1
La danza de la lluvia

La luna nueva de principios de septiembre trajo consigo un cambio en el tiempo. El calor remitió. Los días seguían siendo cálidos, pero no asfixiantes. Por las mañanas hacía un poco de fresco y las ventanas amanecían empañadas. Las hojas de la clemátide colgaban de los tallos, resecas y abarquilladas, y apenas si quedaban margaritas. El sol asomaba tímidamente por encima de los setos, como si no fuera capaz de alcanzar el cénit.

Con la llegada de la luna nueva, también se produjo un cambio en Diana. Volvía a estar más contenta. Seguía enviando pequeños regalos a Beverley y llamaba por teléfono para interesarse por Jeanie, pero ya no iba a Digby Road, ni Beverley venía a visitarlos. James, que recibió la noticia de la recuperación de Jeanie con mutismo, informó a Byron de que pasaría el último fin de semana de las vacaciones en la costa. Tal vez tuviera ocasión de asistir a algún concierto, sugirió Byron, pero James contestó con incomodidad que no sería esa clase de viaje.

La reacción de Beverley fue la opuesta. Era un milagro, concluyó, que una niña se recuperara de ese modo cuando todos los médicos se habían dado por vencidos. Se lo agradeció profusamente a Byron. Se disculpó una y otra vez por las molestias que había causado. Las cosas se le habían ido de las manos, repetía. Sólo quería ser amiga de Diana, nunca había pretendido hacerle daño. Todo el mundo se equivoca alguna vez, se justificaba. Nunca habría imaginado que la parálisis de Jeanie fuera fruto de la imaginación de la niña. Prometió devolver los peluches, la sillita de paseo, el caftán, la ropa prestada. Derramó muchas lágrimas. Pero Diana la tranquilizó. Había sido un verano raro, dijo. A lo mejor el calor les había jugado una mala pasada a todos. Parecía tan aliviada por haber puesto fin a todo aquello que no le quedaban fuerzas para la culpa, ni para ponerse en la piel de otra persona. La última vez que Beverley llamó, le contó que Walt le había pedido que se casara con él. Estaban sopesando la posibilidad de mudarse al norte y empezar de nuevo como una familia de verdad. Beverley tenía intención de montar un pequeño negocio de importación. Habló de aprovechar las oportunidades y de pensar a lo grande, pero con la amenaza de las huelgas no parecía probable que su plan de negocio fuera a prosperar. Prometió pasar a recoger su órgano, pero por algún motivo nunca lo hizo.

Entretanto, Diana sacó las faldas de tubo de donde las había dejado, apiladas de cualquier manera junto a los zapatos, y las planchó. Le iban un poco holgadas en la cintura, pero con ellas recuperó su forma de andar, recta y contenida, con pasitos cortos que resonaban en el suelo. Dejó de pasar horas sentada junto al estanque y de dormir bajo las estrellas. Volvió a usar su cuaderno de notas y a preparar magdalenas coronadas con dos galletitas a modo de alas de mariposa. Byron la ayudó a llevar los viejos muebles de su madre de vuelta al garaje y cubrirlos con sábanas para protegerlos del polvo. Diana puso los relojes en hora. Empezó a limpiar y ordenar la casa. Cuando Seymour volvió a casa, no lo contradijo en nada. Lavó su ropa interior y durante la cena conversaron sobre la cacería en Escocia y el tiempo. Lucy tocaba las variaciones Chopsticks incansablemente en su órgano eléctrico. Y aunque Seymour se quejó de que era un regalo de cumpleaños excesivo para una niña pequeña, cuando Diana le aseguró que ninguna de las demás familias tenía un Wurlitzer, le dedicó una de sus sonrisas invertidas.

Los niños regresaron a la escuela. Ahora que Jeanie volvía a caminar, James rara vez comentaba lo sucedido, ni el plan de ambos para salvar a Diana. Sólo en una o dos ocasiones se refirió a «todo ese lío del verano», pero de un modo desdeñoso, como si no hubiese pasado de una travesura infantil. Entregó a Byron la carpeta de la Operación Perfecta. No hablaba de trucos de magia ni preguntaba por los cromos de Brooke Bond. Quizá estuviera decepcionado con Byron; era difícil saberlo.

Pero James no era el único que parecía haber cambiado. El hecho de afrontar el paso al nivel de estudio superior había convertido a los chicos en jóvenes. Algunos habían dado un buen estirón. Sus voces alternaban graves y agudos. Lucían granos como canicas en el rostro. Sus cuerpos olían y se manifestaban de maneras que resultaban confusas y emocionantes. Era como si una caldera se encargara de alimentar partes de sí mismos que ignoraban poseer. Samuel Watkins hasta tenía bigote.

Una noche, a mediados de septiembre, Byron y su madre salieron a contemplar el cielo sereno, tachonado de estrellas. El chico le señaló la Osa Mayor y las Pléyades, y Diana miró hacia arriba con el vaso apoyado en el regazo. Byron señaló la forma alada del Águila, así como los contornos del Cisne y de Capricornio.

—Sí, sí —dijo ella, muy atenta a la explicación. Asintió mirando al cielo y luego se volvió hacia él—. Están jugando con nosotros, ¿verdad? —preguntó.

—¿Quiénes?

—Los dioses. Creemos comprender, hemos inventado la ciencia, pero en el fondo no tenemos ni idea. A lo mejor las personas inteligentes no son las que se creen inteligentes, sino las que aceptan que no saben nada.

Byron no supo qué responder. Como si le leyera la mente, Diana lo cogió del brazo.

—Pero tú sí eres inteligente. Muy inteligente. Y serás una buena persona. Eso es lo que cuenta. —Señaló un velo de luz opaca que se extendía por encima de sus cabezas—. Háblame de eso.

El chico le explicó que era la Vía Láctea. Luego, como salida de la nada, una estrella fugaz surcó el cielo oscuro como si alguien la hubiese arrojado y desapareció tan súbitamente como había aparecido.

—¿Has visto eso? —Byron le asió el brazo con tanta fuerza que Diana casi derramó el contenido del vaso.

—¿El qué, el qué? —Se lo había perdido, pero cuando su hijo se lo explicó se quedó muy quieta, escrutando el cielo, a la espera—. Sé que voy a ver una estrella fugaz —dijo—. Tengo una corazonada. —Byron fue a replicar, pero ella alzó una mano pidiendo silencio—. Chitón, o querré mirarte. Y no puedo, porque tengo que concentrarme.

Al verla así, tan compuesta y expectante, le recordó a Lucy.

Cuando por fin avistó una estrella fugaz, Diana se levantó de un brinco, abriendo mucho los ojos y señalando el cielo con el dedo.

—¡Mira! ¡Allá! —exclamó—. ¿La ves?

—Es preciosa —convino Byron.

Era un avión. Hasta se veía su estela, resplandeciente a la luz de la luna como si fuera hilvanando el cielo con hilo de plata. Byron esperó que su madre se diera cuenta, pero al ver que no lo hacía, al ver que se reía y le apretaba la mano y le decía «He pedido un deseo para ti, Byron. Todo saldrá bien, ahora que he visto esa estrella fugaz», asintió en silencio y apartó la mirada. ¿Cómo podía su madre ser tan inocente, tan tonta? La siguió hasta la casa. Por el camino, Diana tropezó y Byron le tendió una mano para que se apoyara.

—Ya no sé caminar con tacones —se disculpó, risueña.

La visión de la estrella fugaz pareció animarla aún más. Al día siguiente se puso a trabajar en el jardín mientras los niños estaban en clase. Aireó la tierra de los rosales y, mientras el sol empezaba a descender sobre el horizonte, Byron la ayudó a juntar las primeras hojas otoñales en una carretilla para hacer una hoguera. Recogieron las manzanas caídas de los árboles y regaron los parterres cercanos a la casa, necesitados de lluvia. Luego Diana habló de Halloween, pues había leído en una revista que en Estados Unidos vaciaban calabazas y las tallaban con forma de cara. Le gustaría hacerlo, dijo. Se detuvieron a admirar las nubes rosadas que se arracimaban como algodón de azúcar sobre el páramo. Diana dijo que había sido un día precioso, que la gente no miraba lo bastante al cielo.

A lo mejor todo se reducía a creer que las cosas eran lo que querías que fueran. A lo mejor era tan sencillo como eso. Pero si algo había aprendido Byron ese verano era que una cosa podía ser no sólo esa cosa, sino muchas otras, algunas de las cuales se contradecían entre sí. No todo tenía una etiqueta. Y si la tenía, debías estar dispuesto a reexaminarla de vez en cuando, y a pegarle otra etiqueta al lado. La verdad podía serlo, pero no de un modo indiscutible. Podía ser más o menos verdad, y quizá eso fuera lo mejor a lo que podía aspirar un ser humano. Regresaron a la casa.

Era casi la hora de cenar cuando Diana recordó que había dejado su rebeca fuera. Dijo que salía a buscarla, que no tardaría nada.

Byron se puso a jugar con Lucy. Advirtió que empezaba a anochecer y se levantó para encender las luces. Preparó unos sándwiches porque Lucy tenía hambre y los cortó en triángulos. Cuando volvió a mirar por la ventana, la luz había virado al verde.

Colocó un nuevo tablero de Serpientes y Escaleras y dijo a Lucy que saldría un momento al jardín.

—Tú ve empezando —le dijo—. Pon mucho cuidado al contar las casillas. Para cuando me toque echar los dados, ya estaré de vuelta.

Cuando abrió la puerta de la calle, se quedó estupefacto.

Un oscuro nubarrón se cernía sobre el páramo como una panza de burro. Se avecinaba una tormenta. Llamó a su madre a gritos desde el umbral, pero no obtuvo respuesta. La buscó en los rosales y los arriates de plantas vivaces, pero no había ni rastro de ella. Una súbita ráfaga de viento zarandeó las copas de los árboles, y mientras las nubes se precipitaban hacia delante, haces de luz plateada alumbraron por unos instantes retazos de las colinas. Las frondas de los árboles empezaron a castañetear, sacudidas por el viento. Byron echó a correr por el jardín en dirección a la cerca de madera justo cuando empezaban a caer los primeros goterones.

La lluvia descendía desde las cumbres más altas en gruesas cortinas de agua. Su madre no podía estar en el estanque. Dio media vuelta y trató de resguardarse cruzando los brazos y agachando la cabeza, pero el agua no tardó en empaparle el pelo y colarse por el cuello de la camisa. Le sorprendió lo rápido que pasaba de estar seco a calado hasta los huesos. Cruzó el jardín a la carrera en dirección contraria, hacia el garaje.

La lluvia repiqueteaba con furia en el tejado. Los muebles de su madre seguían bajo las sábanas, pero Diana no estaba allí. Por unos instantes, se preguntó si estaría en el Jaguar, si se habría dormido tumbada en un asiento, pero las puertas estaban cerradas, y el coche, vacío. Supuso que su madre habría vuelto a casa. A lo mejor ya estaba secándose el pelo y hablando con Lucy.

Su hermana lo estaba esperando en el umbral.

—¿Adónde has ido, Byron? Llevo horas esperándote. ¿Por qué has tardado tanto?

Parecía asustada, y al verla Byron se dio cuenta de que él también lo estaba. La lluvia se había colado en la casa y mojado el suelo del recibidor. Sólo cuando se dio la vuelta y vio los charcos de agua a su espalda comprendió que los había hecho él.

—¿Dónde está mamá? —preguntó.

—Creía que estaba contigo.

Byron empezó a repasar todo lo sucedido, tratando de calcular el tiempo que su madre llevaba ausente. Se detuvo a quitarse los zapatos, que estaban blandos de tan mojados. No logró deshacer los nudos de los cordones, así que se los quitó de un tirón. Empezó a registrar la casa, primero sin prisa, luego cada vez más angustiado, hasta que echó a correr de habitación en habitación, abriendo las puertas con brusquedad. En las ventanas abiertas, las cortinas se henchían como velas, y fuera, las ramas de los árboles se agitaban desvalidas. Cerró las ventanas y la lluvia azotó los cristales sin piedad. Por toda la casa, el viento zarandeaba las puertas con estruendo.

—¿Dónde está mamá? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Lucy, que lo seguía como una sombra.

Byron miró en la cama de su madre, en el baño, en el estudio de su padre, en la cocina, pero era como si Diana se hubiese esfumado. La lluvia repiqueteaba en el tejado.

—¿Por qué corremos de aquí para allá? —insistió la niña.

No pasa nada, repetía él una y otra vez, no pasa nada, mientras corría de vuelta a la puerta de la calle. Empezaba a dolerle el pecho. Cogió el paraguas y el impermeable de su madre del perchero.

—No pasa nada, Luce —le aseguró—. Estaré de vuelta con mamá en un periquete.

—Pero tengo frío, Byron. Quiero mi manta —protestó Lucy, aferrándose a él con tanta fuerza que le costó zafarse.

Mientras guiaba a Lucy de vuelta al salón para darle la manta se preguntó qué estaba haciendo. No debía perder tiempo con esa nimiedad. Debía ir en busca de su madre cuanto antes. Ni siquiera entendía por qué había vuelto a entrar en la casa.

—Quédate aquí sentada y espera —le dijo a su hermana, y la sentó en un sillón.

Luego hizo amago de salir corriendo, pero volvió atrás para besarla porque la pequeña estaba sollozando.

—Tú no te muevas de aquí, Lucy —insistió.

Y, de repente, dejó caer al suelo el impermeable y el paraguas y se fue corriendo como alma que lleva el diablo.

Fuera, el cielo plomizo se había vuelto más amenazador. Llovía de un modo torrencial y el agua caía con furia, azotando sin clemencia cuanto encontraba a su paso. Acribillaba las hojas. Aplastaba la hierba. Martillaba la casa como si pretendiera demolerla y manaba por los canalones en dirección a la solana. El ruido era ensordecedor.

Mientras corría, Byron llamaba a su madre a gritos, pero el estrépito de la lluvia era tal que ahogaba su voz. Ni siquiera alcanzaba a ver el estanque. Con los hombros encorvados, abrió la cerca sin molestarse en volver a cerrarla. Fue hacia el estanque, pero ya no podía correr. Resbalaba a cada paso y avanzaba con dificultad, abriendo los brazos para no perder el equilibrio. Apenas podía levantar la cabeza. La tierra estaba empapada y el agua encharcaba la hierba. Sus propios pasos le salpicaban el cuerpo.

Cuando por fin divisó el estanque, no dio crédito a sus ojos. La emprendió a manotazos con la lluvia para intentar ver con más claridad.

—¡Mamá, mamá! —gritó.

Allí estaba Diana, en el estanque, toda ella (pelo, ropa, piel) tan empapada que relucía. El caso es que no se encontraba en el islote cubierto de maleza que había en el centro del estanque, sino que parecía flotar en la lengua de agua que lo separaba de la orilla. ¿Cómo podía ser? Byron tuvo que frotarse los ojos para cerciorarse. Vaso en mano, Diana se alzaba en un punto intermedio que había perdido todo contacto con la tierra, que no era más que agua. Se movía despacio, con los brazos abiertos, como si estuviera bailando. De vez en cuando parecía oscilar en precario equilibrio, pero luego se las arreglaba para enderezarse y seguir adelante con la espalda recta, la barbilla elevada, los brazos extendidos a ambos lados, entre la acerada cortina de lluvia.

—¡Aquí! —gritó Byron—. ¡Aquí!

Seguía en lo alto del prado.

Su madre debió de oírlo, porque de pronto se detuvo y lo saludó con la mano. Byron ahogó un grito, temeroso de que se cayera, pero no lo hizo. Permaneció muy recta y dueña de sí, flotando sobre el agua.

Diana le gritó algo, pero el chico no alcanzó a oírlo. Luego levantó la mano, no la del vaso sino la otra, y Byron vio que sostenía algo blanco y pesado. Era un huevo de oca. Diana se echó a reír, al parecer exultante de alegría.

El alivio por haberla encontrado lo abrumó como un dolor físico. Byron ya no sabía dónde acababa la lluvia y empezaban las lágrimas. Se sacó el pañuelo del bolsillo para sonarse la nariz. La tela estaba empapada, pero aun así se enjugó al rostro, pues no quería que ella viera que había estado llorando. Justo cuando doblaba el pañuelo y se disponía a guardarlo en el bolsillo, levantó los ojos súbitamente, alertado por un movimiento brusco. Era como si algo hubiese embestido a su madre por detrás de las rodillas. Byron pensó que lo hacía adrede para que él se riera. Pero entonces ella resbaló y cayó al agua, levantando los brazos. El vaso y el huevo se le escaparon de las manos y un espasmo le sacudió la parte superior del cuerpo, pasando de un hombro al otro como una ola.

Gritó algo más, y luego se replegó y desapareció bajo el agua.

Byron se quedó inmóvil esperando que volviera a emerger, incapaz de moverse. Y entonces, al ver que su madre no reaparecía, que la lluvia erizaba la superficie del estanque, empezó a acercarse, despacio al principio y luego cada vez más rápido, a sabiendas de que no quería llegar a la orilla, pero abriéndose paso en el barro de todos modos, resbalando sin remedio. A sabiendas, mientras avanzaba a trompicones, de que cuando llegara allí no querría mirar.

Por la mañana, la niebla ascendía de las colinas en delicadas columnas, como si un sinfín de pequeñas hogueras ardiera a lo largo y ancho del páramo. El aire restallaba y, por más que no quedara ni rastro de la lluvia, persistía el recuerdo de su tamborileo. Una deslustrada luna languidecía en el cielo, como un sol espectral, y enjambres de mosquitas revoloteaban por todas partes, ¿o serían semillas barridas por el viento? Fuera lo que fuese, era un hermoso comienzo.

Byron bajó hasta el prado. La tierra anegada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, como una inmensa bandeja de plata. Saltó al otro lado de la cerca y se sentó junto al estanque. Contempló el reflejo del cielo en el agua, como si se tratara de otro mundo, o de una verdad distinta, coralina e inversa. Su padre ya había llegado, estaba en el estudio hablando con la policía, y Andrea Lowe preparaba té para las visitas.

Una bandada de gaviotas pasó volando hacia el este, subiendo y bajando, como si pudieran limpiar el cielo con sus alas.