensamientos de Jim retroceden en el tiempo a velocidad de vértigo, y es como si se abrieran de sopetón puertas tras las que ciertas cosas permanecían encerradas desde hacía mucho. Se le forma un nudo en la garganta. Se le acelera el pulso. Intenta no pensar, intenta poner la mente en blanco. Desde fuera le llegan las risas de Paula y Darren. Acierta a oír el débil tintineo de las campanillas agitadas por el viento. Se lleva la mano al bolsillo y se aferra al llavero en busca de apoyo.

La consejera le sonríe con dulzura.

—Lo siento. A lo mejor estoy yendo demasiado deprisa.

Entonces pide a Jim que imagine que es una carta. ¿Qué le gustaría que llevara escrito? Le pide que imagine que es una flecha. ¿Dónde le gustaría clavarse? Debe imaginarse como un recipiente, un árbol con raíces, una pelota de goma. De pronto hay tantas versiones de sí mismo, todas rebotando, saliendo disparadas o buscando destinatario dentro de su cabeza que Jim se siente muy cansado.

—Tenemos que hacer que todo salga a la luz —insiste la consejera con infatigable entusiasmo—. No es momento de tener miedo.

—Librería, hola. Buda, hola —susurra Jim.

—Piensa en todas las cosas que mantienes ocultas. Ha llegado el momento de liberarlas. —La consejera aprieta los labios y suelta aire, como si la hubiesen pinchado y se desinflara rápidamente—. Tienes que asumir el pasado y dejar que se vaya.

Es como si lo cogieran por la boca, las orejas, los ojos, y lo descuartizaran tirando en todas las direcciones a la vez. El accidente, el hospital, no eran nada comparados con aquello. Jim no sabe cómo se las arreglará para recomponerse a sí mismo.

—No tienes que ser una víctima —le asegura la mujer—. Puedes participar en la acción. —Se estremece como si acabara de despertarse. Sonríe—. Ha llegado el momento de dejarlo. Nuestra primera sesión ha terminado.

La mujer se levanta del puf con un impulso y mira hacia abajo entornando los ojos. Jim agacha la cabeza para que no pueda ver su rostro desencajado.

—Deberías venir a una lectura de cartas angelicales. ¿Sabías que podemos preguntar las cosas más banales a los ángeles? Dónde encontrar aparcamiento, por ejemplo. No hay preguntas insignificantes.

Jim intenta contestar que es muy amable por su parte, pero que ya tiene donde aparcar. Además, añade, la caja de cambios de la autocaravana está estropeada, por lo que no puede circular. Fue un regalo, dice, se la dio hace muchos años una mujer para la que trabajaba, porque quería deshacerse de ella. Añade que solía apilarle la leña y tirar sus botellas de licor vacías. Habla de un modo atropellado, a borbotones. Es posible que la mitad de sus frases carezcan de verbo. Cualquier cosa con tal de no poner en palabras las imágenes que afloran a su mente. Las cosas que, según ella, debe dejar salir.

La consejera asiente. Bueno, no era más que una sugerencia, comenta.

Le pregunta si está satisfecho con la sesión y Jim le asegura que sí. Ella le dice que, si no fuera así, tiene derecho a quejarse. Él insiste en que no tiene ningún motivo de queja. La mujer lo invita a dejar unas palabras de testimonio en su sitio web, pero Jim le explica que no tiene ordenador. Ella abre una libreta y saca un formulario. Le pide si sería tan amable de valorar sus servicios, en una escala del uno al diez, y de remitir el formulario por correo postal en el sobre adjunto.

—Es hora de que vuelvas a casa —le dice.

Jim le explica que no puede.

Ella le sonríe como si lo entendiera.

—Sé que ahora mismo tienes la sensación de que no puedes más. Crees que me necesitas. Pero todo irá bien, Jim. Te doy permiso para estar bien.

Jim aclara que lo que pasa es que no puede levantarse. Ha perdido la sensibilidad en ambas piernas. Tienen que venir Paula y Darren para ayudarlo a enderezarse, y lo hacen cogiéndole un brazo cada uno y tirando hacia arriba. Jim se levanta, mira a Paula, Darren y la consejera psíquica, y pese a que les saca varios centímetros de estatura, se siente dolorosamente pequeño.

—Hemos hecho grandes progresos, ya lo creo —afirma la consejera—. Jim está listo para soltar amarras. Ya puede seguir adelante con su vida.

Una bandada de gaviotas alza el vuelo y desciende en picado sobre la negra silueta del páramo, y son tan luminosas, tan frágiles, que podrían confundirse con jirones de papel. Jim no menciona los ángeles ni las plazas de aparcamiento a Paula y Darren. Tampoco las preguntas de la consejera. Tal es su estupefacción que apenas recuerda cómo poner un pie delante de otro. Se tambalea varias veces, y si no fuera por Darren perdería el equilibrio.

—Vamos, vamos, Jimbo —le dice Paula—. Ha sido un día lleno de emociones.

Mientras regresan a la calle principal, dejando atrás las casas oscuras con sus galerías y sus buhardillas reformadas, la joven comenta:

—Esto era antes un barrio de mala muerte. Había gente que vivía en condiciones infrahumanas.

Y entonces Jim se da cuenta de que están en Digby Road.